El feminicidio en América Latina y el Caribe
* * copiado tal
cual del informe "¡Ni una más! El derecho a vivir una vida libre de
violencia en América Latina y el Caribe", editado por Sonia Montaño y Diane
Alméras, publicado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe
(CEPAL) con fondos de UNICEF, ONUSIDA y UNIFEM.
El último eslabón
de las diversas formas de violencia contra las mujeres es el asesinato
selectivo por razones de género, denominado feminicidio. El feminicidio es una
expresión de violencia que tiene diversas manifestaciones según el espacio
social en que ocurra y los rasgos del perpetrador, ya sea por parte de una
pareja o ex pareja en el espacio privado o como punto final de la violencia
sexual en el ámbito público. Explica Marcela Lagarde que, para que se dé el
feminicidio, deben concurrir “de manera criminal, el silencio, la omisión, la
negligencia y la colusión de autoridades encargadas de prevenir y erradicar
estos crímenes. Hay feminicidio cuando el Estado no da garantías a las mujeres
y no crea condiciones de seguridad para sus vidas en la comunidad, en la casa,
ni en los espacios de trabajo de tránsito o de esparcimiento. Más aún, cuando
las autoridades no realizan con eficiencia sus funciones”.
1. Feminicidio íntimo
Se ha
conceptualizado el feminicidio íntimo (Radford y Russell, 1992) como las
muertes de mujeres que ocurren en el ámbito privado provocadas por parejas, ex
parejas, convivientes o compañeros íntimos y se asocian a antecedentes de
violencia doméstica (García-Moreno, 2000), es decir, aquellos homicidios
basados en relaciones de poder entre hombres y mujeres y, por lo tanto, se pueden
prevenir.
En un estudio
europeo del año 2003, se afirma que la principal causa de muerte de las mujeres
jóvenes en Europa es la violencia doméstica a manos de sus compañeros, esposos,
novios o ex parejas (Odio, 2004), mientras en México, de 1999 a 2005, según el
estudio de la Comisión de Feminicidios de la Cámara de Diputados, se estima que
hubo unas 6 mil niñas y mujeres que fueron asesinadas, dos tercios de ellas
fueron consecuencia de violencia intrafamiliar según la fiscal especial para
casos de violencia contra las mujeres.
En Costa Rica
existe una realidad similar, de acuerdo a una investigación realizada el año
2001, los feminicidios representan una proporción cada vez mayor del total de
homicidios de mujeres: un 56% en la primera mitad de la década de 1990 y un 61%
en la segunda, donde las parejas o ex parejas fueron responsables del 61% de
los feminicidios (Carcedo y Sagot, 2001).
En El Salvador,
134 mujeres fueron asesinadas entre septiembre de 2000 y diciembre de 2001; el
asesino era, en el 98,3% de los casos, una pareja actual o anterior (CEMUJER,
2002). Según los datos de la Asociación de Mujeres por la Dignidad y la Vida,
Las Dignas, difundidos por la Concertación Feminista Prudencia Ayala, mediante
el análisis de la prensa de 2005, se demuestra que la mitad de los casos de
violencia contra las mujeres acabaron en homicidios y más del 40% fueron
violaciones y otras agresiones sexuales. En el 65% del total, los agresores
eran familiares y hombres conocidos y en casi la mitad de estos actos de
violencia, las víctimas eran menores de edad. Respecto de los homicidios por
violencia intrafamiliar, la prensa registró 45 casos, de los cuales 30 fueron
cometidos por las parejas varones, nueve por el padre o padrastro, y seis por
otros familiares.67 La información periodística señala que cada mes son
asesinadas, en promedio, 35,7 mujeres y que las autoridades carecen de
información suficiente para determinar la existencia de patrones específicos en
este fenómeno.68 De acuerdo con las cifras del Instituto de Medicina Legal
reportadas por la Concertación Feminista Prudencia Ayala, se registraron 316
casos de mujeres asesinadas en 2006.
