Maria Lopez Vigil: Las madres ante el abuso sexual de sus hijas
© María López
Vigil, Envío
¿Qué papel juegan
las madres, cuál les toca jugar, cuando sus hijas son víctimas del abuso sexual
de padres, padrastros o familiares cercanos? Abundan los prejuicios y escasean
las reflexiones. Porque el incesto sigue siendo el secreto mejor guardado en
nuestras sociedades. Compartimos algunas pistas para un camino en el que aún
todos tenemos mucho que aprender.
En junio de 2001
los medios de comunicación nicaragüenses se hicieron eco del caso -uno entre
muchísimos- de una niña embarazada tras una violación. Gema, de 11 años,
violada por un extraño, y probablemente también por su padrastro, dio a luz,
tras una cesárea, a una niñita, Abigail de los Ángeles. Una estudiante de
periodismo dedicó a este caso tan sonado su trabajo de fin de carrera. En las
entrevistas con Gema, ya amamantando a la bebé en su miserable vivienda, la
niña aceptaba “tranquila” y “alegre” su inesperada maternidad.
El trabajo de
investigación incluyó un grupo focal con niños trabajadores para que valoraran
el caso: cuatro varones y dos mujeres, de 11 a 14 años. Todos fueron unánimes
en responsabilizar a la mamá de Gema por lo ocurrido. “Nosotros no debemos
pagar por las injusticias de nuestras madres”, dijo un varón de 13 años. Una
muchacha de 14 opinó que por no atender a su hija, como era “su deber”, la mamá
era la culpable. Un niño de 11 años consideró que “si la madre le hubiese
puesto atención, ella no hubiera salido embarazada”. Otra, de 14, señaló sin dudar
a la madre por cambiar de casa y de pareja: “La mamá tuvo la culpa porque nunca
estuvo pendiente de lo que le pasaba”.
A tan temprana
edad, Gema y sus coleguitas de edad y de vida difícil repiten ya lo aprendido
de sus mayores: sea cual sea el origen del embarazo, ser madre es una
“alegría”. Y cuando las niñas son abusadas sexualmente, las madres son “las
culpables”.
CREENCIAS, IDEAS,
MITOS, PREJUICIOS
Como les sucede a
todas las especies, nuestra primordial tarea biológica en este mundo repleto de
tantas otras especies vivientes es sencilla: reproducirnos. Tener hijos, dejar
descendencia. Trascendernos. En esta tarea, las mujeres invierten muchísima más
energía vital que los varones. En instantes un varón engendra un hijo. Una
mujer debe dedicar todos los órganos de su cuerpo durante nueve meses completos
para tejer dentro de ella a ese hijo. Este notorio desbalance de esfuerzos no
se puede alterar ni siquiera con la clonación. La cultura, que tantas cosas
altera y que cambia en el tiempo y según las geografías, ha ido edificando,
desde hace milenios, sobre esta desigualdad biológica inamovible, una fenomenal
desigualdad de poder en beneficio de los hombres. Se expresa en mitos y
prejuicios.
El mito de la
madre ideal es una de esas construcciones culturales. Partiendo de él se
hiper-responsabiliza a las mujeres y se des-responsabiliza a los hombres. Y a
la sociedad. Pero, ¿desde cuando existe este mito? ¿Y podríamos superarlo? La
antropóloga feminista mexicana Marcela Lagarde tiene una excelente fórmula para
enfrentarlo: ella propone maternizar a la sociedad y desmaternizar a las
mujeres, desestructurar a las mujeres como seres-para-los-otros, como los entes
maternos, y socializar los cuidados que ellas prodigan.
La maternidad como
destino natural de la mujer, su único sueño a cumplir, es otro mito poderoso.
Pero, ¿es ése aún el “destino” de las mujeres en el siglo XXI, cuando la
humanidad ya conoce y emplea con naturalidad los métodos de control natal? La
idea de que una mujer no lo es plenamente si no tiene hijos es otro mito. Pero,
¿realmente elige la mujer tenerlos o es sólo un espejismo social el que la
conduce hacia allí? ¿Y es igual esa presión cuando la mujer es pobre que cuando
es rica? También circula el mito de la mala mujer y el de la mala madre. Pero,
¿con cuáles características se es buena o se es mala en cada época?
Está también
arraigado el mito del instinto maternal, del que derivarían no sólo las
hormonas que el embarazo y el parto activan, sino también las virtudes morales
que requiere la crianza: la ternura, la paciencia y la capacidad de cuido que
todas las mujeres tendrían y de las que los hombres carecerían. ¿Y no hay
mujeres que carecen de esos sentimientos? ¿Y no hay hombres que los tienen? ¿No
existe también el instinto paternal? ¿Y cómo se cultiva?
Biología y
cultura: ¿qué pesa más, en qué tiempos pesó más, cuál es el balance, puede
haber ese balance? Mientras lo vamos descubriendo, no podemos negar el
compendio de creencias, enseñadas y aprendidas, en torno a La Madre. Desde hace
años, las feministas vienen poniendo el paquete de todas estas creencias sobre
la mesa de los debates teóricos, buscando cómo quitarles la pátina de cultura
que tienen adheridas. Los vertiginosos avances de la biología, la genética y la
neurociencia están aportando importantísimos datos para desentrañar más
profundamente el origen, la validez o la caducidad de estas creencias. No para
rebatir a las feministas -a aquellas que todo se lo achacan a la cultura-, sino
para enriquecer sus argumentos y para que, como humanidad, complejicemos más y
más estos asuntos.
CAPACES DE
EMBARAZARSE Y DE PARIR, ¿CAPACES DE SER MADRES?
“¿A dónde la
llevo, madre?”, pregunta un taxista a la clienta que recoge en la esquina. “No,
madre, así está el precio”, responde don Chemita en su tramo del mercado a la
mujer que le alega por lo caro que vende hoy el pescado. Sucede a diario en
Nicaragua. Cualquier hombre se dirige naturalmente a cualquier mujer, de la que
no conoce absolutamente nada, con el apelativo de “madre”. Para todo hombre,
toda mujer es madre. Debe serlo. Para eso está en este mundo. En Nicaragua no
hay que ser una mujer hecha y derecha para ser madre. Con alarmante frecuencia
se es madre antes de tiempo. “Ser madre no es juego de niñas”, advierten las
feministas en Costa Rica cuando luchan por legalizar el aborto si se trata de
embarazos forzados. En Centroamérica no resuena aún tan sugerente consigna de
lucha.
Nicaragua ostenta
actualmente el récord continental en embarazos de niñas y adolescentes. Casi una
tercera parte de los niños y niñas que nacen en Nicaragua nacen de niñas de
entre 11-15 años. Biológicamente, estas niñas pueden quedar embarazadas. Pero,
¿es lo mismo poder quedar embarazadas y ser capaces de parir que tener la
capacidad de ser madres?
La presión social,
el “paquete de creencias” con el que han crecido, lleva a muchas de estas
adolescentes a una convicción revelada repetidamente en una investigación hecha
hace unos años en Nicaragua por el Fondo de Naciones Unidas para la Población.
¿Qué más podía hacer yo que tener un hijo? se titulaba la investigación,
reflejando así la motivación más personal de estos embarazos. Sin oportunidades
de estudio, de empleo, de realización personal, y viviendo en casas sin afecto
y con el aburrido y excesivo trabajo que representan los “oficios”, muchas
niñas aprenden muy pronto que sólo empezarán a ser alguien cuando tengan un
hijo, que su estatus de adultas merecedoras de algún respeto y reconocimiento
social depende de que sean madres. Por eso se van con el primero que les “hace
ojitos”, se fugan de la casa, aceptan cualquier propuesta... Después,
enseguida, viene el embarazo.
