Cultura sexual nicaragüense
© Sofía
Montenegro, Envío
- ¿Cómo viven su
sexualidad los hombres nicaragüenses? ¿Y las mujeres nicaragüenses? Una
investigación pionera, audaz y necesaria, nos aproxima a respuestas
preocupantes y a desafíos inexcusables.
¿Cómo deben ser
los hombres y cómo deben ser las mujeres? La concepción socialmente construida
de un deber ser para hombres y para mujeres incluye formas de relacionarse, una
conducta, valores y expectativas permitidas. Con todo eso se construye el
modelo genérico. En una sociedad como la nicaragüense, el sistema dominante ha
readecuado los modelos genéricos en correspondencia a los momentos de cambio
estructural. Nicaragua tardó más que otros países en incorporar a las mujeres a
la igualdad de derechos que postuló la Modernidad. Y fue la crisis estructural
originada por la Revolución de 1979 la que generó los principales cambios en el
modelo de dominación.
Las crisis, contradicciones
y transformaciones en los modelos genéricos ocurridos en una sociedad
multiétnica como la nicaragüense han sido bastante complejas. Durante mucho
tiempo coexistieron en Nicaragua dos formaciones sociales diferentes: la del
Pacífico, con patrones de vida occidental y latinos, derivados de la dominación
española; y la del Atlántico, surgida de la colonización directa de los
ingleses, que dio origen a las diversas etnias que habitan esta mitad del país.
Profundizaremos en el modelo mestizo imperante en el Pacífico, un modelo que
surgió con la colonización española.
Dos repúblicas: la de los españoles y la de los indios
La constitución
del grupo mestizo se origina con la Conquista: ocupación de la tierra,
nacimiento de una nueva etnia con la violación masiva de las mujeres indígenas,
derogación de las lenguas autóctonas e imposición de otra lengua, otra religión
y un nuevo orden social. El modelo mestizo articuló las formas patriarcales de
la cultura indígena con las formas patriarcales coloniales.
Durante la
conquista española en Centroamérica, la resistencia de los indígenas, aunada a
las enfermedades epidémicas y a los trabajos forzados, redujeron
considerablemente la población autóctona. Desde el siglo XVII, los españoles
impusieron el sistema de peonaje e impulsaron un modelo de rápida reproducción
de la sociedad para reponer a la población y aumentar los tributos que recibía
la Corona española. Según las Crónicas, el matrimonio de las mujeres
prehispánicas mesoamericanas tenía lugar algo tardíamente: entre los 20-25
años, ya que tenían la creencia de que si se casaban jóvenes morirían jóvenes.
Tras la Conquista los matrimonios se realizaban entre los 12-14 años con fines
de repoblamiento. Al principio se establecieron "dos repúblicas": la
de los españoles y la de los indios. La de los españoles dirigía y protegía el
Estado y la de los indios obedecía y trabajaba. Durante la época colonial, la
forma de vida de los pueblos indios fue en comunidades, tal como habían vivido
durante la época prehispánica. Este sentido de continuidad los diferenciaba
claramente, tanto de los españoles como del emergente grupo de los mestizos o
"ladinos", para quienes la vida comunitaria era totalmente extraña. A
la dicotomía poblacional español-indio se agregó el grupo de los nacidos de la
mezcla entre indios, españoles y negros. Al no pertenecer ni a los vencedores
ni a los vencidos, este tercer grupo se hallaba fuera del orden legal
establecido a partir del siglo XVI.
Muchos de ellos
hijos de uniones ilegítimas, se diferenciaban muy claramente de los indios
porque no se agrupaban en comunidades, carecían de bienes colectivos, y
raramente disponían de tierras donde sembrar. Por todo eso, lograban escapar a
las obligaciones impuestas por las autoridades locales. Tampoco estaban sujetos
al sometimiento al que los españoles obligaban a los indios. Su ubicuidad
geográfica iba de la mano con su ubicuidad social. Su específica situación los
acercaba, y a veces los alejaba, tanto del estrato indio como del español.
El comportamiento machista: herencia del conquistador
En los siglos
coloniales habría podido esperarse el surgimiento de una ideología mestiza, de
una "conciencia de grupo" entre los mestizos. Pero esto no ocurrió
por la división que existía entre ellos. Los mestizos no querían ser
confundidos con los mulatos y buscaban cómo integrarse al grupo de los
españoles. La hipergamia femenina dio gran empuje a los ladinos, no sólo desde
el punto de vista demográfico sino también desde el punto de vista social: daba
lugar a una confusión de etnias de la que algunos mestizos y mulatos sacaban
todo el provecho que podían.
El rechazo de los
ladinos a la etnia indígena materna buscaba cómo evitar las exacciones que
afectaban a los indios. Si por uno de sus ascendientes un ladino estaba ligado
al mundo indio, se apresuraba a probar que no era indio sino mestizo o mulato
para evitar esas cargas. Esta evolución social hizo que los ladinos se
hispanizaran y terminaran negando su origen indio y su cultura materna. Frente
a las dos morales tradicionales -la hispana fundada en la honra y la india
fundada en el carácter sacrosanto de la familia- el mestizo era la viva imagen
de la ilegitimidad. Engendros de la violación, el rapto o la burla -motivos de
deshonra para los indios, precio humillante de su derrota-, para los mestizos
ser "hijos de la chingada" era la marca de su ilegitimidad y
bastardía social.
