Feminicidio: facetas visibles y oscurecidas
© Diana García, Envío
- ¿Por qué matan a
las mujeres? ¿Por qué a las más jóvenes y a las de las clases populares? Desde
Guatemala, nos sobran preguntas y aún nos faltan respuestas. Y hoy, cuando
estamos aprendiendo de sus muertes, ¿qué sabemos de sus vidas?
Aunque hay un
debate en marcha y un conjunto de definiciones todavía en construcción,
feminicidio” es el vocablo de uso más común en la sociedad guatemalteca para
dar nombre a los asesinatos de mujeres. Hace ya cinco años que cada mañana
vemos rostros, nombres, historias. Llega la noche, y no terminamos de llenar el
silencio. Y seguimos sin conocer los rostros y los nombres de los responsables.
Más de mil mujeres han sido violentadas y asesinadas en los últimos cinco años
en Guatemala. Y en respuesta, los medios de comunicación y las autoridades nos
ofrecen versiones para el consumo, insumos inútiles para explicar el sinsentido
de lo que ocurre.
HIPÓTESIS,
ARGUMENTOS, RAZONES...
De acuerdo con la
revista Gobernanza, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha
situado a Guatemala a la cabeza de los países con un mayor número de homicidios
de mujeres en América Latina. Teniendo ya ese récord, ¿hemos avanzado en
nuestra comprensión de lo que está sucediendo? ¿Y en qué medida las
estadísticas, los modos de operar que se describen y las hipótesis que se
manejan están dando cuenta de lo que acontece? “El fenómeno” -en singular- se
describe muchas veces como una “epidemia” que caracteriza a “estas sociedades
en descomposición” o socioculturalmente machistas, que han dejado de tolerar
que las mujeres “salgan a la calle”. Se nos dice que estas muertes “no son más”
que la máxima expresión del uso, costumbre y normalización de la práctica
cotidiana de la violencia contra las mujeres. Que el empobrecimiento agudizado
en las últimas dos décadas por la aplicación de políticas neoliberales se
desahoga en violencia por la frustración acumulada en los sujetos más
vulnerables. Que la apropiación del cuerpo de las mujeres forma parte de las
lógicas de territorialización de las pandillas o del crimen organizado. O que
la postguerra, junto a las prácticas represivas que la acompañan, marcaría las
herencias que por mucho tiempo aún acarrearemos. ¿Qué de todos estos argumentos
es realmente así?
Sabemos -como
muchos análisis lo reflejan- que el contexto que ha posibilitado el incremento
de estos crímenes se ha fundamentado en la irresponsabilidad del Estado y del
sistema de justicia, al no investigarlos ni sancionarlos. El Instituto de
Estudios Comparados en Ciencias Penales de Guatemala (ICCPG) nos recuerda que
la acción selectiva y criminalizante del poder punitivo del Estado no puede ni
debiera considerarse como la institución encargada del combate y erradicación
de la violencia.
A la par, la
corrupción, la impunidad y las redes delictivas incrustadas en las fuerzas de
seguridad del Estado han sido también ampliamente señaladas por diversos
sectores. Y las instancias sociales más cercanas al quehacer del sistema de
justicia han denunciado y propuesto un sinnúmero de alternativas ante la crisis
del sistema de justicia penal, asociada tanto a la crisis de la Policía
Nacional como al colapso del sistema carcelario.
El movimiento de
mujeres también ha evidenciado en innumerables ocasiones la serie de trabas y
vacíos que la legislación actual interpone aún para la persecución penal de los
hechos de violencia contra las mujeres, legitimando así las prerrogativas del
poder masculino en la sociedad guatemalteca. Se ha demostrado cómo las que
podrían simplemente considerarse como “malas prácticas del sistema de justicia”
son más bien formas de victimización secundaria y de “disciplinamiento” de lo
femenino.
Los principales
aportes de las mujeres organizadas, además de demandar la visibilización de la
problemática y respuestas coherentes del Estado, son los esfuerzos que desde
hace más de tres décadas realizan para develar los contenidos ideológicos con
los que el patriarcado institucionaliza, legitima, justifica y naturaliza los
actos de violencia contra las mujeres.
