Violencia de género perpetrada o tolerada por el Estado o sus agentes en América Latina y el Caribe
* * copiado tal
cual del informe "¡Ni una más! El derecho a vivir una vida libre de
violencia en América Latina y el Caribe", editado por Sonia Montaño y Diane
Alméras, publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL) con fondos de UNICEF, ONUSIDA y UNIFEM.
De acuerdo con el
estudio del Secretario General, los agentes del Estado incluyen “todas las
personas facultadas para ejercer elementos de la autoridad del Estado –miembros
de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, así como agentes de la ley,
funcionarios de la seguridad social, guardias carcelarios, funcionarios de los
lugares de detención, funcionarios de inmigración y miembros de las fuerzas
militares y de seguridad” (Naciones Unidas, 2006b). En este acápite, se destaca
la violencia institucional como resultado de la baja prioridad otorgada al
combate contra la violencia, además se ponen en relieve las formas de violencia
de género toleradas por el Estado y sus agentes contra las migrantes, las
indígenas y afrodescendientes y la violencia contra las mujeres en conflictos
armados. Cabe señalar que cada una de estas expresiones afectan, en especial,
la vida cotidiana de las mujeres y de las niñas que viven en zonas rurales,
provocando un conjunto de costos que aquejan no solo a sus víctimas directas,
sino también alimentan el círculo de la pobreza, impiden el desarrollo productivo
y desequilibran el desarrollo nacional.
1. Violencia institucional
En la mayoría de
los países de América Latina y el Caribe, la atención a la violencia ha surgido
de las organizaciones no gubernamentales, que han diseñado modelos que,
posteriormente, han inspirado la puesta en marcha de programas gubernamentales
y de cooperación internacional. La Oficina Jurídica para la Mujer y el Centro
de Información y Desarrollo de la Mujer (CIDEM) en Bolivia, la Corporación Casa
de la Mujer en Colombia, el Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la
Mujer (CEPAM) en Ecuador, el Centro de la Mujer Peruana Flora Tristán en Perú y
el Centro de Investigación para la Acción Femenina (CIPAF) en la República
Dominicana son algunos ejemplos de experiencias orientadas a brindar atención
de calidad a las víctimas de violencia. En Brasil fueron las mujeres del
movimiento feminista agrupadas en el Conselho de la Mulher quienes impulsaron
la creación de las primeras comisarías especializadas en atender los casos de
violencia en la década de 1980.
A más de 20 años
de estas primeras experiencias, la mayoría de los gobiernos cuenta con planes y
programas públicos en distintos ámbitos, sobre todo en el de salud, la policía
y las casas de acogida. Sin embargo, dichos servicios padecen debilidades,
puesto que el tránsito de lo experimental y piloto en la sociedad civil a lo
gubernamental y masivo no ha contado con los recursos humanos, financieros y
técnicos, además de que su implementación, con frecuencia, ha perdido la
calidez y compromiso de los ejecutores. A esto, se suma la persistencia de
prácticas discriminatorias en la policía, los servicios de salud y los recintos
de acogida, ya sea porque la demanda supera la oferta o porque las autoridades
a cargo no le prestan suficiente atención.
En el recuadro 11
se muestran los dilemas éticos y jurídicos que surgen del desempeño de los
servicios médico-legales en la identificación, registro y prueba de casos de
violencia sexual. Es habitual que en esas instancias –importantes para que se
haga justicia– se victimice a las denunciantes y que su condición de mujeres
las transforme en sospechosas. Los momentos críticos en la atención a las
víctimas desalientan el ejercicio de los derechos de las personas –que
prefieren no denunciar para evitar la repetición del trauma–, lo que se suma a
la incompetencia de las instituciones: procedimientos engorrosos para
certificar el delito, altos costos administrativos de los trámites, falta de
confidencialidad, temor y resistencia de los profesionales –en especial de la
salud– para indagar las causas de las lesiones o traumas, desconfianza ante los
funcionarios y desconocimiento de normas que favorecen a las denunciantes
(Arauco, Mamani y Rojas, 2006).