La mujer indígena
violada, raptada, amancebada o en concubinato con el colonizador se enfrentaba
a dos posibilidades: o buscaba el apoyo de su comunidad -que tendía a
rechazarla- e identificaba a su hijo como indio, con lo cual lo condenaba al
tributo y a las exacciones; o buscaba el reconocimiento del padre blanco para
que el hijo viviera en libertad por ser mestizo, quedando así al margen del
orden jurídico colonial. Esta segunda opción -la más frecuente- significaba
para el hijo la desidentificación con su madre y con su cultura y la
identificación con la cultura del padre. Los resultados de esta operación
síquica pueden apreciarse aún hoy en el acendrado machismo existente en nuestra
sociedad: en la violenta humillación de la mujer y en la igualmente violenta
afirmación del padre. El comportamiento machista reproduce, a través del
tiempo, el poder arbitrario del conquistador y su indiferencia ante la prole
engendrada, el desprecio hacia la mujer y el resentimiento con la madre.
Objetivo: imponer el matrimonio cristiano
Durante el
temprano período colonial ciertos elementos de la cultura española,
particularmente del sur y del occidente de España, se destilaron y fijaron en
la mezcla de la sociedad colonial e indígena. Al mismo tiempo, las creencias
éticas y morales de la sociedad española cristalizaron en el Nuevo Mundo en una
versión homogénea, con la consolidación de una sola categoría social étnica y
privilegiada de "españoles". Durante la mayor parte de los siglos XVI
y XVII las aspiraciones de estatus, poder e influencia fueron conformadas por
los estándares de Castilla.
La división
tripartita dentro de la sociedad colonial -españoles, indios y negros- era un
eco de la división de estatus existente en España entre nobles, plebeyos y
esclavos. Sin embargo, sólo en el Nuevo Mundo todos los españoles se
consideraban a sí mismos como nobles, veían a todos los indios como plebeyos y
a todos los negros como esclavos. Así, sin una alteración fundamental, las
categorías españolas de estatus llegaron a representar una diferencia racial.
Lo que perturbó con el tiempo este sistema de clases fue el crecimiento de los
grupos raciales intermedios -mestizos, mulatos y zambos-, a los que usualmente
se llamaba castas. Durante los dos primeros siglos del régimen colonial español
este grupo intermedio permaneció relativamente estable y reducido, debido
primordialmente al patrón del contacto sexual interracial. Aunque existía una
cantidad considerable de contactos sexuales, las castas, más por prejuicios que
por leyes que prohibieran matrimonios mezclados, eran el producto de un
mestizaje que tenía lugar sólo ocasionalmente en el matrimonio y en gran medida
fuera de él.
Los trabajos
disponibles sobre la sexualidad y el matrimonio en la América Latina de la
Colonia apuntan a que la principal preocupación de abogados y teólogos de la
época era lograr que la sociedad indígena aceptara el matrimonio cristiano.
Entre muchos grupos la poligamia era un problema difícil de desarraigar, y se
hacían grandes esfuerzos para extender el sentido del matrimonio entre las
distintas comunidades. Como el matrimonio era una ceremonia íntimamente
integrada en la doctrina católica y en la cultura española, quienes aspiraban
al matrimonio eclesiástico representaban a las castas más profundamente
españolizadas y catequizadas. En la sociedad colonial, los muy pobres
participaban con poca frecuencia en una ceremonia matrimonial. La práctica
común era la de vivir juntos. Si los padres se oponían a la unión, la pareja
abandonaba el pueblo y vivía en otra parte sin casarse.
Durante casi todo
el período colonial, la institución que aseguraba la mezcla de tradiciones del
Viejo Mundo, tanto eclesiásticas como españolas, con respecto al matrimonio fue
la Iglesia católica. La Iglesia determinaba las calificaciones mínimas de edad,
estudiaba el grado de parentesco entre los cónyuges y registraba y legitimaba
los matrimonios. En cierta medida, las regulaciones matrimoniales fueron
alteradas para responder a las necesidades específicas de la población india
recién convertida.
La voluntad y el amor en los tiempos coloniales
En cuestiones de
doctrina y de creencias, tales como las referidas al matrimonio y a los
conflictos en torno a la elección matrimonial, la Iglesia católica tenía
virtualmente soberanía sobre la Corona española. Las enseñanzas de la Iglesia
católica sobre el matrimonio giraban en torno a dos puntos centrales: la
sacramentalidad o carácter sagrado del matrimonio y la importancia de la
voluntad personal en la creación del vínculo matrimonial. Las tres actitudes culturales
básicas heredadas de España y que conformaron el curso de la intervención de la
Iglesia en las relaciones de emparejamiento durante la Colonia, fueron: la
voluntad individual, el amor y el honor.
En la tradición
católica era esencial la doctrina del consentimiento individual para casarse.