Habiendo
contribuido que la sociedad tome conciencia de que los sistemas de registro e
información oficial no llegan a reflejar las dimensiones ni la magnitud de
estos crímenes, la mayoría de los medios de comunicación continúan haciendo un
uso poco responsable de la información. La saturación de determinados mensajes,
y el manejo que muchas veces dan a los datos, no sólo han elevado la percepción
de inseguridad y vulnerabilidad entre las mujeres, sino que han alimentado el
grado de generalización, confusión y simplificación sobre una realidad social
muy compleja.
Nuestras carencias
se nutren también de esfuerzos investigativos y analíticos de carácter
multidisciplinario y multisectorial que nos permiten identificar con más
claridad tanto a los diferentes actores, como los distintos niveles de
responsabilidad con los que cada uno de ellos y nosotros participamos.
UNA CLAVE: LA
NIÑEZ Y LA ADOLESCENCIA
Enfrentamos la
necesidad de desenmascarar las facetas históricas, políticas, sociales y
culturales -también las económicas- que a nivel local, regional y global puedan
estar operando. Llegar a conocer los rostros y los nombres de los responsables
demanda nuestra capacidad de construir perspectivas que no se excluyan entre
sí. Pero atrevernos a interpretar este sufrimiento social que ahora compartimos
-no sólo para sobrevivirlo sino para erradicarlo- no pasará sólo por la
realización de esfuerzos concentrados y coordinadamente sistemáticos a todo
nivel. Un desafío así requerirá que las mujeres estemos dispuestas a
sumergirnos en las etapas en las que se han entrañado nuestros miedos y se nos
han encarnado los silencios.
La niñez, la
adolescencia y la juventud de las mujeres tienen mucho que ver con los roles de
género con que nos construimos, que después nos negamos a seguir aceptando por
habernos sido tan arbitrariamente asignados desde pequeñas.
Pero, ¿qué tiene
que ver la niñez y la adolescencia con el feminicidio? Desde el año 2000 las
cifras de muertes violentas de mujeres no han dejado de crecer en Guatemala. El
pico máximo se puso de manifiesto en 2004 con la muerte de 527 mujeres. El
Instituto Nacional de Estadística (INE) da cuenta que en 2000-2004 el total de
mujeres asesinadas fue de 1,501. Al incluir los primeros cinco meses del 2005,
el Grupo Guatemalteco de Mujeres (GGM) reporta que las víctimas suman ya los
1,882 casos.
Establecer los
móviles que estuvieron detrás es complicado, ya que al menos el 40% de los
casos han sido archivados y no llegaron a ser objeto de investigación. Y así,
los indicadores siguen siendo descriptivos. De acuerdo con el INE, en 2002 el
27.6% de las víctimas registradas fueron niñas y adolescentes menores de 18
años y el 42.6% tenía menos de 29 años de edad. Un año más tarde, el 23.2% de
las muertes correspondieron a mujeres menores de 18 años y el 33.7% a mujeres
de menos de 30. De acuerdo a la Procuraduría de Derechos Humanos, en 2003 el
56.9% de las muertas con violencia fueron niñas, adolescentes y jóvenes menores
de 30 años.
De acuerdo con el
informe de 2004 Situación de la niñez en Guatemala, de la Oficina de Derechos
Humanos del Arzobispado (ODHAG), las fuentes hemerográficas registraron 108
muertes violentas de mujeres menores en 2002 y llegaron a 256 en 2004. La
Policía Nacional Civil (PNC) reportó un total de 1,400 asesinatos de menores en
sólo tres años a nivel nacional. El Organismo Judicial dio cuenta de 862
homicidios de menores en dos años sólo en el departamento de Guatemala.
CADA VEZ MÁS
EXPECTATIVAS Y CADA VEZ MENOS OPORTUNIDADES
Está claro que los
registros de las distintas fuentes se intersectan y que la realidad que estamos
experimentando es tan dura como compleja. ¿Quizá, de formas menos visibles,
también la niñez y la juventud estarán siendo abatidas por la irresponsabilidad
del Estado y una alta “tolerancia” social ante niveles tan indiscriminados de
violencia? ¿Podrían estas muertes violentas de menores entrar en lo que podemos
definir como feminicidio? ¿Existen relaciones de poder entre los géneros o
intra-género que las podrían estar “justificando”? ¿Contamos con las evidencias
suficientes para descartar esa posibilidad?
