Repelente anti-moscones

Hace muchísimos años cuando trabajaba para un banco y viajaba con relativa frecuencia me ponía de mala leche que fuese la hora que fuese me saliera el ejecutivo, guardia de seguridad, limpiador o viajero de turno haciéndose el simpático. Si no tengo paciencia pa'rumbosos a las 6 de la tarde imaginaos a las 4:30 de la madrugada esperando un vuelo para Florida. Dio la casualidad que en uno de los viajes me llevé una bolsa de Harvard que me había regalado una amiga y descubrí que si al acercárseme el Valentino de turno mientras escribía en mi portátil ponía la bolsa sobre la mesa ya no se me acercaba a preguntarme a dónde iba (sigo sin entender cómo piensan algunos hombres que preguntarle eso a una perfecta desconocida es normal), si necesitaba ayuda para encontrar mi terminal (veintitantos años viajando sola por el mundo y tener que escuchar estas cosas, miaqueeee) ni si tenía a alguien esperándome a la vuelta (léase novio o marido en plan "si no eres de otro, zagala, a la vuelta tengo pensado clavártela").

Ahora que trabajo para otra compañía en Manhattan he tardado menos de tres semanas en rescatar la bolsa de Harvard del fondo del armario. Me he cansado de los tíos que intentan hacer conversación en el metro, los que me preguntan para qué compañía trabajo, los que quieren saber la planta donde trabajo, los que quieren saber mi extensión para llamarme por teléfono, los que se creen que por hablar español y estar bien educada (no voy a dejar a un señor que trabaja en mi edificio y que podría ser mi padre con la palabra en la boca) pueden preguntarme cuánto llevo en este país, si estoy casada, si tengo hijos, esto y lo de más allá. Es mano de santo, oyes. Ven la bolsa de Harvard y se cagan por las patas abajo.

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