Con base a esta tradición se establecía un apoyo normativo que permitía al hijo
o a la hija, no a sus padres, tomar una decisión con respecto al matrimonio. La
doctrina de la libre voluntad estableció los límites de la autoridad paterna y,
en particular, condenó el uso de la fuerza en este ámbito. La doctrina católica
subrayaba el derecho del individuo a ejercer la libre voluntad al casarse.
Voluntad era la palabra que denotaba las intenciones individuales. La glosa
popular de este término era amor. El amor era la expresión de la voluntad, y
dado que la voluntad era una manifestación de la intención divina, este
entendimiento popular daba a los jóvenes en conflicto con sus padres un gran
apoyo normativo.
Entre las parejas
se hablaba de afiliación y voluntad para casarse, porque la palabra amores, era
equivalente en aquellos tiempos a desenfreno sexual. El término mujer enamorada
hacía referencia a una mujer que se embarcaba públicamente en actividades
sexuales repetidas. El deseo era reprobado como motivo de matrimonio, lo mismo
sucedía con cualquier forma de acción impulsiva. Las parejas que articulaban
sus sentimientos debían evitar deliberadamente cualquier asociación con el
concepto de amor como lujuria. Pero el amor que se elegía con afiliación y
voluntad era libremente declarado por las parejas, dado que culturalmente era
apropiado afirmar una unión emocional lícita. Los mismos valores culturales
españoles que apoyaban el matrimonio por amor condenaban el matrimonio por
interés económico, político o social. Las normas sociales que condenaban la
avaricia desempeñaban un prominente papel en el amplio menosprecio hacia los
matrimonios por lucro.
El código de honor: moral, virtud y apariencias
El honor es tal
vez la más distintiva de todas las características culturales españolas. Desde
las leyes medievales conocidas como Las Partidas y a través de la literatura
del Siglo de Oro, la repetición del tema apunta a entender el honor como la
suprema virtud social. Dos aspectos del honor eran críticos en la Colonia: el
honor sexual de las mujeres españolas y el carácter sagrado de una promesa
dentro del código de honor.
El concepto del
honor tenía un complejo código social que establecía los criterios para el
respeto en la sociedad española. Significaba tanto la estima que una persona
tenía por sí misma como la estima en que la sociedad la tenía. Como el honor
era una cuestión tanto pública como privada y la opinión pública era el juez
último del honor individual, uno tenía que defender su reputación.
Estos dos
significados de honor pueden resumirse en los conceptos duales del honor como
precedencia (estatus, rango, alta cuna) y del honor como virtud (integridad
moral). Para los hombres, mantener el honor implicaba una voluntad de lucha, de
usar la fuerza para defender la reputación propia en contra de quienes la
impugnaran. La cobardía llevaba a una pérdida precipitada del honor. Como
resultado, el honor creaba significados importantes para la conducta masculina
en el campo de batalla, en el comercio y en otras áreas de la vida. Para las
mujeres, la defensa del honor como virtud estaba vinculada a la conducta
sexual. Antes del matrimonio una conducta honorable significaba la permanencia
de la castidad.
Después del matrimonio
significaba la fidelidad. Las relaciones sexuales antes del matrimonio o fuera
de él, de ser conocidas, demolerían el honor de una mujer y su reputación.
En este código
español, más importante que la moral privada era la falta de revelación al público.
Esto quería decir que, más que cualquier otra cosa, mantener el honor
significaba preservar las apariencias una vez que se había perdido la virtud.
De esta manera se creó una de las grandes ironías de la era: la sociedad
española ibérica, con sus prohibiciones estrictas a la actividad sexual
premarital, tenía los más altos niveles de embarazos fuera del matrimonio en
Europa Occidental, dos e incluso cuatro veces más altos que en otros países
europeos en la misma época. En el Nuevo Mundo las mujeres españolas siguieron
el patrón de sus primas del Viejo Mundo y tuvieron números extraordinariamente
altos de nacimientos fuera del matrimonio, significativamente más altos que sus
contrapartes europeas.
Una tarea colectiva: encubrir el deshonor de las españolas
Aun cuando era
propiedad de las mujeres, el honor sexual también concernía a los hombres. Un
hombre podía quedar deshonrado por la revelación pública de las actividades
sexuales de su esposa o de una hermana, y era imperativo, tanto para hombres
como para mujeres, que esas indiscreciones no se divulgaran. La principal
respuesta de la sociedad colonial a la pérdida del honor sexual -la virtud- era
cubrir o remediar esa pérdida de virtud tan rápida y silenciosamente como fuera
posible.
La sociedad
española se negaba a someter a la persona que había perdido el honor a la
vergüenza y humillación públicas, porque la vergüenza pública era peor que la
muerte. El usual quebrantamiento del honor femenino requería que tanto los
padres como las familias cooperaran para preservar la ilusión de castidad ante
la realidad social. En consecuencia, la familia, los funcionarios reales y la
Iglesia trabajaban juntos para impedir el deshonor de las mujeres españolas. La
importancia de impedir la pérdida del honor femenino era un arma poderosa en
manos de jóvenes, hombres y mujeres, que buscaban forzar el consentimiento de
los padres. Salidas forzadas eran la seducción, la huida y el rapto.
