Mujer y precariedad: las políticas del maquillaje
© Angie
Gago, en lucha
Las
reformas institucionales para eliminar la precariedad laboral de las mujeres
evitan atacar la raíz del problema.
En la
actualidad, las mujeres ocupamos casi la mitad del mercado laboral. Cada vez
estamos más presentes en el mundo del trabajo. Hemos conseguido una de las
mayores reivindicaciones: tener derecho al trabajo. Sin embargo, las mujeres
trabajamos más y en peores condiciones que los hombres. Junto con los jóvenes y
los inmigrantes, las mujeres ocupamos el tercer lugar en el triste podium de la
precariedad.
La
situación de precariedad en la que viven las mujeres está generalizada en todo
el mundo, también en el Estado español. El gobierno del PSOE ha lanzado
reformas legales en la pasada legislatura para conseguir una mayor igualdad en
el trabajo (Ley de Igualdad) y ha puesto en marcha leyes para paliar la carga
del cuidado de la familia (Ley de Dependencia).
Recientemente,
se ha vuelto a crear un paquete de una veintena de iniciativas enmarcadas en un
nuevo Plan Estratégico de Igualdad de Oportunidades (2008-2011). Aunque estas
iniciativas ayuden a mitigar la precariedad de la mujer, y tienen que ser
recibidas como un triunfo de una larga lucha por parte del movimiento
feminista, éstas sólo conseguirán parchear un sistema que gotea por todas
partes. La política del maquillaje del PSOE no es suficiente para acabar con la
discriminación estructural que sufre la mujer en el sistema capitalista.
¿Reserva de mano de obra?
Después
de la II Guerra Mundial se obligó a las mujeres a regresar al ámbito doméstico
al haber cumplido con su función de reserva de mano de obra, que sustituyó a la
masculina durante la guerra. Esta fecha coincidió con la época dorada del
capitalismo. La aplicación de las políticas keynesianas del estado de bienestar
y la introducción del salario familiar, que permitía que sólo con el sueldo del
hombre se pudiese sostener una familia entera, dio lugar, de nuevo, a que
muchas mujeres restringieran su espacio vital al ámbito doméstico.
Sin
embargo, lo que no sabían los ideólogos del papel sumiso y domesticado de la
mujer es que pronto tendrían que dejar volver a esa supuesta reserva de mano de
obra barata. Tras la crisis del petróleo de los años 70, la incorporación de la
mujer al trabajo se ha realizado a pasos de gigante. El mercado necesitó de
nuevo al depósito laboral femenino para salir de la crisis. La mujer no es, por
lo tanto, sólo una reserva sino una pieza clave para el mantenimiento del
sistema económico capitalista. Está claro que, en épocas de recesión económica,
la mujer se convierte en un instrumento fundamental que éste sistema económico
utiliza para aumentar la productividad sin un aumento de los costes.
Por
otra parte, cuando la mujer es obligada a quedarse en casa, ésta también cumple
con una función de trabajo social. Pero en este caso la situación es aún más
grave ya que el trabajo que las mujeres hacen de puertas para adentro ni
siquiera cuenta con ningún tipo de remuneración, mientras que sí ahorra
bastante dinero al estado, sustituyendo a éste en un servicio al que debería
estar obligado. Además, en muchas ocasiones no se tiene en cuenta que muchas
amas de casa realizan trabajos de costura, limpieza, pequeño comercio, etc., y
que estas profesiones no aparecen como activas en las encuestas laborales. Así,
el número de mujeres que trabaja es mucho mayor al de los números oficiales,
sólo que sin contratos ni beneficios sociales.
Ni en
casa ni fuera de ella la mujer cuenta con condiciones laborales dignas. La tan
demandada incorporación al trabajo por parte del movimiento feminista no ha
dado los frutos esperados. La crisis de los 70 dio lugar a una reestructuración
de la economía a nivel mundial que exigía dos reformas de choque fundamentales.
La primera, dejar entrar de nuevo a la mujer —junto con los inmigrantes y los
jóvenes— al mundo laboral para aumentar la productividad al menor coste. Y, la
segunda, el desmantelamiento de los servicios públicos del estado de bienestar,
conseguidos por la clase trabajadora a través de importantes luchas y
permitidos debido a la bonanza económica de aquellos años de posguerra.
Estas
dos transformaciones, que han ayudado a la clase capitalista a reconfigurar sus
intereses bajo el paraguas ideológico del neoliberalismo, han perjudicado a las
clases más desfavorecidas de la estratificación social. Pero, sobre todo, han
afectado a las mujeres, ya que han acentuado la explotación de doble cadena que
éstas han soportado a lo largo de toda la historia. Por una parte, las mujeres
están sufriendo, en mayor medida que los hombres, la disminución de la calidad
de vida derivada de los contratos temporales y parciales y de los bajos
salarios. Por otra parte, las mujeres siguen siendo las principales encargadas
del trabajo doméstico, del cuidado de los niños y ancianos, de las tareas del
hogar, etc. Esto da lugar a una jornada de trabajo exhaustiva, repetitiva y
alienante que tiene consecuencias desastrosas en la calidad de vida de las
mujeres, no sólo a nivel físico sino también psíquico.
