Lizbeth Guerrero: "Las maras, el imperio de las calles"
© Lizbeth
Guerrero, Presencia Universitaria
Cada
martes a eso de las nueve de la mañana llegan puntuales dos muchachos a pararse
en frente de la pulpería de “Doña Tenchita” (54) en el Barrio Villa Adela,
ubicado al sureste de Comayagüela. Ambos visten jeans y camisas en tonos
oscuros. No pasan de los 20 años. No tienen tatuajes visibles. Uno de ellos, el
más joven, da un paso atrás, se voltea y permanece en la acera vigilando la
calle. El otro, con un gesto asistido con las manos llama a la dueña del lugar.
La señora,
que aún anda en ropa de dormir, le devuelve el gesto a manera de comunicar al
muchacho que entendió el mensaje. Se dirige enseguida a una gaveta pequeña del
mostrador y saca 250 lempiras –la tarifa subió a principios de año junto con el
reajuste el 15% del gobierno- . Enrolla los billetes y los empuña en su mano.
El hijo mayor de “Doña Tenchita” prefiere meterse a la casa para no tener que
alegar con los “recaudadores”. A la
pulpería llega una mujer a comprar un litro de leche, pero enseguida se da cuenta
de lo que sucede, guarda silencio y espera su turno.
Con
aparente congoja, la señora le entrega el dinero al muchacho sin verle a los
ojos. El cobrador lo recibe y lo cuenta a la altura de su pelvis. Una vez
corroborada la exactitud de la cantidad. Saca de su bolsa una libreta y un
lápiz. Anota algo y luego hace una llamada al tiempo que se retira del lugar en
dirección al mercadito de la esquina.
Este
acto es uno más en la enorme lista, es lo que se vive a diario en centenares de
barrios y colonias de Honduras. Con el denominado “impuesto de guerra”, las
maras han afianzado su imperio en las calles. Las extorsiones no sólo alcanzan
a los pequeños y medianos empresarios, los taxistas, los guardias, los
residentes y hasta las escuelas de las zonas marginales también tienen que pagar una tarifa para resguardar
la paz.
En un
foro realizado en las instalaciones de PRESENCIA UNIVERSITARIA, el psiquiatra
Juan Carlos Munguía y el criminalista Gonzalo Sánchez, ambos docentes
universitarios y expertos en el tema de violencia expusieron sus conocimientos
y puntos de vista sobre la concepción de las maras, su evolución y su impacto
en la sociedad hondureña. Las maras, los dueños de las calles en Honduras.
La denominación de “mara”
El
término mara viene de marabunta, una
especie de hormiga que crece solamente en el Amazona y que tiene una
característica fundamental: arrasan con todo lo que se encuentran a su paso; el
Doctor Munguía aseguró que fue precisamente esa práctica que adoptaron las
maras.
Desde
el punto de vista psiquiátrico, Munguía define a las pandillas como agrupaciones
de jóvenes en busca del sentido de pertenencia. “Hay tres instintos
fundamentales en el ser humano, el de alimentación, el de reproducción o la
sexualidad y el instinto gregario, el cual consiste en reconocer que uno como
individuo debe integrarse a la sociedad para no sucumbir como especie”, explicó
el especialista.
El
fenómeno de las maras ha sido estudiado por sociólogos y antropólogos. Pero
investigar a la mara desde el punto de vista individual de cada persona, hasta
ahora nadie lo ha hecho. Desde el punto de vista psiquiátrico no ha habido
mayor investigación.
Orígenes
Las
primeras pandillas nacieron en Estados Unidos en la década de los años 20, con
la gran depresión. Este fenómeno fue estudiado en un principio por varios estudiosos
como Robert Merton, con la teoría de la estructura social y anomia; y Howard
Becker con la teoría del etiquetamiento. Actualmente, el hondureño Gustavo
Sánchez, quien también es oficial activo de la Policía, tiene un doctorado en
Sociología y analiza la evolución de las maras en Honduras y el resto de los
países de Centroamérica desde la perspectiva de la metodología sociológica.
Según
el teórico, el problema se originó
durante las guerras civiles de Centroamérica en los años 80, las que orillaron
a una gran cantidad de la población de Honduras, El Salvador y Guatemala
emigrar a Estados Unidos. Cuando llegan a Los Ángeles, en el Barrio Latino ya
existía la pandilla de la “Calle 18”, integrada por hijos de inmigrantes
mexicanos. Cuando llegó la “tribu urbana” centroamericana, liderada
principalmente por los salvadoreños,
empezaron a organizarse para defenderse de los ataques de la de la
“pandilla 18”. Es así como surge la “MS 13” o “Mara Salvatrucha”.
