Eugenia Rotsztejen de Unger: “No olvidar, no olvidar”
© Eugenia
Rotsztejen de Unger, Clarin
Una sobreviviente de Auschwitz y su grito del alma: no olvidar
- Testimonio del
Holocausto. Eugenia nació en Varsovia en 1926. Judía, fue humillada por los
nazis: pasó por el gueto y por varios campos de concentración donde “vivió” su
adolescencia. Cargó piedras y comió ratas y bichos para sobrevivir. Al fin de
la guerra pesaba 27 kilos. Reside en la Argentina desde 1949.
- El pasado en la
piel. Aún se percibe el número 48914 que le grabaron a Eugenia en
Auschwitz-Birkenau, hace casi 70 años.
A la edad en que
las niñas florecen, empecé a morir en el gueto de Varsovia. Mi familia gozaba
de una buena posición en Polonia y jamás nos imaginamos que la vida podía
cambiar tanto. De haber sabido lo que nos esperaba, nos habríamos suicidado.
Los Rotsztejn éramos seis: mi padre, mi madre, dos hermanos y una hermana. Al
fin de la guerra quedamos dos: mi mamá y yo.
La vida en el
gueto –un barrio al que obligatoriamente debieron mudarse los judíos luego de
la invasión alemana– fue el primer escalón al infierno. A los hombres se los
enviaba a los trabajos forzados. Las condiciones de vida eran infrahumanas: la
falta de comida, de higiene y las enfermedades mataban de forma lenta. Otros
preferían morir luchando. Esos organizaron el levantamiento del gueto, que
quedó en la Historia como un símbolo de resistencia, de morir de pie. Nadie se
imagina cuánto heroísmo hubo en esa lucha. Sobre todo de los más jóvenes. Duró,
creo, alrededor de un mes. Mucha de nuestra gente murió y también matamos a
muchos nazis. Eso los enfureció aún más.
Mi padre había
construido un búnker muy grande en los subsuelos de nuestro edificio. Cabían
casi treinta personas. Pero los alemanes tiraron bombas de gas que nos hicieron
salir corriendo como ratas. Así nos fuimos escondiendo y hacinando en sitios
cada vez más pequeños. Sé que el encierro duró más de un año y también que, en
ese período, perdí la noción clara del tiempo. Casi siempre, los que salían no
volvían. Uno de mis hermanos y mi hermana, entre ellos.
Yo sentía, sin
embargo, que alguien me cuidaba, como si posara una mano de oro sobre mi cabeza
para salvarme una y otra vez. Una noche mi mamá estaba sufriendo de cálculos en
la vesícula y mi papá me pidió que me quedara con ella en un lugar aparte. Fue
entonces cuando cinco polacos de la zona aria entraron adonde estaba el resto
del grupo y tomaron a la hija del rabino, una niña de trece años. Delante de
todos, la violaron hasta matarla.
La señora Brenner,
una buena vecina, nos refugió en un horno de pan. Éramos catorce personas. Aún
hoy, miro los hornos de las pizzerías sin explicarme cómo fue que entramos
allí. Alguien nos delató y los nazis nos obligaron a salir.
Un soldado me
ordenó que me sacara la ropa. Seguramente, yo iba a correr la misma suerte que
la hija del rabino, pero en el momento en que me desnudé sufrí una hemorragia
tan grande que le di asco. Pero a dos oficiales de la SS les gustaba mi cabello
y el de mi mamá, y en la calle nos raparon. Nadie nos reconocía, tan
desfiguradas estábamos por la falta de pelo y de alimento.
Los judíos fuimos
conducidos a los transportes que nos trasladarían a los campos. ¿Un recuerdo?
El de una mujer en la fila, cargando una valija. Le ordenaron dejarla y ella se
negó. Acribillaron la valija y luego a ella. De la maleta abierta, cayó un niño
pequeño.
Ese día, a mi
padre y a mi otro hermano los sacaron de la fila y nunca más los vi.
