Ser joven y pobre en Guantemala
© Diana García, Envío
SER JOVEN Y POBRE: De matanzas, territorios, violencias y silencios
- “Antes me decía
mi mamá que ser joven era tuanis porque podías andar en la calle llevando lo
que querías, pero ahora ser joven ya no es lo mismo. Ser joven es tener miedo o
estar en maras. O no estar en maras y tener miedo a que te asalten o que te
lleguen a matar. Ya no es salir a divertirte o vestirte como querrás, sino
vestirte como las maras quieren. Te vestís flojo y ya la policía te confunde y
te golpean porque andás con maras. Y si te vestís formal te asaltan. ¡No hay
forma de cómo estar en la vida, pues!”
Ester es una mujer
Kaqchikel, de una de las aldeas de Chimaltenango más próximas a la capital.
Tiene ocho hijos, en su mayoría adolescentes. Dos son mujeres. Una, la
sustituye en gran parte de los quehaceres de la casa, mientras la pequeña
comienza a crecer y ella sale a trabajar. Otro ha hecho su hogar y el que le
sigue estuvo en una mara durante un tiempo. Otro ha comenzado a “andar de
noche”, y los demás continúan creciendo en medio de las oportunidades de vida
que su comunidad les ofrece.
Ester sabe que su
lugar no ha dejado de cambiar. Hace unos diez años llegaron las maquilas. Con
ellas, bastante gente. Muchos ladinos, “fueranos de tierra caliente”, de la
Costa o de Jutiapa, de Honduras o de Nicaragua. Gente “extraña”. La cotidianidad
de Ester y de su familia, se enriquece de múltiples maneras, pero la intensidad
de la violencia, los ha ido progresivamente ensordeciendo. Sus bocas enmudecen
y sus cuerpos van poco a poco aceptando la experiencia del “encierro”.
Ella recuerda que
en 2002 y 2003 “fue lo más duro” y por eso se iniciaron “las rondas”, una forma
de organización vecinal para enfrentar la violencia ante el incumplimiento de
esta responsabilidad por el Estado. En ese tiempo mataron a dos hijos de una de
sus vecinas y a una pareja que estaba sentada en la calle le pasaron
disparando. Unos meses más tarde, desde un carro polarizado, mataron a otro
muchacho y dejaron a otros dos bastante graves. En una noche de ésas, el hijo
de su primo, 18 años, recibió una llamada. Le pedían que saliera a la
carretera. Al llegar, en un carro con vidrios polarizados lo estaban esperando
sólo para matarlo. Al poco tiempo también machetearon a otro patojo “por
confusión” cerca de la escuela. Era al nieto de la tía de Ester, “a quien
tenían que matar”. En ese tiempo, la gente llamó a la policía por “los
mareros”, pero después vinieron “los drogados”. Las amenazas y las extorsiones
acompañaban el silencio de todo “lo que no se quiere, ni hay que hablar”. Al
año siguiente “la ronda agarró al líder del narco torturando a un muchacho”.
Ester recuerda que “cuando él llegó de la cabecera municipal, en la aldea se
reforzaron las maras”, pero fue hasta esa noche cuando la gente se enojó. Él se
burlaba “porque la policía lo iba a soltar”, se quitó sus cosas y se las dio a
su esposa. Unas horas después lo quemaron vivo y murió. Ese año “la feria no
tuvo gente”. Se corrió el rumor, y hasta desde la iglesia, el pastor “avisaba”
que para la fiesta patronal iban a matar a 30 o a 32 jóvenes.
No sucedió, pero
para la gente “las matanzas” continuaron.
Antes de que
finalizara el año asesinaron a uno de los sobrinos de Ester cuando regresaba
del instituto, mataron a tiros al hijo de otra sobrina en la sastrería donde
trabajaba, y desde otro carro polarizado balearon a un patojo de 11 años
también de su familia. En esos meses también mataron al hijo de unos conocidos
cuando salía de la maquila donde trabajaba, y a los dos únicos hijos de otra
vecina los asesinaron con sólo nueve días de diferencia. El papá y la mamá se
enferman cada vez más, y de tanto dolor han ido a parar ya al hospital. Éstos
son sólo los casos que Ester conoce de cerca, aunque escuchó de otros.
DE LAS MASACRES EN
LA GUERRA A LAS MATANZAS EN LA PAZ
Ya en 2005, unos
hombres entraron a la casa de otros vecinos, mataron a un joven y a una niña de
cinco años. Poco tiempo después desaparecía la hija de su cuñada, 20 años, de
la que hasta hoy todavía no se sabe nada. A una de sus primas más cercanas
también la mataron. Fue torturada, asesinada, y abandonada en el barranco de un
pueblo vecino. Una pareja joven que no era de la aldea también apareció muerta
en la carretera, y al poco tiempo machetearon en su trabajadero a un vecino,
por defender a una muchacha a la que unos hombres estaban violando. Lo último
que pasó antes de que acabara el año fue la muerte del hijo de la prima de su
ex-esposo. El muchacho apareció en un costal atado de pies y manos, y tirado
frente a su propia casa.
En la aldea, Ester
ya no se atreve a preguntar. Salen cada vez menos y no siempre van a los
funerales, para no involucrarse. Según ella, en algunos de los municipios
vecinos se viven experiencias similares y muchos conocidos, familiares y
compañeros de sus hijos “ya no están, ya se han ido”. La “red del temor” se
sigue tejiendo y a ella la sigue invadiendo el sentimiento de que “ya no tiene
gracia la vida, si es que ya sólo con miedo nos pasamos”, mientras se da
cuenta, sin saber bien qué hacer, que “de esto no se investiga”.
En la mañana en
que ella y yo decidimos “juntar las palabras”, aparecía un insistente por qué,
por qué y un quiénes fueron. Por momentos, Ester parecía quererse desprender de
lo que sabe. Pero aunque le costara, ella ha abierto esta ventana de su propia
vida con el único propósito de que todas y todos “empecemos ya a hablar de
esto” y comencemos a pensar qué vamos a hacer en esta Guatemala, que ha pasado
de las masacres del tiempo de la guerra a las matanzas de estos tiempos de paz.
JUVENTUD EN UN
MEDIO HOSTIL
Guatemala cuenta
con la fortaleza de tener, después de Honduras y El Salvador, la mayor
población juvenil de la región centromericana. El 55% de la población
guatemalteca está integrada por niñas, niños y adolescentes entre 0 y 19 años.