Los datos
difundidos por las agrupaciones de mujeres de El Salvador son más ricos que la
información oficial disponible en los países de la región, como lo observa el
Consejo Centroamericano de Procuradores de Derechos Humanos en su primer
informe sobre la situación del feminicidio en la subregión, publicado
recientemente a pesar de “la poca y heterogénea información sobre víctimas y
más aún sobre los perpetradores y el tipo de relación entre ambos”. El Consejo
concluye que “la poca información que hay es bastante general, por lo que este
tópico se convierte en un reto de investigación y registro hacia el futuro”
(CCPDH, 2006).
Los gráficos 20 y
21 muestran cifras preocupantes y un escaso registro de los casos con
información sobre el tipo de relación entre víctimas y perpetradores. Solo fue
posible contar con datos nacionales –que permiten observar esta problemática
dentro de un período de tiempo– correspondientes a Chile y Puerto Rico, que
reflejan cifras relativamente similares para ambos países y una tendencia
ascendente, sobre todo en Chile, ya que entre enero y noviembre de 2007, 58
mujeres habían sido asesinadas por una pareja o ex pareja.
En Uruguay, según
la Dirección Nacional de Prevención Social del Delito, que depende del
Ministerio del Interior una mujer muere cada nueve días a consecuencia de la
violencia doméstica.
El estado civil de
las mujeres no pareciera ser una variable relevante y determinante del
feminicidio, si bien la información registrada en el gráfico 22 muestra que el
número de casos de feminicidio según la relación de la víctima con el agresor
al momento del asesinato es mayor cuando hay una relación de matrimonio,
seguidos por los casos en que la relación es de compañeros consensuales. En el
caso de los ex esposos o ex parejas, queda en evidencia con mayor claridad el
hecho de que el feminicidio íntimo puede ocurrir también en un tiempo
prolongado después del término de la relación.
Uno de los cambios
positivos en la percepción de la violencia de género es el reconocimiento del
feminicidio como un crimen que ya no es atenuado en consideración a la relación
de pareja entre el agresor y la víctima, como ocurría en los casos conocidos
como crímenes de honor, y ha comenzado a ser señalado como una forma específica
y agravada de crimen contra las mujeres precisamente por ser perpetrado por
esposos, ex esposos o novios, inclusive mucho tiempo después de haber terminado
la relación afectiva.
Es importante
señalar que existe un abordaje más crítico en los medios de comunicación de
estas muertes y ya no se reduce al clásico tratamiento de la crónica roja. El
ejemplo de Puerto Rico, donde la Oficina de la Procuradora de Mujeres ha
recogido información, muestra que más de la mitad de las víctimas son casadas
(32,3%) o unidas por relaciones consensuales (25,8%), aunque las separadas y ex
compañeras de parejas consensuales representan el 12,9% en cada caso, sumando
un importante 25% de las víctimas. Estas mismas cifras muestran un aumento del
feminicidio, pasando de 23 casos en 2001 a 31 en 2004.
En el Caribe
angloparlante, según distintas investigaciones, el feminicidio íntimo ha
aumentado en Jamaica y Bahamas (UNIFEM/ECLAC, 2005): en Jamaica, en el año 1997
el 21% de los asesinatos registrados tenía alguna vinculación con asuntos
domésticos, número que aumentó al 33% en 2000 y al 28,7% en 2001.
En Belice, el
feminicidio es reconocido como un problema importante por las numerosas
solicitudes de órdenes de protección en la Corte de Familia. El informe anual
sobre violencia doméstica, producido por el Ministerio de Salud, señala un
incremento de casos durante los últimos tres años. En 2005, de los 81
asesinatos en el país, 8 de las víctimas eran mujeres, pero no se puede
corroborar si se trata estrictamente de feminicidios o no (CCPDH, 2006).