En un estudio de
caso chileno sobre los servicios de salud, se muestra que la atención que
reciben las víctimas no es especializada y tampoco se realiza en buenas
condiciones. No hay un trabajo de contención, de apoyo psicológico ni de
orientación legal o de otro tipo. La falta de normas de procedimientos y de
preparación adecuada para atender el problema del personal de los hospitales
públicos, facilita la victimización secundaria y permite la instalación de la
violencia de género en los propios servicios de salud. Un factor adicional de
violencia institucional lo constituye el lugar de tercer orden otorgado a los
programas de seguimiento, instalados en el ámbito de la salud mental, al que se
dedican recursos reducidos. Aun cuando este paso “fue fundamental para dar a la
violencia contra las mujeres un estatuto de problema de salud, actualmente esta
ubicación resulta limitante” (Provoste y Valdebenito, 2006).
En definitiva, la
violencia institucional se expresa mediante la criminalización de la víctima en
policías o juzgados, la negligencia para investigar las causas detrás de las
demandas en los servicios de salud, la repetición traumática de la experiencia
de las víctimas en los procesos judiciales, la lentitud y complejidad de los
procedimientos administrativos y la baja prioridad que estos servicios tienen
en las políticas y presupuestos gubernamentales. En Bolivia, por ejemplo, se
muestra que en ciertos casos policías sancionadas están a cargo de las Brigadas
de Protección a la familia, que lo sienten como una sanción o un impedimento
para sus carreras y ascenso en el escalafón. Además, adolecen del equipo mínimo
necesario para atender los casos que se presentan, debiendo desempeñarse como
psicólogas, abogadas y hasta destinar dinero de sus bolsillos para proteger a
las mujeres. La violencia institucional también se expresa en la brecha lingüística
entre las mujeres que hablan lenguas originarias y las autoridades que
desconocen estos idiomas, lo que dificulta la comunicación.
2. Violencia contra las mujeres migrantes
En los estudios
sobre migración femenina, se ha constatado que las diferencias de género se
relacionan con la segregación ocupacional y el predominio de empleos precarios.
En este contexto, las mujeres migrantes se arriesgan, en relación con la
violencia, a enfrentar los peligros vinculados a la prostitución y a la
ilegalidad del servicio doméstico, así como a una mayor vulnerabilidad durante
el proceso de traslado (Staab, 2003). Esta mayor vulnerabilidad se explica por
el conjunto de condiciones que rodean los circuitos migratorios. Muchas de las
mujeres migrantes provienen del medio rural, pasan fronteras internacionales a
menudo sin los documentos necesarios y sin ninguna red de apoyo, lo que las
expone a diversas formas de violencia sexual a cambio de protección. Estos
actos se agravan en la medida que las migrantes no hablan la lengua de las
autoridades, ya que, en la mayoría de los casos, no tienen acceso a atención
jurídica ni a intérprete. Cabe mencionar que los casos de violación durante la
custodia y otras formas de violencia sexual contra las indocumentadas, así como
la falta de denuncias de esas violaciones, ilustran las raíces comunes entre la
violencia contra la mujer y las formas de discriminación e intolerancia.
En la frontera sur
de México, un 70% de las migrantes es víctima de violencia, de las que un 60%
sufre algún tipo de abuso sexual –desde la coacción sexual hasta la violación–
durante el viaje. De hecho, la frontera mexicana con Estados Unidos es uno de
los lugares más peligrosos, en que las mujeres son víctimas de violencia
sexual, prostitución forzada, trata y feminicidio. Las migrantes irregulares
internacionales cruzan las fronteras sin los documentos necesarios y sin redes
sociales de apoyo y protección (Obando, 2003). Se aumentan, así, las
posibilidades del tráfico ilícito de migrantes, trata, explotación sexual
comercial o prostitución forzada y les dificulta a las mujeres migrantes
recurrir a los sistemas de seguridad social, justicia y a los servicios de
atención (recuadro 12). También surgen otros obstáculos cuando el permiso de
residencia de la migrante en el país depende del mantenimiento del vínculo
matrimonial con el agresor, una situación que se agrava dado que en la mayoría
de los casos las mujeres migrantes no poseen las redes sociales que en su país
de origen podrían servirle de apoyo.