De ellos, una
proporción cada vez mayor vive en distintas áreas urbanas precarizadas y se
incorpora sin garantías desde muy temprana edad a la fuerza laboral del país.
La juventud entre 15 y 29 años representa cerca del 40% de la PEA.
Recientemente, FLACSO-Guatemala no ha podido sino constatar que la mayor parte
de la juventud guatemalteca vive en un estado de “escasez integral”. Sobre todo
para quienes habitan en las áreas urbanas, las ciudades se convierten cada vez
más en espacios de vida segregados, segmentados y fragmentados, donde casi se
desconocen.
La juventud de la
clase trabajadora guatemalteca, principalmente la de origen indígena, despierta
cada día -sin entender muchas veces por
qué- “sumida en un medio hostil” que la priva de opciones no sólo de desarrollo
sino también de sobrevivencia. A la par, y como reflejo de la era tecnológica
en la que le ha tocado vivir, esta juventud también se enfrenta a una
vertiginosa y sin precedentes aceleración del cambio social, y se ve
constantemente estimulada a entenderse a sí misma desde un limitado acceso al
conocimiento de su historia o a marcos de interpretación que no sean los del
“pensamiento único”. La gran mayoría de esta juventud se alimenta hoy de las
migajas dejadas por el olvido y la desmemoria, mientras continúa creciendo en
medio de la carencia de referentes alternativos capaces de canalizar el
malestar social que tan fuertemente experimenta.
Manuel Castells
plantea que gran parte del sufrimiento humano que en esta etapa estamos
presenciando es resultado de la lógica
del proceso de reestructuración del capitalismo. Desde la Universidad de Buenos
Aires Hugo Calello nos recuerda que en el contexto actual, en el que las
relaciones con el empleador son cada vez menos directas, más abstractas y mediatizadas,
prevaleciendo la informalización de la economía, la clase trabajadora -y en
este caso su juventud- va disminuyendo sus posibilidades no sólo de tomar
conciencia del valor de su trabajo sino de la sumisión
a la que se le
somete, viéndose significativamente diluida así su propia potencialidad de
cambio.
Calello señala
también que para garantizar en América Latina “un orden relativo en términos de
gobernabilidad”, la generación de un discurso político hegemónico sobre la
sociedad resulta fundamental. “Mantener vigente el equívoco” y “la enredadera
de palabras vacías”, sobre todo en el lenguaje político, resultan muy efectivas
para generar un consenso, siempre de carácter pasivo, sumiso y rutinario.
Para Calello una
clave del mecanismo actual de la dominación radica en que el discurso opere a
través de una “seducción diferenciada” sobre cada una de las franjas del
conjunto de la sociedad. Para la franja de la pobreza y la marginalidad, los
mensajes hablan del éxito de los grandes corruptos y de los poderosos, y de
formas de vida y de placer de las cuales “están proscritos los perdedores, los
tímidos y los débiles”. Este discurso los induce permanentemente a la ilusión
de “alcanzar lo inalcanzable”. Mientras, se les satura con la crónica amarilla
de la violencia cotidiana.
Así, según
Calello, el habitante de la marginalidad va siendo “desterrado de su realidad”
y se le va impidiendo que tome conciencia sobre los márgenes reales del espacio
de vida al cual ha sido “condenado”, en donde va desarrollando “formas de
violencia contra el otro cada vez más extensas y profundas”, dependiendo de su
propia distancia con el extremo de la sociedad plenamente consumista. Los
fragmentos se van progresivamente re-fragmentando, excluyéndose entre sí como
diversos y enemigos, y volcándose el uno contra el otro.
EN UN PAÍS
VIOLENTO Y DESIGUAL
Como producto de
la irresponsabilidad del Estado y de la aplicación interna de un paradigma de
“seguridad nacional” que privilegia a toda costa proteger los bienes y la vida
de aquellos que los tienen, también en Guatemala la violencia se ha agudizado
cada vez más.Los diferentes informes sobre muertes violentas ocurridas en los
últimos años coinciden en que la juventud es el grupo de edad que está siendo
más afectado, y aunque se habla de juventud, tardíamente se comienza ya a
reconocer que muchas de las víctimas son también niños, niñas y adolescentes.
El informe
“Muertes violentas de niñez, adolescencia y juventud y propuestas para su
prevención”, elaborado por la Procuraduría de Derechos Humanos, a partir de
datos propios y del Instituto Nacional de Estadística (INE), muestra cómo en
2002 y 2003, el 63.6% de las víctimas de asesinato eran menores de 30 años de
edad, siendo el 25.4% del total menores de 18 años. En 2004, la ODHAG informó,
a partir de fuentes hemerográficas que, al menos el 64% de las y los jóvenes
muertos de manera violenta tenían entre 15 y 17 años. Los seguían un 17% de
adolescentes de 10-14 años. En ese mismo año, el INE informaba que de las 418
muertes de menores de edad registradas con causas conocidas, del total de las
918 ocurridas, el 75.8% correspondía a muertes por homicidio y sólo 14.8%
fueron por accidente.
CONTRA LAS
MUJERES, LOS JÓVENES Y LOS MÁS POBRES
En números
absolutos, la cantidad de mujeres de diferentes edades asesinadas entre
2001-2005 se ha más que duplicado, llegando a 665 muertes sólo en 2005. La
violencia contra las mujeres es un caso especial por la lógica patriarcal de la
que nace, que inferioriza, cosifica y somete lo femenino. En muchos casos, esta
violencia se ensaña en la sexualidad de la mujer.Guatemala es hoy el país de
Centroamérica con el número más alto de mujeres muertas como producto de la
violencia y con el más alto nivel de impunidad como respuesta. A nivel mundial
tenemos uno de los índices más altos de homicidios de mujeres en términos
proporcionales a nuestra población: 40 por cada 100 mil personas. El promedio
mundial, según la OMS, es 10 por 100 mil.
Tal y como sucede
en otros contextos, “la pobreza vulnera”. De ahí que casi todas las mujeres de
distintas edades que durante los últimos años perdieron la vida de manera
violenta, eran pobladoras de barrios, asentamientos o colonias pobres. También
en el caso de Ciudad Juárez, la socióloga mexicana Julia Monárrez ha dado cuenta
de cómo las mujeres pobres -las que viven en zonas urbanas marginalizadas-
pueden tener hasta un 80% mayor de probabilidades de ser asesinadas, que las
que viven en los sectores residenciales de altos ingresos.
Mientras la
violencia más cruel es experimentada de manera directa, sobre todo por los
sectores populares, las reacciones ante la inseguridad y las interpretaciones
de ésta provienen sobre todo de las capas medias y en alguna medida altas.