Según datos más
actuales presentados en la Conferencia regional sobre violencia por razón de
género y administración de justicia, organizada por la CEPAL y el Organismo
Canadiense de Desarrollo Internacional (ACDI), en Bahamas, los homicidios de
mujeres relacionados con la violencia doméstica representaron el 42% del total
de los asesinatos en el año 2000, el 44% en 2001 y el 53% en 2002
(ECLAC-CDCC/CIDA, 2003). La gravedad de este delito no se relaciona solo con el
aumento de las cifras –dado que la mayoría de los países no tiene registros
adecuados–, sino con la metodología del ensañamiento que produce impactos
diferenciados sobre las mujeres que padecen embarazos forzosos, estigma social,
expulsión de la familia, del grupo étnico o de la comunidad y, por último, la muerte
(Birgin y Kohen, 2007).
2. Feminicidio en el ámbito público
El feminicidio
también puede darse en el ámbito público (feminicidio no íntimo), luego de la
violación de una mujer por parte de un extraño, el asesinato de una trabajadora
sexual a manos de un cliente, la muerte de mujeres en conflictos armados o
contextos de represión militar o policial. Asimismo, es posible identificar el
feminicidio masivo, por el que se entiende la muerte masiva de mujeres, niñas y
adolescentes, resultado de conductas de poder y dominación (Radford y Russell,
1992) cuyos efectos operan como mecanismo de control social de las mujeres para
mantener el statu quo patriarcal (Birgin y Kohen, 2007).
Entre las
investigaciones realizadas, se destaca el informe de la Organización Mundial de
la Salud (2002a), que reveló que América Latina es la segunda región con los
índices más altos de muertes de mujeres por violencia, tanto en el ámbito rural
como en el urbano. Los registros nacionales confirman la existencia de esta
problemática en varios países de la región.
Según cifras de la
Dirección Nacional de Política Criminal del Ministerio de Justicia y Derechos
Humanos de Argentina, mientras las mujeres representaban en el año 2004 el 13%
de las víctimas de homicidios dolosos, solo hubo un 6% de imputados por
homicidio. Esto “no es un problema numérico” sino que son “crímenes con marca
de género”, desenlace de una violencia sexual que deja cuerpos violados en vida
o muerte. Birgin y Kohen (2007) reportan que los casos más importantes de
ejecuciones de mujeres investigados por la justicia argentina, dejaron al
descubierto redes de complicidad que muestran la vinculación de los crímenes y
violaciones contra las mujeres con el poder político, policial y judicial,
sobre todo a nivel local. En todos estos crímenes existe un código de sadismo
con las mujeres, puesto que, tanto en vida como luego de su muerte, son
víctimas de un ensañamiento horroroso con sus cuerpos por medio de su
desfiguración y el intento por hacerlos desaparecer.
En El Salvador, la
Relatora de Naciones Unidas sobre violencia contra la mujer Yakin Ertük reportó
194 crímenes de mujeres en 2004 (Amnistía Internacional, 2004b). En el año
2005, la Asociación de Mujeres Flor de Piedra registró 13 asesinatos de
trabajadoras del sexo, 11 ocurrieron en sus lugares de trabajo. Esta cifra solo
incluye mujeres que la institución ha constatado que ejercían el trabajo
sexual: “Sin embargo se desconoce el número real de trabajadoras del sexo que
pueden haber sido asesinadas. Es difícil saberlo ya que muchos crímenes de
mujeres no son noticia, no hay desagregación por rubro laboral de las mujeres
asesinadas y el trabajo sexual muchas veces se ejerce en la clandestinidad”.
