Eva Giberti: "El montón"
© Eva
Giberti, Página 12
Fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-70780-2006-08-01.html
La
historia de una violación abrió las compuertas de la miseria humana que la
indiferencia de muchos y la complicidad de otros pretende naturalizar. En
Página/12 del viernes 28 de julio, Mariana Carbajal reprodujo las palabras de
una jueza de Menores: “La sociedad está pensando que a esta chica la agarraron
en un baldío, que fue violada con violencia, pero no fue así... Fue un abuso
intrafamiliar como ocurre en tantos casos. ¿Sabe la cantidad de chicas de 12 o
13 años, incluso de 9, que son abusadas por sus padres y quedan embarazadas?
Veo un montón en mi juzgado”. Más adelante aclara que “no ha sido una víctima
desamparada. No hubo violencia física”. Carbajal repregunta: “¿Le parece menos
grave?”. Y Su Señoría responde: “No, claro, es igual de grave. Pero fue un
abuso intrafamiliar”.
Avanzar
en el análisis de un texto reproducido puede conducir a error, razón por la
cual sólo lo utilizaré como inspiración y en mi propio contexto, para no
traicionar el contexto original.
Comenzamos
por tener que asumir que en algunos juzgados se encuentra una cantidad
significativa de púberes y de niñas violadas por sus padres, tíos y abuelos:
esos incestos, denominados por el Código Penal “abuso agravado por vínculo”,
que desembocan en embarazos se califican como “algo grave” y al mismo tiempo
habitual. Quien así los describe es una funcionaria cuya tarea reside en la
protección integral de niños, niñas y adolescentes, en cumplimiento de la
Constitución nacional. Entonces, niñas y púberes incestuadas, embarazadas,
constituirían un hecho grave, en particular –como el texto lo menciona– porque
no pueden abortar, dado que no son idiotas ni débiles mentales y debido a que
la violación se produjo en ámbito resguardado por la denominación
“intrafamiliar”; razón por la cual la violación de una niña no entrañaría
violencia física. Más allá de que la escena describa a un sujeto adulto que
penetra genitalmente a una niña de 9 años o a una púber de diez años, eyacula
en el interior de su cuerpo y produce un embarazo. Teniendo en cuenta que se
trata de un hecho secreto, la niña deberá guardar silencio, el cual se obtiene mediante
amenazas contra ella o contra otro miembro de la familia o, en oportunidades,
mediante el intento de seducción: “Es un secreto entre vos y yo”, argumenta el
sujeto. Mientras la niña o la púber se inicia en la vergüenza y la humillación
(por vivencia de suciedad e impotencia) al tener que limpiarse de una sustancia
que desconoce o tolerar que sea el familiar quien se ocupe de esa higiene, por
razones de su seguridad para evitar rastros. La niña o la adolescente, después
de haberlo escuchado resoplar en su oído o de haberlo mirado jadeante y
sudoroso sobre ella queda anonadada psíquicamente y lesionada. Esta suele ser
la descripción de las víctimas.
Hasta
ese momento la niña o la púber no había imaginado que un hombre equivalía a ese
ser humano que “le hacía doler”. Pero esa práctica, que como se afirma es
habitual, queda al margen de lo que podría constituir violencia física. Aunque
se la considera grave. Cuando estas víctimas no son idiotas ni débiles mentales
la ley no autoriza el aborto solicitado a partir de un engendramiento de esta
índole, en cuyo origen no se supone violencia física por tratarse de
procedimientos llevados a cabo en el resguardo del hogar familiar. Esta
conclusión parecería desprenderse del texto que analizo.
Descuento
que Mariana Carbajal ha reproducido con exactitud el segmento del diálogo en el
cual Su Señoría le pregunta “¿Sabe la cantidad de chicas de 12 o 13 años,
incluso de 9, que son abusadas por sus padres y quedan embarazadas? Veo un
montón en mi juzgado”. Entonces, atendiendo al tono del comentario y a su
contenido podríamos responder: “Pero fíjese qué barbaridad... Las cosas que les
pasan a las chicas... Habría que educarlas mejor”.
La
indignación constituye uno de los motores más eficaces de los cambios sociales.
Corresponde cultivarla cuando, asistidas por el ejercicio de los derechos
humanos, comprobamos que, desde posiciones impensadas, se viola la dignidad de
las víctimas encarnadas en las vidas de niños, niñas y adolescentes. Violación
impuesta mediante el discurso que brota en los territorios del poder diseñados
para protegerlos.
El
escarnio de la ética se transparentó en algunos de los discursos que la
historia de la violación de una adolescente dejó al descubierto. Amparándose en
la discusión acerca del aborto se lateralizó la figura del victimario, se
escamoteó la índole de sentencias que le correspondería y quedaron a la vista
quienes naturalizan lo habitual de violaciones intrafamiliares y los embarazos
resultantes.
La
fragmentación de la conciencia mediante los discursos que intentan ser
explicativos es una característica de la época que bloquea la posibilidad de
establecer normas constructivas relativas a los derechos morales de las
víctimas y a la formación ético/política de quienes tienen la responsabilidad
jurídica de representar la voz de las víctimas cuando éstas son niñas y
adolescentes. Esa articulación fundamenta el principio de solidaridad que
impregna la filosofía de los derechos humanos y que constituye base y marco de
su ejercicio. Hablamos de derechos de las niñas y adolescentes arrasados
siempre y cuando no se trate de “abuso intrafamiliar”, expresión engañosa y
morigeradora de la definición del delito que cometen los familiares. Porque
entonces esa violación –al amparo del ámbito familiar y bajo el techo del
hogar– puede constituir una práctica que, aunque grave y produzca embarazo, no
suscita horror ni decisión de desactivarla. Mientras, la víctima –siempre que
no sea internada en algún instituto por “riesgo moral”– queda en espera de la
próxima violación. Así sucede en los grupos humanos considerados “pudientes” y
también en los que habitan las clases medias y populares. Como si los
familiares incestuosos pudiesen anticipar que su delito cuenta con la canchera
enunciación de quien enumera a las víctimas como “un montón” donde alternan
todas las edades. Esta identidad colectiva es una invención original que, al
incluir a las víctimas en el amasijo del montón, las excluye de sus derechos
personales que reconocen a cada víctima con su propia filiación, con el
apellido y/o la consanguinidad del violador que la palabra de la niña denuncia.
¿De
este modo –agraviante y banal– serán pensadas las niñas víctimas de violación?
No, tan solo por algunas personas. Pero sepamos que existen.
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