El patriarcado,
como una forma de ejercer el poder y de someter simbólica, física y
materialmente a las mujeres para garantizar su reproducción, no podría
restringir su dominio sólo a esa “otra” biológicamente diferente y
generacionalmente semejante. Para poder seguir existiendo el poder patriarcal
busca incansablemente controlar y gobernar las energías, los tiempos, los
espacios, los significados y las maneras permitidas del ser de las mujeres.
También el de las niñas y el de las adolescentes y también el de los hombres de
las nuevas generaciones.
Aún no contamos
con suficientes investigaciones sobre el feminicidio en Guatemala, pero los
distintos informes hasta ahora trabajados coinciden en que la mayoría de
víctimas son mujeres jóvenes, que provienen de las clases populares, cada vez
más empobrecidas. De los barrios, colonias y asentamientos de una ciudad, en la
que mientras las expectativas y los espacios imaginarios tienden cada vez más,
a expandirse, los espacios de vida y de seguridad se han restringido hasta
llegar en muchos casos a desaparecer, como señala la historiadora Deborah
Levenson.
Diferentes
trabajos muestran que sin que la problemática haya dejado de afectar a las
áreas rurales, su expresión más aguda se pone de manifiesto en las zonas
urbanas, mal denominadas “rojas”; y que la versión más fácil de asumir, simple
y hasta funcional a múltiples intereses, es la que pasa por atribuirle una
mayor carga de responsabilidad a una juventud sistémicamente “restringida”, que
nace fuertemente condicionada y a la que se le ha ido “criminalizando” cada vez
más -como acción, no únicamente como reacción ni representación- a través de
maras y pandillas.
Quizá la juventud
tenga tanto que ver con nosotras, como nos atrevamos a pensar, corriendo el
riesgo que posibilite el encuentro de lo común y lo diferente de nuestras
identidades. Tanto como queramos unificar criterios y evitar la fragmentación
de nuestros esfuerzos. Tanto como nos decidamos a tomar distancia de la
estigmatización, criminalización y represión con que se está marcando a las
nuevas generaciones.
¿UN PROBLEMA SÓLO
DE LAS MUJERES?
¿Es el feminicidio
un asunto sólo de las mujeres? Es increíble, pero a veces así lo pareciera. Lo
parece cuando las instituciones consideran la violencia sexual ejercida contra
las mujeres como un exceso normalizado del delito de homicidio. Cuando su cuerpo
es cosificado por el sistema de justicia al permanecer la alternativa de la
indemnización económica a las sobrevivientes de delitos sexuales como una
medida sustitutiva de la persecución penal. Cuando esta indemnización se
equipara con la reparación propia de otros delitos “menores”. Cuando los
delitos de violencia sexual no son considerados por el Código Penal como de
interés público y continúan siendo entendidos como propios de la esfera privada
o no llegan a ser social ni jurídicamente definidos como una fuente de amenaza
de la convivencia ni de la seguridad ciudadana.
El feminicidio
pareciera ser un problema de las mujeres cuando el Poder Legislativo continúa
impunemente sin dar respuesta a las demandas de las organizaciones feministas
por tipificar el delito de la violencia intrafamiliar y el acoso sexual, o
cuando las postergadas reformas al Código Penal -que incluyen la desaparición
de figuras jurídicas como el rapto propio o impropio- continúan legitimando
desde el Estado la violación de los derechos humanos de las mujeres. Esta
posición sistemática del Estado para mantener la “permisividad” en el carácter
de la justicia asociada a la violencia física y sexual encuentran suficiente
apoyo en la racionalidad económica y política vinculada al auge de la
mercantilización de los cuerpos de las mujeres, niñas, niños y adolescentes, y
en el cada vez más acelerado incremento de las ganancias de la industria
pornográfica y el turismo sexual Norte-Sur.
LOS LIDERAZGOS
MASCULINOS DEL MOVIMIENTO SOCIAL NO LAS ACOMPAÑAN
Pareciera también
el feminicidio un problema que sólo incumbe a las mujeres cuando siguen siendo
las expresiones de mujeres organizadas, como la Red de la No-Violencia contra
las Mujeres, la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas, Tierra Viva o el
Sector de Mujeres, entre muchas otras, las que después de tantos años continúan
realizando esfuerzos para construir convergencias con el movimiento de la niñez
y la juventud y no terminan de verse ni sentirse acompañadas por otras
expresiones del movimiento social en su conjunto.