Muchas veces se relacionan con el ejercicio irresponsable de bastantes medios
de comunicación, que vuelven cada vez más prevalecientes la zozobra y el temor.
Es frente a esto que Enrique Marí -desde el Cono Sur- plantea que, cuando la
inseguridad “se apodera” de una sociedad y “el temor desborda las fronteras de
la reflexión”, se disminuye la capacidad de diferenciar entre las
características reales de los fenómenos y su utilización para justificar
determinadas medidas e intereses. Así, las creencias e ideas dominantes logran
llegar a desvincular “la inseguridad de la desigualdad”, siendo éste un
mecanismo impulsado justamente por los sectores que se benefician tanto de la
inequidad como del miedo.
SABEMOS DE SUS
MUERTES ¿CONOCEMOS SUS VIDAS?
Las jóvenes y los
jóvenes guatemaltecos son sistemáticamente estigmatizados, criminalizados y
muchas veces constituidos en el principal objeto de las políticas represivas
por parte del Estado de la manera más burda posible. Diversos sectores sociales
dan cuenta de las políticas de “limpieza social” en marcha. Cotidianamente, los
“patojos” de los barrios y las colonias populares son presentados, a través de
distintos medios, como quienes delinquen, transgreden y a quienes hay que
temer. Las jóvenes de esas áreas aparecen normalmente como prostituidas o sólo
como víctimas mortales de la violencia brutal. Gran parte de esa juventud sólo
es escuchada desde las cárceles o lugares de detención. Convertida impunemente
en el sustrato idóneo para protagonizar por sí misma la violencia, en un
instrumento para el beneficio de los intereses de unos cuantos, la juventud de
las clases populares continúa siendo extremadamente postergada, mientras que el
profundo vacío de conocimiento sobre sus vidas, contrasta enormemente con el
énfasis que hoy se pone sobre sus muertes. ¿Conocemos la manera en que las
jóvenes y los jóvenes de las áreas populares viven la embestida actual de
violencia y cómo en sus múltiples formas ésta ha llegado a ser parte ineludible
de su cotidianidad? ¿Comprendemos cómo esa juventud entiende la violencia?
En octubre de 2005
nos acercamos a conversar individual, y sobre todo colectivamente, con más de
100 jóvenes, mujeres y hombres, de entre 11 y 22 años de edad. Estudian,
trabajan y son pobladores de las zonas 6 y 18 de ciudad Guatemala. Casi la
quinta parte de ellos aportó su percepción desde su vivencia de la violencia en
otros barrios y colonias del área metropolitana o en municipios aledaños a la
ciudad capital, donde crecieron.
Aceptaron el
desafío de dar cuenta con sus propias palabras sobre cómo viven la violencia,
cómo la experimentan cotidianamente, quiénes, hasta qué punto y dónde se les
agrede con más frecuencia. También hablaron de las alternativas que ven o están
construyendo. Sólo con algunas excepciones, la juventud que compartió sus
experiencias no ha “andado en las maras” y casi todos participan de algún
esfuerzo de construcción de alternativas para no llegar a hacerlo. La
recuperación de sus voces puede permitirnos llegar a comprender el enorme
desafío que significa ser joven hoy en Guatemala, enfrentándose, día tras día y
sin descanso, a la violencia, mientras construyen, quieren y sueñan desde las
zonas populares de nuestro país.
¿EN DÓNDE HAY
LUGAR “SEGURO”?
La vida cotidiana
de esta juventud se desarrolla en medio del caos en el que les ha tocado vivir.
Palabras como muerte, abuso, silencio y abandono están en todos sus relatos. Y
son los lugares y las intensidades los que perfilan la manera diferente que
tienen de vivir la violencia las mujeres jóvenes, en contraste con las
vivencias de los hombres jóvenes. Para ambos, llegar a definir un lugar
“seguro” implica una tarea no siempre fácil. Para muchos, analizar sus propias
respuestas podría significar tomar conciencia del grado de abandono e
indefensión al que se enfrentan: “El lugar más seguro es la calle donde más
gente transita”, “En los campos: ahí es seguro porque ahí hay mareros, pero son
seguros”, “Donde hay más riesgo para las patojas y los patojos es en la casa y
en el instituto, más que en la calle. Lo que pasa es que de lo de la casa no se
habla”, “Para mí en todas partes es seguro”, “El único lugar seguro es nuestra
casa”, “La iglesia es seguro”, “Ahí es seguro media vez uno no se meta con
ellos”, “Una en la calle no anda tranquila, pero en la colonia sí porque ahí te
conocen”, “Para mí todos los lugares son peligrosos, estando uno donde esté es
peligroso. Un lugar seguro, tal vez, sólo es adentro de mi casa”, “Cuando no
está él, me siento calidad en mi casa, porque no tengo ese temor”.
“VIVIMOS ASALTOS Y
MATANZAS”
Aunque “la calle”
no significa lo mismo para todos, si el grupo es mixto o sólo de hombres, los
golpes que en la calle se reciben con más frecuencia son los insultos y la
violencia “callejera”. Los nombran sin excepción: “Entra un grupo bien
engazado, y aunque sean personas inocentes, ya sin decir nada a tirarle y a
patearlo a uno de una vez”. Experiencias como ésta les han pasado “varias
veces” al menos a la cuarta parte de los entrevistados. Asaltos, a la mayoría.
Para esta juventud
la frontera entre unas y otras formas de violencia es cada vez menor y la
relación directa con la muerte se vuelve en algunos casos hasta cotidiana:
“Vivimos asaltos, vivimos matanzas”, “Allá asaltan y si no les dan lo que ellos
quieren se mueren también”, “El hijo de esa señora apareció sin cabeza porque
era Mara 18, y son tres hijos, y ahora el de 15 años se metió a la mara”,
“Antes siempre en las noches había más de un muerto, ahora ya no”.
Las jóvenes y los
jóvenes se sienten permanentemente acosados y discriminados: “Si uno es joven y
le pasa algo, aunque no haga nada, pues que se joda”. El grado de control sobre
sus vidas incluye lo que hacen, lo que escuchan y hasta cómo se visten: “Ahí en
la colonia siempre andan vigilando a todos, ‘los chequeo’. Ellos son los que
saben todo lo que los otros hacen, y de ahí te califican”, “Una ya no puede
usar lo que le gusta. Una gorra, unos tenis y ya rápido te dicen que ésos son
zapatos que usan los mareros. Yo me los pongo porque se que no soy nada, pero
ya no puede uno usarlos tranquila”, “Nos discriminan por la forma cómo nos
vestimos. A mí me gusta vestirme así, y la mayoría de mareros así se visten. Y
la policía me queda viendo y sin decirme nada, sólo me tiran a la pared. Y ya
me ha pasado muchas veces”.