3. Violencia contra las mujeres indígenas y afrodescendientes
El 80% de las
personas indígenas vive en Centroamérica y en los Andes centrales, es decir, en
un área que comprende Bolivia, Ecuador, Guatemala, México y Perú. No todos los
países de la región han estado dispuestos a reconocer y respetar la diversidad
étnica y cultural que los caracteriza, lo que se ha traducido históricamente en
la exclusión de los pueblos indígenas de los procesos de desarrollo en los
aspectos económicos y políticos, así como en una persistente discriminación
acompañada de significativos niveles de desigualdad social.
El porcentaje de
población indígena es muy alto en regiones como la andina, Centroamérica y
México, sin embargo, no existen suficientes investigaciones. Hay algunos
estudios que abordan la situación de los derechos humanos de las mujeres
indígenas y las relaciones de género en sus comunidades, junto con los primeros
diagnósticos sobre la violencia en las relaciones de pareja en comunidades
indígenas específicas. Las investigaciones sobre etnicidad, género y pobreza
coinciden en señalar que las mujeres indígenas y afrodescendientes son las más
afectadas por la exclusión y las distintas expresiones de discriminación, que
se traducen, por lo general, en situaciones de alta marginalidad en el mercado
laboral y bajos niveles educacionales. En Estados Unidos, las cifras del
Departamento de Justicia indican que las mujeres indígenas tienen 2,5 veces más
probabilidades de ser violadas o sufrir agresiones sexuales que el resto de las
mujeres de ese país –más de una de cada tres mujeres indígenas serán violadas
en el transcurso de su vida– (Amnistía Internacional, 2007b).
Según un estudio
realizado en Bolivia, Brasil, Ecuador, Guatemala y Panamá, la condición
indígena conlleva déficits de alfabetización y de educación mayores que los que
afligen a las poblaciones no indígenas. Asimismo, la condición de la mujer
indígena en estos países implica una situación de analfabetismo y de educación
insuficiente peores que la de los hombres indígenas y de las mujeres no
indígenas. Este factor, sin ser determinante, incide en la vulnerabilidad a la
violencia y, en especial, a la violencia física (Calla, 2007).
Las mujeres
indígenas enfrentan barreras adicionales cuando deciden acudir a las
instituciones y a los servicios de salud. Algunas investigaciones recientes dan
cuenta de la exclusión cultural, idiomática y el trato discriminatorio que
reciben, hecho que se agrava si son campesinas y pobres, por lo que consultan
primero a un médico tradicional y luego buscan ayuda en el sistema formal de
salud, cuando la gravedad de la violencia sobrepasa las estrategias de
protección de sus redes sociales más cercanas. La exclusión cultural de las
instituciones y la falta de respuestas satisfactorias hace que muchas mujeres vuelvan
a la situación de violencia con mayor riesgo para su salud y su vida (Arauco,
Mamani y Rojas, 2006).
La disyuntiva en
la que se encuentran las mujeres indígenas violentadas alarma especialmente al
Foro Internacional de Mujeres Indígenas (FIMI), puesto que la separación de las
víctimas de sus agresores conlleva un conjunto de amenazas no consideradas por
los programas de protección: en la mayoría de los casos, dejar una pareja
abusiva significa también abandonar su comunidad, lo que involucra pérdidas
culturales y de identidad, que las obliga a una asimilación de otros contextos
sociales, donde, por su origen étnico, se enfrentarán a un alto riesgo de
discriminación y violencia racista (FIMI, 2006).
Son preocupantes
también los desplazamientos forzados de las comunidades indígenas (Colombia,
Guatemala, México y Perú) y los conflictos que de ellos se derivan, los que
provocan un aumento exponencial de los niveles de violencia física y sexual
contra las niñas y adolescentes, fundamentalmente. Estos desplazamientos
entrañan la desintegración familiar y de las comunidades y, por ende, tienen
consecuencias nefastas en el acceso a los servicios de salud, la educación, la
vivienda y, en general, en el bienestar de niñas, niños y adolescentes.