En trenes
destinados al ganado, sin agua ni ventilación, llegamos a Majdanek, un campo
donde durante varios meses debíamos romper piedras y cargarlas sin otra
finalidad que la de torturarnos. En una ocasión, nos hicieron detener el
trabajo para hacer el recuento de prisioneros. Decían que una chica había
intentado escapar. Nos reunieron en una suerte de plaza para que presenciáramos
su ahorcamiento. Quedó días colgada allí a modo de ejemplo de lo que nos
ocurriría si nos rebelábamos. Un viaje aun peor que el primero nos depositó a
los que quedábamos vivos –menos de la mitad– en Birkenau. Si todavía
conservábamos alguna seña de nuestra identidad, nuestras ropas, por ejemplo, en
ese lugar la perdimos. Para reconocernos, nos tatuaron en el brazo el número
que todavía conservo: 48914. Y nos vistieron con esa especie de pijama a rayas,
inútil para protegernos del frío insoportable. El único consuelo en medio de
tanta desolación era sabernos en un lugar sólo para mujeres.
Recibíamos una
sola comida diaria: un pedazo de pan duro y mohoso y una sopa de agua sucia a
la que les agregaban las cáscaras de zanahoria y papas. Había que saber comer:
yo comía por miguitas, así pude resistir. Los que comían de una vez la ración,
se morían más rápido. El problema era quedarse dormida porque entonces alguien
te robaba. Yo también vivía obsesionada por robar comida. A tal punto que
pasaba ocho, diez veces por día frente a los crematorios sabiendo que también
iría a parar ahí, pero no me importaba, lo único importante era conseguir algo
para llevarme a la boca: bichos, ratas, lo que fuera.
Nuestra única
posesión era una palangana de lata, ahí nos servían la comida, ahí nos ponían
el agua, ahí hacíamos nuestras necesidades. Las diarreas eran muy frecuentes y
las letrinas quedaban a más de doscientos metros de las barracas, de manera que
usábamos la palangana, pero la mayoría de las veces no llegábamos. Entonces,
aparecían las capo, mujeres brutales que montaban a caballo repartiendo
cadenazos, y nos mandaban a arrodillarnos sobre el pedregullo durante horas,
bajo la nieve.
Todo estaba planeado
para que fuéramos muriendo sin evitarnos ningún sufrimiento. Por las noches
sentía que sobre mí pesaba una pierna, un brazo, que yo corría con fastidio
para comprobar, con las primeras luces, que se trataba de un cadáver.
En esos años
atroces, conocí un gesto de bondad, y provino de los gitanos que ocupaban en
Birkenau un sector aparte. Cuando podía, me escapaba hasta sus barracas. Ellos
me tejieron un pulóver con papeles retorcidos. Desde entonces, amo a los
gitanos. También a ellos los exterminaron en el campo.
Mi adolescencia
transcurrió trabajando como esclava metalúrgica de la fábrica Unionworke donde
armaba granadas y bombas junto con mi madre. Nos habían trasladado a Auschwitz.
Para muchos ése era el destino final, pero nosotras seguíamos vivas, a pesar de
haber sufrido fiebre tifoidea y disentería.
Un día, los nazis
nos sacaron a los gritos. Debíamos abandonar pronto el campo de exterminio ante
el avance de los rusos. Nos ilusionamos con la posibilidad de la libertad pero,
en realidad, estábamos iniciando la Marcha de la Muerte.
Caminábamos –nos
arrastrábamos– por un lugar muy estrecho sin salirnos de la fila. A los
costados, el terreno estaba minado. Vi a una chica volar en mil pedazos. La
mayoría no resistió el esfuerzo. Yo me daba cuenta de que la guerra se acababa.
Los nazis estaban más preocupados por salvar el propio pellejo y se
desentendieron de nosotros. Conseguí subir a mi madre a un carro y perdí
contacto con ella.
De repente, me
encontré libre. Tenía casi 20 años y pesaba 27 kilos. Libre y sola. Lo había
perdido todo: no tenía familia, casa ni país. ¿Adónde iba a volver? Polonia era
una tierra ensangrentada. Empezaba una nueva etapa, sí, pero el sufrimiento no
se terminaba.