La falta de
apropiación de las demandas de las mujeres por el movimiento sindical,
campesino, indígena o de derechos humanos no sólo refleja cómo los liderazgos
masculinos que caracterizan a estos grupos aún no han avanzado en su nivel de
conciencia mucho más allá de lo que la gestión desarrollista de recursos
vinculada a la denominada “perspectiva de género” exige, sino que han pasado
por alto que la transformación de la sociedad guatemalteca no será posible sin
dar pasos contundentes para resquebrajar los múltiples y polifacéticos nodos
que fundamentan las jerarquías del orden patriarcal.
Cuando el
feminicidio es entendido como un problema de las mujeres se alimentan los
argumentos que son utilizados para minimizar y deslegitimar sus luchas.
EL MISMO CRIMEN,
DIVERSAS REALIDADES
¿De cuál
feminicidio hablamos? Con unos veinte años desde que el término generocidio
fuera acuñado por Anne Warren, en Guatemala es reciente una socialización más
amplia de la discusión relacionada con la pertinencia o no del término
femicidio o feminicidio.
Resulta necesario
recuperar el significado del “generocidio” y considerar la importancia que ha
tenido evitar la neutralidad de género. ¿Exterminio de personas a partir de su
sexo? ¿Muerte por razones de género? ¿Asesinato por odio a las mujeres hecho
por hombres? ¿Homicidio de mujeres como una forma extrema de la violencia
contra las mujeres?
Ha sido preciso
explicitar la diversidad de realidades en las que estos crímenes pueden darse
para incluir categorías como las del “feminicidio íntimo” y “no íntimo”
desarrolladas a partir del tipo de relación entre la víctima y el victimario;
las de “feminicidio accidental” o “por conexión” -asociada a la defensa de
alguien más-, haciendo alusión a la pluralidad de circunstancias bajo las que
las muertes pueden darse. O las de un feminicidio en el que la violencia sexual
puede o no estar presente, como un indicador asociado al tipo de relaciones de
poder que intervienen. Todas estas caracterizaciones han sido avances
fundamentales, abriendo el camino para una serie de consideraciones aún por
desarrollar.
Sin lugar a dudas
la diferenciación entre genocidio y la realización de actos genocidas
establecida dentro del marco jurídico internacional puede aportamos elementos
importantes. La concepción de un feminicidio que no se restrinja a la
eliminación física de las mujeres; el reconocimiento de la existencia de una
diversidad de preferencias sexuales que tensan el poder del patriarcado y no se
limitan a la dicotomía biológica de los sexos en su papel de víctima ni de
victimario; el significado de las formas explícitas de la misoginia, en tanto
que manifestaciones inconscientes de una subjetividad colectiva que inferioriza
a las mujeres pueden ser igualmente contundentes. Y como Martín-Baró señala, es
necesario considerar también el carácter terminal, pero también instrumental
que el ejercicio de la violencia puede llegar a tener de acuerdo a las
circunstancia del contexto que lo hace posible.
CIFRAS EUROPEAS, LATINOAMERICANAS,
CENTROAMERICANAS
En el año 2003, el
Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia publicó datos del año 2000
sobre la incidencia del “femicidio” en Europa. El informe mostró cómo países
como Alemania, Rumania, el Reino Unido, Polonia, España e Italia encabezan la
lista con el mayor número de homicidios contra mujeres, con cantidades que van
de las 437 a las 186 víctimas anuales. La prevalencia de asesinatos por cada
millón de mujeres reposiciona en la lista a países como Estonia, Rumania,
Suiza, Finlandia e Islandia, que oscilan entre las 47 y las 14 muertes
violentas. Así, el feminicidio o femicidio no es ajeno al mundo y ha sido
constatado en diversas sociedades.
Desde una
perspectiva latinoamericana analizada por la CIDH, la revista Gobernanza da
cuenta que, tras Guatemala, con una tasa de 69.98 crímenes por cada 100 mil
habitantes, continuaba Colombia con 65, Venezuela con 33, Brasil con 25 y
México con 12.5.
