Eva Giberti: "Las adolescentes violadas molestan"
© Eva
Giberti, Página 12
En las
comunidades en las cuales el abuso de poder, la tortura y la impunidad ocuparon
un lugar privilegiado, enlazadas con las permanentes formas de violencias
contra las mujeres, las adolescentes violadas son integradas en la cotidianidad
como una forma de malestar.
Resulta
incómodo hablar de ellas porque no se ciñen a la mujer violada que “quizá fue
quien provocó al violador”, ni al horror de la niña de dos años violada por su
padre. A las adolescentes hay que pensarlas con un esfuerzo porque se les
podrían adjudicar las dudas acerca de su compromiso con el violador, pero
también la inocencia y el terror ante el sujeto. Además son incómodas por su
vulnerabilidad, ya que pueden engendrar. O sea, con ellas, todo mal, lo
suficiente como para fogonear un estado de malestar que resulta de no saber qué
es lo que conviene pensar acerca de la violación o acerca de las adolescentes.
Por el contrario, pensar acerca del violador remite a pautas tradicionales, ya
que es sabido que “los hombres tienen necesidades sexuales imperiosas que deben
aliviar”.
La
existencia del violador suele omitirse de la preocupación ciudadana
argumentando que no se sabe qué hacer con él, excepto la versión
fundamentalista de decretarle la muerte. Lo razonable sería detenerlo,
sometiéndolo a la ley, lo cual se torna difícil, porque lo protege el silencio
comunitario cuando busca alivio del malestar.
Esta
cáscara de silencio constituye un clásico para quienes estudiamos el tema. En
los intersticios de las libertades y de los derechos individuales se cuelan los
argumentos destinados al salvataje del delincuente, que es evaluado como quien
llevó a cabo un hecho que, al fin y al cabo, ya sucedió y no tiene remedio.
¿Quién
lo evalúa de ese modo? Tal vez Romina Tejerina podría respondernos. No estaría
sola: una pléyade de adolescentes violadas por desconocidos, así como por sus
padres, padrastros, hermanos y tíos diseñan un horizonte mundial que configura
no solamente un delito, sino una política de poder. Como toda política cuenta
con sus narrativas y con sus silencios, propios del delito, y además con los
aportados por los ajenos, que son quienes no lo reconocen o aun reconociéndolo
lo sumergen en los expedientes sin destino.
El
malestar –que no alcanza a indignaciones o a reclamos sociales– forma parte de
la necesidad de entibiar esta forma de violencia, en tanto y en cuanto violar
adolescentes está incluido en el ámbito de las mujeres violadas, como una
cuestión de género, esperable de acuerdo con la tradición. Sin embargo
corresponde aportar un matiz distintivo: una adolescente, diferenciándose de
una niña y de una adulta, sabe que está comenzando a integrar su cuerpo con y
en la capacidad reproductiva; sabe que se encuentra en el borde de un
aprendizaje para el cual su cuerpo comienza a generar una aptitud reproductiva
que la adulta conoce y de la cual la niña está alejada.
La
violación de una adolescente –que se inscribe en el feroz ámbito de los traumas
que el género mujer globaliza– implementa una particular crueldad, ya que sus
efectos, se produzca o no una gestación, arrasan, en capullo, la naciente
capacidad reproductiva de la víctima. Cuya representación, en la mente de la
adolescente, queda transfigurada y asociada a la irrupción corporal del
violador.
La
política de ejercicio de poder cuenta con la narrativa que suelen aportar
algunos medios de comunicación impostando un flujo de datos destinados a
canalizar la atención hacia el episodio o hacia sus resonancias familiares, de
manera tal que resulta evidente que “la chica ya está violada, qué se le va a
hacer”. Política que transforma a estos informantes en parte del hecho, al
mismo tiempo que se genera ventaja para el delincuente, entre otros motivos por
ausencia de descripciones acerca de lo que violar sea.
También
por ausencia de hipótesis acerca del delincuente.
¡Ah no,
eso sería peligrosísimo para los derechos del sujeto! Porque ¿realmente la
habrá violado? ¿Alcanza con la declaración de la adolescente? Declaración que
se instituye como acción narrada, es decir, como espacio político de la
víctima, único repelente para el ejercicio de poder que padeció. El espacio
político –la declaración de la víctima adolescente– se torna fundacional en
tanto y en cuanto denuncia que la vejación de su cuerpo se extendió a una
aptitud, a una capacidad en potencia, la de reproducirse.
La
crueldad penetrante fue más allá de su cuerpo real, de su mente, de su
subjetividad y de su memoria; arrasó con el potencial reproductor de ella en
tanto y en cuanto arriesgó una gravidez que, existente o no, siempre fue
posible. Es decir, el ejercicio de poder violó lo posible, aunque esa
posibilidad (un embarazo) no llegara a concretarse. Pero para el equilibrio
emocional de la adolescente alcanzó con que aprendiera qué podría haberle
ocurrido.
Sus
declaraciones pueden asemejarse a las de una adulta, pero sus narrativas hablan
de algo distinto, porque remiten a lo sucedido cuando ellas –las púberes y
adolescentes– esperaban que llegara el tiempo y la ocasión que apostara a su
posibilidad de reproducirse.
Cuando
la violación de una adolescente repica en un embarazo, el abuso de poder se
consagra, triunfa sobre su capacidad reproductiva. El violador se reproduce.
Frase odiosa para el producto de esa violación, pero fiel al pensamiento de la
víctima.
Si lo
pensamos en esos términos, el leve malestar social que produce la violación de
una adolescente (arriesgando una generalización) puede transformarse en algo
molesto y desagradable para la calma de las buenas personas que no tienen ganas
de preocuparse por estos temas. Molestia que, paradojalmente, sería
responsabilidad de la capacidad reproductiva de una adolescente violada cuya
fecundidad logra opacar la catástrofe de su violación. Y facilita el escamoteo
social de la figura del violador. Esto es lo que se avala mediante el silencio
encubridor: escándalo morboso alrededor de la víctima y despreocupación
ciudadana por lo que “total ya pasó”.
Mientras,
el violador elige a la próxima adolescente.
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