El asesinato de
mujeres ha ido en aumento en países como Guatemala y México sin que los autores
de la mayoría de los crímenes sean llevados ante la justicia. Según un análisis
exhaustivo realizado en México por Amnistía Internacional (2007a),
aproximadamente 400 mujeres jóvenes fueron asesinadas o secuestradas en las
ciudades de Juárez y Chihuahua en México desde 1993, víctimas de violaciones,
mutilaciones, estrangulamientos, cortes, quemaduras y posterior incineración de
sus cuerpos (Zermeño, 2004a). Durante la administración del presidente mexicano
Vicente Fox, una fiscal especial federal revisó 205 casos en Ciudad Juárez y
confirmó los hallazgos de Amnistía Internacional respecto de que había
evidencia de negligencia por parte de los funcionarios locales. Recomendó que
el fiscal del estado de Chihuahua considerara procesos judiciales
administrativos o penales contra 177 funcionarios negligentes en el manejo de
dichos casos, sin embargo, solo se emitieron órdenes de arresto para dos
funcionarios, que luego fueron canceladas (Amnistía Internacional, 2007a).
Según el último
reporte de Amnistía Internacional (2007a), más de 2.500 mujeres y niñas han
sido brutalmente asesinadas en Guatemala desde el año 2001 (665 casos en 2005,
527 en 2004, 383 en 2003 y 163 en 2002). Entre enero y mayo de 2006, se han
realizado 299 denuncias, de lo que se deduce que los casos incrementan a un
ritmo mayor que en 2005 (Amnistía Internacional, 2006). Ya en el año 2003, la
Relatora de Naciones Unidas sobre violencia contra la mujer había cuestionado
la capacidad del Ministerio Público, de la Policía Nacional Civil y de las
instituciones gubernamentales encargadas de las investigaciones criminales para
esclarecer las causas y perseguir penalmente a los responsables (Amnistía
Internacional, 2004b).
En Perú, datos
proporcionados por la organización no gubernamental Estudio para la Defensa y
Derechos de la Mujer (DEMUS) muestran que en el período 2002-2004 se informaron
278 casos de feminicidio en algunos medios
de prensa. Otros datos indican que entre el período 2000-2004 se registró la
muerte de 1.501 mujeres y, en la República Dominicana, la Secretaría de Estado
de la Mujer ha indicado que entre los meses de enero y octubre de 2005 se
registraron 128 feminicidios.
La gravedad de
estos antecedentes indica que, la mayoría de las veces, el feminicidio es la
consecuencia última y más seria de una larga experiencia de violencia tolerada
y silenciada. El informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
concluye que “las autoridades estatales, y en particular la policía, no cumplen
con su deber de proteger a las mujeres víctimas de violencia contra actos
inminentes” y constata que “en muchos casos las mujeres son víctimas de
agresiones mortales luego de haber acudido a reclamar la protección cautelar
del Estado, e incluso habiendo sido beneficiadas con medidas de protección que
no son adecuadamente implementadas ni supervisadas” (OEA/CIDH, 2007). En
palabras de Elizabeth Odio (2004), jueza del Tribunal Penal Internacional, “que
las guerras se hacen para protegernos de los ‘enemigos’ y que el hogar es el
sitio más seguro para las mujeres, han resultado en el fondo el mismo y único
mito”.
E. Efectos y costos de la violencia
Las consecuencias
de la violencia contra las mujeres son múltiples; además de los costos
económicos se deben considerar los humanos y sociales. Los fenómenos que
acompañan el comportamiento violento cruzan constantemente las fronteras entre
el individuo, la familia y la sociedad. Los costos personales (físicos,
psicológicos y sociales) tienen un efecto considerable en términos de
inhabilitación de las mujeres, que se manifiesta en una insuficiente
participación social, laboral o ambas, una baja productividad y problemas de
salud mental. Esto trae aparejado una escasa participación en la adopción de
decisiones, redes y relaciones interpersonales limitadas, una reducida
movilidad geográfica, una débil autoestima y, en general, un deterioro de la
calidad de vida de la víctima, que incide en sus posibilidades de elegir y
ejercer el control sobre su propia vida y recursos.
