El velo: Dos días con las mujeres sin rostro
© Ôzlem
Gezer, Barbara Hardinghaus, XL Semanal
Pasamos
dos tardes con dos amigas que salen de compras y comparten confidencias. Todo,
normal. Salvo que llevan guantes y "nihab", un velo que sólo deja
unas pequeñas aberturas para los ojos. Compartimos con dos mujeres salafistas
un mundo que permanece oculto. Su única condición: no revelar su verdadero
nombre
Saliha
y Reyhana hacen un alto en su camino hacia el paraíso y se asoman a un local de
kebaps. "¿Podemos rezar aquí?", pregunta Saliha. "Sí,
vale", dice el empleado.
Las dos
mujeres entran en el pequeño restaurante, desenrollan una alfombra y la
extienden en el suelo. El empleado está cerrando, son las 9 de la noche. Saliha
activa la brújula de su iPhone y trata de fijar los puntos cardinales. ¿Dónde
está la Meca?
Las
mujeres se arrodillan y rezan. Llevan guantes y nihab, un velo que solo deja
unas pequeñas aberturas para los ojos. Al cabo de un par de minutos se ponen en
pie, enrollan la alfombra y dan las gracias al empleado.
Saliha
y Reyhana tienen 31 y 23 años, respectivamente. Hasta hace solo un par de años
su aspecto era muy diferente. Saliha usaba zapatos de tacón y ropa de marca de
imitación... y un nombre europeo. El fin de semana salía a bailar hip-hop y
techno. Reyhana iba con su pandilla del colegio a la discoteca. Todos la
consideraban la chica más guapa del instituto; la eligieron reina del baile de
fin de curso, llevaba piercings, kajal negro en los ojos y la melena rizada
suelta.
Ambas
terminaron el instituto. Saliha empezó a trabajar como esteticista y luego en
un centro de atención telefónica; más tarde, en un restaurante; después, en un
gimnasio y en una guardería. Reyhana se hizo peluquera. Las dos jóvenes viven
en ciudades diferentes, pero dos veces al año se reúnen para pasar un agradable
fin de semana.
Al
acompañarlas en una de estas escapadas, hemos podido observar un mundo que
permanece oculto tras un velo.
La
única condición que nos pusieron es que no se mencionara su verdadero nombre.
Saliha y Reyhana no pudieron cenar en el local donde les permitieron rezar, era
tarde y estaban cerrando, así que ahora se encuentran en otro kebap abierto
hasta bien entrada la noche. Comen tapadas por el velo. Para ellas sería pecado
que hombres desconocidos pudieran ver sus rostros.
Saliha
pide kebap con ensalada y salsa. Sostiene el tenedor con la mano derecha, con
la izquierda levanta ligeramente el velo y se lleva la comida a la boca,
siempre bajo la tela. Mastica con prisa. «Puedes comer toda la carne que
quieras que no engordas», reconoce.
Está
haciendo una dieta de hidratos de carbono, no come arroz ni pan ni patatas y ya
ha perdido cuatro kilos en dos meses. Reyhana estuvo mirando por la tarde en
Internet productos quemagrasas. Las dos quieren tener buen aspecto, estar
guapas para sus maridos. El Corán anima a ello. Alá dice que un hombre puede
tener varias mujeres.
También
que satisfacer a su marido abre a las esposas las puertas del paraíso. Y Shaila
y Reyhana quieren ir allí. Creen que están en este mundo por haber seguido al
diablo. El camino de vuelta al Paraíso es duro y lleno de pruebas, añaden.
«Pero Alá solo pone a prueba a aquellos a quienes ama», dice Reyhana.
Las dos
amigas quieren tomarse un café y un helado. Se detienen en un aparcamiento
delante de un McDonalds, y Saliha dice: «El islam es la primera cosa que sigo
de verdad».
