Fumar es un placer

Fumar tiene que ser la hostia. Si no, no me explico que la gente este encendiendo el cigarrito nada más levantarse. Cada mañana al llegar a la parada de autobús veo a una mujer con pelo largo y uñas rotas fumando con la que no hablo primero porque soy una borde con mal despertar y no me sale de las narices hablar con nadie a las siete de la mañana, segundo precisamente porque fuma (ole yo!); en la terminal de Hempstead, sin que haya una zona habilitada, fuman todos desde los guardias de seguridad o los estudiantes que esperan el bus para ir al Nassau Community College a los propios conductores entre viaje y viaje. Al llegar al banco, mis compañeras bajan religiosamente cada hora u hora y media a fumarse un cigarrito entre cotilleos. Más de una vez y más de dos me he visto como Rachel en aquel episodio de “Friends” donde salió a la terraza de fumadores, ella lo hizo para no quedarse atrás mientras su jefa y otra compañera hablaban de ropa y yo lo hago como escape porque después de seis o siete horas delante del ordenador hay días que o me bajo a la zona de fumadores o me hago el harakiri con la grapadora.

No sabes cómo me gusta a mí sentir el humo de mi vecina de parada en la cara por las mañanas, aguantar los olores y humos de los niñatos de la terminal, esperar a que los conductores acaben su cigarrito porque son de los que no perdonan nieve, llueva o relampaguee o llegar al banco y trabajar ocho horas al lado de una persona que atufa a tabaco. Es una cosa! No, no fumo. No he fumado en la vida y no voy a fumar jamás (manías que tiene una). No me hace falta. Mi dosis de nicotina diaria la tengo cubierta desde que tengo uso de razón gracias a mi madre, mis tíos, la gente en la calle y los bares en España, las compañeras de clase en el colegio y la universidad… si en veinte años me dicen que tengo un cáncer de pulmón desde luego que no voy a extrañarme ni a llevarme las manos a la cabeza porque es de cajón después de aguantarle humos a tanta gente durante años.

Recuerdo las primeras veces que salí de marcha aquí: quedo con mis amigas a las 10, cenamos o vamos de copas, vamos a algún pub o club en Manhattan, nos dan las cuatro, llego a casa a las seis, me ducho, me voy a la cama… todo normal aunque durante una temporada echase algo de menos y no acertaba a saber qué. Por fin caí en la cuenta! Lo que me faltaba era el pestazurro a tabaco que se te queda en la ropa cuando has estado rodeada de fumadores en un espacio cerrado toda la noche. En Córdoba solía sacar la ropa al cuartillo de la lavadora y darme una ducha antes de acostarme. En Nueva York a Dios gracias ya no tengo que molestarme: está prohibido fumar en todas partes así que llego a casa, me ducho, me preparo un sándwich, me tomo dos ibuprofenos, me como el sándwich, me lavo los dientes y pa’la cama (créeme, merece la pena perder 45 minutos para no amanecer con resaca). La cosa cambia si vas a estados como Connecticut donde sigue estando permitido fumar hasta en los restaurantes. Y no es solo el olor, es que te destrozas la garganta. Algo que no me había pasado en la vida me paso hace meses durante el fin de semana que pase visitando la Susquehanna University con un amigo. Llegamos un jueves, cenamos con un grupo de amigas, nos fuimos al hotel, el viernes todo bien en la universidad, no había casi nadie porque era un fin de semana previo a la semana de examenes finales, de noche salimos de marcha, al volver al hotel empecé a toser y a toser y a toser. No pegue ojo, no deje que mi amigo pegase ojo y empecé a perder la voz. Me pase el fin de semana tosiendo y volví a Nueva York con una maleta cargada de ropa pestosa y afónica perdida.

Aplaudo la nueva ley anti-tabaco que hay en España. Me da pena que no se cumpla a rajatabla, que los propietarios de bares y restaurantes se la pasen por el forro aprovechando que no hay inspecciones y que cuando las haya las multas sean de coña. Me molesta ver que la gente no tenga vergüenza ni conciencia cívica en lo referente a fumar en sitios públicos. Me duele que a estas alturas haya padres y madres todavía que fumen en sus casas teniendo niños pequeños cuando hay veinte mil estudios que demuestran que los hijos de fumadores tienen problemas de rendimiento escolar, psicológicos (más agresivos sin ir más lejos) y físicos (asma). A las pruebas me remito: mi madre ha fumado toda mi vida, la tía esperó a que me viniera a EEUU para quitarse y sospecho que se quitó para evitarse problemas o la (según ella) humillación de tener que salir no ya de un restaurante sino de mi apartamento para echar un cigarrito.

Que sí, que vale, que muy bien. Que el Estado no debería ser tan paternalista, que no deberían legislar sobre el tabaco, que es una hipocresía que nadie diga nada sobre el alcohol y otras drogas, que allá cada cual con su cuerpo, que la libertad individual debe estar por encima de todo... Pues no. Tu libertad acaba donde empieza la mía. Si yo me pongo hasta el culo de chocolate (que me pongo puja día si y día también porque he descubierto que comerme una bolsa de kisses me relaja más que bajarme al fumaterio con mis compañeras) a ti no te pasa nada. Mi culo es mío y por mucho que crezca a cuenta del chocolate y la dieta americana (a tratar otro día), no va por ahí matando a nadie mientras que el humo del cigarrillo que tú te fumes a mi lado es tóxico y a mí, sin comerlo, beberlo o fumármelo, me puede traer veinte mil enfermedades.

Así que, a fumar a la puta calle – pero a la puta calle. Fumar en la puerta de los edificios debería estar prohibido. En nuestro antiguo edificio los fumadores tenían zonas habilitadas en los parkings, con sus papeleras-ceniceros y sus bancos, todo acristalado (¡qué monos, como los hamsters!). Nada mas mudarnos a este edificio me percate de que no tienen zona de fumadores propiamente dicha y se ponen en la puerta trasera con lo que a mí, tabacofoba total, me toca dar la vuelta padre todas las mañanas para entrar al banco sin respirar humo residual y toxinas.

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