Amelia Valcárcel: La democracia, el velo y la tolerancia
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Amelia Valcárcel, El País
Hasta
hace poco el conocimiento que teníamos del multiculturalismo se reducía a la
oferta gastronómica. Muchos de nosotros somos multiculturalistas activos por la
parte del estómago. Nos gusta comer hindú, chino, marroquí, griego, tai y
amerindio. Como alrededor de una mesa bien provista la gente tiende a entenderse,
podemos llegar a pensar que la democracia es también esa gran mesa donde se
sirven sin tasa derechos, libertades y oportunidades. Pero resulta que hay
códigos alimentarios distintos y también gentes que rechazan algunos de los
platos morales y políticos de la democracia.
El
multiculturalismo es una ideología ampliamente aceptada. Procede del elogio de
la diferencia. Su fondo es que cada uno y cada grupo posee características
propias que enriquecen al conjunto. Por lo mismo no cabe impedir ninguna de
ellas. Como a la vez nuestra ontología actual es individualista, a este aceptar
todo sólo le ponemos una condición: que nadie sea obligado a hacer algo que no
desee. Pero si una práctica no compartida cuenta con el asentimiento de quien
la realiza se supone que debemos darla por buena.
Si esa
pañoleta es un signo religioso, está de más en un espacio público
Una
niña quiere ponerse velo para estar en su casa. A nadie se le ocurriría
afeárselo. Lo privado es privado. Cada quien en su privacidad es monarca.
También quiere usarlo para ir por la calle. Consecuencia: la ciudad presentará
más variedad cosmopolita. Para ir a la escuela. Aparece el límite y se produce
el problema.
Se
supone que la educación prima; es un derecho constitucional. Y existe además un
implícito: que se eduque la niña con pañoleta para que luego pueda quitársela
si quiere. Lo segundo es, como poco, impredecible. Lo primero una incongruencia
con otros principios igualmente respetables en nuestra convivencia. Si esa
pañoleta es un signo religioso, está de más en un espacio público. Porque las
religiones son incompatibles surgió la primera forma de la idea de tolerancia.
Holanda en el siglo XVII consagró el principio de que "cada ciudadano debe
ser libre de observar su religión y que nadie puede ser molestado o interrogado
por causa de su culto". Esto es, el Estado se hacía superior a las
religiones y las declaraba privadas. El Estado aseguraba que las haría convivir
sin que entre ellas se agredieran; en espacios distintos, naturalmente. Impedía
el fundamentalismo.
Porque
no es fundamentalismo creer mucho y con gran vehemencia lo que uno crea, sino
pensar que la religión es una verdad tan perfecta que debe organizar el mundo
completo, incluida la política. Es más, que la religión es mejor, de más calidad
que cualquier otro espacio común. El fundamentalismo quiere organizar toda vida
y convivencia.
La
democracia ha ido inventando y trazando una larga serie de normas y valores
comunes que son obligados para mantener la eficiencia y el civismo. La educación,
que es deber del Estado proporcionar y derecho de todo ciudadano y ciudadana
adquirir, también es en los últimos tiempos una obligación: las familias pueden
ser vigiladas por el Estado para que cumplan con ella, hasta el punto de que a
quienes no escolarizaran a sus hijos, incluso se les podría quitar nada menos
que la tutela de ellos. Ni algo tan fuerte como que mis hijos son mis hijos
está fuera del alcance de esa instancia común y los poderes que le hemos dado.
Como el
Estado no apoya a ninguna religión, sino que las protege a todas, en sus
espacios, los públicos, incluidos los educativos, no debe haber signos
religiosos. Nos parecería raro y hasta enfermo que un alumno insistiera en
portar un crucifijo -de tamaño, pongamos, de una cabeza humana-, posarlo en su
pupitre y procesionarlo durante los recreos. Puede hacer eso, si lo tiene por
gusto, en privado, o en su templo. Los espacios definidos como públicos, en los
que por ende se transmiten los valores que hacen posible la convivencia plural,
no deben ser espacios de contienda. El Estado tiene, por deber de tolerancia,
la obligación de mantenerlos libres de prácticas sectarias.
Pero si
esa pañoleta es además una marca sobre la moral particular que deben seguir las
mujeres, una marca a su vez privativa de unas creencias particulares, está
fuera de cuestión darle legitimidad. La igualdad entre los sexos es principio
constitucional de la mayor envergadura. No se tolerará la discriminación contra
las mujeres. ¡Pero la niña quiere serlo! Su padre también acuerda. Y su
comunidad de encuadre. Su religión y su cultura le marcan un papel porque es
mujer, con el que ella y los suyos están de acuerdo. Ella es un ser con deberes
especiales, la decencia sexual y la obediencia que significa de ese modo. Pues
bien, podemos ir a comer la comida del vecino, pero difícilmente podemos creer,
de vez en cuando, lo que cree el vecino; aquí no hay caso de alegría por la
diferencia. Cuanto más que la libertad actual de las mujeres se ha construido
al abolir tales marcas.
En fin,
la libertad individual no es ni puede ser el fundamento para una conducta que
se tuvo que abandonar a fin de construirla; en nuestro caso la libertad ha sido
la consecuencia del rechazo de ese injusto y arcaico orden.
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