Eva Giberti: Ponerle nombre a ese daño horroroso
© Eva
Giberti, Página 12
- “Las
violaciones, incestos y abusos (que son categorías diferentes) constituyen el
soporte de la irrupción de la sexualidad adulta en la vida de la niñez: la
profanación del sujeto/niñ@, la subversión del orden que garantice la
convivencia entre adultos y criaturas.”
Las
citas bíblicas resultan esclarecedoras como antecedentes de violaciones e
incestos en tanto irrupciones de la sexualidad adulta en el universo infantil y
en la adolescencia, si bien no contamos con información suficiente para inferir
los efectos de estas prácticas en sus protagonistas. Si nos acercamos al mito
bíblico, leeremos, a partir del Génesis, que en determinado tiempo varios
ángeles descendieron a la Tierra por mandato divino. Tenían la misión de
acercarse a Lot, quien habitaba en una ciudad que conocemos como Sodoma. En la
primera mitad del capítulo 19 del Génesis, refiriéndose a la ciudad de Sodoma,
se narra el intento de violación, llevado a cabo por algunos habitantes de la
ciudad, contra los ángeles que se presentaron como huéspedes de Lot. El diálogo
de Lot con esos que pretendían violar a los forasteros –alojados en su casa– es
suficientemente explícito: “Y Lot les dijo: ‘Hermanos míos, no cometáis semejante
maldad. Tened en cuenta que yo tengo dos hijas que no han intimado aún con
hombre alguno. Permitidme que se las lleve afuera para que podáis hacer con
ellas lo que os plazca. Pero absteneos de hacer algo a estos hombres, porque
han venido a guarecerse bajo mi techo”.
Esta
narración tiene un antecedente en el capítulo 19 de Jueces, que narraré
sumariamente: un levita, con su mujer y su criado, no encuentra dónde alojarse,
en la ciudad de Efraim; entonces, un anciano les ofrece hospitalidad. Vecinos de
la ciudad pretenden violar al forastero y, para evitarlo, el dueño de casa les
ofrece a su hija virgen: “Abusad de ella, haced con ella aquello que os plazca,
pero con este hombre no cometáis semejante infamia”. Se reitera el ofrecimiento
de la joven virgen para la violación. La historia es más compleja: en paralelo,
los vecinos deciden violar a la mujer del levita y así lo hacen durante toda la
noche. Como consecuencia de ello y para evitarle el deshonor, su marido la
descuartiza y reparte las doce partes de su cadáver entre las que serían
después las doce tribus de Israel.
La
historia de Lot no finaliza en el punto que mencioné. Cuenta el texto bíblico
que las hijas de Lot provocaron incesto con él después de haberlo embriagado.
Habrían procedido de ese modo porque, después de la destrucción de la ciudad de
Sodoma, no quedarían hombres capaces de fecundarlas, y decidieron engendrar con
su padre. Pero las hermenéuticas actuales avanzan con otra lectura: se supone
que Lot fue quien decidió el incesto. Existe una frase bíblica que permite
suponerlo concretamente: “Quien se separe a sí mismo busca el deseo”, lo que
aclara que Lot deseaba a sus hijas.
No
resulta difícil reconocer la misma estrategia canónica, inicialmente desde el
mito bíblico: la responsabilidad es siempre de las víctimas; son ellas las que
causan la tentación. Y de ese modo se intenta gestar falsa memoria en las
víctimas, tal como sucede actualmente. Este intento de provocar sentimiento de
culpa y confusión en las víctimas constituye un clásico de las intervenciones
actuales con los niños y niñas víctimas, ya sea por parte de las familias
cuanto de las instituciones judiciales, salvadas sean las excepciones.
La
actual interpretación de los hechos anteriormente descriptos reclama la
perspectiva propia de los textos considerados sagrados; en este modelo que
expongo, la violación amenazante de la sexualidad de los varones (calificada
como infamia), viola además las sagradas leyes de la hospitalidad, ya
existentes en la Grecia Antigua. Corresponde interpretar que de este modo se
rompe la frontera entre lo divino y lo humano, metafóricamente asociado a
imponer la propia voluntad sexual contra la aceptación de quien sería la
víctima: el quiebre de un orden establecido.