Este sentido del
honor facilitó el matrimonio de criollos con individuos de grupos raciales
intermedios, lo que incrementó un mestizaje que atravesó las fronteras del
estatus y de las riquezas. Por otra parte, la sociedad española que hacía
énfasis en la importancia del honor sexual, creía profundamente que la conducta
"honorable" era exclusiva de los niveles más altos de la sociedad. El
honor estaba disponible para todos los de ese nivel, sin considerar ingresos o
estatus, y era ese honor la característica que los distinguía de la población
racialmente mixta. En el Nuevo Mundo tener honor era la clave ideológica que
separaba a los españoles de los indios y de los esclavos. La protección
especial otorgada a las mujeres españolas -y a sus familias- preservó las
fronteras entre españoles y no españoles, a pesar de que la ilegitimidad entre
los españoles era mucho más alta que entre los europeos continentales.
Un decreto real reduce la influencia de la Iglesia
Desde los tiempos
de la Conquista, les era permitido a los hombres españoles tener relaciones
sexuales fuera del matrimonio con mujeres no blancas. La desgracia de la
ilegitimidad pública segregaba más comúnmente a las mujeres de las castas que a
las mujeres españolas.
A finales de la
Colonia crecieron los matrimonios entre españoles y mujeres de las castas,
aproximándose a la frecuencia de matrimonios con mujeres españolas. Este
proceso tendió a romper las diferencias de comportamiento percibidas entre las
razas, diferencias de las que había dependido implícitamente el código de honor.
El honor como virtud pasó a convertirse en el honor como estatus, retornando el
control sobre la elección matrimonial a los padres, basándose las objeciones
que ponían en las diferencias de riqueza, ingreso o estatus social.
En 1776 el Rey de
España promulgó una Pragmática real en torno al matrimonio, en la que se
formulaba el requerimiento del consentimiento de los padres para la selección
de un cónyuge a todas las personas menores de 25 años. Para los mayores de esta
edad era necesaria la notificación formal a los padres, si bien el permiso no
era obligatorio. Dos años después, esta Pragmática se extendió a las colonias
españolas en América. La Pragmática española sobre el matrimonio era la mejor
expresión del deseo de la Corona de mantener una élite social. Sin embargo, fue
ignorada por la mayoría de la población a la que podían aplicarse sus
requerimientos. En cualquier caso, limitó el papel de la Iglesia católica y de
sus tribunales eclesiásticos. La Pragmática expresaba, por un lado, el deseo
real de reducir la autoridad independiente de la Iglesia católica, y por otro,
la valoración positiva del dinero como medio para controlar el comportamiento,
así como la validación oficial de los deseos de las familias aristocráticas
para aumentar el control sobre sus hijos y herencias.
Omnipresencia de la madre y ausencia del padre
El modelo cultural
vigente incluía una gran libertad sexual para los hombres, frecuentemente
vinculada a la violencia sexual que acopló la subordinación de género a la
dominación colonial. Pese al ideal de la familia monogámica legitimado por la
Iglesia católica, el rapto y los intercambios de mujeres eran hechos comunes.
En la familia mestiza, el poder del varón era casi absoluto y las mujeres
cumplían el papel de reproducir la fuerza de trabajo, el de servir como
domésticas y el de vender su fuerza laboral en los latifundios. Así, las
funciones patriarcales de la familia se fueron adecuando a las varias
necesidades del modelo económico colonial.
Con el desarrollo
del capitalismo agroexportador, los hombres mestizos se convirtieron en
trabajadores estacionarios, lo que favoreció la irresponsabilidad paterna e
impidió que cristalizara la familia nuclear ya que los hombres establecían
varios núcleos familiares según migraban de un trabajo agrícola a otro. Como
resultado, la familia mestiza se caracterizaba por la omnipresencia de la madre
y la ausencia del padre, por la soledad femenina y por la poca afectividad
masculina en el seno de la familia. En esta situación, la manera en que las mujeres
de los grupos racialmente mezclados vivieron su sexualidad era muy parecida a
la de sus abuelas indígenas. Ambas fueron objeto de una fuerte represión y
estuvieron confinadas a su labor de reproductoras.
Dentro del grupo
indígena la reproducción estaba destinada a la reproducción de la etnia,
mientras que en el grupo mezclado se orientaba al aumento de la fuerza de
trabajo, con uso de la violencia sexual. La apropiación y uso sexual de la
mujer mestiza en las zonas rurales la iniciaba a menudo el padre, no sólo por
las condiciones de vida que promovían la promiscuidad, sino por el
"derecho paterno" de hacer uso de la hija virgen antes que otros
hombres, en posible imitación al derecho de pernada del latifundista. Aunque
este uso de las mujeres fue sancionado por el modelo de ideal cristiano, su
frecuencia permitió que se mantuviera dentro de los rangos de las relaciones
"normales" entre hombres y mujeres mestizos.