En lugar de los
soldados alemanes, ahora llegaban los rusos. Tenían otra actitud con los
prisioneros liberados pero estaban desesperados por mujeres. El acoso era
constante. Me pintaba la cara con carbón, usaba pantalones y me ponía un
pañuelo para parecer una vieja, aunque ni las viejas se salvaban. Muchas chicas
murieron vejadas.
Yo me unía a
distintos grupos, viajando sin destino. Pasé por Hungría, Checoslovaquia y
Austria. Nadie sabía qué hacer con los sobrevivientes judíos. En algún momento,
UNRRA (Administración de las Naciones Unidas para Ayuda y Rehabilitación) nos
condujo hasta un campo de refugiados en Módena, Italia. Allí recuperé la
sensibilidad, el pudor. Allí conocí a mi esposo, David Unger, y a su hermano
Enrique, ambos combatientes en el gueto de Varsovia. Armamos una pequeña
familia. El embarazo de mi hijo Leonardo me hizo experimentar por primera vez
después de años algo parecido a la felicidad.
Yo tenía una
preocupación: conseguir lo necesario para mi bebé y vendiendo papeles para
cigarrillos logré hacerme de un cochecito. Luego nos trasladaron a Santa María
di Leuca, donde nació Leonardo. Es imposible describir lo que significó. Volvía
a tener algo propio –así sentía a mi hijo– y era hermoso.
Permanecimos dos
años y medio en Italia. Soñábamos con instalarnos en Israel, pero las
complicaciones para viajar a allí se multiplicaban porque Palestina aún estaba
bajo dominio británico y no dejaba entrar a más judíos. Mi marido consiguió
localizar a una tía en la Argentina que se preocupó y empezó los trámites para
traernos vía Paraguay porque la Argentina de Perón, como muchos otros países,
también ponía reparos a la posibilidad de recibir a sobrevivientes hebreos.
Partimos desde
Francia rumbo a Río de Janeiro en un barco en estado desastroso. Cinco semanas
de vómitos y mareos para Leonardo y para mí. La belleza de Río nos deslumbró,
era tan distinto de todo lo que conocía. Para mejor, nos tocó el carnaval. Sin
embargo, estábamos ansiosos por viajar a Asunción, última etapa de nuestro
periplo. De esa ciudad paraguaya, recuerdo con deleite las noches cálidas
llenas de guitarras y canciones. Tras varios meses de espera, a punto de
embarcar a la Argentina, una mujer muy embarazada le pidió a mi marido su
lugar, que él le cedió.
En 1949, bajé con
mi hijo por error en Rosario, creyendo que era Buenos Aires: desconocía el
idioma y me guié por la gente que descendía. Mi única pertenencia era Leonardo.
Me encontraba perdida y desamparada. Dormimos en la calle.
Finalmente me
reuní con David y su hermano. Lo que siguió fue trabajo y más trabajo empezando
desde cero. Fueron años de esfuerzos, pero el resultado nos pertenecía y
soñábamos con el futuro.
Durante estas
décadas, el llanto fue moneda corriente, a toda hora, porque el pasado siempre
volvía –y sigue volviendo– para atormentarme. Mis hijos Leonardo, y Néstor que
nació aquí, sufrieron mucho. De niños se despertaban por las noches escuchando
mis gritos y los de mi marido. Entonces decidí empezar a contar. Alguien tenía
que hacerlo, abrir la boca para decir lo que había pasado. Los sobrevivientes
que empezamos a juntarnos éramos patéticos, estábamos mudos. Me desesperaba
pensar que nuestro dolor se iba a borrar sin que nadie se enterara del horror
que habíamos padecido. Y no sólo los judíos: también los homosexuales, los
gitanos, los locos, los viejos…
Yo creo que me
salvé para dejar testimonio. Esa es mi fuerza y mi misión. Dediqué mi vida a
hacer conocer esta parte de la historia. Escribí dos libros –“Después de
Auschwitz. Renacer de las cenizas” y “Holocausto, lo que el viento no borró”– y
viajé por muchos sitios. Mis hijos me dicen “Basta, mamá, hasta cuándo, ya son
cuarenta años que andás por todos lados contando lo que te pasó”. Pero me sale
del alma: no olvidar, no olvidar.
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