Más allá de mitos,
ideales o expectativas culturales, ser madre supone, ante todo, una
responsabilidad. Como ser padre. Es hacerse responsable de criaturas que vienen
al mundo necesitadas, para crecer, desarrollarse y ser independientes, de que
las eduquen jugando y las preparen para sobrevivir dándoles cuidados y cariño,
estímulos y palabras, respuestas y preguntas. ¿Una niña de doce años, de trece
años, es capaz de asumir estas responsabilidades? ¿Hoy y en Nicaragua? En las
estructuras comunitarias y familiares de tiempos pasados, tal vez. Pero ¿hoy y
aquí?
Quienes afirman
que sí es capaz y que el instinto maternal se desarrollará en ellas a la par de
las hormonas, pretenden ignorar, por ejemplo, datos tan alarmantes como éste:
en el primer semestre del año 2004, y según el Ministerio de la Familia, fueron
abandonados en hospitales, lugares públicos y templos 175 niños y niñas muy
pequeños, sospechando las autoridades del Ministerio que se trataba de niños
nacidos mayoritariamente de niñas-madres. Casi uno diariamente. ¿Cómo
explicarlo? Los embarazos forzados -por la violación- y los embarazos antes de
tiempo -por la desesperación- generan hijos no deseados y causan, sumados a mil
y una dificultades económicas, niños abandonados. Es una cadena. Es la realidad
imponiéndose sobre cualquier mito del instinto maternal. Aunque estos problemas
sociales no aparecen en ningún programa electoral ni en ningún debate político,
¿quién puede dudar que cada uno de los pesados eslabones de esta cadena frena
el desarrollo de nuestros países, tiene que ver con su futuro e influye en las
posibilidades que tienen o no nuestros países de encontrar su lugar en el
mundo?
UNA GRAN CARGA
BIOLÓGICA Y UNA MÁS PESADA CARGA
CULTURAL
¿Hay límites para
la responsabilidad maternal? En nuestra cultura no parece haberlos. Ser madre
es ser incondicional de los hijos, sacrificarse por ellos, priorizarlos,
entregarles todo: tiempo, gustos, esfuerzos, dinero. Es sufrir por ellos en
perpetua abnegación, vivir para ellos, hacer de ellos el centro de la vida y
esperar de ellos todas las alegrías y recompensas. Hallar en ellos el entero
sentido vital. Es tan central esta cédula de identidad que las mujeres se
convierten además de madres de sus hijos y de sus hijas en madres de sus
esposos, madres de sus hermanos, madres de sus alumnos… Madres universales,
madres en cualquiera de sus relaciones humanas.
Las madres
renuncian a su propia vida y descuidan sus propias necesidades, incluso y a
menudo su salud. Las estadísticas nacionales reflejan este “descuido” de las
mujeres-madres que no se chequean, que aguantan dolor sin ir al médico, que no
se atienden a tiempo, que lo dejan para mañana cuando ya no hay remedio.
Naturalmente, la pobreza instalada en la mayoría de nuestros hogares alimenta
esta tendencia al “descuido”. Cuando se vive sólo sobreviviendo hay que estar
priorizando cada día quién come, quién se cura, quién sale adelante…Las
mujeres-madres priorizan siempre a sus hijos. Con frecuencia, a sus hijos
varones. Con lo que, sin querer, sin saber, siembran en ellos semillas
envenenadas: las que germinan cuando son adultos en la idea de que tienen
derechos adquiridos por su sexo, que son superiores y valen más que sus
hermanas, que sus madres... que las mujeres. ¿Cuántas veces el machismo no
comienza con la M de Mamá?
La carga biológica
de la maternidad pesa mucho. La gravidez lastra todo el cuerpo femenino. La
carga cultural es aún mayor. La agrava la cultura machista, caracterizada en
los hombres por la irresponsabilidad, por la práctica del sexo sin afecto, por
el control de la sexualidad de las mujeres con todo tipo de abusos y
agresividad y por la tendencia masculina a tener muchas parejas y a tener
parejas más jóvenes y con menos poder que ellos. Esa cultura, que ha
desembocado en que la identidad femenina sea tener hijos, ha hecho de la identidad
masculina el que “se los tengan”.
Por comparación
con épocas pasadas, en el mundo entero y en la actualidad las mujeres tienen ya
menos hijos y viven bastante más tiempo. Y también por comparación, el tiempo
que dedican a criar a sus hijos ocupa menos horas en sus vidas diarias, porque
la escolarización está más extendida y porque muchos oficios del hogar los
facilitan hoy inventos que hace un siglo ni se soñaban. A pesar de todo esto,
la carga de ser madre sigue siendo muy grande. Porque es cultural. Es un yugo
que pesa sobre la conciencia, va en el corazón. Es una carga emocional. El
temor a ser una “mala madre” o a ser tachada de tal es el que más persigue,
como fantasma omnipresente, a todas las mujeres.
LAS MADRES ANTE EL
INCESTO: BUSCANDO UNA “HOJA DE RUTA”
Tras abrir apenas
el “paquete de creencias” que nuestra cultura mantiene y observar algunos de
sus mitos, queremos reflexionar, al menos preliminarmente, sobre uno de los
prejuicios derivado de la mitificación de la maternidad y de la hiper-responsabilidad
que la sociedad impone a las mujeres-madres. Se trata del perverso -y
pervertidor- prejuicio de que son las madres las culpables, las responsables,
del abuso sexual que sufren sus hijas, especialmente cuando el abusador es su
compañero, el padre o el padrastro. Cuando les toca enfrentarse en su propio
hogar al delito de incesto y al delincuente que lo comete.
Así lo pensaron
chavalos y chavalas en el caso de Gema. Así lo piensa una buena cantidad de
gente, hombres y mujeres, en Nicaragua, en Centroamérica. ¿Qué papel juega la
madre cuando su hija es abusada sexualmente entre las cuatro paredes de su
casa? Es ésta una situación dolorosa y delicada, a la que sólo muy
recientemente se le está prestando atención, con estudios, investigación y reflexión.
Todo aquí es muy reciente, apenas vamos tanteando en el camino para hallar
pistas. Según el sicólogo argentino Eduardo H. Cazabat, el movimiento feminista
por la liberación de la mujer que se desarrolló en los años 70 en Estados
Unidos llevó la atención a una realidad oculta por siglos: la de la violencia
doméstica y sexual contra las mujeres y los niños. Hasta ese momento, hablar de
la violencia sufrida por mujeres y niños en la “intimidad” de su hogar, sólo
conducía a mayor vergüenza, humillación y descreimiento.
Pero nunca llega
tarde quien llega, aun cuando la meta de llegada haya estado oculta durante
siglos. En Centroamérica, la preocupación comienza a extenderse y existen ya
algunos grupos para atender a niñas y jóvenes sobrevivientes de abuso sexual en
los hogares, grupos donde trabajan su reconstrucción en compañía de sus madres.
Hemos empezado a acumular experiencia. Para sintetizarla, busqué nuevamente
-como hice hace años- a la sicóloga Lorna Norori, quien durante 15 años ha
escuchado a centenares de niñas y muchachas sobrevivientes de incesto, y
también a sus madres. Intento trazar con ella una “hoja de ruta” que contribuya
a darnos perspectivas sobre esta realidad.
LA PRIMERA
REACCIÓN: NO LO CREO, NO PUEDO CREERLO
“La primera reacción
que tienen las madres -explica Lorna- tanto si posteriormente apoyan o no a sus
hijas, es de incredulidad. No lo creen. Y no porque traten de proteger al
abusador, sino porque le temen y fundamentalmente porque tratan de protegerse a
sí mismas. Es un mecanismo inconsciente de protección personal. En el primer
momento el dolor es tan inmenso que el inconsciente les avisa que cargarán con
ese dolor porque no saben cuánto tiempo y el mecanismo más sencillo, es
negarlo. Se niegan a asumir semejante hecho. Todas lo formulan así: ‘No es
cierto’.
Recuerdo un caso.