La escasa
participación de las mujeres violentadas en el plano económico, político y
social constituye una barrera para el ejercicio de sus derechos económicos y
sociales y, por ende, para el desarrollo económico y social, dado que tiene
efectos negativos en el mercado de trabajo, sobre la capacidad de superar la
pobreza, el funcionamiento de las instituciones democráticas y el éxito de
programas y proyectos costosos. Semejante erosión del capital social y humano
existente en las sociedades, así como su tasa de acumulación, tiene
consecuencias negativas multiplicadoras para el desarrollo –incrementa la
desigualdad y reduce el crecimiento económico– y para la conformación de
instituciones conducentes a un mejor clima socioeconómico. Se alimenta así un
círculo vicioso de erosión de “los capitales” susceptible de producir mayor
violencia a futuro (Buvinic, Orlando y Morrison, 2005).
Además, la
violencia provoca gastos económicos importantes en cuidados de salud, que
responden a los costos de la atención médica y el valor de los años de vida
saludable (AVISA), a los que se deben sumar los gastos en seguridad y justicia
de los sectores público y privado, junto a los costos indirectos en materia de
inversión, productividad y consumo. Así, en Nicaragua, la mortalidad infantil
es seis veces mayor si la madre es víctima de violencia física o sexual. En el
plano económico, al final de la década de 1990, la violencia doméstica produjo
pérdidas salariales equivalentes al 2% del PIB en Chile y al 1,6% del PIB en Nicaragua.
Más recientemente, el gobierno colombiano gasta 73,7 millones de dólares al año
para prevenir, detectar y tratar la violencia doméstica en la pareja (Morrison
y Orlando, 1999 y 2006).
A pesar de la
falta de investigaciones más recientes, no se pueden perder de vista los
antecedentes aportados por los estudios del Banco Interamericano a fines de los
años noventa. Uno de ellos mostraba que las mujeres trabajadoras afectadas por
violencia física ganaban un 40% menos que sus pares que no la vivían, y las que
sufrían violencia sexual o psicológica percibían un 50% menos que sus
congéneres no afectadas por el problema; esto sin contar que esas mujeres que
dejaron de percibir cerca de la mitad de sus ingresos, redujeron también su
capacidad de acceso a bienes y servicios (Morrison y Orlando, 1999; Fernández y
otros, 2005).
Desde un punto de
vista analítico, los efectos socioeconómicos pueden clasificarse en: i) costos
directos –referidos a la pérdida de vidas, el valor de los bienes y servicios
empleados en el tratamiento y la prevención de la violencia, incluidos los
gastos en servicios de salud, judiciales, policiales y en asesorías,
capacitación y servicios sociales, asumidos por la propia víctima o por el
conjunto de la comunidad–; ii) costos indirectos, entre los que se cuentan las
tasas más altas de abortos, las pérdidas de productividad económica y las
derivadas de la falta de la participación de las mujeres en los procesos de
desarrollo político, social y económico; y iii) costos intangibles –transmisión
intergeneracional de la violencia por medio del aprendizaje–, que no se
contabilizan debido a la dificultad que supone su medición.
Los costos
sociales asociados a la transmisión generacional de la violencia tienen efectos
muy profundos. Desde una perspectiva de género, el impacto de ser testigo de
violencia en el hogar se manifiesta en que las niñas aprenden a tolerar y
aceptar comportamientos abusivos y que los niños “pueden” ejercer dichos
comportamientos. La impunidad y falta de sanción social a las conductas
abusivas están en la base de la perpetuación de la violencia (Fernández y
otros, 2005).
Pocos estudios
abordan los costos indirectos e, incluso, aquellos que se limitan a los
directos tienden a adoptar un enfoque estricto, que solo considera las lesiones
y los servicios proporcionados. Sin embargo, como se ha visto, los efectos
negativos de la violencia en el desarrollo económico y social no se limitan a
los altos costos monetarios directos para los gobiernos de la región (pérdidas
en materia de salud y materiales) sino que tienen repercusiones en
la reducción de la productividad de la fuerza de trabajo, el potencial
productivo y la acumulación de capital humano y social, lo que da origen a “un
impacto intertemporal, que agrava la carga financiera y social para las generaciones
presentes y futuras” (Buvinic, Orlando y Morrison, 2005).
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