Para el Foro
Internacional de Mujeres Indígenas, las medidas encaminadas a penalizar la
violencia sexual deben abordar el problema de cómo hacer cumplir a los Estados
sus obligaciones de diligencia debida hacia los miembros de comunidades que
ellos mismos oprimen. En Estados Unidos y Australia, por ejemplo, las políticas
de detención preceptiva en casos de violencia doméstica han aumentado la
intervención y el control estatal de las mujeres indígenas y sus familias, así
como de mujeres de color, inmigrantes o pobres (Alemán, 2007).
En América Latina,
la situación social de los afrodescendientes es muy distinta de aquellos de los
países del Caribe, donde son mayoría y participan activamente en todos los
procesos de toma de decisión. Aun cuando constituyen una fracción muy
significativa de la población (representan al menos el 30%), la información disponible
sobre las poblaciones afrodescendientes de los países latinoamericanos es muy
escasa. Para los censos de la ronda del año 2000, cinco países identificaban la
población afrodescendiente: Brasil, Costa Rica, Ecuador, Guatemala y Honduras.
Exceptuando Costa Rica, todos dejan en evidencia importantes desigualdades raciales,
en especial Brasil y Ecuador (Rangel, 2006). En el año 2001, un 62% de la
población blanca se encontraba por encima de la línea de pobreza, mientras solo
el 37,5% de los afrodescendientes se ubicaba arriba de ella en Brasil (Naciones
Unidas, 2005d). En Ecuador, 7 de cada 10 afrodescendientes son pobres y los
indicadores de educación, empleo, ingresos y acceso a la salud muestran una
situación de vulnerabilidad cercana a la de los pueblos indígenas o hasta mayor
como en el caso del nivel de desempleo –un 12% por los afroecuatorianos y un 3%
por los indígenas– (Sánchez, 2006). En Colombia los indicadores de condiciones
de vida –hacinamiento promedio en los hogares, clima educativo promedio,
inasistencia escolar y las líneas de indigencia y pobreza– ponen en relieve un
patrón de desigualdad regional según el origen racial de las poblaciones
–peores condiciones en las tres regiones del país con importante población
negra y mulata respecto de los promedios rurales y urbanos nacionales– y para
la población afrocolombiana de Cali respecto de la que no lo es.
Al no existir
datos estadísticos específicos sobre la violencia de género hacia las mujeres
afrodescendientes, el tema ha tomado una creciente relevancia en los encuentros
de los movimientos afrodescendientes en América Latina. La ausencia de
información da cuenta, en cierta manera, de la negación de la discriminación y
el racismo ilustrada en el recuadro 14, negación que contribuye a perpetuarlos
e impide la implementación de programas específicos sustentados en indicadores
sobre la población afrodescendiente. Según la coordinadora nacional del
Movimiento Étnico de Mujeres Negras de Colombia, la exclusión y la ausencia de
políticas interculturales orientadas hacia la violencia contra las mujeres
afrodescendientes manifiesta que el propio Estado ejerce esta violencia
(Actualidad Étnica, 2006).
4. Violencia contra las mujeres en conflictos armados
Si bien la guerra
no es un invento de este siglo, ha convertido a la población civil, no
combatiente, en víctimas de los conflictos armados nacionales o
internacionales. Esta mayoría está drásticamente formada por mujeres, niños y
niñas y ancianos. Lo que el siglo XX también aportó fue la violencia sexual
usada como instrumento de terror y de limpieza étnica empleada fundamental,
aunque no exclusivamente, contra mujeres y niñas, tanto en el ámbito nacional,
como regional o internacional (Odio, 2004).
En América Latina
existe una historia de violencia y conflictos políticos y sociales que han dado
lugar a la conformación de diversos escenarios en los que las mujeres han sido
víctimas de una violencia sistemática. Durante los conflictos armados, muchas
son sometidas a mecanismos de represión que van desde el arresto hasta los
abusos psicológicos, físicos y sexuales sistemáticos –una consecuencia de ello
es el embarazo forzado—, los desplazamientos bajo coerción, así como su
inserción en programas de trabajos forzosos que con frecuencia incluyen trabajo
sexual. Estas situaciones multiplican los riesgos de contraer VIH/SIDA, así
como otras enfermedades de transmisión sexual, debido al ejercicio sistemático
de la violación como arma de guerra.