Cuando le pregunté a la abuela qué había sido lo primero que sintió al saber
que el esposo de su hija había abusado de su nieta, me contestó: ‘Mi hija y yo
empezamos a llorar y a gritar’. Le hice ver que ésa era una reacción posterior,
que recordara su primer sentimiento, ahí dentro de su corazón. Y me confesó:
‘Yo no lo creí, yo dije: esto no puede ser, y mi hija decía lo mismo, ella no
lo podía creer, y toda la familia, que se enteró al unísono, decía: no es
cierto, no podemos creerlo’.
‘No creer’ se
puede traducir también por ‘no sé qué hacer’. Las reacciones posteriores van
siendo diversas. Hay madres que terminarán creyéndolo y apoyarán a su hija, y
hay otras que nunca lo aceptarán, aun cuando lo estén viendo. Pero, sea cual
sea el origen de cómo se enteran, y sea cual sea su reacción posterior, todas
coinciden en esta primera reacción: no creen. Se puede decir que es una norma.
Es una resistencia generalizada, una resistencia al dolor.
La tendencia a la
negación de los hechos sucede independientemente de cómo le llegue a la madre
la información del abuso: si es la niña la que se lo dice o si lo sabe por
terceros. Sucede incluso cuando ella misma es la que descubre lo que pasa.
Atendí a una niña de nueve años abusada por su padre. Cuando la mamá llegó a la
casa, su esposo estaba abusando de su hija y ella lo vio con sus propios ojos.
Y al igual que todas las madres que conozco dijo: ‘No es cierto, no lo puedo
creer’. Y es que no podía creer lo que veía. Verlo, descubrirlo personalmente es
especialmente traumático, mucho más que si se entera por terceros. Pero el
hecho de verlo no impide que se resistan a creerlo. Mucho tiempo después, esta
madre me decía: ‘Cuando yo vi aquello no reaccioné, no supe qué hacer, no podía
creerlo, no sabía qué estaba pasando. Hoy lo recuerdo y aún siento como cuando
una está viendo una película: la mira, pero sabe que no es real. Siento en mi
cabeza bailando las imágenes de lo que miré, como algo que no fue real’”.
SENTIMIENTOS
DESGARRADORES: ¿QUIÉN SOY YO, CON QUIÉN HE ESTADO VIVIENDO?
“A esta
incredulidad inicial se le mezclan muchos otros elementos emocionales: el dolor
de la hija, el miedo a lo que va a pasar, a lo que van a decir: ‘Y si la
familia, si los vecinos, si la comunidad, se dan cuenta de esto, si la gente lo
sabe, y si sale en los periódicos, ¿qué van a pensar? Será una gran vergüenza’.
También aparece el miedo a reaccionar. Si esta mujer tiene ya una historia de
violencia con ese hombre y ella lo emplaza, sabe que habrá más violencia. El inconsciente
funciona a toda velocidad, más ágil que el consciente. Todo se mezcla, todo se
conjuga para que ella afirme: No es verdad, no puedo creerlo.
Hay otro elemento
que prácticamente aparece en todas las mujeres al inicio, cuando se dan cuenta.
Y que nace de la idea que tienen de lo que es “ser madre”. Como todas las
mujeres, están enseñadas a que ser una buena madre significa cuidar y proteger.
Entonces, si eso le ha pasado a su niña, significa que son malas madres.
Además, quien le hizo eso fue su padre, su padrastro, su compañero de vida, el
hombre con quien hicieron su proyecto, el hombre que han amado, que aman. ¿Cómo
es posible que ese hombre haya sido capaz de hacerlo con su hija, con mi hija,
con una niña? Ese hombre es un monstruo. ¿Y yo he estado conviviendo con un
monstruo? Entonces, ¿quién soy yo? Son sentimientos desgarradores. No es sólo
la sociedad la que culpa a la madre, ella también se culpa a sí misma: o porque
no cuidó o porque comparte la vida con un monstruo”.
LA BUENA MADRE Y LA
MALA MADRE: DOMINA EL SENTIMIENTO DE CULPA
“Después del
primer trauma que es saber, enterarse por otros o descubrir ella misma y
rendirse ante la evidencia de los hechos, la madre vive enseguida otra
angustia: ¿Cómo no me di cuenta antes? Esto también tiene que ver con el deber
de ser “buena madre”, tiene que ver con el sentimiento de culpa. No me di
cuenta porque soy una mala madre. Las madres asumen todas las
responsabilidades, cargan con ellas y cuando algo falla cargan con todas las
culpas. En la medida en que vas trabajando con ellas, vas descubriendo todos
los mecanismos que ellas mismas se crean para hacerse responsables de todo lo
que pasó. Esta resistencia, esta culpabilización, tiene que ver con la
construcción social de qué es ser madre, de qué es ser una buena madre.
La cultura
patriarcal ha diseñado a la mujer para hacerse responsable de todo y ha culpado
siempre a la mujer de las irresponsabilidades de los hombres. En el caso del
incesto, esto se cumple a cabalidad, plenamente. La mujer tiende a asumir la
responsabilidad y el hombre queda liberado: fue la niña quien lo sedujo, fue la
madre quien no supo cuidar a su hija, o fue la mujer como esposa la que no le
cumplía sexualmente al hombre y él no pudo más que buscar a la hija para tener
con quién. Por una razón u otra, el hombre, el verdadero culpable, queda
totalmente impune.
El especialista en
abuso sexual infantil David Finkelhor afirma que las madres que más se
culpabilizan son las que tienen problemas de pareja. Pero yo he visto esta culpabilización
tanto en mujeres con parejas bien llevadas como con parejas emproblemadas. Aun
en los hogares que pudiéramos llamar “modelo” por su armonía y en parejas que
funcionan sexualmente muy bien, el incesto sucede y también sucede que la madre
se responsabiliza y se culpabiliza por lo que sucedió”.
DEL “NO LO PUEDO
CREER” AL “TE CREO Y TE APOYO”
“Dar el paso del
‘no lo puedo creer’ al ‘lo creo’ depende mucho de cada mujer. En mi
experiencia, si la madre es una mujer víctima de violencia y ha vivido muy
sometida, tardará mucho más en aceptarlo, en admitirlo. Pueden pasar no sólo
meses, sino años, muchos años. En algunos casos puede pasar toda la vida y se
negará a creerlo y en todo ese tiempo se afirmará en la idea de que a su hija
nunca le pasó nada. También hay casos en que las madres reaccionan
inmediatamente y el primer momento de no creer dura poco.
Cuando muchas
niñas y adolescentes que he atendido me refieren el momento de la revelación a
su madre, coinciden en que hay un momento en el que la madre indaga e indaga:
‘¿Vos estás segura de lo que te pasó? ¿Me estás hablando en serio,
francamente?’ Ya más serenas, quieren asegurarse. Y todavía entonces tienen la
esperanza de que su hija les diga que no es cierto. Ya seguras, con todo y el
dolor, como ya entraron en una fase más racional, inician otra fase del
proceso: deben decidir si van a apoyar a su hija o no. Es el momento en que se
instala en ellas una decisión u otra. Al saber con certeza la verdad pueden
ocurrir las dos cosas.
Muchas mujeres se
disocian. Hay mujeres que viven toda su vida disociadas. Si deciden continuar
viviendo con el hombre que abusó de su hija, necesitan disociarse para poder
continuar con él. En mi experiencia, he visto a una mayoría de madres que optan
por apoyar a su hija y deciden no seguir junto a ese hombre. Se van de la casa,
rompen con el esposo, con el compañero, sea el padre o el padrastro. Esta
decisión es señal de una coherencia muy grande. Pero tomarla exige una enorme
fortaleza, con la que no siempre cuentan de forma constante. O si la tienen,
tratan de emplearla para protegerse de otras formas, evitando recurrir a una
ruptura total con el hombre. Por razones económicas, por razones de presión
social, por distintas razones.
