Marta Elida Corsini: "Mientras otros se mataban de risa, nosotros llorábamos"

* *sacado de "Abuelas de la Plaza de Mayo", una publicación mensual de las Abuelas de la Plaza de Mayo que me ha pasado una amiga.

Por Jimena Vallejo

- Carlos Mendoza, hijo de Marta Corsini, una de las primeras madres y abuelas de la Plaza de Mayo, desapareció durante el Mundial del '78 junto a su compañera, Alicia Segarra, que estaba embarazada de dos meses y medio.

Marta Elida Corsini no recuerda cuándo ni cómo se unió a Madres de Plaza de Mayo. “Habrá sido en algún momento del ’78 o el ’79”, afirma en un vano esfuerzo por dar alguna precisión. Su memoria se encargó de archivar algunos momentos claves de los años más duros de su vida. Sin embargo, como si fuese parte de un capricho selectivo, eligió otros para transformarlos en recuerdos imborrables.

Como aquel día de junio de 1978 en el que las calles de Buenos Aires rugían fervorosas por el triunfo de Argentina sobre Perú. No era para menos, se trataba de una goleada: seis a cero. Pero así como el triunfo era falso, según se supo después, la imagen de pueblo feliz también era una mentira. En esos días, Marta era uno de los miles de argentinos que tenía que callarse las ganas de gritar. Hacía menos de un mes que no tenía noticias de su hijo mayor, Carlos y la profunda corazonada de que lo habían matado, no la dejaba en paz. El contraste entre su angustia y ese festejo sórdido quedará grabado para siempre en su memoria como el final de sus años felices. “Mientras otros se mataban de risa, nosotros llorábamos”, recuerda. Rápidamente, el pálpito de Marta se convirtió en una probabilidad cercana. A medida que se intensificó su búsqueda desde Madres y luego desde Abuelas, fue descubriendo una realidad aterradora. “Era una cosa tan extraña, en este país nunca había pasado algo así, yo no lo podía creer”, afirma.

Distinta fue la visión de Osvaldo, su marido, que recién abandonó la esperanza de encontrar vivo a su hijo en 1984, cuando los testimonios del juicio a la junta militar develaron el plan genocida. “Mi marido era muy tozudo y no quería ver la realidad”, cuenta Marta y aclara que Osvaldo falleció hace cuatro años, un seis de septiembre, el mismo día en que había nacido Carlos y su segunda hija, Estela.


Educar para ser libres

Pero así como el médico Osvaldo Mendoza era terco, según Marta siempre, también era un hombre vanguardista para su época. Se enamoraron cuando ella había comenzado a estudiar abogacía en la Universidad de la Plata y lejos de pedirle que se dedicara a las tareas domésticas, la incentivó a terminar su carrera universitaria.

“Toda su familia era muy avanzada. Sus tías pertenecieron a la primera generación de mujeres universitarias. Osvaldo pensaba que la mujer no debía permanecer en su casa, que debía trabajar a la par del hombre”, resalta.

También los padres de Marta profesaban ideas similares ya que pese a pertenecer a una familia descendiente de la aristocracia italiana, la incentivaron a llevar una vida de trabajo

Tanto le interesaba a su padre, un acomodado hacendado entrerriano, el futuro profesional de su hija, que sólo la autorizó a casarse bajo la condición de que no abandonara la universidad. La educación se convirtió en un valor esencial para el matrimonio Mendoza. Ellos querían que sus hijos pudiesen decidir sobre sus vidas libremente. Sin embargo, fue muy duro respetar la decisión de un hijo que elegía luchar por sus ideales, aún a costa de su vida. Incluso hubo un momento en el que Marta pensó que se había equivocado. Fue cuando Carlos desertó del servicio militar en pleno proceso militar, a mediados de 1976, y pasó a la clandestinidad.

“Yo le pedí de rodillas que no lo hiciera. Traté de convencerlo que se exiliara, pero él me contestó que no era ladrón ni asesino como para estar huyendo”. Cuando Carlos desapareció, Marta se preguntaba una y otra vez en qué habían fracasado como padres, hasta que un día, Osvaldo le contestó: “No fracasamos, fue la educación que elegimos para él”.

“Tengo amigos que agarraron a los chicos (sus hijos) y los sacaron obligatoriamente afuera del país. Yo no sé si hubiera hecho eso, porque yo conozco casos cuyos hijos han sido forzados a irse pero no son felices y hoy se están reprochando que dejaron morir a sus compañeros y que ellos fueron cobardes”.

Con el tiempo y el apoyo de su marido, Marta se reconcilió con las convicciones que había abrazado durante toda su vida. “Educar en libertad no es fácil porque a veces no te bancás las consecuencias. Hoy me duele pero no me arrepiento”, concluye.


La imposibilidad del duelo

Resulta muy difícil para la familia Mendoza festejar el cumpleaños de Helena, la hermana de Carlos. Por una trágica casualidad, nació el mismo día que su hermano y también en el que falleció su papá, un seis de septiembre. “Para esa fecha tratamos de salir a algún lado pero el problema persiste dentro de nosotros”, explica Marta.

“Cada uno arrastró su propia cruz y no la cargamos en familia”, le dijo alguna vez a su madre, Juan, otro de los hermanos menores. “Cuando uno entierra en familia termina un capítulo y comienza otro, elabora el duelo, yo creo que eso es lo peor que a todos nosotros nos ha pasado, no poder elaborar el duelo”, describe así Marta, desde su experiencia, una de las peores secuelas de la desaparición forzada de personas

Sin duda, una forma de cerrar ese capítulo sería poder encontrar al nieto que seguramente vive en algún lugar de la Argentina y no conoce su verdadera identidad. Junto a Carlos había desaparecido también su compañera, Alicia, que estaba embarazada de dos meses y medio. Marta se había enterado en Mayo de 1978 de la novedad pero no pudo ver a su nuera con panza ya que un mes después fueron secuestrados.

Siempre tuvo la certeza de que su nieto estaba vivo. A él o ella le contaría los recuerdos que guarda de su hijo y que su memoria jamás borrará. Le diría que Carlos era un chico “hiperquinético”, tan revoltoso que lo tuvo que cambiar de colegio, que estudió historia, que era un “gran lector” y que era el único que tenía paciencia con su primo Pepe que sufría de esquizofrenia.


Le contaría que los papás de Pepe se quedaban muy tranquilos cuando él lo cuidaba, que Pepe le decía “Carlitos, mirá que yo estoy loco, ¿eh?” y que él le contestaba “bueno, no importa”, mientras le preparaba la comida. Y que seguramente, si de él hubiese dependido, a él o ella lo hubiese cuidado con ese mismo amor.

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