Elvira Lindo: La venganza

© Elvira Lindo, El País


Hay un hombre a mi lado mientras espero a que el semáforo se ponga en verde. Es un hombre alto, lleva gorra con visera y ropa sport, como si viniera de dar un paseo mañanero por Central Park; va absolutamente perdido en sus pensamientos, mirando para dentro más que para afuera, que es la actitud más particularmente neoyorquina. Es un hombre cualquiera; tan cualquiera es, que me cuesta reparar en su inconfundible identidad. Es Giuliani, ex alcalde de la ciudad. Giuliani, el alcalde más famoso del mundo, en gran parte por el 11 de septiembre, en parte porque nadie le niega, ni sus enemigos, que le tachaban dictatorial e iracundo, la labor de transformación que esta ciudad experimentó durante su mandato. Teniéndole ahí, tan cerca, piensas que podrías decirle algo, un elogio y un exabrupto. Con Giuliani, las dos cosas son posibles y justas. Sin embargo, uno se calla porque en esta ciudad hay una especie de acuerdo de dejar vivir. Y no me considero quién para romper ese hilo de pensamiento en el que seguramente ahora anda perdido. He podido comprobar la sensación de libertad que sienten aquí personajes relevantes de la vida española que en nuestro país son continuamente increpados en la calle por unos ciudadanos que han decidido acortar distancias. La mezcla de la envidia con la pedagogía de la mala baba con la que llevan machacando los medios de comunicación españoles desde hace años ha creado un cóctel explosivo: el ciudadano tiene la idea de que el personaje popular, o todo aquel que hace un trabajo público, debe soportar estoicamente que la gente le dé la brasa, el coñazo, la charla. Es una creencia que se ha extendido de tal forma, que hasta los amigos de los que sufren esta invasión dicen: "Eso lo lleváis incluido en el sueldo", como si uno tuviera la obligación de convertirse en el pimpampum del público. Es la venganza del que no es famoso hacia el que lo es, la legitimación de esa conducta agresiva. En ese "ser famoso" entra cualquiera, desde el imbécil que vende su vida en la tele (que tal vez se lo merezca) hasta el que un día sintió la noble vocación de actor, de escritor, de periodista. Pero hay lugares en el mundo, créanme, en que un hombre como Giuliani puede cruzar la calle como si fuera un hombre cualquiera. Y es envidiable.

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