“MI MADRE ME APOYA
PORQUE ME CREE”
El primer apoyo y
el más importante que la madre puede darle a su hija es creerla. Creer o no
creer establece la frontera primordial. Después vendrán otras formas de apoyo,
derivadas todas del hecho de creer lo que la hija relata. Cuando le pregunto a
las niñas, a las muchachas, a las mujeres ya adultas, por qué sienten que sus
madres las apoyan, siempre dicen: ‘Porque me cree’. Aunque sólo hagan eso, ya
les dan un gran apoyo. Para las sobrevivientes de abuso sexual ser creídas es
fundamental. Y ser creídas por sus madres les resulta totalmente esencial.
Porque si su madre, de la que tanto esperan, y que es quien duerme con ese
hombre en ese cuarto, les cree, sienten todo lo que les ha ocurrido de una
manera totalmente diferente.
Después de ese
primer paso, las hijas esperan nuevos pasos de sus madres. ¿Van a dormir con
ellas para evitar que el hombre se les acerque? ¿Van a separarse de ese hombre?
¿En qué medida? ¿Las van a acompañar a poner una denuncia? ¿También en el
proceso judicial, en el proceso terapéutico? ¿Hasta dónde las acompañarán? Las
niñas detectan muy bien si sus madres las apoyan realmente o no”.
LA RIVALIDAD
MADRE-HIJAY EL VERDADERO RESPONSABLE LIBRE DE CULPA
Comento con Lorna
que, al igual que nuestra población prejuiciada, algunos autores hablan también
de las madres cómplices. Cómplices del hombre abusador, con una complicidad que
estaría alimentada por varios temores: temen que si apoyan a la hija el hombre
las dejará y de él dependen económicamente, temen que el hombre las agreda con
más violencia de la que ya ejercía contra ellas o se vengue de ellas de mala
manera, en comunidades pequeñas temen al hombre o a su familia si tienen
poder... Son temores similares a los que frenan a una gran cantidad de mujeres
para tomar distancia de maridos que las violentan físicamente. Son siempre
temores al poder ejercido como dominio, imposición y agresión. Temores al abuso
del poder.
En otros casos, la
madre asume ese rol de “sufridora” que la cultura le asigna como “virtud” a las
mujeres y siente alivio de que el hombre la deje en paz a ella aun cuando
busque a la hija. En estos casos, más que ser cómplice del hombre, la madre,
haciendo un malabarismo emocional, busca que la hija sea cómplice de ella, en
sus frustraciones. Piensa: ‘Yo he sufrido con este hombre, ahora te toca sufrir
a ti’. Hay mujeres que no quieren ser las únicas que sufren y quieren que sus
hijas sepan también lo que es sufrir.
Otras madres
asumen ese otro rol que la cultura machista enseña a las mujeres y que las
mujeres tan velozmente aprenden: el de competir entre sí por la atención de los
hombres. Desde esa óptica, consideran que si su hija cayó en manos del hombre
fue porque “se puso de enemiga de ella y le quitó al hombre”.
La competencia o
rivalidad madre-hija se nutre también de todos los prejuicios y mitos que
rodean el abuso sexual y el incesto: que los hombres son así, que si una mujer
o una niña los excita no se pueden aguantar, aun cuando sea su propia hija o
viva en su casa, que si una esposa no complace a su marido el hombre tiene
“derecho” a buscar satisfacerse con sus hijas…Por todos los caminos, el hombre
responsable queda des-responsabilizado.
Reflexiona así
Diane Russell en “The secret trauma”: En los casos de incesto padre-hija, las
madres se ven colocadas en la posición profundamente dolorosa y humillante de
ser rechazadas por su propia pareja y reemplazadas por una mujer más joven, su
propia hija. En la cultura machista, que una mujer joven desplace a las mujeres
mayores de 40 años es bastante común. Pero, ¿qué puede ser más execrable que
esto ocurra en su propio hogar y que quien la despoje sea su propia hija? ¿Qué
puede ser más destructivo para la relación madre-hija?
LA RIVALIDAD NO ES
LA CAUSA, ES LA CONSECUENCIA
Lorna comenta y
continúa: “Según mi experiencia, lo que esta autora identifica como tan
humillante, se da e incluso se hace más frecuentemente visible, cuando el
incesto sucede entre el padrastro y la hijastra, su entenada. He visto a menudo
que cuando el agresor es el padre adoptivo, hay mayor tendencia en las madres a
fabricar racionalmente una historia que les permita evadir la realidad: ‘Mi
hija lo sedujo, ella lo provocó, ella de loquita se le metió, ella se
aprovechaba de que yo no estaba, ella se vestía con shorcitos chingos para
excitarlo’.
La rivalidad
madre-hija, de la que a veces tanto se habla superficialmente, se genera a
partir de este tipo de racionalizaciones. Pero la rivalidad madre-hija no es lo
que provoca el abuso ni está en el origen del abuso. Esa rivalidad es, por el
contrario, la consecuencia del abuso, el producto final de todo un proceso de
negación que hace la madre: ‘Esto no lo puedo aceptar, y porque no lo puedo
aceptar no es cierto’. Y fabrica una historia en la que la hija actúa como su
rival. A su vez, esta rivalidad de la madre hace que la hija culpe a la madre
por no protegerla. La madre culpando a la hija y la hija culpando a la madre, y
quien queda exculpado es el hombre, que es el verdadero responsable.
Los medios de
comunicación, especialmente los radiales y los televisivos que, cultivando la
“nota roja”, informan de manera morbosa y superficial de los delitos de
incesto, contribuyen a reforzar los prejuicios contra las madres “que no
cuidan” y contra las hijas “que se les meten a los hombres”, alimentan las
rivalidades y generan mayor confusión emocional entre todas las mujeres, sean
madres o hijas”.
LAS QUE APOYAN,
LAS QUE DUDAN, LAS QUE CULPAN, LAS QUE
PROTEGEN AL HOMBRE
“Si yo tuviera que
hacer una clasificación, a partir de los casos que he conocido, diría que hay
dos tipos de madres que apoyan. Las llamo “apoyantes firmes” y “apoyantes
bifurcadas”. Las firmes creen a sus hijas desde el inicio y las acompañan en
todo su proceso personal, incluido el proceso judicial. Son madres que deciden
ellas mismas interponer la denuncia, que llevan a sus hijas a la consulta
sicológica y participan con la sicóloga si es necesario, que buscan conocer más
del tema, que toman medidas para prevenir nuevos abusos.
Las bifurcadas se
encuentran con más frecuencia en aquellas familias en que el agresor sexual es
un hermano de la niña. La madre se encuentra entonces dividida entre su amor al
hijo y a la hija. En estos casos, he visto con frecuencia que la madre cree la
historia, inicia el proceso, pero pronto el temor se apodera de ella y busca
dilaciones y excusas de forma indefinida o fabrica sus propias interpretaciones
para minimizar la responsabilidad de su hijo agresor.
Entre las madres
no apoyantes predominan las dudas, le quitan importancia al hecho y a las
secuelas, niegan los daños causados a la hija por el abuso. Responsabilizan a
la niña, si no de los hechos sí de revelarlos y de causar con esa revelación
tantos problemas. El caso extremo de las no apoyantes es el de las madres que
no creen a sus hijas, que las culpan y hasta protegen incondicionalmente al
agresor como una forma de sentirse protegidas ellas mismas. Terminan ubicándose
ellas en el papel de víctimas de sus propias hijas. Es en estos casos en los
que más se expresa ese fenómeno de la rivalidad madre-hija, provocado en
definitiva por el hombre incestuoso”.
EL REINO DEL
DESAMOR: SIN INFORMACIÓN, SIN EDUCACIÓN,
SIN PLACER, SIN COMUNICACIÓN
Comento con Lorna
que en el trauma del incesto siempre se impone el secreto, siempre hay
silencio. Este silencio es el mejor blindaje de los abusadores sexuales,
especialmente en el incesto. Con más facilidad una niña le contará a su madre
que un desconocido la ha violado con violencia en una calle que le confesará
que su papá abusa de ella con la máscara del cariño y el afecto en las noches o
con la del miedo y las amenazas cuando la madre no está en la casa.
