Rosa Montero: Esas mujeres
© Rosa
Montero, El País
Esas
mujeres son increíbles. Esto es, no hay quien se las crea. Me refiero a las
esposas que siempre flanquean al apestado de turno en su momento de pública
deshonra. Impecables, recién salidas de la peluquería, berroqueñas en su
aparente apoyo conyugal, agarradas de la mano de sus hombres. Como la mujer del
ex gobernador de Nueva York, de ese Spitzer que se ha labrado la ruina por ir
con prostitutas. Ciertamente asombra que algo así, un acto tan privado, acabe
con la carrera de alguien, aunque hay que reconocer que Spitzer se lo ha ganado
a pulso por haber alardeado de puritanismo, o sea, por hipócrita.
Ya se
sabe que las ceremonias de pública deshonra, mayormente relacionadas con los
asuntos sexuales, son una especialidad norteamericana; y con qué espeluznante
fruición se airean los más mínimos detalles, desde el uso o no uso de condones
hasta los resecos e innombrables lamparones en los trajes. Destripar de este
modo la intimidad sí que es pornográfico. No siempre fue así: nunca se dijo
nada de la frenética fiebre fornicadora de John Kennedy, por ejemplo. Pero
aquéllas eran épocas mejores, mucho más permisivas. Hoy los escándalos
político-sexuales son el espectáculo de moda, y las esposas son actrices
principales. Veo a Spitzer balbuceando sus excusas y a su mujer al lado, toda
tiesa, y no sé si, mientras le mira con cara de póker, está siendo una heroína
de la lealtad, o si está calculando cuánto puede depreciar todo esto la empresa
familiar y por consiguiente la tajada que sacará en su futuro divorcio. ¿Por
qué costará tanto creer a esas pobres mujeres, que en definitiva han sido
trágicamente colocadas en un lugar humillante e imposible? ¿Tal vez por lo
improbable de la escenografía, por lo ortopédico de la situación, porque ese
fingimiento de un cariño convencional también resulta obsceno?
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