Junto a las altas
tasas de prevalencia, es importante notar que no se cuenta con suficiente
información para plantear un aumento en el número de muertes violentas sin
descartar el papel que juegan las variaciones debidas a la calidad de los
registros, que en períodos tan cortos de tiempo tampoco son un factor
suficiente para justificar las brechas que, por ejemplo en España, se están
observando. A nivel centroamericano, mientras en el año 2000 se reportaron en
Honduras 21 casos, en el 2002 el número había aumentado a 70. En Guatemala, las
cifras han crecido de acuerdo al INE en un 112% entre 2000 y 2004.
¿COINCIDEN
NUESTRAS REALIDADES?
Teniendo en común
una serie de desafíos a enfrentar, pareciera también necesario preguntarnos:
¿En qué medida nuestras realidades son coincidentes? ¿Hasta qué punto la razón
patriarcal que se comparte encuentra los mismos canales para expresar su
dominio y manifestarse? ¿Cuáles son esas facetas visibles y visibilizadas,
también ocultas y oscurecidas, del feminicidio en Guatemala?
Retomando de nuevo
el caso de España, las fuentes suelen reportar como femicidios los asesinatos
ocurridos en “el ámbito de pareja (actual o anterior)”. Allá, la casi totalidad
de las víctimas estaban comprendidas entre los 21 y los 40 años de edad.
De acuerdo con un
estudio realizado por Ana Carcedo y Monserrat Sagot, abarcando la década de los
90 en Costa Rica, murieron un promedio de 31 mujeres por año y el 61% de los
casos se dio en el seno de las relaciones de pareja. En El Salvador, de las 134
mujeres asesinadas en 2000-2001 según CEMUJER -citado por Isis Internacional-
el 98.3% murieron en el marco de las relaciones de pareja. Un estudio realizado
por PROFAMILIA en la República Dominicana muestra la misma tendencia: la mayor
proporción de víctimas murió en el marco de las relaciones de poder
establecidas con sus parejas o ex-parejas, y resultó asesinada, sobre todo, con
arma blanca y sin señales de tortura. Los agresores tenían en su mayoría
antecedentes judiciales previos, estaban en buena medida desempleados y
cometieron suicidio luego de matar a sus víctimas.
GUATEMALA:
INEFICACIA, IMPUNIDAD Y MUCHAS PREGUNTAS PENDIENTES
En el caso de
Guatemala, la falta de responsabilidad estatal para asumir la investigación y
la persecución penal de los responsables no nos permite llegar todavía a
conclusiones. De acuerdo con Claudia Paz, del ICCPG, de los 527 casos
registrados por la PNC en el 2004, únicamente dos fueron llevados a debate por
el Ministerio Público, lo que pone en evidencia el alto grado de inefectividad
del sistema de justicia y la impunidad prevaleciente. Existen también serios
problemas para definir una tipología coherente, capaz de dar verdadera cuenta a
nivel institucional de los móviles de los homicidios. La alta incompatibilidad
entre las instituciones que existen, construidas por diferentes instancias del
Estado, sólo suma dificultades para llegar a comprender mejor esta
problemática.
Un ejemplo claro
se encuentra en la referencia del informe Homicidios de mujeres 2003-2004 del
Servicio de Investigación Criminal de la PNC para la ciudad capital. En él se
indica que, de acuerdo al análisis de los casos de los que tuvo conocimiento,
un 21% corresponde a homicidios cuyo origen proviene de los problemas entre
maras y otro 21% a problemas personales, un 17% corresponde a homicidios por
problemas pasionales, 10% cuyo móvil es el robo, un 9% se deriva de problemas
del narcotráfico, un 5% por violación, un 4% se debe a balas perdidas, el
restante 13% comprende a suicidios, robo de vehículos, violencia intrafamiliar
y móvil ignorado. En una investigación especial sobre la muerte violenta de
mujeres realizada en el 2003, la Procuraduría de Derechos Humanos clasificó los
casos como: muertes por delincuencia, por mara, con características
extrajudiciales o de “limpieza social”, con características sicópatas, con
características maníacas -en las que hubo abuso y/o violación sexual- y muerte
por negligencia o accidente.