Lo que
no resulta sencillo para nuestra comprensión es asumir que entregar a las hijas
vírgenes, como prenda para salvaguardar la integridad anatómica de un varón,
forme parte del orden establecido. Como no sea debido a mandatos patriarcales,
religiosamente protegidos.
¿Cuál
es la relación entre estos textos y la irrupción de la sexualidad adulta en las
vidas de niñ@s y adolescentes?
En
estas descripciones será preciso tener en cuenta que la evaluación moral de los
hechos depende del modo de percibirlos, o sea, de aprehender la presencia del
otro al mismo tiempo que reconocer la existencia del daño y del dolor de ese
otro. Lo cual demanda eludir las propias inhibiciones y cegueras personales
derivadas de concepciones ideológicas que no han sido revisadas y contrastadas
con otros criterios.
Aplicamos
nuestros valores según sea la forma en que se describen los hechos,
particularmente cuando aprendemos en la experiencia familiar y/o escolar: por
ejemplo, para quienes no se atreven a revisar las descripciones del texto
bíblico, los hechos sucedieron como siempre nos enseñaron, o sea, las hijas de
Lot se aprovecharon de su padre embriagado. Para otras lecturas, se elude la
ceguera que reproduce lo aprendido para mirar de otro modo lo descripto, a
partir de conceptualizaciones actuales, que son las que me permiten no sólo
interpretar los hechos tomando en cuenta su descripción –la percepción–, sino
incorporando el concepto con que se construyó la narración bíblica: crear la
culpa de la víctima, es decir, de las hijas de Lot.
El
efecto directriz de estas irrupciones de la sexualidad adulta se focaliza en
desculpabilizar al victimario, naturalizando el delito, responsabilizando a la
víctima como promotora del mismo. Lograr que la víctima sienta culpa y
vergüenza por lo que le ha acaecido; es el primer efecto del arrasamiento de la
sexualidad adulta sobre el niño, niña o adolescente. Suponemos que duradero: la
experiencia clínica nos evidencia que reacciones personales y sociales de una
pléyade de seres humanos, treinta o cuarenta años después de padecida la
violencia sexual, se comportan, frente a la sexualidad o frente a las
diferentes formas de libidinación placentera, con respuestas absolutamente
impropias y alejadas de lo que podría considerarse esperable en forma de
disfrute.
¿Por
qué hablamos de los efectos de la irrupción de la sexualidad adulta en la
historia de vida de niños y de niñas?
Porque
necesitamos ponerle nombre a ese daño horroroso. Entonces enunciamos
clasificaciones, como por ejemplo el efecto durante los dos primeros años después
de cometido el delito, o los efectos en determinados comportamientos. O sea,
necesitamos sostenernos en la canónica de las clasificaciones y enunciaciones
correlativas para otorgarle sentido a lo que también nos daña en tanto testigos
de esos efectos.
Nominar
la persistencia de esos daños nos impulsa a otra índole de registro, de
percepción, reconocer que pudo haberse impedido, o sea, que pudo no haber
sucedido aquello horroroso. Premisa que posiciona el ataque adulto en el ámbito
de la contingencia, circunstancia que fundamenta la justicia que se reclama
para la víctima. Esa contingencia define nuestra impotencia ante quienes
deciden victimizar al niño o a la niña, en tanto no cuentan con protección que
permita prever el delito, exceptuando aquellos niños y niñas que han sido
advertidos y pueden zafar del ataque. De lo contrario, lo contingente y por
ende impredecible de las violaciones, incestos y abusos (que son categorías
diferentes), constituye el soporte de la irrupción de la sexualidad adulta en
la vida de la niñez.
Interesa
apreciar esta variable para superar las habituales clasificaciones que apuntan
a reproducir la escena del delito, ya que cada vez que enunciamos los efectos
–insomnios y pesadillas, lenguaje sexualizado y otros síntomas– nos incluimos,
necesariamente, en la escena del delito: “El niño tiene esta respuesta porque
le hicieron tal cosa”. Explicitación necesaria para la realización de un
psicodiagnóstico, pero insuficiente para reflexionar acerca de otros niveles de
análisis. Así como precisamos incluir, en las variables de los efectos, la
tesis del encarnizamiento, palabra cuyo significado es: “Crueldad con que
alguien se ceba en la desgracia de otro”.
