Violación: la denuncia
© Eva
Giberti, Página 12
Los
títulos son diferentes, según sea el periódico que edite la información, pero
el hecho es siempre idéntico a sí mismo: mujer violada en la calle o en un
ascensor o en la escalera de un consorcio.
¿Aumentó
la proporción de violadores? Esta pregunta sólo puede aproximar alguna
respuesta estadísticamente aceptable según de qué institución provenga, ya que
sólo se registran aquellas historias que han sido denunciadas. La denuncia: ésa
es la clave.
Históricamente
–siglos XVIII y XIX en Europa– denunciar significaba demoler la honra de la
víctima. Se sostenía: “No habrá varón que quiera casarse con ella. Mejor no
decir nada y esconder lo sucedido”.
En la
actualidad, las denuncias avanzan gracias a la lucidez de las víctimas, muchas
de las cuales recurren a las comisarías y testimonian lo ocurrido más allá del
temor que aún conduce a desconfiar de los uniformados que habrán de recibirla.
Sin embargo, algunas modalidades han comenzado a cambiar en ese territorio,
merced al sostenido esfuerzo de los profesionales que asumen la necesidad de un
cambio imprescindible acerca de lo que significa violar y cuál es el trato que
una víctima necesita. Cambio que es preciso instalar en diversas áreas, aun en
las impensadas.
Para
ilustrar estas áreas en las que la modificación de los pensamientos es tardía
recuerdo la respuesta que dio un juez penal ante mi reclamo: “Si lo mando a la
cárcel lo primero que hacen sus compañeros es violarlo, porque ésa es la ley de
los pabellones: violar al violador, porque se lo considera un delincuente de
segunda clase. Como yo sé qué le va a suceder...”.
Conmovedora
preocupación de Su Señoría apuntando a la integridad sexual del violador.
Interés patriótico por la defensa de los derechos del victimario.
Esta
argumentación persiste enmascarada en otros procedimientos que en oportunidades
demoran judicialmente el éxito de la denuncia.
Por
ejemplo, para disminuir la responsabilidad del violador: “La chica, ¿era virgen
o ya había tenido experiencias sexuales?”, como si la diferencia aminorase el
abuso de poder que toda violación define.
No
alcanza con denunciar, es preciso mantener la denuncia contra todo
procedimiento que, en busca de equidad jurídica, conduzca a silenciar o
postergar la investigación del episodio. Si no se procede de este modo, los
violadores –que como sabemos suelen ser reincidentes– comprobarán la eficacia
de su impunidad, máxime en un país donde todavía se discute si el denominado
“sexo oral” –cuyo correcto nombre latino es fellatio, felación– constituye
violación.
Considerar
que felación obligada no es violación implica una notoria ideologización de las
funciones corporales. La omisión de la boca como zona erógena temprana,
descripta por las corrientes psicoanalíticas y culturalmente asumida como tal,
es un conocimiento que no forma parte del diseño de la violación como ataque a
la integridad sexual del sujeto.
Se
supone que sólo ano y vagina –asociados con las prácticas sexuales– constituyen
orificios que pueden ser violentados por la imposición del avance peneano. Se
ignora aquello que se entiende actualmente por sexualidad y por sexo,
instancias que ya no se definen exclusivamente por su soporte corporal. Aun si
pensáramos según los orificios del cuerpo como sustento anatómico, la
penetración del pene en la boca de la víctima bajo amenaza de muerte o de
golpes, nos pondría frente a una evidencia insoslayable al comparar orificios
violentados; evidencia que surge al reconocer que la boca es la zona de emisión
de las palabras, es decir, el ámbito del lenguaje vocal, el orificio que,
compartido con las especies animales, se diferencia de ellas merced a su
función parlante. A la que recurrimos cuando se trata de simbolizar mediante el
lenguaje, o sea, cuando somos menos animales.
La
felación constituye una violencia sexual proporcionada por quien es físicamente
más fuerte o está armado o dispone de un poder inapelable, y viola la identidad
humana de la víctima, viola un segmento fundamental en el proceso de
humanización, aquel que constituye el recinto de las palabras.
Si a dicha
violencia extrema se añade la emisión espermática del delincuente –culminación
parcial de su ejercicio de poder– la mucosa de la cavidad bucal de la víctima
se impregna con un contenido inundante que garantiza la condición de violada,
dado que la fellatio, en el canon de la violación, incluye ese final y no sólo
la intempestiva penetración.
Desconocer
el “sexo oral” como paradigma de una violación puede asociarse con quienes
buscan, sistemáticamente, la culpa de las víctimas en el delito, cuando ella es
una mujer. Se recurre a una negación “eficiente”: la mujer pronuncia las
palabras mentirosas destinadas a perjudicar a ese hombre. O sea, la boca
constituye –en las mujeres– una zona descalificada por definición. Imponerle
una fellatio recrea en ella un orificio que debe ser útil para aquello que no
sea hablar. Luego, no puede considerarse agravio a la integridad sexual, puesto
que en primer término y según algunos criterios jurídicos, la boca no forma
parte de “lo sexual” del sujeto y, en segundo término, si se trata de la boca
de una mujer no olvidemos que ella, en el Paraíso, la utilizó para comer el
fruto prohibido, o sea para pecar.
Si una
mujer recurre a la denuncia, como es su derecho y su responsabilidad como
ciudadana, exigiéndole al Estado que localice al violador, tendrá que remitirse
a una violación prolijamente clasificada en el meridiano corporal que
corresponda. De lo contrario, esta mujer violada no habrá padecido violación
porque la selección legal de los orificios de su cuerpo solamente legitima dos
alternativas.
Toda
legitimación conduce a la creación de una norma, tal como Weber lo planteara,
si bien corresponde distinguir entre la perspectiva de quien observa –los
juristas– y los actores –las víctimas– es decir, entre la creación de normas y
la descripción de los hechos, a cargo de las personas violadas.
Cuando
nos encontramos ante mecanismos normativos se transparenta el mundo de valores
culturalmente reconocidos por parte de quienes legitiman, es decir, desembocan
en la redacción de leyes, ajenas a la descripción de quienes han sido
vulneradas en su integridad sexual.
Ese
mundo de valores legitimados –el privilegiado por la ley que no considera
violación a la fellatio– es el que conduce a sospechar de las víctimas, va a
limitar la búsqueda de los violadores y a renegar de la integridad sexual que
compromete la totalidad del cuerpo del sujeto.
Cualquiera
sea la índole de la violación, la consigna es denunciar. Acumulando denuncias y
descripciones del delincuente es como se llega a detenerlos, ya que repiten sus
procedimientos, habitualmente dentro del mismo barrio. Pero habrá que recordar
que si el cuerpo ha sido violado por felación, o sea silenciando el grito, por
ahora los violadores no son tales, sino deportistas del abuso.
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