LA VIOLENCIA
SEXUAL SIEMPRE PRESENTE
El acoso y el
hostigamiento relacionado con la sexualidad se torna más continuo para las
mujeres: “Nos dicen barbaridades”, “Ahora ya no son sólo los piropos sino la
mano”, “No se puede vestir como uno quiera porque te roban o los hombres ya te
andan manoseando”. La calle se va progresivamente convirtiendo en un espacio
más de la dominación sexual, física y simbólica de los hombres hacia las
mujeres: “Si somos bastantes mujeres y pasamos por ahí, y solo es él, no nos
respeta. Pero si fuera una mujer y a la par un sólo hombre, entonces sí nos
respetaría”, “Hay una patoja que pasa ahí con pantalones apretados y con esas
blusas cortas, y los patojos que están ahí, cuando pasa le tocan atrás, y la
muchacha no puede hacer nada”, “En la calle a veces no las violan pero sí les
meten la mano por todas partes”. También los niños pequeños y sufren acosos en
los espacios públicos: “Hay hombres, pero más los bolos, que asustan a los
niños diciéndoles que los van a tocar ahí en la calle”.
Ellas y ellos van
expresando desde un inicio lo que quieren que se sepa “para que ya no pase
más”. Otros construyen el vacío de un silencio que no hace más que gritar, en
tanto que otras se van permitiendo hablar porque “de todos modos ya todos lo
sabemos”.
Para las mujeres,
“no es acoso ni un tocar eventual” lo que hablan. Para ellas, se trata de
violación. Pasa “en la calle, en las casas, en todos lados”. Los espacios
públicos son riesgosos. “El parqueo es peligroso, hay hombres o los mismos
choferes que se esconden y te jalan”, “A una amiga mía la violaron y la gente
se dio cuenta y no hizo nada. Ella gritaba y nada. Eso fue en la tarde, ella
fue a dejarle almuerzo a su mamá que vende en el mercado y venía de regreso y
unos hombres la jalaron ahí en el parqueo y la violaron”, “Allá a otra patoja
la policía la violó en una panel”.
La mayor parte de
las jóvenes y los jóvenes cuestionan el estereotipo de que la violencia sexual
en la calle es ejercida exclusivamente por las pandillas: “Los mareros lo
hacen, pero no sólo ellos, otros hombres también le andan haciendo daño a las
personas”, “Noooo, son los mismos de aquí, es la gente como nosotros. No son
los mareros, pero eso no sale en los periódicos. Ahí los únicos malos son las
maras, como si lo que nos pasara no fuera todos los días, en la casa y en la
calle”.
Es intenso este
problema en estos barrios y colonias: al menos el 50% de las jóvenes y el 25%
de los muchachos se han enfrentado en algún momento a la experiencia de la
violación: “No sólo a las mujeres violan, a los hombres también y en las dos
partes: en la calle y en la casa”, “De diez amigos, como a cuatro les pasó”,
“No sólo los hombres violan. También las mujeres: las tías, las señoras que los
cuidan”, “Tal vez a los hombres les pasa más en la casa, pero menos que a las
mujeres”, “Allá abortan, no sólo por las violaciones sino porque quedaron
embarazadas sin querer”.
“A ELLOS LOS HAN
ENSEÑADO A CALLAR”
La violencia
sexual ejercida en sus casas, sobre todo en contra de las mujeres, ha sido muy
silenciada: “Yo pienso que hay más violaciones en la casa, porque por miedo uno
no dice”, “Ponete que tu papá te amenace que no vas a decir, porque si no, mata
a tu mamá o hace algo. A una le da miedo, entonces una no habla, y eso sigue
pasando”, “Si lo dicen no le creen, por eso tienen más confianza de contárselo
a los amigos”, “En la de la calle nos damos cuenta, en la de la casa no”.
Tal y como las
jóvenes denuncian, papás, hermanos, tíos, primos, abuelos y padrastros, han
sido agresores y cómplices de una violencia sexual con la que reafirman su
poder y que se nutre de las prácticas cotidianas de dominación: “Los hombres se
quieren posesionar de sus hermanas, como si fueran de su propiedad, y la
familia lo único que hace es seguirlos motivando cuando les dan más autoridad,
hasta el punto que cuando una está durmiendo se le meten en la cama”.
Con un frecuente
“ellos no hablan y ellas lo dicen todo”, mujeres y hombres, por diferentes
razones, parecieran querer minimizar la violencia sexual que ellas viven tan
intensamente. Les cuesta encontrar la manera de comenzar a decir lo que tanto
ellas como ellos consideran también oculto: la violencia sexual que los hombres
desde muy pequeños experimentan: “Con los hombres es más peor, porque a ellos
les han enseñado que los hombres no lloran”.
Mientras que para
ambos el abuso sexual se va constituyendo en una forma de violencia cada vez
más presente, son las jóvenes las que parecieran reconocer más claramente los
vínculos entre sus propias vivencias y la opresión experimentada por sus
madres: “Las mamás no dicen nada, por el miedo a estar solas, a que el hombre
se vaya”, “A ellas quizá les pasó y ellas se callaron y lo que pasó con las
mamás quieren que pase con nosotras”, “Yo no creo que les pasó, porque si ellas
lo hubieran vivido apoyarían de otra manera a sus hijas cuando lo necesitan”.
“TE ACOSTUMBRÁS A
SÓLO PELEAR”
La manera en que
sus familias están conformadas, la forma de relacionarse, los gritos y el
maltrato que reciben, ejercen, o tienen que presenciar, dan cuenta de cómo
entre la violencia que viven en la calle y la que experimentan en la casa, no
hay sino un continuo, no fácil para ellos de entender ni de romper.