Es un
vocablo que actualmente se prioriza en bioética para referirse al encarnizamiento
terapéutico, prolongando la vida de determinados enfermos, al costo de la
sacralidad del derecho a una muerte propia y natural, digna, sin postergaciones
artificialmente sostenidas.
La
utilizo en su indudable asociación con la carne, palabra con doble origen
griego y latino (sarx en griego, caro-carnis en latín), una de cuyas acepciones
remite a los apetitos sensuales, a cargo del victimario, y su tercera acepción
se refiere a la pulpa, la parte tierna o blanda del interior de los árboles o de
los frutos, que sin duda es la que aporta la víctima. Ya sea mediante su cuerpo
arrasado tanto en sus genitales vírgenes de contactos sexuales ajenos, es
decir, tiernos, cuanto en sus miradas y sensaciones alejadas del espectáculo
que la genitalización brutal protagoniza.
Al
utilizar la palabra encarnizamiento, distingo carne (en su acompañante latino
caro) del vocablo cuerpo (corpus), dado que carne es vocablo utilizado
tradicionalmente –desde tiempos medievales– en asociación con aquello que se
opone al espíritu.
Los
efectos de estas irrupciones de las sexualidades adultas en sus víctimas
generan deterioro en la carne corporalmente registrada, en tanto lesión, y
tambien desencadenan temblor psíquico –metafóricamente hablando– en su
funcionamiento como reproducción postraumática de lo padecido, y aun en los
casos en los que ha sido posible lograr un orgasmo reflejo en la criatura,
produce daño como asombro sorprendido en relación con las respuestas del propio
cuerpo.
Preciso
es incluir el efecto de iniciación apelando a la deformación del sentido de lo
iniciático vinculado con lo espiritual. Se trata de una iniciación mediante la
vulneración del derecho a consentir en el ejercicio de la propia sexualidad a
partir del raciocinio; raciocinio que en este tema podemos inferir ausente en
el niño o la niña y aun en las adolescentes, cualquiera de ell@s captad@s,
inclusive, por los efectos de la fascinación, de la seducción y tal vez de la
imitación.
O sea,
en tanto corpus y en tanto caro, en tanto cuerpo y en tanto su alternativa de
lesionar la espiritualidad de la víctima, el daño es de tal índole que reclama,
en cada situación, diagnóstico diferencial, con clara vigencia de lo psíquico,
de lo corporal y de lo sacral como categoría reconocible en el sujeto, es decir,
con perspectiva de una unidad inmanente, inseparable de él.
Lo
vivencial
Vivencias
implica mente, emociones y cuerpo respecto de la propia sexualidad. Sin
necesidad de la aparición del trauma, el sujeto puede procesar de manera
traumática sus vivencias acerca de la sexualidad, particularmente de las
representaciones de su sexualidad reprimida. El resultado de esa represión es
que el efecto irrumpe, no ante el recuerdo y/o representación de sus vivencias
sexuales, sino como lo que ha sido vivido, sin lograr ser significado, es decir
hablado, tramitado y de ese modo aquellas vivencias continúan produciendo
efectos.
(Los
lacanianos dirían que lo que se fija es un goce que irrumpe como lo vivido y no
ante el recuerdo, que no ha sido significado y eso sigue generando efectos.)
Cuando
la víctima puede comenzar a hablar, inicia un proceso significante que,
paradójicamente, a medida que se desarrolla, incluye una sensación de “lo
imposible”, un vacío en su comprensión que al mismo tiempo se anuda en la características
simbólica de su narración. En éste se introduce un particular fenómeno de
fantasma: habla de lo que le parece imposible haber vivido, imposibilidad que
resulta asociada, anudada con el significante que la palabra le aporta.
Para
quien escucha la declaración a distancia comienza a tomar sentido la
descripción de los hechos, en tanto brota la claridad de lo sucedido, pero en
ese momento la víctima está sumergida en el vacío de darse cuenta de que lo
sucedido es un imposible, que no pudo haberle sucedido “eso”.