Y ese secreto y
ese silencio se blindan con la escasa o nula información y educación sexual que
reciben las niñas y que ya de adultas tienen las mujeres. Aún son mayoría las
que fueron amenazadas o severamente castigadas por masturbarse, ese sano
ejercicio de exploración y de satisfacción y placer corporal que enseña tanto.
Aún son mayoría las que no recibieron de sus madres -ni mucho menos de sus
padres- ninguna información sobre la menstruación, las relaciones sexuales, el
embarazo, el parto. “Ya aprenderás todo eso cuando estés con un hombre”, han
escuchado desde niñas muchas mujeres.
Ese innombrable y
evasivo “todo eso” les confirma que la sexualidad es turbia y temible.
Peligrosa. Riesgosa. Para más, ese hombre que un día será su “maestro” en el
aprendizaje está igual que ella, nadie le ha explicado nada, sólo ha aprendido
en la calle lo que la cultura enseña: que ser hombre es tener cuanta mujer se
le antoje, que a las mujeres hay que dominarlas, que a las mujeres les gusta
siempre, que cuando dicen NO significa SÍ, que sólo eso buscan… Ignorancia
sobre ignorancia, se construye así una vida sexual carente de amor y plagada de
temores, sumisiones y abusos. Abonada por una total incomunicación. Se edifica
así, piedra a piedra, lo que la feminista nicaragüense Sofía Montenegro ha
llamado acertadamente el reino del desamor.
CÓMO SE ENTERAN
LAS MADRES: EL PODEROSO TABÚ DE LA SEXUALIDAD
“Lo que he visto
con mayor frecuencia -continúa Lorna- es que a prácticamente todas las niñas
les da temor contárselo a sus madres. En primer lugar, temen no ser creídas.
Ese temor es lo que más priva en ellas: ‘Si no me van a creer, mejor no lo
digo’. Y piensan así, y no tienen confianza, porque de lo que van a hablarle a
su madre es de sexualidad. Y desde muy pequeñas han aprendido que la sexualidad
es algo prohibido, sucio, que de eso no se habla, que hablar de eso es
vulgaridad, una cochinada. Han aprendido que eso hay que callarlo y temen que
si hablan de eso las van a castigar. Por mucha confianza que tengan con su madre,
tienen el temor derivado del poderoso tabú que rodea todo lo referente a la
sexualidad. Con la poca educación sexual que tenemos, la niña no se equivoca:
la madre no va a entenderla, porque también para ella la sexualidad es un tabú.
Según mi experiencia,
la mayoría de las madres no se enteran por sus hijas sino por terceras
personas. Porque la niña se lo contó a una familiar cercana: a una tía, a una
prima, a una amiguita. Y desde ahí le llega la historia a la madre. O ella ya
está en la pista porque observa ciertas reacciones en la niña y aunque le
pregunta y la niña no se lo dice, la niña termina diciéndoselo a otra persona
que finalmente se lo cuenta a la madre. Hay madres que se dan cuenta por el
embarazo de sus hijas. Y a menudo es ése el momento en que la chavala lo
revela. El embarazo, que le brinda a la hija la oportunidad de contárselo a su
madre, le brinda a veces a la madre una coartada para no creer a la hija:
interpretan que ese embarazo no es fruto del abuso sino de una locurita que hizo
la hija con algún novio. Racionalizan otra historia, re-interpretan los hechos,
para evadir la dramática realidad del incesto y sentirse más seguras.
El caso es
diferente cuando las niñas revelan la historia de abuso a sus madres muchos
años después, cuando ya son adultas y hablan a sus madres de historias pasadas,
guardadas en su memoria, protegidas por el silencio de tanto tiempo. En estos
casos, lo más común es que las madres no las crean ni las apoyen. Después de
tanto tiempo, en el que ellas convivieron con el agresor, les resulta
totalmente inaceptable emocionalmente asumir que han vivido toda su vida al
lado de un monstruo. Siendo ya adulta la hija, ¿cómo desandar tanto camino para
acompañarla? Cuando las hijas son niñas o adolescentes resulta mucho más fácil.
La historia con ese hombre es más breve y pueden asumirlo mejor”.
¿QUE DICEN LAS
NOTICIAS DE PRENSA?
Comparto con Lorna
el fruto de mis “investigaciones”. Entre febrero 2002 y septiembre 2004 recorté
puntualmente, día a día, todos los casos de incesto aparecidos en los dos
diarios nacionales, El Nuevo Diario y La Prensa, buscando conocer lo que se
desprende acerca de las reacciones de las madres de las víctimas en los casi
siempre esquemáticos relatos periodísticos.
Informaciones
mucho más frecuentes que las de casos de incesto son aquellas en las que el
abusador sexual es ajeno a la familia, y el delito ocurre en la calle, en un
predio, en un camino, en las orillas de un río. En los casos de violación
sexual protagonizadas por extraños, las informaciones de los diarios demuestran
prácticamente que son siempre las madres las que acuden a poner la denuncia. Y
es precisamente porque denuncian por lo que estos delitos llegan hasta la
prensa escrita.
Los casos de
incesto de padre o de padrastro aparecen con mucha menos frecuencia. En este
período -32 meses- se publicaron 31 casos. Prácticamente uno mensual. ¿Hubo
sólo estos casos o hubo más? El subregistro en las denuncias de incesto es
inmenso, aunque la tendencia que hemos visto en los últimos años es a aumentar.
En 20 de los 31 casos aparecidos en los diarios el delincuente fue el
padrastro, en 11 el padre. Cuando es el padre quien abusa las denuncias
disminuyen. Se guarda más silencio, la cosa queda más guardada en casa.
Las edades de las
niñas van desde los 2 años hasta los 14. Casi la mitad están en el rango de
9-11 años. Siete de ellas resultaron embarazadas como consecuencia del incesto.
Nada se informa si la niña embarazada dio a luz o no. Sólo en dos casos es el
padre de la niña, abusada por su padrastro, quien da el primer paso denunciando
lo ocurrido. ¿Cómo se comprometen los hombres en este drama?
Según las variadas
experiencias relatadas en el informe Me reconozco y te acompaño de Dos
Generaciones (1999), producto del trabajo de esta ONG con madres de víctimas de
abuso sexual y de incesto, han sido muy pocos los casos en que una figura
masculina ha apoyado a las víctimas y de éstos, todos han delegado
posteriormente en alguna mujer de la familia.
LAS MADRES
DEFIENDEN, DENUNCIAN Y SE ARRIESGAN
Lo más habitual es
que, al poner la denuncia, la niña confiese que guardó silencio porque fue
amenazada: el padre o padrastro le dijo que la mataría a ella si hablaba o le
cortaría la lengua o mataría a su mamá. En una mayoría de casos, las madres
estaban trabajando fuera de la casa mientras los hombres, desempleados, vagaban
sin hacer nada o haciendo el daño.
La totalidad de
los casos ocurrieron en zonas rurales y en ambientes empobrecidos de las
ciudades. El secreto que rodea al incesto es casi siempre impenetrable cuando
ocurre en los hogares con más recursos, allí lo privado nunca se hace público.
De esos casos, que también son numerosos, más difícilmente se habla y
prácticamente nunca se informa en los medios.
Lo más interesante
de lo que muestran las informaciones que recogí en la prensa es que, aunque la
condena social basada en el mito de que la madre es la culpable, es la responsable
o es hasta la cómplice, prevalece en el imaginario colectivo, en 25 de los 31
casos fue la madre la que denunció al hombre por lo que le había hecho a su
hija. En tres casos, confrontar al hombre puso en riesgo la vida de estas
mujeres: una fue apuñaleada, a otra le quebraron el brazo y otra escapó de ser
ahorcada. Como nunca se le da seguimiento periodístico a estos casos, no
sabemos si fueron muchas más las que pagaron caro el salir en defensa de sus
hijas.