Las lecturas
individuales y las “culpas” de las madres y de los padres se reafirman,
mientras las responsabilidades de la sociedad y del Estado se van diluyendo
cada vez más: “Donde vivimos hay menos papás que padrastros, porque ahora los
hombres ya sólo quieren a la mujer para un rato y la mayoría ya sólo quieren
satisfacerse, o tal vez por drogas violan a una mujer y ya se queda
embarazada”, “A veces el papá no vive contigo y la gente te pregunta, pero si
tú le preguntás a tu mamá, ella se enoja y te pega por preguntar por tu papá”,
“Los papás y las mamás maltratan, y a veces al revés: los hijos ya grandes les
pegan a los papás”, “A veces no te pegan, pero te humillan, y eso duele más”,
“De tanto grito que reciben en la casa ya se quedan como tímidos, se quedan
como si no se van a poder defender, quedan así como traumados”, “Si tus papás
comienzan a pelear eso te afecta, porque oís sólo pleitos y por eso en la calle
sos una persona que ya estás acostumbrada a sólo pelear”, “Yo tengo papá y
mamá, pero uno a veces piensa que es mejor no tener. A veces uno se desespera y
ya piensa en buscar a las maras, el licor o las drogas. ¿De qué te sirve tener
un papá que sólo malos tratos te da o que te trata como quiere”, “En la casa no
te ponen atención, en la calle sí”, “Yo no tengo ni papá ni mamá. Mi mamá sí
vive pero nunca se preocupó por nosotras y mi papá ya está muerto. Vivimos con
una tía. A pesar de eso, yo sólo pienso en superarme”.
“TAMBIÉN EN LA
ESCUELA PASA”
Desde la
cotidianidad en la colonia o el asentamiento esta juventud se percata de otro
conjunto de relaciones violentas. Les va quedando claro que “ya no se juega por
diversión” y que “aunque sea un poco”, el consumo de drogas y alcohol se va haciendo cada vez más común en
todos los espacios. El maltrato en los buses o en los mercados, las
humillaciones a los ancianos y la discriminación étnica son realidades que
algunos no experimentan y que no saben bien cómo enfrentar.
Es en muchos de
estos barrios en los que el tráfico de niñas y niños se concreta: “Cuando roban
a los niños para irlos a vender, se los arrebatan y no se dan ni cuenta. Y uno
se va al periódico y no hacen nada y ahí se queda todo”. Más de una de las
jóvenes ha sido testiga de cómo a las mujeres las convierten en mercancía: “A
una que yo conozco la vendió su padrastro, la dio a cambio de otra”.
Una problemática
que estuvo siempre presente en todos los grupos es el suicidio, y aunque las
percepciones variaran considerablemente y las razones que se expresaron fueran
diversas, la mayoría coincidió en que son niñas y niños “como de 8 a 12 años”
los que se suicidan.
Tarde o temprano
salta “la pobreza” a secas como una forma de violencia más que se ven forzados
a vivir. Un poco después sale “la explotación”: “Te exigen lo máximo en el
trabajo y no te pagan bien, y como son empresas grandes uno no puede decir que
te paguen más porque sos menor”, “En el trabajo se viven insultos,
humillaciones y despidos por cosas que no han ni pasado”, “En la maquila hay
unos trabajadores que se aprovechan y la tratan de besar a uno. Los mismos
compañeros también lo hacen”. La pobreza implica aprender que “siempre hay unos
que se la quieren llevar más que los otros”. A otros la desigualdad de
oportunidades les resulta claramente injusta: “Yo tenía cuatro años de no
estudiar porque no podía y cuando veía a otras que tenían la oportunidad y no
la aprovechaban, me enojaba”.
También en la
escuela hay violencia: “En la escuela entre los mismos compañeros se pelean”,
“La envidia y la rivalidad entre nosotros eso también es violencia”, “Hay
pleitos, chismes: que ella dijo, que él dijo, se meten en todo y eso me cansa”,
“También los maestros son acosadores, te dicen que hagás lo que ellos quieren”,
“A una mi amiga le pasó y ella ahora se siente muy mal, pero no lo dice. Y en
el colegio ha pasado todos los años”, “Donde yo estudio algo tan directo no
hay, pero roces sí, algo raro que no me gusta”. “En el instituto hay hasta
violaciones. Ahí se organizan, pero lo hacen afuera”.
El instituto, el
colegio o la escuela han dejado también de ser espacios en los que es posible
socializarse y vivir en seguridad. “Donde yo estudiaba andaban buscando patojos
para que sean mareros, y como hay gente que se quiere superar, entonces caen,
pero ninguno que pudo elegir se quedó con la mara”, “Los mareros también entran
a la escuela a pedir el impuesto y la renta”, “Ellos ponen uno del mismo
instituto a estar cobrando, porque de cada clase piden como 25 ó 50 quetzales
semanales. Llegan a molestar a las chavas y a hablar”, “Allá tenían
atemorizados a todos los del instituto. Llegaba la policía pero no hacían
nada”.
APRENDER A VIVIR
ENTRE MARAS
Dependiendo de sus
propias historias personales, de las características del barrio o de las mismas
pandillas que tengan el control del “territorio” en ese momento, puede haber
diferencias importantes entre cuánto conocen y hasta qué punto han aprendido o
no a relacionarse estas muchachas o muchachos con las maras. Pero siempre las
presiones son generalmente fuertes: “Si vivís en la colonia y le estás hablando
a un 13, ‘¿qué onda?’, te dicen, ‘¿qué te pasa?’ y ya te están amenazando”,
“Hay uno que me dice que me meta con ellos, porque dicen que hay que defender
el lugar donde vivimos, pero yo no quiero”, “Allá hay una mara, antes había
dos. Hace como dos años se mataron, pero ahora es peor porque ellos huevean
parejo, ya no están viendo a quién. Antes los de la 18 cuidaban. En cambio,
ahora ellos entran y hacen lo que quieren”.
Más de un joven
dijo haber “andado en la mara” en busca de protección. Fueron pocos los que
reconocieron tener a algún miembro de su familia dentro de la mara,
entendiéndolo como una fuente de dificultades: “Tener un hermano pandillero eso
sí afecta mucho. Yo ya no podía ni siquiera ir a la casa de otro amigo, porque
era hermano de él y él tenía problema con las demás maras”.
Sin embargo,
algunas jóvenes ven en los miembros de las pandillas cualidades no fáciles de
encontrar en otras relaciones: “La verdad es que como amigos son bien buena
onda. Son personas a veces mejores que los que dicen ser tus amigos”. Otras
muchachas pueden llegar hasta a protegerlos de la policía. Otros van
aprendiendo poco a poco a relacionarse con
ellos: “No es que uno se meta a la mara pues, pero si uno no se mete con ellos
y sabe saludarlos a ley, está bien, porque todos merecemos respeto, hagamos lo
que hagamos”.
