¿Es el ébola el nuevo Sida?
Leía el
otro día algo de alguien que comparaba el ébola con el nuevo Sida. También
dicen que es una forma de controlar la población mundial. Dejando al lado teorías
conspiracioncitas peregrinas, el ébola no es ni será nunca el nuevo Sida porque
(que se sepa de momento) cuando un@ ya está contagios@ lo que menos tiene son
ganas de follar mireuste.
Yo no viví
el principio del Sida en España - bueno, miento, lo viví pero no me acuerdo
porque tenía menos de 10 años hasta finales de los 80 y luego vivía en Babia o
los mundos de Yupi que diría mi señora madre. Por lo que me han contado, el pánico
y la ignorancia son los mismos. Leyendo el artículo que cuelgo abajo me he
acordado de un caso "famoso" en Córdoba: el de una enfermera que se contagió
de Sida pinchándose con una jeringuilla al atender a un paciente que tenía ya
desarrollada la enfermedad. Cuando ella fue a reclamar, la Junta de Andalucía
no quiso reconocerle el Sida como riesgo laboral, adujeron que viviendo ella con
su nueva pareja y estando no recuerdo si divorciada o separada a saber dónde
hubiera cogido el Sida. Hablando en plata, que era una guarra y no tenía por qué
haberse contagiado con ese pinchazo. Ella denunció a la Junta de Andalucía, acabó
ganando el juicio y tuvieron que indemnizarla - claro que no llegó a verlo, la indemnización
se la llevó el marido ya viudo.
Con el ébola
está pasando lo mismo. Yo soy Teresa o el marido y además de denunciar a todo
Dios en el hospital (del hospital al ministerio) también denunciaba a los del
gimnasio. Porque no creo que todo el barrio tenga por qué saber si iban o no
iban a entrenar a ese gimnasio ni cuando dejaron de ir.
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El
'ébola social' infecta a Alcorcón
© Quico
Alsedo, El Mundo
Fuente:
http://www.elmundo.es/madrid/2014/10/14/543c2ab9268e3ef3278b4570.html
Se
llama Lola, es administradora del edificio en el que vive Teresa Romero y el
viernes pasado supo que, sin tener ébola, se ha convertido en una suerte de
apestada.
Ese día
recibió una llamada de la academia de baile a la que lleva seis años apuntada,
regentada además por una buena amiga suya.
Hasta
la semana pasada, Lola bailaba allí tres veces por semana -martes, jueves y
viernes-, «y era algo muy necesario, la válvula de escape. No es fácil de
explicar, pero me daba la vida». Ahora le decían, por teléfono y de sopetón,
que no podía volver. Madres de niños se habían quejado, y no sólo ellas:
«Incluso compañeras de trabajo mías... ¡Personas que trabajan conmigo!».
Anonadada,
Lola se personó en la academia para buscar un arreglo. «Les dije que ni
siquiera vivo en ese edificio, que les daría la documentación que nos han dado
a nosotros las autoridades sanitarias, que mi horario es diferente al de los
niños...».
Porfió,
argumentó, debatió, casi imploró... Y finalmente lloró: «Tengo a muchos amigos
allí». No sirvió de nada. Y no solo eso: «Me dijeron que me tenía que llevar
los kleenex que acababa de usar», desliza. Unos simples pañuelos usados se
convertían en la mejor alegoría del terror.
Lola,
al igual que la mayoría de habitantes de Avenida del Pinar, 35, en Alcorcón,
contrajo la semana pasada, sin comerlo ni beberlo, una singular dolencia: lo
llamaremos ébola social. Estar enfermo sin estar enfermo. Una mutación más,
como otra cualquiera, del incombustible y muy humano virus del miedo, del
pánico.
'Mi
hija no viene a verme'
Hijos
que rehúyen a sus padres. Negocios que tienen que poner surrealistas carteles a
la entrada. Gente que trabaja alrededor, a 100 metros del inmueble de marras, y
no le dice a sus familiares que sí, que igual un día se pudo cruzar por la
calle con una chica que podría ser ella y...
Habla
Marina, vecina del piso de arriba de Teresa Romero y Javier Limón: «Mi hija me
llamó esta mañana. Su padre y yo estamos separados, y me dice que él le ha
prohibido venir a verme», cuenta con una media sonrisa. «Me dan ganas de
decirle algo, pero... ¿Y si tiene razón?».
Los
habitantes del lugar parecen haber hecho un cursillo acelerado de ébola por
Google: todos saben que el virus dura vivo «apenas unas horas», pero esos seis
días que Teresa Romero pasó deambulando por el lugar, cercana a tener síntomas,
pesan lo suyo.
Una
vecina que no quiere «ni por asomo» decir su nombre estaba este fin de semana
paseando por la calle, «me crucé con unos amigos y cuando les dije que vivo
donde vivo dieron dos pasos para atrás y levantaron las manos». Esta misma
mujer dibuja con una frase la singular cuarentena que se vive en el edificio,
que agrupa a seis números y a cientos de moradores: «Las visitas no vienen. Sin
más».
Una
trabajadora de una peluquería cercana le cuenta a una periodista: «Mi marido
sube desde Ceuta este fin de semana... ¡No le he dicho que trabajo aquí al
lado, porque si lo sabe fijo que no viene!».
Los
vecinos hablan sin problema con los medios de comunicación, pero en cuanto
aparece una cámara huyen: si en su trabajo saben que viven aquí, les puede
pasar lo mismo que al propio Juan Ramón Romero, hermano de la auxiliar enferma,
cuyo jefe le espetó al conocer su singular condición: «Mañana no vengas».
Un
vecino treintañero esboza encogiéndose de hombros la estigmatización que ha
sufrido en su puesto de trabajo: «A algunos compañeros no les importa, pero
otros me dicen que me quede en casa, están muy enfadados. Se lavan las manos
continuamente. Claro, yo no puedo dejar de ir a mi trabajo si no me lo dice un
médico...». Él mismo explica otro daño colateral: «Intentas quedar con algunos
amigos y te dicen: 'Vamos a esperar unos días mejor, ¿vale?'».
Un
gimnasio aledaño puso el jueves, en su puerta, un cartel: «Javier y Teresa
causaron baja en junio pasado». Lo retiraron un día después. El remedio parecía
peor que la propia enfermedad.
El
mismísimo conserje de la finca, Antonio, se fue el viernes preocupado a casa:
«Estuve haciendo desatrancos y al final me dije: 'Anda, que si por aquí
dejaron...'. Por si acaso, no le dije nada a mi mujer», remata.
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