Las condiciones de
la sociedad colonial promovieron una valoración de la masculinidad ligada a la
fecundidad y no tanto a la constitución y manutención de una familia. Para los
hombres mestizos, más importante que la satisfacción sexual era la eyaculación
destinada a la gestación, relación sexual denominada popularmente "gallo y
gallina", por la rapidez y objetivo del coito. El modelo de emparejamiento
era el de uniones de hecho intercaladas en largos períodos de soledad,
condicionados por la movilidad laboral de los hombres. La ausencia de los
hombres coincidía con los embarazos, reapareciendo tras el parto para volver a
fecundar a las mujeres y ausentarse de nuevo. La subordinación femenina se
concretaba en permanentes estados de gestación. El auge agroexportador del
sistema capitalista aseguró la reproducción de la fuerza de trabajo a costa del
sobresfuerzo de las mujeres, matizado por la pertenencia a una o a otra clase
social.
Avances y cambios sobre un modelo heredado
Con el tiempo, las
mujeres de las clases medias, particularmente en las zonas urbanas, tuvieron
acceso a educación y a mejores condiciones de vida, resumidas en el ideal de
ser amas de casa de una familia nuclear. La crisis del modelo agroexportador
provocó el desempleo temporal o permanente de los hombres, y las mujeres
asumieron la manutención total de sus familias dedicándose a actividades de
comercio o a los servicios.
La Revolución de
1979 y las transformaciones surgidas en ese período provocaron una serie de
cambios en la esfera ideológica relativas a las relaciones genéricas, pero
otros fenómenos -la guerra, la crisis económica, los cambios políticos, las
migraciones- refuncionalizaron de varias maneras el modelo de sexualidad
reproductiva que Nicaragua había heredado. En las décadas de los años 80 y 90
las mujeres han emergido como sujeto social y han adquirido un nuevo
protagonismo político, demandando cambios en las relaciones genéricas y
reivindicando sus derechos sexuales y reproductivos.
Aunque hoy
Nicaragua registra avances y cambios en el modelo genérico heredado, prevalece
el modelo cultural que subordina a la mujer al hombre y la creencia de que el
trabajo doméstico y el cuidado de los niños son tareas exclusivas de las
mujeres. Prevalecen las relaciones familiares desiguales caracterizadas por la
paternidad irresponsable, la violencia doméstica y una seria restricción del
tiempo de las mujeres. Por lo menos una cuarta parte de los hogares
nicaragüenses están encabezados por una mujer sin compañero sobre la que recae
toda la responsabilidad económica.
Como consecuencia
de la discriminación sexual y del modelo genérico imperante, las mujeres tienen
pocas posibilidades de controlar su capacidad reproductiva, lo que se traduce
en altas tasas de fecundidad, en una elevada frecuencia de embarazos juveniles,
y en una elevada tasa de crecimiento demográfico. El aborto inducido llevado a
cabo bajo condiciones inseguras es la principal causa de mortalidad materna.
En el reino de la violencia falta una educación sexual humanizada
Se asume que el
poder para decidir en la familia es competencia del hombre, considerado
"jefe de la casa". Al hombre se le adjudica el rol de protector de la
familia, proveedor del hogar y sujeto de privilegios. Las normas matrimoniales
que han servido de modelo para la relación de pareja se encuentran expresadas
en el Código Civil, que data de 1904, cercano a la Pragmática colonial y
anterior a la promulgación de la Constitución de Nicaragua que elaboró el
liberal José Santos Zelaya, conocida como La Libérrima. El Código establece que
el hombre es el principal representante de la familia, que la mujer se
encuentra subordinada a él y que puede representar a la familia sólo en
ausencia del marido. Y reglamenta que la mujer casada debe residir donde el
marido lo haga, seguirlo a donde vaya y obedecerlo.
A contrapelo del
ideal propugnado por el modelo familiar nuclear, en la familia nicaragüense
predominan la lucha por la sobrevivencia económica y las relaciones altamente
inestables. En la práctica social, los hombres tienen varias relaciones y
procrean muchos hijos, pero dado el nivel de pobreza y los bajos ingresos, con
costo pueden cubrir las necesidades de una sola familia, lo que hace permanente
el fenómeno de la paternidad irresponsable. Los hombres esperan que sus mujeres
les "tengan" muchos hijos, se reservan plena libertad sexual y plena
movilidad. El abandono de la pareja representa un motivo significativo del
número de hogares encabezados por mujeres. Diferentes estudios indican que la
violencia doméstica es un fenómeno extendido, así como la violencia sexual
dentro y fuera del hogar.
La violencia
sicológica, que se genera y difunde en el seno mismo de la familia y que permea
la sociedad en todos y cada uno de sus ámbitos, tiene cientos de
manifestaciones y es mucho más difícil de frenar por su naturaleza y arraigo.
La crueldad verbal, la falta de respeto y solidaridad, la desvalorización de
todo lo femenino, son algunas de las manifestaciones recurrentes de la
violencia sicológica.
El discurso de las
Iglesias cristianas presentes en Nicaragua se sigue articulando sobre tres ejes
fundamentales: la mujer debe estar subordinada al hombre; la relación sexual
tiene únicamente propósitos de reproducción biológica y la mujer no puede
decidir cuántos hijos tener por ser éstos voluntad de Dios; el destino de la
mujer es ser esposa y cuidar de la familia y el hogar, y la transgresión a esta
norma es una amenaza para la familia.