El
islam hizo que por primera vez viviera sujeta a unas reglas. La suya era madre
soltera, una hippie de la vieja escuela, se ganaba la vida con una tienda de
productos ecológicos. Saliha no creía en ningún dios, solo en que algún día
sería una gran bailarina. Para ella, una buena tarde era conseguir muchos
teléfonos de chicos guapos. Tuvo novios. Hasta que llegó uno que le dijo que
leyera el Corán. Solo lo hizo para demostrarle que era un libro lleno de
tonterías. Pero la experiencia no resultó como imaginaba.
«Fue
como si el profeta Mahoma me hablara a mí en persona», dice. Como si me dijera:
«¡Cree! Esta es la verdad». «Me sentí feliz», añade Saliha. Poco después fue a
una mezquita. Allí encontró gente que se acercaba a ella como si de verdad
fuesen hermanos y hermanas. Aquellas personas le regalaron un pañuelo blanco
para la cabeza. Al cabo de un tiempo empezó a llevar faldas largas; luego, el
velo. Dejó de ir a las discotecas.
«Fue
como un cumpleaños, las Navidades, Pascua y el gran amor de tu vida, pero todo
junto», dice en este oscuro aparcamiento en una zona industrial. Saliha mira un
a su amiga, sonríe y afirma: «Se me ha puesto la carne de gallina».
Los
padres de Reyhana se instalaron en Europa en 1992, procedentes de Argelia. Su
padre fundó una emisora árabe y una asociación ciudadana. Reyhana iba por las
tardes con su pandilla a un café, escuchaban música y bebían limonada. En su
caso, las reglas del Corán estuvieron ahí desde que era niña, pero no se las
tomaba muy en serio. Acababa de cumplir 17 años cuando, arreglada para ir al
trabajo, se refugió de la lluvia en una marquesina de autobús y, allí sentada,
se planteó si todo aquello tenía sentido. Poco antes, mientras hacía la
limpieza en casa, había encontrado un Corán. Era una señal. «Aquel día, Alá
llevó el amor a mi corazón», dice. Ese día llegó a la conclusión de que la vida
que había llevado ya no le gustaba, que estaba llena de pecado. Que los
vaqueros eran pecado, y fumar, y la música de Alicia Keys. Empezó a rezar cinco
veces al día. «Me avergüenzo de cómo era antes», señala Saliha. Ella también ha
dejado de fumar. Cree que si ahora no fuma, cuando llegue al paraíso, se le
permitirá hacerlo cuanto quiera.
En el
mundo de estas dos amigas todo tiene una estructura. Hay soluciones
predeterminadas para todo. Están recogidas en el manual que el Profeta dejó a
sus seguidores. Toma las decisiones por ella y regula su día a día. En él
figura que la cocina debe estar siempre tan limpia como si el mismo Alá pudiera
llegar de visita en cualquier momento. Y que no se pueden alargar las pestañas,
solo pintarse los ojos. Y sobre cómo llegar al orgasmo, el consejo es: «No seas
torpe».
«Alá
pensó en todo comenta Reyhana, es el mejor». Eso también significa que Alá lo
ve todo. Graba sus vidas las 24 horas, incluso mientras duermen. Al final, Alá
decidirá: ¿infierno o paraíso? En el infierno, el agua está putrefacta. En el
paraíso, añade, corre el alcohol en abundancia, y servido además en jarras de
oro. Los platos de los que comerán estarán adornados con diamantes, la vida que
llevarán estará llena de lujos.
«Nunca
más tendrás que pensar qué ponerte. Alá hará que todo el mundo esté
satisfecho», dice. Según su idea, la vida en el paraíso es algo así como la
vida que tenía hasta hace unos años, solo que mejor. Volverán a tener 18 años,
no llevarán velo, no sudarán, serán hermosas. Pero, por el momento, están en un
aparcamiento de una gran ciudad y tienen que ir con cuidado para pasar las
pruebas que les pone Alá.
