Española que abortó en Londres: “Me martirizaba, me sentía culpable, mala hija, mala mujer”
© Andaluces, Raúl Solís,
"Teresa"
Teresa no se llama
Teresa. No se atreve a revelar su identidad. Tiene miedo, aunque menos del que
tenía hace 34 años, cuando fue a Londres a interrumpir un embarazo no decidido.
Toda su vida eran veinte indefensos años, una carrera de Magisterio sin terminar,
una familia conservadora, sueños por salir del entorno provinciano donde había
crecido y una hermana mayor que le proporcionó la ayuda necesaria para acudir a
una clínica londinense a abortar en 1980.
Londres para
Teresa no es Londres. Es el lugar que le recuerda la “violencia política”
ejercida contra las mujeres durante un tiempo al que el ministro Gallardón está
dispuesto a regresar. “¿Cómo se atreverán?”, se pregunta indignada. Aún tiene
la esperanza de que el anteproyecto de ley sea una “mala pesadilla”. Que el
Tren de la Libertad que llegará este sábado a Madrid engulla para siempre su
vuelo clandestino.
Teresa se enteró
de que estaba embarazada un veintiocho de diciembre -“Pensé que era una
inocentada”- cuando su novio, que fue a recoger la prueba de orina a la
farmacia, le comunicó la noticia. “Se me cayó el mundo encima”, confiesa. Por
pensar, pensó que si su madre se enteraba sufriría un proceso depresivo agudo
que se uniría a otro “gran disgusto”: una hermana de Teresa, la que le prestó a
fondo perdido el dinero necesario para ir a Londres, era una conocida militante
del Partido Comunista en una familia donde tener una hija comunista era una
bofetada a los valores heredados.
La madre de Teresa
no se enteró del viaje a Londres de su hija, mucho menos su padre. Ni los tres
hermanos restantes. Ni los dos hijos que tuvo años después del primer embarazo
no decidido y que rondan los veinte años. El viaje a Londres de Teresa es un
secreto solamente compartido con su hermana y Alicia, una amiga feminista de su
hermana que estaba en contacto con los grupos de planificación familiar y que
le facilitó toda la información necesaria para acudir a Londres.
La madre de Teresa
murió sin saber que su hija se subió a un vuelo chárter con 20 años para,
cabizbaja, sola, llena de miedo, en silencio y sin saber nada de inglés, poner
fin a un embarazo de dos meses de gestación que escondía vestida en un mono que
le hizo los días y las noches interminables.
El vuelo chárter
iba repleto de jóvenes, alguna madre de familia y pocos hombres acompañando a
sus parejas. Teresa recuerda que, entre las chicas que iban solas, “se creaba
mucha complicidad”. Aunque ninguna complicidad es suficiente para templar los
nervios y el miedo de llegar a una gran urbe, montarse en un autobús en
dirección a un hotel y, a la mañana
siguiente, del hotel a la clínica abortiva.
Durante las
veinticuatro horas que Teresa permaneció en la clínica estuvo “más sola que la
una”. La soledad le hacía muchas preguntas y reproches. “Me martirizaba, me
sentía culpable, mala hija, mala mujer”, rememora. “Para mí, la experiencia fue
muy dura pero no me arrepiento”, afirma rotunda esta mujer andaluza que tenía
muy claro que “no quería tener un hijo hasta que no tuviera trabajo y terminara
de estudiar”.
DE IDA Y VUELTA
De haber seguido
adelante con el embarazo, Teresa cree que se tendría que haber quedado a vivir
“en un ambiente conservador que no deseaba” para ella. En el viaje de vuelta,
el avión regresó con las mismas pasajeras que hicieron el viaje de ida. Ahora,
tocaba ser discreta para no dar demasiada información. El anonimato era vital
para sobrevivir en un ambiente moral hipócrita y cruel que toleraba que los
hombres tuvieran relaciones sexuales antes del matrimonio porque “el problema
lo tiene la mujer, no el hombre”.
Teresa se bajó del
avión. Sin su mono “ancho y holgado” que tantísima seguridad le aportó para
esconder lo que solamente ella sentía. Años después, Teresa volvió a Londres a
pasar unos días. Y no disfrutó, mentalmente volvió a recorrer los pasillos
inhóspitos de la clínica donde abortó y a dar vueltas por las esquinas de la
minúscula habitación del hostal donde pasó las noches de antes y después de la
interrupción del embarazo.
Ahora siente
rabia, “mucha rabia”, y más todavía cuando mira a su hija y piensa que le
podría ocurrir lo mismo que a ella 34 años después. “¿De qué sirve la
experiencia si mi hija tendrá que volver a andar el mismo camino que su madre?”,
espeta. “Nos quieren poner el burka”.
Teresa no se llama
Teresa pero sí vive y trabaja en Granada. “¿Por qué lugar de la ciudad has
meditado alguna vez la experiencia de ir a abortar a Londres?”, le pregunta la
fotógrafa, para decidir en qué lugar hacer las fotografías para ilustrar su
viaje clandestino a Londres. “Por el Paseo de los Tristes”, señala esta mujer
que espera que “se vayan” los que quieren volver a privatizar el cuerpo de las
mujeres. Tristeza es lo que siente Teresa por no poder decir que no se llama
Teresa casi cuarenta años después de la muerte del dictador.
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