En los
años 90, con las nuevas leyes de migración, EEUU inicia un proceso de
deportación de indocumentados acusados de pertenecer a estas pandillas. Se
construyeron muros en las fronteras, se electrificaron y se llenaron de agentes
antiinmigrantes. Al poco tiempo todos esos jóvenes retornaron a sus países,
trayendo consigo un nuevo “credo”. En esa época empiezan a figurar en las
primeras noticias en Honduras sobre el accionar de las maras.
“Al
principio ellos creaban sus propias armas, como las famosas “chimbas”. Se
identificaban con tatuajes, tenían su propio lenguaje con el uso de señas, sus
propios códigos y reglamentos de su subcultura y así comenzaron a apoderarse de
los territorios, es la manera que tienen ellos de exteriorizar su sentido
gregario”, aduce el doctor Munguía.
Represión
Cuando
las maras estaban en pleno apogeo, la respuesta de los Estados fue totalmente
represiva. En el Gobierno de Ricardo Maduro se creó la Ley Antimaras, con la
que reformaron el artículo 332 del código penal que prohibía cualquier
asociación ilícita para delinquir. El criminalista Gonzalo Sánchez, -quien
también fue oficial de policía en la era Maduro-, aseguró que la Ley sólo fue
aplicada a los implicados con las maras y que no hubo una persecución a todos
los jóvenes sólo por tener tatuajes.
Sin
embargo, las principales cárceles empezaban a tener sobrepoblación y aunque se
había reducido en una pequeña medida la criminalidad en las calles, ese
problema cada vez se agudizaba más.
En el
2003, a un año del mandato del presidente Maduro, siendo Ministro de Seguridad
Óscar Álvarez, fueron asesinados unos 60
jóvenes en El Porvenir, en La Ceiba. Luego, en el 2004, de nueva cuenta en el
gobierno de Maduro, hubo un incendio en el Centro Penal de San Pedro Sula en el
cual murieron 107 reclusos relacionados con maras. Óscar Álvarez seguía al
mando de la Secretaría de Seguridad.
La
tragedia más reciente fue en 2012, en el centro penal de Comayagua, en el que
más de 350 privados de libertad perecieron calcinados, muchos de ellos
pertenecientes a las maras. El Gobierno de Porfirio Lobo arguyó que el incendio
fue provocado por un cuarto circuito, pero al igual que en los casos
anteriores, las verdaderas causas aún no han sido esclarecidas.
Instrumento del crimen organizado
La
evolución de las maras ha sido constante. Para Gonzalo Sánchez, fue un gran
descuido del gobierno dejar que estos grupos “se organizaran y se proliferaran,
porque se les subestimó y ahora el problema se le ha escapado de las manos”,
afirmó el abogado.
Los
rituales y los reglamentos de las maras han sufrido ciertos cambios. Ahora no
tienen tatuajes visibles. Su vestimenta ya no es la misma que los caracterizaba
en los 90. Tienen una estructura más organizada. El dinero de las extorsiones
es invertido en la seguridad de sus territorios y en la compra de transporte.
Sánchez asegura que un habitante de una colonia de alto riesgo le tiene más
confianza a la mara que a la propia policía.
Y es
que los líderes de estos grupos han tenido una visión diferente. Mandan a sus
discípulos a las universidades. Tienen sus propios doctores, administradores y
doctores. Las maras pasaron de ser un grupo de jóvenes inadaptados a ser un
instrumento viable del crimen organizado. A pesar de los estigmas que recaen
sobre ellos, el doctor Munguía cree que deberían ser vistos como seres humanos
y que se debe apostar por una reinserción a la sociedad. Para salirse de una
mara sin ser castigado, el desertor deberá ser parte de una iglesia y no
volverá a delinquir o a pertenecer a otro grupo.
En los
últimos 20 años, las maras se han convertido en un fenómeno que se ha ido
adaptando a paso firme dentro de las bases de la sociedad hondureña. Para la
señora de la pulpería –con la que inició este texto- y para los habitantes de los barrios este flagelo se ha vuelto tan
normal a tal punto que ya se ha asumido como parte del diario vivir, y ya no se
sabe quiénes son los verdaderos enemigos públicos. Tanto la población como las
autoridades parecen resignarse ante una situación que ha enlutado familias en
ambas partes; las maras siguen imponiendo su poderío en las calles y al parecer
no tienen la mínima intención de dimitir.
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