Aunque el sistema
educativo tiene un carácter laico, está influenciado por estos dogmas y
preceptos religiosos, lo que favorece la refuncionalización espontánea del
modelo de reproducción y la continuidad de normas culturales nacidas en la
oscuridad de la Colonia. La falta de una educación sexual humanizada y
liberadora favorece la multiparidad, las patologías de origen sexual y las
asociadas a la reproducción. Todo ello reduce considerablemente la calidad de
vida de la población nicaragüense.
En el Siglo XXI: restaurar las normas de la Colonia
El gobierno
liberal que llegó al poder en 1997 se propuso, de manera anacrónica, restaurar
las normas culturales propias de la Colonia y de los criollos bajo la doctrina
de la Iglesia católica, tratando de imponer un modelo de familia nuclear que a
lo largo de 500 años nunca ha podido cuajar plenamente. La Ley que creó el
Ministerio de la Familia, aprobada por el gobierno liberal a iniciativa del
Ejecutivo, introdujo el concepto de "derecho natural" en el sistema
jurídico nacional. La Ley afirma que la misión única de la familia es la
reproducción.
Desde este ideal
de familia, se afirma que la familia es una institución natural, conformada por
un hombre y una mujer, cuya misión es la procreación. Se afirma también que el
Estado debe, entre otras cosas, velar porque esta misión se cumpla
obligatoriamente, promover la formalización de las uniones de hecho en
matrimonios, y preservar el derecho a la vida de los no nacidos. Esto
significa, de hecho, el intento de reglamentar oficialmente la sexualidad de la
gente e intervenir en su vida privada desde una posición absolutista. De hecho,
esta postura busca reforzar el modelo mestizo de reproducción con toda su carga
de violencia contra las mujeres.
De esta manera, un
Estado pretendidamente democrático y de Derecho mantiene, en esencia, su
carácter patriarcal y opresivo, en tanto persiste en no reconocer a las mujeres
como personas de pleno derecho, al reservarse el control del cuerpo femenino y
su subordinación social a través de diferentes mecanismos de coacción plasmados
en leyes caducas e instituciones normadoras. Las funciones del Ministerio de la
Familia, nuevo ente del Estado creado por el gobierno liberal, son violatorias
de la Constitución de la República, que en su artículo 48 establece la igualdad
absoluta entre el hombre y la mujer, en el goce y ejercicio de sus derechos
políticos y en el cumplimiento de sus deberes y responsabilidades. Este
artículo establece, además, que es obligación del Estado eliminar los
obstáculos que impidan de hecho la igualdad entre los nicaragüenses y su
participación efectiva en la vida política, económica y social del país.
La encuesta
Valoración económica del trabajo de la mujer nicaragüense, realizada en 1995-96
por el FIDEG reveló que en Nicaragua existen siete tipos de familia:
unipersonal, nuclear, monoparental, extendida, extendida monoparental, compleja
y compleja monoparental. El estudio realizó 6 mil encuestas a nivel urbano y
rural y encontró que las que predominan son la nuclear (47.7%), la extendida
(20.7%), la extendida monoparental (17.2%) y la monoparental (9.6%). Es una
muestra de que no es posible pretender construir instituciones y legislar sobre
la base de falsas premisas e ideas preconcebidas sobre las formas de
estructuración de la sociedad. La idea de familia nuclear como modelo único a
implantar es una propuesta ajena a la realidad nicaragüense.
Preocupantes cifras de riesgo reproductivo
La idea de la
procreación compulsiva que busca promover el Estado no es consistente tampoco
con los datos oficiales sobre los principales parámetros de alto riesgo
reproductivo que han sido identificados por el gobierno de Nicaragua, según el
documento de Política de Población del Ministerio de Acción Social (1996), en
el cual se reconocen estos datos:
- Nicaragua tiene
la fecundidad más joven de Centroamérica: adolescentes de 15-19 años de edad con
un promedio de 158 nacimientos por cada mil (1990).
- Un 14% de las
uniones se dan entre mujeres que no han cumplido los 15 años y un 45% entre
mujeres que no han cumplido los 18 años (1995).
- Un 12.1% de
mujeres solteras de 15-19 años ya tienen hijos (1993).
- Un significativo
72% de las mujeres en unión marital, con diversos niveles educativos,
manifestaron que no deseaban embarazarse. El 53% de las mujeres en unión
marital con un hijo o hija viva manifestaron su deseo de no tener más hijos
(1992).
- Un 24% de las
mujeres en unión marital expresaron tener una demanda insatisfecha de servicios
de planificación familiar. El 65% de ellas era de procedencia rural y el 70% de
éstas no había asistido a la escuela o tenía sin terminar la educación primaria
(1992).
- El 37% de los
nacimientos entre la población rural y el 32% de los nacimientos entre la
población urbana ocurrieron a menos de 24 meses del anterior nacimiento (1990).
- Sólo un 33.8% de
las mujeres en edad fértil usaron métodos anticonceptivos (1992-93).