Este
fenómeno no es el menor de las inconvenientes con los que nos encontramos
quienes escuchamos a las víctimas.
El
estrago
En el
momento en que la víctima puede comenzar a contar lo que esperamos (situación
del otro que escucha y que constituye un indicador clave para la evaluación de
los hechos), tratamos de reconocer lo “real” (queriendo decir auténtico o
genuino) del trauma que incluirá los antiguos fantasmas vinculados con el modo
en que procesó inicialmente el registro de su sexualidad. O sea, el
conocimiento de la estrictez, exactitud de lo acaecido cuando se l@ victimizó
queda atrapado por diversas variables: las ya conocidas que se refieren al
trato que recibió en su familia o en la escuela cuando comenzó a contar, el
abordaje profesional inicial, la familiaridad o no del victimario y otras
variables descriptas sistemáticamente en aportes técnicos, aquello que mantiene
a la víctima en contacto con lo imposible de ese agujero donde fue sumergida.
Será su propia convicción acerca del episodio traumático lo que se convertirá
en un efecto subjetivo, que acompañe a todos los síntomas conocidos, o a la
desaparición de ellos.
Lo
imposible inquietante es lo imposible del orden quebrado, el ingrávido y
persistente fantasma que acompaña de manera no inevitablemente insuperable,
pero sí memorable, haber quedado atrapado en la frontera que separa lo sacral
de lo profano, desfondada la integridad sexual.
La
lujuria del adulto (luxuria) atenta contra tal integridad: es un pecado capital
para los cristianos que violenta el orden racional y promueve la
concupiscencia. Los escolásticos del siglo XIII sostenían que el estupro, el
rapto, el incesto, el pecado contra natura (homosexualidad) –entre otros–
constituían las diversas especies de la lujuria. Dimensiones a las que debemos
añadir los desórdenes morales de la palabra, estudiados por Tomás de Aquino,
para quien la fuerza de este pecado es aquello que en el plano del discurso
determina la matriz del mismo, puesto que el lujurioso habla de las torpezas
que anidan en su interior y ordena sus palabras en busca de placer (peccatum
oris). Por lo general de índole grosera, como sucia acumulación de palabras
vulgares, sórdidas e impuras.
El
análisis de aquello que la concupiscencia sea nos conduce a los textos
escolásticos (tardomedievales), cuando se incluyó el vocablo fomes –sin
traducción actual–, que se refiere al apetito por lo sensible, por lo general
de manera desordenada (empezando por Adán y Eva, que actuaron presionados por
sus pulsiones). Se la reconoce como una “inclinación”. Lo cual no es gratuito,
porque Guillermo de Ockam, en una de sus obras, habrá de sostener algo que
podría resultar riesgoso para nuestra orientación actual frente a estos
delitos. Afirma que la concupiscencia apunta a los estados mórbidos de la carne
que inclina el apetito sensible del hombre a un acto inmoral, y por otra parte
al estado del cuerpo que inclina el apetito sensible a un acto más intenso de
lo que dicta la razón, “como si lo estuviera de manera innata”. Aseveración que
suma puntaje para la convicción acerca de lo indomable de tales impulsos, al
mismo tiempo que exculpa a quien los asume en hechos reales.
En el
horizonte, la profanación del sujeto/niñ@, la subversión del orden que
garantice la convivencia entre adultos y criaturas, el estrago como devastación
no sólo en tanto cuerpo profanado sino vivencias in–significadas y consagración
del placer adulto que constituye otro efecto de los incestos, abusos y
violaciones, cuyo orden de registro no se dimensiona en la víctima sino en la
toxicidad social que la impunidad de los victimarios desparrama.
El
estrago se dimensiona en el ida y vuelta de cada movimiento que ejecuta el
agresor y se consagra en la denuncia cuando ésta no es atendida. La denuncia,
que avala el daño, es la que debe sostenerse, porque es la palabra de la
víctima. El delito se ramifica en el sujeto que lo comete, la denuncia es la
que garantiza el derecho de la víctima y la que inscribe socialmente la
dimensión del daño. El estrago se consuma si no se escucha la palabra de los
niños y de las niñas, si la Justicia se ocupa de clasificar el delito en lugar
de reparar el derecho de la víctima.
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