Y hay quienes, aun
sin ser miembros, asumen las lógicas de control que una determinada mara puede
llegar a imponer sobre el barrio: “La mayoría de mara es de ahí y a uno ya lo
conocen. La onda es que dicen que es peligroso porque las señoras o chavos que
miran cosas luego andan contando o andan discutiéndoles a los de la mara. Y a
ley, eso no les gusta a la mara, y ahí es donde les hacen ondas, o chavas que
hablan cosas de más, y ahí es donde las violan”.
EN TERRITORIOS
INSEGUROS
Las colonias,
barrios o asentamientos tienen historias propias que las hacen diferentes. Han
pasado por varias etapas, y han sido objeto, en mayor o menor medida, de las
intervenciones y medidas represivas del Estado, produciendo cambios sensibles
en la cotidianidad de la juventud: “En marzo de este año comenzaron a
matarlos”, “Vaya ahora y ya ha cambiado bastante. Ahora ya no hay muertos”,
“Hace como seis años sí era bien peligroso porque si se iba uno a meter a otro
sector no salía vivo. Ahora ya no, porque se volvió sólo una mara. Los más
pequeños se fueron de ahí, a otros los mataron y otros quedaron en sillas de
ruedas”, “Cuando era pequeño había como cinco maras y siempre había problemas,
pero ahora ya están casados y se fueron saliendo, se murieron o se los llevaron
presos”, “En el último año como a tres o a cinco mataron. El año pasado, más,
como a ocho”, “Antes había más de veinte asesinatos en el año, ahora poco, sólo
como dos o tres”, “Antes había mucha violencia, pero un día entraron, ya no me
recuerdo como se llaman esos del ejército, limpiaron, y ya casi no hay”, “Hace
cinco años puyaban a la gente, ahora la matan”.
Los barrios y
colonias también tienen una vida propia y una diversidad interna que, a partir
de los distintos estratos, configura la manera en que la juventud experimenta
la violencia. Vivir cerca “del campo”, de “la escuela”, de “las esquinas” no
siempre es fácil. Son lugares donde la violencia está mucho más presente.
También hay áreas o sectores enteros dentro de un mismo barrio en los que la
violencia se vive con mayor intensidad: “Ahí están los más masacres de las
maras, ésa es su área, su territorio, lo tienen controlado y a todos los tienen
atemorizados”. En estos espacios, el tiempo también cambia: “Ahora es los
sábados y domingos, antes todos los días”, “Cuando la gente sale bien temprano
a trabajar es peligroso”.
Los barrios,
asentamientos o colonias, están plenamente vinculados a los códigos y dinámicas
de quienes mantienen mayor o menor control sobre el lugar: “Donde yo vivo, antes
sólo 18 vivían, y ahora sólo MS, y no se llevan con nosotros. Tal vez hay el
peligro que un día nos pasen tirando un par de bombazos”, “Hay grupitos que se
están formando como maras, están pequeños, los adultos ya no están”, “Los
‘bichos’ empiezan, son niños, tienen diez, doce quince años. A los que acaban
de matar son líderes, eran de más de veinte, ésos ya eran grandes. “Aquí había
mara de mujeres, yo las conocí”, “Ahora hay sólo una, pero hace por todas, la
MS es la que hay”, “Allá hay como seis maras, nadie se lleva con nadie, y hay
veces que van juntos sólo para derrotar a otra mara”, “Hace unos años, cuando
era pequeño, habían muchas maras, y no podía caminar más que tres cuadras a la
redonda, era lo más lejos que podía ir para no estar donde los de la otra.
Ahorita ya sólo hay una, sólo de patojos, sólo ellos quedaron”.
POLICÍA: ¿MÁS
VIOLENCIA?
Además de las
maras o pandillas son fuente de violencia otros actores cotidianos,
generalmente invisibilizados: “Las pandillas sí, pero otras personas también
abusan de uno. Si uno no les hace el favor que te piden, ya se te quieren dejar
ir encima”, “Yo hubo un tiempo que caminé con las maras por protección, pero de
ahí me di cuenta que fue peor. Antes de caminar con ellos tampoco me daba el
gusto de andar en cualquier lugar. Ahora sí, sólo que con el temor de que me
asalten, pero ésos ya son otros”.
La falta de
responsabilidad de las autoridades civiles estuvo siempre presente en las
discusiones, variando la percepción dependiendo de la comisaría. Pocas cosas
parecen indignarlos tanto como cuando es la misma “seguridad” la que les
violenta: “La policía nada hace, si ahí enfrente está cuando le pasa a uno, y
nada”, “La policía inventa cosas, y no hace ni mierda”, “La policía crea
violencia también, lo registran a uno, y no le preguntan nada, sino lo tiran a
la pared de una vez”, “Los policías te huevean, te registran, son un problema
porque no hacen nada, no ayudan”, “Por una cosita te llevan, te agarran, te
empiezan a pegar, o quieren que siempre les des un impuesto, y a los que sí
hacen barbaridades no les dicen nada”, “Los policías también violan”, “Eso lo
hemos vivido nosotros, no puedo creer hasta dónde llega la bajeza de los
policías, de estar en servicio y ebrios”, “Si son la ley, hay que respetar y
todo, pero ellos se pasan porque van ebrios en la patrulla y en veces hay
quienes no son pandilleros y ellos los tratan como si fueran. El otro día, sólo
por llevar tatuajes, a un chavo lo comenzaron a llamar y a golpear entre dos
policías y a plena luz del día, no era de noche, pero nadie dijo nada. Todo
mundo se quedó callado, sólo vieron cómo golpearon al muchacho”. A la mitad de
estos jóvenes les han robado o golpeado las maras y a la otra mitad la policía.
De lo que menos se
animan a hablar es de la violencia “por el narco”. En sus palabras, los actores
se comienzan a mezclar: mareros, narcos, “la seguridad”... Son fronteras muchas
veces difíciles de distinguir y de nombrar. Para algunos, la impunidad
prevalece: “A los mareros Cobras se los llevó la policía, pero a los dos días
ya estaban de regreso”. Para otros es la misma Policía la que “forma parte de
eso”: “Ellos mismos la rolan”, “Nosotros nos dábamos cuenta que la policía
andaba con ellos. Los mareros les daban las bolsitas blancas y la policía les daban
unos rollos de dinero”.
ESTIGMA: VIVIR EN
“ZONA ROJA”
“Acá es una zona
roja y yo pienso que la sociedad ha formado como divisiones, a unos nos ha
puesto unos límites, y a otros que están un poquito más arriba, les ha puesto
otro límite, y cuando sos una patoja de aquí ya no te tratan ni te respetan
igual”. Así, los estigmas que la sociedad construye con relación a los espacios
de vida lleva a muchos de estos jóvenes a verse en la necesidad de ocultar y
falsear su identidad para poder conseguir un trabajo.