- La mayoría de
los abortos ocurre entre mujeres sexualmente activas que no quieren quedar
embarazadas, pero no usan ningún método anticonceptivo o usan métodos de baja
eficacia.
- Más de 10 mil
abortos complicados atiende cada año la salud pública. El aborto inducido fue
una de las principales causas de muerte materna en 1990-91, causando el 24% de
las muertes maternas intra y extra-hospitalarias.
Urgen nuevos discursos sobre la sexualidad
Al iniciar el
siglo XXI, Nicaragua se encuentra con un Estado presuntamente laico que
pretende hacer de relevo de la Iglesia y "recristianizar" las
relaciones sexuales y de parentesco, tal como lo hicieron las autoridades
eclesiásticas en la Edad Media utilizando como punta de lanza la cercanía del
año 1000 de la era cristiana. En Nicaragua se vive una mezcla de neoliberalismo
con milenarismo, una de cuyas expresiones sería esta des-secularización del
Estado en medio de una pobreza generalizada de la que nadie se responsabiliza.
La crisis del SIDA
ha servido como pretexto para refuncionalizar estereotipos genéricos y guiones
sexuales relativos a la virginidad y a la castidad, más que para organizar un
sistema de prevención de la salud pública. Por un lado, se patologiza la
sexualidad ante el peligro de la epidemia y por el otro, se promueve el miedo,
el control y la moralización mediante la repetida asociación de sexualidad con
enfermedad. Sin embargo, esta epidemia no puede encararse reviviendo normas de
conducta y mandatos religiosos o predicando la abstinencia porque, como
demuestran los datos de la fecundidad, los nicaragüenses son indulgentes en el
ejercicio de su sexualidad y se sirven muy poco de los medios preventivos de
embarazos o de enfermedades de transmisión sexual. Ante esta realidad, una
posición fundamentalista y autoritaria sobre la sexualidad sólo puede ser
contraproducente para una política preventiva en salud sexual y reproductiva.
Lo que compete es crear nuevos discursos sobre la sexualidad. Para esto resulta
crucial adquirir conciencia de cómo fueron creados los discursos viejos y qué
papel juegan las instituciones en su creación. Hay mucho en juego: la
introducción de programas de educación y prevención del SIDA, cambios en las políticas
sexuales, la posibilidad de transformar la cultura sexual y las desigualdades
de género, la democratización de la sociedad, la preservación de la vida. En
último término, el desarrollo humano.
El reino del desamor
La investigación
(grupos focales y encuestas de opinión) que realicé en 1997, La cultura sexual
en Nicaragua, para conocer la conducta y el imaginario sexual de la población
urbana de Managua de 15-40 años, buscaba determinar las creencias y prácticas
sexuales de mujeres y hombres y conocer las fuentes de información que
condicionan la formación de los imaginarios sexuales de nuestra sociedad. En
las encuestas investigamos estadísticamente los "guiones sexuales"
prevalentes, las creencias sexuales, las costumbres sexuales, la iniciación sexual,
la selección de pareja, los patrones de acoplamiento sexual, el discurso y las
conductas sexuales, los tabúes sexuales, las creencias y valores de
permisividad, la frecuencia de cópulas y orgasmos, los lugares de la relación
sexual, la prevalencia de la homosexualidad, las disfunciones sexuales, el uso
de métodos de planificación familiar y anticonceptivos. En los grupos focales
se indagó sobre los mandatos culturales de género, las diferentes valoraciones
sobre la sexualidad, las diversas prácticas sexuales, los problemas de las
parejas.
Los resultados
obtenidos hablan de una sexualidad caracterizada por una escisión sexo-afectiva
tanto entre los hombres como entre las mujeres. Lo que abunda es la falta de
intimidad, la falta de pasión compartida y la falta de compromiso. Los
resultados hablan de parejas disfuncionales, de amantes ansiosos y
ambivalentes, de una permanente insatisfacción y compulsividad, de identidades
femeninas muy limitadas: ser mujer de un hombre, ser madre de un hijo. Hablan del
reino del desamor. El vínculo entre sexo y violencia permite incluso hablar del
amor entendido como una forma de terrorismo.
La familia: entrenamiento eficaz en la desigualdad
El comportamiento,
tanto heterosexual como bisexual, en el sistema sexual nicaragüense se articula
dentro de los ejes activo-pasivo, donde la masculinidad es sinónimo de una
personalidad activa-dominante y la femineidad de lo pasivo-sumiso. Los hombres
afirman su masculinidad, por lo demás insegura, a través de la conquista sexual,
sea de mujeres o de hombres.
En la familia se
compele a los niños a identificarse con una masculinidad activa-agresiva y con
la negación de todo lo que es "femenino", los sentimientos. Ya a los
5-6 años se han establecido en el niño las bases de la masculinidad para toda la
vida. Este desdén hacia lo femenino desarrolla en los varones una ambivalencia
hacia las mujeres que luego se expresa como resentimiento y agresión. A las
niñas se las compele a la pasividad. La familia es un enérgico y eficiente
mecanismo de creación y transmisión de desigualdad de género. Y como cada
sistema socioeconómico crea un tipo de familia, y a su vez la estructura
familiar juega un papel importante en la formación de la ideología de la
sociedad, la ideología de la familia nicaragüense tiene una condición hegemónica
dentro de la sociedad en su conjunto.