CARGAN CON EL
DOLOR DE SUS HIJAS Y CON EL DE ELLAS
MISMAS
“Lo que muestran y
demuestran las informaciones que recogiste en los diarios -explica Lorna- es lo
que confirma mi experiencia. Yo puedo afirmar que la mayoría de las madres de
niñas o muchachas abusadas en sus hogares y por sus padres o padrastros creen a
sus hijas y las acompañan y las apoyan. Yo considero heroicas a estas mujeres.
La revelación del incesto supone un cambio total para la vida de una madre. Y
para la vida de una familia. Desde fuera es difícil dimensionar la fortaleza que
una mujer necesita para enfrentar adecuadamente este drama, imaginar la carga
que significa asumirlo. Le toca cargar con su hija y consigo misma. Muchas
veces sola. La sociedad la juzga injustamente, la culpabiliza injustamente, no
la acompaña, haciendo así aún más insoportable su dolorosa carga.
El incesto sigue
siendo el secreto mejor guardado en nuestra sociedad y en todas las sociedades.
Es sólo una minoría de niñas y adolescentes las que revelan ese secreto a sus
madres. Es también minoritario el número de las que se lo revelan a cualquier otra
persona. La mayoría de estas historias permanecen guardadas en el silencio, en
el secreto, en un subregistro de cifras ocultas, son casos de los que nunca
nadie sabrá nada. Con mucha frecuencia he conocido a adultas que me confiesan:
‘A estas alturas de mi vida ni siquiera me había dado cuenta de que a mí me
ocurrió eso’.
La creciente
información que sobre abusos sexuales aparece en nuestros medios de
comunicación, la revelación en Estados Unidos y otros países de los abusos
sexuales cometidos por sacerdotes, y una cada vez mayor información sobre lo
que significa el abuso sexual, va a contribuir, ya está contribuyendo, y
positivamente, a la reflexión y a la acción de prevención. Las informaciones
que hoy se diseminan cada vez más mueven en la memoria de muchas mujeres el
recuerdo de historias pasadas y propias que creían haber olvidado o que, de
hecho, habían olvidado por haberles sucedido en edades muy tempranas. También
mueve a muchas a hablar.
Naturalmente, esto
promueve entre las madres la desconfianza hacia maestros, pastores, sacerdotes
y familiares. Hay quienes piensan que la promoción de la desconfianza como
prevención y el enseñar a niñas y niños el autocuido genera una paranoia y un
pánico entre las madres. Pero esos sentimientos aparecen sobre todo al comienzo
de la toma de conciencia del problema. Y yo creo que son necesarios. No viene
mal un poquito de paranoia. Obliga a buscar alternativas de prevención”.
LA HISTORIA SE
REPITE: MADRE ABUSADA, HIJA ABUSADA
“Una sobreviviente
de incesto desde que era muy pequeña me decía: ‘Yo estoy convencida que mi
madre también sufrió abuso en su niñez, pero ella no quiere hablar y por eso es
difícil ayudarle. Y eso hace también más difícil mi proceso. Sería mucho más
fácil si ella se abriera. Mi madre pertenece a una generación que no habla de
eso. Se morirá sin hablar’.
No es un caso
excepcional. Con frecuencia he atendido a niñas y adolescentes abusadas en sus
hogares cuyas madres habían vivido también una historia de abuso sexual en su
niñez o en su adolescencia. Es muy frecuente que las niñas abusadas sean hijas
de madres que también sufrieron abuso. Lo he comprobado en Nicaragua. El
experto David Finkelhor lo ha comprobado internacionalmente. Es lo que llamamos
“modelaje”. La madre que vivió una historia de abuso y que probablemente nunca
la ha podido ni procesar ni expresar ha venido sobreviviendo a su historia con
el comportamiento típico de una sobreviviente: una persona sometida,
vulnerable, frágil. Aunque no diga nada, transmite estas señales a sus hijas.
Estas actitudes se “contagian” por el modelaje de las madres.
Haber vivido una
historia similar no procesada limita el apoyo que las madres puedan darle a sus
hijas. No están preparadas para asumir ese dolor si ni siquiera han podido
identificar y procesar el dolor propio. También tienden a reaccionar queriendo
proteger a sus hijas y piensan que protegerlas es pedirles silencio, perdón y
olvido, que es lo que ellas hicieron hace tiempo. Pero nunca el silencio o el
olvido, tampoco el perdón, resuelven nada.
Es particularmente
difícil el caso de las madres que sufrieron abuso sexual en su infancia y jamás
lo han aceptado y nunca lo han querido reconocer o asumir. Entre ellas es
siempre mayor la resistencia a creer, a aceptar y a apoyar. Cuando se enteran
de lo que le pasó a su niña lo ven como una fatalidad y se resisten mucho.
Además, como nunca contaron su propia historia y se creen fuertes considerando
que ya la superaron, piensan: ‘Si yo nunca lo he dicho ni he tenido necesidad
de hablar de eso, ¿por qué esta mocosa va a tener que decirlo? Si yo pude
sobreponerme y ser fuerte, ¿cómo no va a poder ella? Yo no he necesitado de
nadie, yo hace rato que no pienso en eso, ¿y quién se cree ella, qué lecciones
me va a dar ella a mí?’ Aceptar lo que le dice la hija, entrar en su proceso,
obligaría a la madre a aceptar su propia historia, su propio abuso. Y eso
supone cuestionar toda su vida. Para huir de esa angustia, la madre racionaliza
que su hija es mala, la considera como una enemiga que quiere destruir su
hogar. No son casos excepcionales. Muestran, con mayor profundidad, el
mecanismo de defensa propia con que muchas mujeres reaccionan ante el incesto.
Recuerdo un caso:
el abuelo violó a la nieta y años antes había violado a su hija, cuando era pequeña.
Esta mamá me decía: ‘Ahora la que importa es mi hija, yo ya no importo porque
yo ya me he olvidado de todo’. Pero se contradecía: ‘No hay día del mundo en
que no lo recuerde’. Así me decía a veces y estallaba en llanto. No había
olvidado nada de lo que le había hecho su padre. Ella creía que su hija estaría
tranquila si olvidaba, y ella misma le exigía olvidar, así como ella había
olvidado. Descubrí pronto que olvidaba su historia con licor. Y terminó
aceptándome que bebía desde hacía años. Para olvidar. En su caso, su pareja era
buena, pero ella vivía con esta herida abierta”.
UN PROBLEMA
ANTIGUO QUE HOY YA TENEMOS CAPACIDAD DE VER
“Cuando
descubrimos el delito de incesto descubrimos, a la par, muchas historias
encadenadas. Y la cadena tiene eslabones muy firmes: la madre sobreviviente
transmite inconscientemente señales que hacen vulnerable a su hija, la hija las
capta, las aprende, la hija es abusada y la madre o la hace callar o la siente
como su rival. Con probabilidad, la historia se va a repetir en la siguiente
generación. Si no sabemos intervenir, éstas son historias que se prolongarán a
lo largo de generaciones. Sin introducir un proceso terapéutico en esta cadena
nos arriesgamos a que nunca termine.
En el caso de
sobrevivientes con madres con una historia similar ambas necesitan de apoyo
terapéutico. La experiencia nos enseña que existen en Centroamérica muchas
cadenas generacionales. Y es desde esta perspectiva desde la que debemos mirar
lo que está pasando actualmente, lo que estamos viendo: es un error de
apreciación pensar que el abuso sexual es un problema reciente o que sucede
ahora más que antes o que ocurre porque la sociedad perdió sus valores o porque
no tiene principios religiosos o que es más frecuente porque las chavalas de ahora
son locas. No, éste es un problema muy antiguo que hoy, por fin, tenemos
capacidad de ver y de hablar de él. Esto es positivo, es un primer paso, es un
gran avance.