Las zonas civiles
militarizadas se transforman en un lugar ideal para el ejercicio de la
violencia y el abuso de poder por parte de los actores armados. En estos
contextos, otra manifestación de violencia es la inclusión forzada de las
mujeres –que a veces es voluntaria como reacción ante los abusos que han
sufrido– a la lucha armada, ya sea en los combates o en misiones suicidas.
En las investigaciones
realizadas por el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer
(UNIFEM) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para
conocer la situación de las mujeres desplazadas durante el conflicto con el
grupo terrorista Sendero Luminoso (Perú), se documentó la existencia de altos
niveles de desnutrición, deterioro de la salud reproductiva y daños producidos
por violación y agresiones sexuales. De acuerdo con el Informe mundial sobre
violencia de la OMS (2002a) en Colombia, cada dos días moría una mujer como
consecuencia del conflicto armado. Según Amnistía Internacional, entre los
sectores que corren más peligro en este país están las afrodescendientes y las
indígenas, las desplazadas, las campesinas y las pobladoras de barrios de la
periferia de las ciudades, muchas de ellas ya desplazadas (Amnistía
Internacional, 2004a).
Las mujeres y
adolescentes son víctimas de desplazamientos bajo coerción, prostitución,
violación sexual y abortos forzados e intimidación respecto de su participación
política.62 Según estimaciones de la Red de Solidaridad Social (RSS), de enero
a junio de 2002, un 47,6% de las personas desplazadas fueron mujeres y un 44,3%
menores de 18 años.
Por otra parte,
las mujeres que se han alistado en algún grupo armado, por voluntad propia
(generalmente como reacción frente a alguna agresión previa hacia ellas o sus
familias) o por coerción, han sufrido expresiones de violencia similares en los
grupos armados. La lógica militar, jerárquica y disciplinante las coloca –en
virtud del género– en posiciones inferiores, con un alto riesgo de sufrir
violencia emocional, física y sexual (recuadro 15).
Pese a la grave
situación de violencia que sufren las mujeres colombianas debido al conflicto
armado, es importante destacar que las organizaciones de mujeres son las que
mejor han logrado desarrollar un análisis de las raíces y consecuencias del
conflicto y la militarización de sus territorios y, al mismo tiempo,
estructurar un trabajo organizativo sobre la base de la formación de núcleos de
acción en distintas ciudades en el interior del país. El ejemplo más conocido
es la campaña “Ruta Pacífica de las Mujeres”, que ha denunciado con
persistencia los estragos del conflicto armado y ha pedido que se ponga fin a
la guerra.
En el
levantamiento armado de Chiapas (México) desde 1994, las mujeres se han
transformado en objetivos de guerra, en especial las mujeres y adolescentes
indígenas, cuyos derechos humanos son violados al ser víctimas de terrorismo,
genocidio y etnocidio, esterilización forzada, torturas físicas y psicológicas,
desapariciones, violaciones y desplazamientos forzados cotidianos, que causan
traumas sociales y psicológicos, sobre todo en jóvenes, adolescentes y niñas. En
el año 2003, un grupo de abogadas feministas y defensoras de los derechos
humanos de las mujeres de varios países de la región presentó ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) una serie de casos de violación a los
derechos humanos de las mujeres, entre ellos, los asesinatos de 268 mujeres en
Ciudad Juárez y la tortura y violación de las indígenas de la etnia tzeltal
cometidos por miembros del ejército mexicano en Chiapas.
A pesar de las
denuncias contra militares por agresiones sexuales efectuadas por mujeres
indígenas –ocurridas principalmente en Veracruz, Oaxaca, Guerrero y Chiapas–,
los agresores continúan impunes a la fecha. Esta situación constituye una
violación a las recomendaciones especificas de la CIDH, la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos (CNDH), y otras instituciones como las Comisiones de la
Verdad de Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Perú. Cabe señalar al
respecto, la Observación General Nº 28 del Comité de Derechos Humanos que
señala que “la mujer está en situación particularmente vulnerable en tiempos de
conflicto armado interno o internacional” y declara que “los Estados parte
deberán informar al Comité de todas las medidas adoptadas en situaciones de esa
índole para proteger a la mujer de la violación, el secuestro u otras formas de
violencia basada en el género” (Naciones Unidas, 2000c, párrafo 8).
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