En otros países de
la región, ¿cómo se llegó a establecer la caracterización y los móviles del
feminicidio? Resulta innegable que en Guatemala precisar los términos y las
categorías, y sobre todo los marcos de interpretación necesarios para
comprender requerirá de un esfuerzo decidido para asumir desde nuestras
particularidades históricas, económicas y sociopolíticas la compleja manera en
que estos delitos contra la vida están ocurriendo.
¿Opera igual el
patriarcado en el caso de las muertes violentas de mujeres en el contexto de
relaciones de pareja, que en el de la territorialidad asumida por las
pandillas? ¿Se expresará de la misma manera en el control del espacio que el
narcotráfico y el crimen organizado necesitan mantener para garantizar sus
ganancias, que en la mal llamada “limpieza social”? ¿Trabaja bajo las mismas
lógicas cuando se crean las condiciones para desmovilizar y paralizar cualquier
posibilidad de protesta social, que cuando se refleja de manera sistémica en
las reacciones socioculturales de la vida cotidiana? ¿Se alimenta de los mismos
esquemas y mecanismos cuando expresa la frustración de una fuerza laboral
masculina progresivamente marginalizada, que cuando revela el aprendizaje
social del ejercicio de la violencia por parte de las nuevas generaciones?
¿Cómo y quiénes operan con una lógica patriarcal cuando la violencia política
busca invisibilizarse o cuando se ponen al descubierto las prácticas de sujetos
entrenados durante años para el exterminio?
¿LAS MARAS O EL
CRIMEN ORGANIZADO?
Antes en los
barrios se escuchaba de la muerte de mujeres por sus maridos o por la violencia
delincuencial, pero no de la manera en que se habla ahora. Desde el sentir,
pensar y acompañar a jóvenes y adolescentes de los barrios y colonias, y como
protagonista de múltiples intentos de cambio desde hace muchos años, José hace
así una de las lecturas más frecuentes de un problema que desde que recuerda
estuvo ahí. Sólo un momento después nos hace ver que de eso no hablaban los
periódicos.
¿Qué ha cambiado?
¿Por qué hoy son más estas muertes? ¿Por qué ellas? ¿Por qué con tanta saña?
Éstas, entre otras, son algunas de las preguntas que nos deja sin responder uno
de los informes más valiosos realizados hasta la fecha con relación al
feminicidio en Guatemala. En el trabajo, realizado por Myra Muralles y Violeta
Lacayo en el 2005 para la bancada parlamentaria de la Unidad Revolucionaria
Nacional Guatemalteca (URNG), se analiza una diversidad de actores, intereses,
lógicas y posiciones desde los que se puede estar dando la muerte violenta de
mujeres.
El informe da
cuenta de cómo mientras la Policía Nacional enfatiza la responsabilidad de las
maras y pandillas juveniles, tal y como se puede constatar en la prensa
escrita, el Procurador Sergio Morales considera más bien la hipótesis de que
los asesinatos respondan a una cuidadosa planificación propia más de las
estructuras y modos de accionar del narcotráfico y el crimen organizado que de
las maras juveniles. Esto coincidiría con los análisis realizados para otros
contextos con relación a la violencia, en los que se destaca el papel que
juegan el crimen organizado, el narcotráfico y el tráfico de armas en el
control de cada vez más parcelas del territorio urbano y en el aumento de las
acciones violentas.
Desde la PDH se
enfatiza la importancia de llegar a desarticular los cuerpos ilegales y
aparatos clandestinos de seguridad que se han incrustado también en el Estado.
Es aquí donde comienza a marcarse una de las fronteras entre las
responsabilidades materiales e intelectuales de los delitos, ya que mientras
puede reconocerse -a partir de la descripción de los hechos- que las maras
participan en la ejecución de una serie de asesinatos, no siempre responden
éstos a sus lógicas internas, llegando a funcionar muchas veces de manera
articulada, pero también instrumental con relación a otros actores e intereses.
