Lidia Falcón: ¿Por qué las feministas no quieren hablar de dinero?

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© Lidia Falcón

¿POR QUÉ LAS FEMINISTAS NO QUIEREN HABLAR DE DINERO?

La alegría con que se ha aprobado la Ley de Igualdad encubre que esta pretenciosa disposición no tiene presupuesto para ser puesta en práctica, ni en la vida cotidiana ni en la vida laboral, esas dos vidas que las mujeres tienen que conciliar valiéndose únicamente de sus pocas fuerzas para enfrentarse a una explotadora realidad que nadie cambia. Y que ahora se pretende mejorar echando la responsabilidad sobre las empresas privadas y sobre las familias.

Lo evidente es que las grandes empresas no cederán un ápice de sus proyectos empresariales por cederles puestos de dirección a las mujeres. Con situar en los Consejos a las hijas y las esposas –las amantes estaría peor visto- de los directivos, lo tendrán resuelto. En cuanto a las otras empresas, seguirán rechazando a las madres, y a las posibles madres, en el momento de la contratación o presionándolas con mobbing para que se marchen sin que nadie lo impida. Porque la Inspección de Trabajo brilla por su ausencia en el control del acoso laboral del que, según los sindicatos, más del 50% de las mujeres son víctimas.

Respecto al permiso parental y a la ingenua idea de que los hombres se corresponsabilicen del cuidado infantil y del trabajo doméstico, resultan totalmente inoperantes las medidas impuestas. En un país donde la estructura económica está basada en el trabajo gratuito de las mujeres y se reconoce que los hombres ganan del 30 hasta el 50% más que las mujeres, resulta ridículo que se pretenda que sean ellos los que pidan el permiso laboral para cuidar a los hijos.

La igualdad se pretende imponer también mediante la concesión de permisos de paternidad de quince días para ocuparse del recién nacido. Resulta tonta e inoperante la medida si lo que se espera es que las empresas contraten en igualdad de competencia a los hombres y a las mujeres. La enorme diferencia en qué consisten esos permisos, según se trate del padre o de la madre, no deja lugar a dudas, pero lo que parece olvidarse es que los niños tienen ser cuidados durante muchos años, y cuando las madres terminan el permiso legal se encuentran con la doble carga de criar al hijo y de reintegrarse al trabajo, por lo que es imposible, prácticamente, que una madre pueda atender las dos obligaciones, si no tiene la ayuda esforzada y continua de los abuelos, que están siendo utilizados igual que en el pasado.

Todas estas medidas significan la derrota de la socialización del trabajo doméstico, que, desde el siglo XIX, tanto los movimientos revolucionarios como el feminismo había defendido. Porque nada se dice de crear instituciones públicas, dejando los servicios en manos de la iniciativa privada cuyo precio es inasequible para la mayoría de familias. En resumidas cuentas, se trata de no invertir dinero para resolver los problemas de las mujeres. Lo mismo sucede con la Ley de Dependencia, por la que se destina fatalmente a la madre o a la esposa a cuidar a los discapacitados de su familia, sin que el Estado se responsabilice de la creación y mantenimiento de los establecimientos adecuados, que permitan a la mujer desempeñar un trabajo asalariado.

Pero lo más sorprendente, e inaceptable, es que las organizaciones de mujeres sean las que defiendan tales medidas. Observo asombrada que las feministas muestran un enorme entusiasmo respecto a las pomposas leyes de violencia, de igualdad, de dependencia, y ni hacen mención de las inversiones económicas que se precisan para que tengan alguna efectividad en la vida real de las mujeres. Todos sus discursos repiten los tópicos de la educación en casa y de que los hombres colaboren, sin que los problemas económicos como el nivel de los salarios, el coste de las guarderías y la carencia de residencias de ancianos y de atención sanitaria, las conmuevan un ápice. El gobierno ha echado sobre las mujeres la responsabilidad de ocuparse de su familia, y en todo caso de pelearse con el marido para repartir con él las tareas domésticas, y a las empresas la carga económica de aceptar innumerables permisos de sus empleadas y empleados, en un país con la productividad más baja de Europa. La privatización en definitiva de las cargas sociales, tan querida por el capitalismo.

Diríase que hemos perdido el siglo.

© Lidia Falcón
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