Siempre haciendo amigos por donde voy

Acabo de comprarme un bagel con cream cheese en un carrito ambulante a manzana y media de mi oficina. El vendedor ha intentado hacerse el simpático diciéndome que me ve todas las mañanas, que voy siempre seria, pensando o tecleando en mi teléfono y que tengo que trabajar menos.

Es la primera vez que paro en ese carrito en los dos años largos que llevamos en esta zona desde que mudamos la oficina porque en la esquina de mi calle con Madison Avenue tenemos otro carrito. Es decir que no es mi vendedor habitual y sabe quién soy (o cree “gracioso” hacerme creer que sabe quién soy), sabe mi rutina (o cree “gracioso” hacerme creer que sabe mi rutina) y tiene a bien soltármelo antes de las ocho de la mañana como si fuese lo más normal del mundo controlar los movimientos de la gente.

Me lo suelta todo en inglés de Burgos y automáticamente en mi cabeza empiezo a buscarle justificaciones. Como inmigrante entiendo que quiera hacerse el simpático; si no domina mucho el idioma entiendo que quiera practicarlo y a lo mejor no entienda qué me está diciendo. Al no ser de aquí, lo mismo no entiende que como mujer pueda ofenderme lo que me está diciendo o hasta darme miedo.

Pienso todo eso, pero también siento unas ganas tremendas de mandarlo a la mierda y decirle que controle las idas y venidas de su puta madre y le diga a su puta madre que sonría más y trabaje menos sea la hora que sea. No me he cagado en sus muertos de milagro. Ahora que he tomado nota mental para no volver a comprarle bagels y no volver a pasar nunca delante de su carrito.

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