Para los hombres,
ser "masculino" implica la represión de todos los deseos y rasgos que
la sociedad define negativamente como pasivos o como resonantes de experiencias
pasivas, como es el deseo de ser protegido. Esta represión estructura lo que se
llama agresividad excedente, que se expresa en la tríada de la violencia
masculina: violencia contra las mujeres, violencia contra otros hombres y
violencia contra sí mismo. El continuo bloqueo y negación consciente e
inconsciente de la pasividad y de todas las emociones y sentimientos que los
hombres asocian con ellas -el temor, el dolor, la tristeza, la vergüenza- es la
negación de parte de uno mismo y constituye un acto de violencia perpetua. Los
hombres se convierten en ollas de presión y la falta de vías seguras de
expresión y descarga emocional significa que toda una gama de emociones se
transforma en ira y hostilidad. Parte de esta ira se dirige hacia ellos mismos
como sentimiento de culpabilidad y odio de sí mismos, parte se dirige hacia las
mujeres y parte hacia otros hombres.
Miseria emocional y abuso del alcohol
En Nicaragua, la
vigilancia sicológica y conductual sobre los sentimientos se levanta con el uso
del alcohol. La descarga emocional le es tolerada a los hombres en estado de
embriaguez. Ebrios se permiten estar tristes, llorar o hacer estallar su dolor,
o dar salida a sus deseos eróticos o anhelos de intimidad reprimidos. Así
pueden mostrar su vulnerabilidad, debilidad o pasividad de manera transitoria.
El juicio de los demás se suspende sin poner en entredicho su masculinidad,
porque como se dice popularmente bolo no vale. Esta parece ser la clave del
alto grado de consumo de alcohol entre los varones nicas y del vínculo
existente entre alcohol y violencia.
Con los
sentimientos a flor de piel y con la desinhibición que el alcohol provoca,
cualquier rechazo de parte de la mujer a su búsqueda de intimidad puede
rápidamente transformarse en ira y resentimiento dando lugar a la violencia.
Igual puede suceder con otros hombres: el consumo de alcohol que los varones
suelen realizar juntos crea un espacio de cierta intimidad homosocial donde
cualquier disensión puede convertir la camaradería en riña.
Gran parte del
análisis sociológico de la violencia en nuestra sociedad indica que es una
conducta aprendida al presenciar y experimentar violencia social: pobreza,
desempleo, vivienda inadecuada... Esto es correcto. Sin embargo, es también
indispensable descifrar la naturaleza de la violencia individual, que nos
remite a una relación sexo-género-violencia, a la construcción de nuestra
masculinidad y nuestra feminidad.
Los resultados de
la encuesta nos hablan de una profunda miseria emocional, sexual y afectiva.
Esta miseria del espíritu es el resultado, por un lado, de una histórica
política sexual absolutista que enfoca el sexo como peligroso y deleznable, y
por otro lado, de una moral patriarcal que condena a los hombres al desamor y a
las mujeres a sufrir su violencia. Pese a todo, en Nicaragua se está experimentando
ya una tendencia a la secularización y a la permisividad en las ideas que la
gente tiene sobre la sexualidad, aunque la práctica sexual aparece aún marcada
por mucho genitalismo y poca sensualidad, y aunque el disfrute erótico y el
afecto se muestran muy inhibidos por la socialización genérica y la
interiorización de los tabúes.
No habrá desarrollo con tanta miseria sexual
La sexualidad está
vinculada al desarrollo de la imaginación democrática. La democracia en el
terreno privado pasa por la posibilidad de poder elegir y decidir cómo se ha de
vivir y a quién se puede amar. Desarrollar la imaginación democrática pasa por
crear un desasosiego cognitivo con diversos medios e instrumentos, con el fin
de llevar al plano público los conflictos institucionalizados en la familia,
que siempre han sido silenciados, censurados o adulterados. Airear los temas
prohibidos, debatir la calidad de vida íntima que lleva la sociedad, cuestionar
las normas de masculinidad y feminidad: todo esto es parte de la búsqueda de
una alternativa de desarrollo que contemple a la persona humana como centro.
El desarrollo no
puede ser indiferente ante el dolor de los hombres y su violencia ni ante el
martirio de las mujeres. No puede abandonar a los niños y niñas a su suerte
sólo por haber nacido hembras o varones. No puede aplicar la pedagogía del NO,
el silencio o las medias verdades para cumplir con los preceptos culturales
patriarcales.
Los nicaragüenses
y las nicaragüenses tienen derecho a una sexualidad sana y nutricia, al amor
como oportunidad de crecimiento y renovación y no como condena. Tienen derecho
a la intimidad real en pareja, donde la expresión sexual sea egosintónica.
Tienen derecho a una sexualidad en la que cada quien se sienta a gusto consigo
mismo, sin dañar a terceros, una sexualidad entre personas conscientes y
anuentes donde el placer y la comunión del espíritu sean el fin principal.
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