Cuando la madre no
tuvo una historia similar, la revelación de los hechos la sorprende siempre
más. De todas maneras, en cualquier caso, conocer de un abuso sexual en la
familia es siempre algo que resulta inconcebible. Pero cuando no ha habido
ninguna historia previa, la incredulidad tiende a ser mayor: ‘Esto no ha pasado
nunca en mi familia, esto le pasa a otros, esto sólo pasa en los periódicos’.
En muchas ocasiones he partido, en la consulta, de que no hay historia previa
en la madre, y la madre así me lo afirma. Y no porque esté evadiendo la
realidad, sino porque realmente no lo recuerda. Pero, investigando a partir de
indicadores que permiten sospecharlo, descubro que sí hubo una historia similar
en su pasado y que estaba “borrada”. Cada nuevo caso, cada nueva cadena, nos
demuestra cuán prevalente es el incesto en nuestra sociedad”.
EL SENTIMIENTO DE
CULPA Y EL DE TRAICIÓN: LOS DOS PILARES QUE DEBEMOS ENFRENTAR
“A las mujeres
adultas que fueron abusadas en la infancia y en la adolescencia y no dijeron
nada a sus madres en aquel momento, las tengo que preparar especialmente para
que se lo cuenten a sus madres. Aunque hayan pasado muchos años, compartirlo
con su madre es fundamental en su proceso terapéutico. Aunque ya son mayores,
siguen buscando su apoyo, quieren contar con su credibilidad. Decírselo y que
sus madres les crean es fundamental para superar el sentimiento de traición.
Todas las sobrevivientes, tanto niñas como adultas, sienten que su madre las ha
traicionado. Cuando son adultas este sentimiento está más arraigado por todo el
tiempo que ya ha transcurrido.
Sienten que su
madre las traicionó porque no se dio cuenta de lo que pasaba, porque no hizo
nada para que no pasara, porque siguió viviendo con ese hombre… Son
sentimientos muy fuertes en la conciencia de la niña que prevalecen aun cuando
es adulta. Y esto tiene que ver también con que en la cultura en que crecemos,
las hijas han aprendido también a mitificar a la madre y a esperarlo de ella
todo, una protección total. También ellas viven el mito de “la buena madre”. La
madre tiene que ser perfecta, saberlo todo, resolverlo todo.
Madres e hijas han
sido enseñadas culturalmente a esa omnipotencia y a esa super-protección. Si la
madre no lo logra es una mala madre. Y como la realidad social le muestra a las
niñas desde muy chiquitas que el padre se va de la casa, abandona la familia y
la madre es la que se queda y la que se responsabiliza de todo, la mitificación
se reafirma en la realidad diaria.
Si el sentimiento
más profundo de toda madre es ‘no lo puedo creer’, el de toda hija es ‘mi madre
me falló, me traicionó’. Esos son los dos sentimientos fundamentales en la
relación madre-hija con los que hay que trabajar: culpa y traición. Son los dos
pilares que debemos mover. El punto de partida es saber desde el comienzo, es
que una sobreviviente de incesto no puede salir adelante sin establecer una red
social de apoyo para reconstruir su vida. En esta red su madre ocupa un lugar
importante.
Pero también en
esta tarea debemos desmitificar a las madres. Si las sobrevivientes no tienen a
la madre, porque ya no está o porque no las apoya, también podrán reconstruir
sus vidas. Y de hecho, las reconstruyen. La experiencia lo demuestra. Tal vez
el proceso les resultará más difícil. O tal vez no. Hay muchas sobrevivientes
que buscan, y encuentran a alguien que ocupa el lugar de la madre que falta o
que no quiere. Puede ser una familiar, una amiga, una sicóloga. Funciona. Y hay
también grupos de autoayuda donde las mujeres sobrevivientes, hablando y
compartiendo entre ellas, apoyándose entre ellas, actúan como madres unas de
otras. También funciona”.
LO MUCHO QUE NOS
FALTA POR REFLEXIONAR Y POR HACER
Me despido de
Lorna. Las experiencias que ella ya ha tenido, lo que enseña y sigue
aprendiendo, las informaciones de las que ya disponemos en libros y talleres,
las reflexiones ya hechas y las que sabemos que aún nos faltan, nos indican que
queda mucho por hacer. Mucho por hablar y por pensar. Mucho por transformar.
Mucha conciencia por construir. Entre las mujeres, para que la maternidad deje
de ser un destino fatal y sea elegida cada vez más libremente. Y entre los
hombres, para que la paternidad sea asumida activa, responsable y gozosamente.
Sin involucrar a
los hombres en los cambios que exigen sociedades más justas y más felices, será
difícil detener la violencia, detener el abuso sexual, detener el incesto. El
subdesarrollo emocional y espiritual de nuestros países tiene género: es
masculino.
Los hombres deben
crear “redes” donde revisen entre ellos mismos, entre ellos solos, los daños
que les causa la formación que sus madres -y sus padres, cuando estaban- les
dieron para que consideraran impropio llorar, cocinar, barrer o chinear y besar
a sus hijos, donde analicen el miedo cerval a “parecer mujeres”, donde evalúen
y repasen la “educación” que compartieron en la escuela y en las calles
haciendo chistes groseros sobre las mujeres que todos reían, visitando burdeles
o violando muchachas. Deben crear redes donde se preparen juntos para una
paternidad responsable y para una sexualidad más feliz, que no sea sólo un
ejercicio de poder.
Y mientras esto
sucede, las redes de mujeres ya creadas deben revisar cómo educan a sus hijos
varones, cómo hipotecan sus afectos conviviendo con hombres extremadamente
machistas por temor a la soledad, y con qué violencia verbal y trucos del poder
tratan a sus congéneres mujeres. Deben analizar si realmente el discurso
feminista es una actitud vital o sólo una teoría apasionante pero no practicada
fuera de los libros, los discursos, los talleres y los informes.
¿DIOS TIENE ALGO
QUE VER EN TODO ESTO?
En la construcción
de una nueva conciencia entre hombres y entre mujeres, y ante la extensión que
en nuestros países tiene el incesto, cabe hacernos esta pregunta: si siguiendo
a la antropología, el tabú del incesto es la institución “legal” más universal que
existe en todas las culturas del planeta, ¿cómo es posible que nuestros hombres
transgredan esta institución tan frecuente y tan impunemente?
No es fácil hallar
una respuesta convincente. Para hallar pistas, creo que debemos indagar también
en el terreno de lo religioso, ese terreno en donde apenas incursionamos. Por
respeto, por miedo, por ignorancia. Tal vez porque tememos quedarnos “sin
terreno” si avanzamos demasiado cuestionando nuestras propias ideas religiosas,
nuestra propia idea de Dios.
Las desiguales y
distorsionadas estructuras de poder entre mujeres y hombres en las que hoy
vivimos tan “naturalmente” han sido alimentadas desde hace milenios, en primer
y destacado lugar, por la religión. ¿Ese alimento ha sido tan prolongado y
abundante que ha logrado quebrantar el tabú del incesto? La cultura derivada de
esas ideas religiosas, ¿ha dado tanto poder a los hombres como para hacerles
sentir también que tienen el “derecho” de usar sexualmente a sus propias hijas,
nietas, a niñas y a muchachas de su entorno familiar? Mucho se habla ya en
Centroamérica, en el lenguaje sociológico con que todas las ONG “tallerean” a
los más variados sectores de la población de “la cultura patriarcal”. Menos se
reflexiona en las raíces religiosas de esa cultura, y específicamente en su
raíz más profunda: la imagen de Dios, la idea de Dios que ha generado esa
cultura. Un Dios surgido hace unos cuatro mil años, un Dios masculino, pensado,
invocado, impuesto, predicado y adorado en masculino. Exclusivamente en
masculino.