LA SEGURIDAD
NACIONAL Y LA PRIVATIZACIÓN DE LA SEGURIDAD
De acuerdo a la
Red de la No-Violencia contra las Mujeres, la violencia de las pandillas está
asociada a la pertenencia de algún miembro de la familia a sus estructuras a
través de diferentes lógicas: de la venganza, del ajuste de cuentas o del
establecimiento de nuevos grados de poder entre los distintos grupos. También puede
deberse esta violencia a las relaciones de pareja o de ex-pareja que las y los
jóvenes establecen. Otras fuentes han reportado la muerte de mujeres por haber
sido testigas de determinados delitos y aún no haber aprendido a callar para
poder sobrevivir.
Pero cada uno de
estos mecanismos no son exclusivos de las maras. Ni siquiera la famosa
“territorialización” de los espacios. Y también hay que considerar en el
análisis del aumento acelerado de la violencia el hecho, no poco trascendente,
que desde mediados de los años 90 las maras “locales” fueran progresivamente
desplazadas por las “maras transnacionales”, como lo ha registrado Gabriela
Escobar.
Mientras que la
presencia de maras data de varias décadas atrás, el Ministerio de Gobernación
ha llegado a calificarlas recientemente como un problema de “seguridad
nacional”. Esto, junto a su expansión regional, al énfasis que el gobierno
norteamericano ha puesto sobre su “control”, y a la realización de una serie de
eventos -como la reciente Conferencia de las Fuerzas Armadas Centroamericanas
en la que los desastres, el mantenimiento de la paz y el terrorismo sientan las
supuestas bases para la conformación de una fuerza militar para el istmo- van
justificando socialmente las medidas de militarización de la región.
Pero las tesis
sobre la desestabilización del “Estado de derecho”, la creación de un clima de
inseguridad y hasta de terror en la ciudadanía, pasa también por múltiples
intereses. Uno de ellos -la privatización de la seguridad- ha sido visibilizado
por la misión de la ONU en Guatemala (MINUGUA) y por la URNG. Las empresas de
seguridad privada, con mayor cantidad de equipo y armamento, un número más
elevado de agentes y una mayor capacidad para controlar la información en
diversas zonas del país que la PNC, generan una gran cantidad de ganancias a
sus propietarios, los que en buena medida son ex-militares, ex-policías o
empresarios de origen israelí. Aunque en buena parte de los casos operan de
manera ilegal, estas empresas llegaron a triplicarse en número entre 1996 y el
año 2001.
EL MIEDO, LA
INSEGURIDAD Y EL AMARILLISMO
De esta industria
del miedo, la inseguridad y el amarillismo han participado también los medios
de comunicación. Sin duda, las cifras del feminicidio han aumentado en el país
y también el grado de la violencia ejercida. Distintos informes registran que
en un 20-25% de los casos hubo señales de tortura, mutilación, estrangulamiento
u otras formas de violencia extrema. El informe de la URNG señala que en un 28%
de los casos se dio la violencia sexual.
En medio de la
diversidad de intereses y de actores, la prensa nacional e internacional suele
muchas veces recurrir a las versiones más descriptivas, generalizándolas de
manera cotidiana. Esta generación del miedo y del temor a través de distintas
fuentes, va condicionando una conducta de inhibición y de desmovilización de
las acciones comunitarias, va restringiendo cada vez más los espacios de
encuentro de lo colectivo. En sintonía con esto, Muralles y Lacayo destacan la
posibilidad de que ante el empobrecimiento y falta de perspectivas
socioeconómicas para las clases populares, sin que los organismos de seguridad
se desgasten, el sistema fomenta y permite mecanismos de autoeliminación de la
población a la cual considera desechable y potencial gestora de reacciones o
movimientos sociales de protesta.
Desde una lectura
de los costos y de la magnitud de la violencia, uno de los centros de
investigación guatemaltecos de corte neoliberal bajo el auspicio del Banco
Mundial constataba en 2002 que la pobreza era una condición insuficiente para
explicar la generación de la violencia. Y apuntaba a esta pista: Más que
observarse que individuos pobres ataquen a otros que cuentan con un mayor nivel
socioeconómico, lo que puede observarse son jóvenes de escasos recursos
“matándose entre sí”.
¿DÓNDE ESTÁN LOS
QUE MATARON?