Esta juventud
también se va percatando de cómo la imagen sobre el lugar en que viven se puede
ir “limpiando”, lo que no necesariamente significa que los problemas que
diariamente enfrentan lleguen a resolverse: “Antes aquí le decían zona roja.
Ahora ya no, pero hay muertos casi a diario, y golpeados hay hasta por
molestar. Ahora ya no le dicen así, ¡pero es igual!”.
¿CÓMO LO
INTERPRETAN?
La violencia que
experimentan queda también impune por la falta de una sanción social. Ante la
violencia sexual que las mujeres tan cotidianamente enfrentan, el mecanismo de
la revictimización es muy claro: “Lo que sucede es que a las patojas les
gusta”, “También es que las mujeres usan las falditas así bien cortas, y los
hombres de verlas así se calientan, y yo pienso que los hombres ya grandes tal
vez por eso las violan, por su forma de vestir”, “Si de repente en el bus un
hombre que no sé qué piensa comienza a tocarnos, la sociedad lo que hace es
señalarnos y decirnos: no te vistás así”.
De las
interpretaciones depende muchas veces la decisión de optar o no por la vida.
Las lecturas que inferiorizan a quienes son agredidos son también
inconscientemente internalizadas por ellos mismos: “Si yo fuera ella, sentiría
que me quiero quitar la vida, o tirarme a prostituta, porque sentiría que ya no
sirvo. La mayoría de jóvenes, hombres y mujeres, quieren casarse y encontrar
una mujer que sea pura, y si les ha pasado algo así, y peor aún si les queda
SIDA, así sólo les queda esperar o quitarse la vida de una vez”, “Hay algunas
que cuando las violan dicen: no sirvo para nada. Algunas se ahorcan o de un
puente se tiran”.
En ese mismo
sentido la mayoría se explicó la pertenencia a las pandillas solamente como un
producto de los problemas familiares, por la falta de atención en sus casas o
como una manera de desahogar el enojo que sienten por el maltrato que reciben,
por el deseo de venganza, o como resultado de una decisión supuestamente libre
asociada a sus muy particulares maneras de ser: “Quieren ser importantes”, “Es
autoritario”, “Busca las salidas más fáciles”. Fueron menos quienes, más allá
del deseo de “venganza”, identificaron también las necesidades de “protección”
y los anhelos de “superación”: “Unos por necesidad lo hacen, otros porque
quieren”. Muy pocos llegaron a establecer la relación entre sus condiciones de
vida y la realidad socioeconómica y política imperante: “Yo pienso que todo
esto pasa porque el presidente no atiende los problemas”, “Como están escasos
los trabajos y no hay empleo...”
Aunque nunca se
les hizo la pregunta, tanto las jóvenes como los muchachos fueron mostrando a
lo largo de las conversaciones cómo, en medio de la maraña en que la violencia
diariamente los enreda, se van construyendo a sí mismas como mujeres y como
hombres y también como esa nueva juventud de la clase subalterna. Expresiones
como “ahora ya no se puede confiar en nadie” se suman a otras que ponen de
manifiesto la indefensión que sienten al constatar la impunidad y la
complicidad con que las cosas pasan: “La gente ahora sólo mira y no se mete por
miedo”, “La policía nada hace”, “Al ver ondas así, mejor no decir nada y bajar
la cara, porque uno no puede hacer nada ni cambiar eso, porque hasta la policía
está con ellos. Y como la policía supuestamente es la que nos tendría que dar
seguridad y no hace nada…”
CONVIVIENDO CON EL
MIEDO
Es el miedo el que
va determinando las opciones que toman y a través de las cuales aprenden a
vivir: “Vivís con ese miedo de que no vas a salir”, “Cuando salgo siento miedo
que me van a agarrar por atrás o que me van a hacer algo”, “Tenés miedo de
salir de tu casa porque es muy arriesgado”. Pocos son los que cuentan con algún
recurso de protección: “Cuando voy a la tienda y me molestan sale mi hermano y
ya me dejan”. Para la mayoría su principal reto es llegar a controlar el miedo
y a “no demostrarlo”. Frente a ese desafío, la nebulosa de la participación
religiosa y sobre todo, el apoyo y las orientaciones de sus madres destacan
significativamente: “Antes vivíamos atemorizados, pero ahora como mi mamá está
en los caminos de Dios, nos dice que no les tengamos miedo, que nosotros no nos
metemos con ellos y ellos no se pueden meter con nosotros”. Aún así, hay una
tarea que queda sólo para ellas y ellos mismos: “Es un miedo que no sos capaz
de vencer hasta que no te ponés un alto a ti misma”, “No hay que demostrarles
miedo, porque entonces ellos hacen hasta más cosas”.
No todas ni todos
los jóvenes, aún los de un mismo barrio, dijeron vivir con temor. Algunos han
llegado inconscientemente a negociar, a cambio de no sentir miedo, su propia
libertad: “No me da miedo porque casi no salgo”, “No me da miedo porque cuando
salgo voy con mi mamá”. Otras y otros sienten la pérdida de los espacios
públicos como una imposición: “Por temor no salimos”. “Yo no salgo de mi casa”,
“Lo más seguro es no salir y no salgo”, “A mí no me dan permiso de salir a
ningún lado, no me dejan”.
Y sin embargo, aún
el encerrarse es una estrategia que no les resuelve, viéndose muchas veces
forzados a huir: “Y ni en su casa está seguro uno, porque a la par de mi casa
viven unos que son mareros, desde el más chiquito hasta el más grande, y el
papá vende droga. Ellos han violado, y yo ya tengo temor porque pienso que
algún día me van a hacer algo”, “Hay familias que no dicen y se van a otro
lado”.
El recurso al
encierro deja al descubierto la disociación con la que buena parte viven, ya
que esto les lleva al encuentro de otro conjunto de agresiones en la casa
frente a las que la opción de “la calle” siempre fue la alternativa.
APRENDER A “NO
DECIR”, Y A SOBREVIVIR CON EL SILENCIO
Resultó paradójico
cómo estando tan rodeadas de ruidos, bullicio y en muchos casos gritos, las
jóvenes hayan sido tan contundentes al decir: “¡Aquí el silencio es bastante!”.