LA GUERRA DE LOS
DIOSES CONTRA LAS DIOSAS
La conciencia de
la superioridad de los hombres sobre las mujeres tiene su base más firme en la
imagen masculina de Dios. Esa idea, esa imagen, esa representación de Dios, nos
ha llegado desde el hondón de los tiempos, desde muy lejos. Es tan antigua que
nos da la apariencia de ser la verdad, la única verdad. Y no lo es. Esa imagen
tiene historia y reduce peligrosamente la verdad sobre Dios. Esa idea de Dios,
que extirpó todo lo femenino -la espontaneidad, la intuición, el sentimiento y
el instinto- de todo lo que era divino es histórica, es una creación cultural.
No siempre fue así. No tiene por qué ser así.
La guerra de los
dioses padres, tribales y violentos, sobre las diosas madres, vitales y
compasivas, librada inicialmente hace cuatro mil años en Babilonia, en las
tierras del Próximo Oriente, ha afectado, etapa tras etapa, a toda la humanidad
más de lo que nos podemos imaginar o de lo que querríamos aceptar. Dentro de
nuestra cultura occidental, la imagen del Dios Yahvé, sólo exclusivamente
Padre, que hemos heredado desde entonces, por la vía de la cultura
judeocristiana expresada en la Biblia, ha hecho estragos en nuestras mentes. Y
en nuestras conductas.
Mucho tiempo
después que los dioses varones se impusieran sobre extensos territorios, hace
dos mil años, Jesús cuestionó en Palestina esa imagen, predominantemente
autoritaria e intolerante, exigente y severa, excluyente y celosa, con palabras
y con actitudes. Jesús revolucionó la idea de Dios. Le llamó Abba (Papá) y
propuso a hombres y a mujeres virtudes que la cultura menospreciaba y atribuía
sólo a las mujeres como las herramientas que transformarían el mundo: el poder
ejercido como servicio y como cuidado, la compasión, la ternura.
Pero el
cristianismo oficial se hizo enseguida más seguidor de Pablo de Tarso que de
Jesús de Nazaret. Y la teología del misógino Pablo le ganó terreno al
movimiento del feminista Jesús. Las consecuencias son gravísimas. Son violencia
y abuso de poder. ¿Son también el abuso sexual en el hogar, el incesto?
DONDE DIOS ES
VARÓN LOS VARONES SON DIOSES
En un encuentro
regional de mujeres evangélicas celebrado en el año 2004 en Buenos Aires, la
Reverenda Judith VanOsdol lo sugería con contundencia al hablar así: La imagen
de Dios que se predica y se emplea en muchas iglesias es inadecuada. Las
iglesias relegan a la mujer a una segunda o tercera categoría, como si fueran
seres inferiores, contribuyendo a invisibilizar el importante e histórico
liderazgo de las mujeres. Las iglesias que imaginan o representan a Dios como un
varón tienen que hacerse cargo de esta imagen creada como herejía. Porque donde
Dios es varón, el varón es Dios… El término “Padre” es un término relacional,
que apunta a la igualdad de toda persona, como hija y como hijo. La base de la
tentación en el jardín del Edén fue querer ser dioses. Esta tentación sigue en
pie hasta el día de hoy. Cuando los varones se postulan como dioses por encima
de las mujeres seguimos viviendo las consecuencias de este pecado: el
desequilibrio y la injusticia de género.
EL MACHO: EL GRAN
CHINGÓN
Recientemente ha
sido traducida por fin al español una obra muy importante para entender el daño
que le ha hecho a la humanidad la imagen exclusivamente masculina de Dios, el
haber despojado a lo femenino de su carácter sagrado, el haber hecho a Eva
responsable de todos los males y de todas las calamidades. El mito de la diosa,
de Jules Cashford y Anne Baring, intenta explicar esta historia con abundancia
de datos desde una perspectiva poco usual y con gran inteligencia.
Bastantes años
antes, en esa estupenda radiografía de la cultura mexicana y de buena parte de
la cultura latinoamericana, El laberinto de la soledad, Octavio Paz percibía
cabalmente el daño y ubicaba adecuadamente las raíces religiosas del machismo
mexicano, violento y diario continuador de esta guerra ancestral de los dioses
contra las diosas: En todas las civilizaciones, la imagen del Dios Padre
-apenas destrona a las divinidades femeninas- se presenta como una figura
ambivalente. Es rey de la creación, regulador cósmico, origen de la vida, el
Uno de donde todo nace y a donde todo desemboca. Pero, además, es el dueño del
rayo y del látigo, el tirano y el ogro devorador de la vida. Este aspecto
-Jehová colérico, Dios de ira, Zeus violador de mujeres- es el que aparece casi
exclusivamente en las representaciones populares que se hace el mexicano del
poder viril.
La frase “Yo soy
tu padre”, que usamos tanto en México, no tiene ningún sabor paternal, ni se
dice para proteger, resguardar o conducir, sino para imponer una superioridad,
esto es, para humillar. Su significado real no es distinto al del verbo
“chingar” y algunos de sus derivados. El Macho es el Gran Chingón. Una palabra
resume la agresividad, impasibilidad, invulnerabilidad, uso descarnado de la
violencia y demás atributos del “macho”: poder. La fuerza, pero desligada de
toda noción de orden: el poder arbitrario, la voluntad sin freno y sin cauce.
Chingar -explicita
Paz- es hacer violencia sobre otro… Humillar, castigar, ofender… Es un verbo
masculino, activo, cruel: pica, hiere, desgarra, mancha. Lo chingado es lo
pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo,
agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la
hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior: la idea de violación rige
oscuramente todos los significados.
EL MIEDO DE LAS
MUJERES Y EL MIEDO DE LOS HOMBRES
En todas partes
del mundo todo esto está empezando a cambiar. Son tantas las señales que no
cabría su listado en las páginas de este ejemplar de la revista. Al describir
lo que llama miedo global, el pensador uruguayo Eduardo Galeno se refiere al
miedo de las mujeres a la violencia de los hombres -un miedo muy antiguo y aún
no desterrado-, al que él suma otro miedo, éste más reciente: el miedo de los
hombres a las mujeres sin miedo. Es un signo de nuestros tiempos, de nuevos
tiempos: son cada vez más las mujeres que toman conciencia de su dignidad, que
descubren sus capacidades y habilidades, que logran limar y quebrar de mil
maneras los barrotes del machismo en que estuvieron atrapadas, que “no se
dejan”, que van perdiendo el miedo. Que son madres de otra manera, que están
buscando las formas de serlo de otra manera.
Una buena cantidad
de hombres tiene miedo a estas mujeres. Y el miedo suele engendrar violencia.
¿Es ese miedo en ascenso el que quiebra con tanta frecuencia el tabú del incesto?
Cuando la mujer empieza a romper con su identidad cultural de “buena madre”,
sumisa siempre, abnegada siempre, sacrificada siempre, al hombre se le
cuestiona su propia identidad. Y experimenta miedo. Sucedió en Francia y en
Inglaterra a finales del siglo XIX, cuando las mujeres comenzaron a conocer y a
emplear los métodos anticonceptivos para la planificación familiar y a
incorporarse masivamente al trabajo. Las hijas de Lilith, un interesante libro
de la catalana Erika Bornay, analiza a profundidad el miedo masculino de
aquella época en estos dos países, un miedo que generó una abundante literatura
y pintura masculinas donde la “mala mujer” llamada entonces “mujer fatal”,
“vampiresa” eran las protagonistas, a la vez que aumentaba el número de casos
de prostitución de niñas y adolescentes y proliferaba el abuso sexual contra
las niñas y la pedofilia.
En Nicaragua, en
Centroamérica, en los países que ahora serán del “área CAFTA”, con un desempleo
estructural que se “resuelve” con la maquila -donde las mujeres son mayoría- y
con mujeres cada día más conscientes de que no quieren ser subordinadas ni sólo
“buenas madres”, podemos estar asistiendo a otra ola de miedo masculino de este
tipo, que en nuestras tierras no está generando lamentablemente ni literatura
ni arte, pero sí recrudeciendo la violencia -cada vez escuchamos más casos de
feminicidios, asesinatos de mujeres por el hecho de ser mujeres- e
incrementando el abuso sexual. ¿También el incesto?
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