Otra aproximación
nos la da nuestra realidad nacional. Para una sociedad como la guatemalteca, la
postguerra no es solamente un discurso ni los actores que a distintos niveles
perpetraron las acciones genocidas más sangrientas en contra de la población
han desaparecido. Se han transformado, han adquirido nuevos intereses y ocupado
otras posiciones. Y la falta de justicia penal que desde el Estado se deja
impunemente de aplicar va configurando en el imaginario social la idea de que
“lo que fue es posible”, delineando pausadamente nuevas rutas para su
reproducción. ¿Dónde están, qué hacen y en qué trabajan tantos hombres
entrenados para ejercer la violencia extrema? Una reciente tesis sobre
enfrentamientos y violencia juveniles en la ciudad de Guatemala ha comenzado ya
a dar cuenta de dónde han estado y de cómo han aprendido sus hijos…
La PDH también ha
denunciado ante el Ministerio Público la participación de 23 agentes de la PNC
como sospechosos de participar en los crímenes contra mujeres. La intensa
violencia sexual ejercida en las Comisarías de la PNC contra las mujeres
detenidas, y las prácticas de tortura realizadas por el Servicio de
Investigación Criminal denunciadas recientemente en un estudio sin publicar del
ICCPG, muestran cómo las fuerzas de seguridad del Estado no han logrado aún
reconvertirse y son también responsables que necesitan ser investigados y
enjuiciados.
Entre tanto, la
violencia delincuencial ni la violencia conyugal han sido ni son “noticia”. De
ahí, que a pesar de que tanto la PNC como la PDH les atribuyen un peso
significativo, sus lógicas son menos visibilizadas, se normalizan, y ocupan
menores esfuerzos de análisis, cuando muchas veces requieren de procesos más
prolongados y elaborados para llegar a comprender las múltiples dimensiones de
su significado, más allá de la expresión visceral de un odio misógino. En las
intervenciones comunitarias, la constatación de este tipo de crímenes y su
denuncia representan un riesgo elevado.
¿ESTÁ LA “HOMBRÍA”
EN CRISIS?
Desde este tipo de
lecturas, Manuela Camus sugiere revisar las contradicciones generadas por los
cambios en la configuración de la familia y en la representación simbólica de
sus miembros frente a las presiones que el modelo de sociedad existente y el
discurso que se propone producen sobre los sujetos. Plantea revisar los
recursos con los que mujeres y hombres cuentan para enfrentar las
transformaciones del modelo de mujer, madre, esposa y servidora y hombre trabajador
y servido en los contextos de precariedad económica y violencia social que
actualmente prevalecen.
También plantea
explorar la manera en que la frustración masculina y “la hombría” podrían
estarse viviendo ante la generación de ingresos autónomos por parte de las
mujeres, a la vez que se refuerza su sobreexplotación.
¿Cómo la violencia
podría estar garantizando el control de la mano de obra gratuita en los
espacios domésticos y productivos? ¿Cómo la violencia garantizaría los
beneficios producidos por el trabajo asalariado o informal de las mujeres? Son
también preguntas que necesitamos respondernos. En 2004 ya Clara Jusidman
señalaba cómo la expulsión de las mujeres pobres hacia un mercado laboral que
les ofrece mayores grados de libertad, pero agudiza su tensión y sufrimiento,
se ve acompañada de la falta de co-responsabilidad en las tareas del hogar por
parte de los hombres. Esto tiene consecuencias intergeneracionales que deben
ser analizadas para mejor comprender el auge de la violencia.
SI NO HACEMOS
ALGO...
El incalculable
valor de sus ausencias, duelos y vidas no realizadas merecen todos nuestros
esfuerzos de análisis y de acción. Identificar a los responsables es sin duda
uno de los más certeros esfuerzos. Y hoy cuando estamos aprendiendo tanto de
sus muertes. ¿qué sabemos de sus vidas?
Esta pregunta me
acompañó durante un trabajo de investigación de dos meses, acercándome a cómo
las jóvenes y los jóvenes de áreas urbanas marginalizadas, víctimas potenciales
y cotidianas, experimentan y viven la cristalización de tantas formas de
violencia. Sentí un unísono que terminará ensordeciéndonos si no hacemos algo.
Los resultados de
cerca de diez entrevistas y nueve grupos focales sobre la vida cotidiana de
jóvenes y adolescentes, sus voces y deseos de expresar, pero también de callar,
son parte de un segundo momento de esta reflexión. Continuaremos.
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