Ese silencio se ha ido convirtiendo en el único refugio seguro. Desde muy
chicos, mujeres y hombres aprenden a callar y hay quienes pueden llegar hasta
perder literalmente la voz: “Ellos también se quedan callados por miedo, o se
hacen gays”.
Es claro que
muchas historias se resguardaron y no las contaron: “Es que no lo puedo
contar”. De hecho, el haber aceptado hablar, nombrar, decir lo que viven y lo
que piensan fue ir en dirección contraria al silencio que la vida se ha
encargado de enseñarles: “Hay un lugarcito donde nos ponemos a jugar, y yo, al
menos, soy uno que mire lo que mire ahí queda y no pasó nada”, “Si te golpean y
te asaltan aunque estés tranquilo y sin hacer nada, tenés que quedarte igual,
bajar la cara y quedarte tranquilo. No se puede hacer nada porque si uno habla
se muere y a los tres, cuatro días amanece a saber dónde. Tiene que aguantarse
uno, porque ahora no puede uno hablar, porque por hablar hay muchos bajo
tierra.”
Esta juventud, en
la que tantas formas e intensidades de la violencia se cristalizan, ya sea en
la esfera pública como en la privada, van poco a poco naturalizando muchos de
los hechos que les suceden para protegerse: “Yo vivo en una colonia donde no
bajan carros ni nada. Lo único inseguro es que los mareros a veces se ponen a
disparar los viernes y sábados, pero eso es cosa normal”. Otros los llegan a
justificar: “Yo me he dado cuenta que si a uno le piden dinero y uno les dice
que no tiene, a ellos les molesta, porque dicen: Si les robo a la fuerza es
porque es a la fuerza, pero si uno les pide con amabilidad no quieren,
¿entonces qué quieren? Y es la mera verdad porque a todos nos aprieta”, “Si yo
no me meto en los pedos de ellos a mí no me va a pasar nada. Ahora, si ando de
chismoso y en esa onda de decirle a los policías en dónde se juntan o dónde se
reúnen, es otra cosa. Por eso es que a mucha gente la han matado, por
chismosos”.
Ante esta
violencia “pública”, unos optan por administrar los espacios y las relaciones:
“Si le hablo a un Guaipense, ya no puedo hablarle a un Breakero ni a un 18.
Entonces, mejor ya no hablarle a ninguno”, “Casi uno no se ve con los cuates de
ahí por el miedo”.
QUÉ ALTERNATIVAS
ENCUENTRAN
Tratar de pensar
alternativas frente a lo que viven, a algunos les parece casi imposible: “Para
mí, frente a todo eso, no hay alternativa”, “Casi no tenemos alternativas para
defendernos”. Otros ven como único recurso el que tienen a su alcance: ejercer
más violencia: “A veces le dan ganas a uno de tomar la justicia por la propia
mano”.Hay quienes se plantean distintas formas de escapar: “Irse de ahí, pero
eso no siempre se puede porque no se tiene dinero para comprar un terreno”,
“Fumar marihuana”, “No meterse con ellos y evitar salir”, “Mantenernos bien
ocupados en el trabajo”.
Inhibirse y dejar
de expresarse resulta ser también una opción a través de la cual muchos
sobreviven a la violencia: “Por eso uno se limita para salir, y los amigos se
hacen en donde una estudia o donde trabaja”, “No hablarle a ninguno, porque se
podría decir que todos tienen más de algún problema o están metidos en algo. Yo
ahí no tengo ningún amigo”, “Vestirte, con falda larga o con pantalones”, “No
andar sola”, “Del colegio a la casa y ya está, sólo saludarlos y ya”, “No estar
muy tarde, y no ir a lugares por donde no tenés que pasar”.
Para quienes aún
pueden, buscar protección es todavía una alternativa: “Simplemente ir
acompañada de un hombre”, “Si andás con tu mamá no te pueden hablar, pero si te
ven andar sola ahí sí te agarran”. Saber qué decir y en dónde es un recurso que
algunos se plantean: “Si no te dejan pasar y si te preguntan, decirles lo que
ellos quieran”, “Si la policía nos quiere obligar a hacer algo que no queremos,
denunciarlos con la ORP, donde investigan a la policía si hay corruptos o no”.
NO BASTA CON
EVITAR QUE SEAN MAREROS
Algunos pudieron
verse, aunque no siempre con esperanza en el presente, sí frente a un largo
camino, por recorrer: “Yo no creo que a las personas adultas uno los vaya a
hacer cambiar. Por eso, cuando uno crezca y tenga sus hijos, mejor empezar con
nuestra familia”, “Contarnos entre las mujeres lo que nos pasa, y darnos cuenta
que entonces no me pasa sólo a mí, ni pasa sólo aquí”.
“Jóvenes en
riesgo”: así definen a estos jóvenes y a estas muchachas hacia quienes algunas
valiosas iniciativas en función de prevenir que “lleguen a entrar a las maras”
están dirigidas. A menudo, es con ese objetivo que ellos mismos también las
entienden: “Muchos de nosotros, si no hubiera esto estaríamos en las maras o en
los vicios”, “Si yo no hubiera conocido aquí, creo que no habría salida, sólo
sería de salir a la calle y a la suerte, salir cada día a lo que te toca. Si
ese día te toca que te maten. De por sí, salimos así cada día, pero por lo
menos ya aquí es otra alternativa. Salgo igual a la calle teniendo el miedo de
que pueda que me maten o que me asalten, pero por lo menos si ya van viendo que
no sos marero, ya te tienen un poquito más de respeto en la calle, y tal vez
son menos los riesgos que se corren”, “Lo que tenemos es valioso, y yo me
siento muy agradecido, y por eso es que a mí no me importa ofrecer mi
voluntariado las veinticuatro horas del día, porque sé que así como a mí me
sirvió, les va a servir a muchos más.”
Sin embargo, ellas
y ellos mismos también se dan cuenta de la insuficiencia y de los límites
reales de estas iniciativas ante las dimensiones de la problemática que viven:
“Aquí es una alternativa, pero es una alternativa que no todos toman en cuenta,
porque si no, esto estuviera lleno y habría montón de patojos aquí”.
Entrar o no a las
maras es, sin duda, una respuesta, pero no da completa cuenta del caos en el
que la juventud guatemalteca de las áreas populares vive cotidianamente la
violencia. No basta esta prevención ante las responsabilidades que al Estado y
a la sociedad nos corresponden. No sirve sólo este objetivo para cerrar la
profunda brecha que existe para que estas chavas y chavos, más que ser
beneficiarios, puedan descubrirse a sí mismos como sujetos y personas plenas de
derechos.
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