El
sábado empieza para las dos amigas en una peluquería. Arriba hay hombres
arreglándose la barba. Abajo, en el sótano, una musulmana corta el pelo a las
mujeres. El sitio no tiene ventanas, el acceso está prohibido a los hombres.
Saliha
se quita el velo, libera su larga melena. Debajo del velo lleva unos leggings
brillantes y una camiseta con un escote pronunciado. Por su casa va con zapatos
de tacón de aguja. «Soy una barbie», dice Saliha. Reyhana se sienta y observa
cómo le tiñen el pelo a su amiga. Reyhana lleva seis años casada con un europeo
convertido al islam. Tiene tres hijos.«Mi marido era atractivo y un musulmán
prácticamente. ¿Qué más puede desear una mujer?», dice Reyhana.
Mientras
le cortan el pelo, Saliha cuenta: «Mi marido no quiere tener otra esposa. Me ha
dicho: 'Tú me bastas'. Dice que sería fácil tomar otra mujer y acostarse con
ella, que de esa forma se quedaría saciado para la noche. Pero también cree que
la responsabilidad que un hombre carga por su mujer es tan grande que le echa
para atrás. Y si has tratado mal a tu mujer, Alá te castigará».
Las
mujeres salen de la peluquería, quieren buscar un nuevo nihab para Reyhana.
Tiene que ser transpirable, Reyhana tiene problemas con la piel de la cara.
Además, el que lleva ahora le queda muy justo, se notan los contornos de su
cuerpo y ella no quiere que los demás lo vean. Para ella, el velo integral es
como una pantalla protectora. Sin él, la suciedad de las miradas ajenas se le
pegaría en la piel.
La
tienda tiene un buen surtido. Hay nihabs largos y cortos, de verano y de
invierno. El más barato cuesta 15 euros, el más caro sale por 40. Reyhana
encuentra los nihabs en un cuarto situado al fondo y al que solo pueden acceder
mujeres. Compra el de 15 euros, luego siguen caminando por el casco antiguo de
la ciudad; la temperatura es de 24 grados.
Una
vez, cuenta Saliha, un hombre la zarandeó en la estación, empezó a gritar:
«¡Quítate eso, bruja!». Para ella, todo eso no son más que pruebas. La vida
terrenal.
A la
mañana siguiente, Saliha nos recibe sentada en una vieja silla de madera en la
casa de su madre. Se aparta el velo de la cara y se limpia el maquillaje con un
pañuelo húmedo. Su marido le ha dicho que se ha dejado el pelo demasiado claro.
En una estantería hay una foto en la que se ve a Saliha cuando tenía cinco
años.
Saliha
ya no tiene fotos en su casa, cree que los ángeles no entrarían si las tuviera.
Nadie debe reproducir a las criaturas de Dios. Vive en una casa de 96 metros
cuadrados, moderna, con muebles lacados en blanco, un horno que se limpia solo
y una nevera que hace cubitos de hielo. Su marido, un sirio, vende bombillas de
bajo consumo por Internet, dice. Cuando quieren pasar juntos una tarde
agradable, ven los relatos que cuelgan en la Red los peregrinos que van camino
de la Meca.
Llevan
una vida tranquila. «El problema es que, si no pasa nada malo durante tres
meses, me preocupa que Alá ya no esté satisfecho conmigo», afirma. Soy
musulmana en la guardería, así se llama el libro que Reyhana le ha comprado
hace poco a su hija. Reyhana todavía no sabe si su hija irá a la guardería. Le
preocupa que jugando pudiera darle un beso a otro niño. Además, en las
guarderías suelen celebrar la Navidad y los cumpleaños con música y gominolas
hechas de gelatina de cerdo. «Los niños son como una camisa blanca», explica
Reyhana. «La sacas a la calle y se ensucia, y cuando vuelves a casa tienes que
lavarla otra vez».¿Cómo sería para ella un mundo perfecto?«Uno en el que
hubiera más comprensión hacia nosotros, tolerancia y, sobre todo, la sharia»,
dice Reyhana.
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