“Flexi-explotación”
El
neoliberalismo, política económica dominante desde la década de los 70, tiene
entre uno de sus objetivos desregularizar el mercado del trabajo y disminuir
los derechos laborales conseguidos por la clase trabajadora. En el Estado
español, estos ataques comenzaron durante los años de Gobierno del PSOE en la
década de los 80, con Felipe González a la cabeza. Todas las reformas laborales
aprobadas en aquella época se inscribían en la lógica neoliberal:
flexibilización y productividad. Esto significó la introducción de los
contratos temporales y parciales y el aumento de la inestabilidad laboral.
Hoy en
día, del total de la población activa asalariada femenina el 83% trabaja a
tiempo parcial. Respecto a la brecha salarial, ésta supone una media del 30,7%
en todas las categorías laborales (parcial, completa, etc.). Y las reformas
neoliberales siguen. El último varapalo ha sido la reforma laboral del 2006 que,
lejos de marcar un comienzo para recuperar lo perdido, ha supuesto una
profundización aún mayor de la institucionalización de la precariedad a través
de subvenciones a los empresarios y el abaratamiento de los despidos. Además,
también están los contratos temporales que se firmaron en el último bienio de
los que el 65% fueron para las mujeres.
Durante
las tres últimas décadas, la introducción de las jornadas a tiempo parcial ha
sido considerada como un avance para la mujer por parte de los especialistas de
las ciencias laborales. Trabajar a jornada parcial permitiría, según éstos, que
la mujer aportara un dinero extra a la economía doméstica mientras que podía
seguir encargándose de las obligaciones familiares. Sin embargo, este argumento
se ha ido desmontando con el tiempo al observarse las consecuencias negativas
que esta medida de flexibilización laboral ha tenido en la calidad de vida de
las mujeres. El trabajo a tiempo parcial es negativo porque institucionaliza el
hecho de que exista un modo de empleo femenino específico y porque generaliza
la actividad reducida, además de la imposición de tener que trabajar sólo en
áreas que permitan este tipo de horarios.
Las
políticas de igualdad del Gobierno social-liberal de Zapatero se han
caracterizado por dos factores. Primero, se basan en centrar a la mujer como
una herramienta para el desarrollo económico. Lo importante es convencer al
empresario de que si utilizan a las mujeres (como trabajadoras, consumidoras,
etc.), aumentará el beneficio económico. Es decir, la igualdad no es importante
porque dignifica la vida de las mujeres o porque es justo y solidario sino
porque ayudará a aumentar la productividad. La segunda característica gira en
torno a la filosofía liberal individualista y del denominado empoderamiento.
Esta palabra inunda los textos de los proyectos de ley de igualdad que el
Gobierno ha lanzado. Según esta filosofía, hay que proporcionar más poder a las
mujeres para que “ellas mismas” se sientan más seguras y sean más competitivas
en el mercado laboral. Es decir, de una manera implícita, se culpa a las
mujeres de su situación de precariedad dándoles el siguiente mensaje: “tú sí
que puedes, tú sola podrás competir con los hombres”.
La trampa de la conciliación
El
segundo objetivo del neoliberalismo es acabar también con los derechos sociales
conquistados por la clase trabajadora. De nuevo, las mujeres son las grandes
perjudicadas del desmantelamiento del estado de bienestar que se está llevando
a cabo en los últimos años. La progresiva privatización de los servicios de
educación y de salud afecta de manera especial a las mujeres que, contando con
un nivel de ingresos mucho menor que los hombres, tienen que hacer maravillas
para llegar a fin de mes. Aparte de esto, conciliar la vida laboral con el cuidado
de los hijos y del hogar se ha convertido en una cuestión de magia y malabares
para las mujeres trabajadoras. El número de guarderías públicas que existe en
el Estado español es sencillamente ridículo, y abarca menos del 30% de las
plazas demandadas. Las mujeres tienen que esperar meses para que sus hijos sean
aceptados en alguna o recurrir a las concertadas.
Los
últimos informes del Instituto de la Mujer son devastadores y muestran que el
ámbito doméstico sigue siendo una cuestión “forzosa” de mujeres. Del total de
las personas que pidieron la baja de maternidad/paternidad en 2007, el 98´35%
fueron mujeres. Ellas también fueron mayoría aplastante, un 95´33%, en lo que
concierne a excedencia por cuidado de los hijos. Y eso no es todo. El pasado
año, del total de personas que no buscaban empleo por razones familiares, el
97% eran mujeres. Además, existe una gran relación entre la precariedad y las
exigencias de la vida familiar. Por ejemplo, del 83% de trabajadoras
asalariadas que trabajaba a tiempo parcial en 2006 un 99% aseguraba hacerlo por
obligaciones familiares.
Esta
situación tiene una causa fundamental. Y es que en las sociedades capitalistas
occidentales, tanto la reproducción como la maternidad son consideradas
cuestiones privadas y no sociales. El peso de la conciliación suele recaer en
las redes de ayuda familiares, es decir, en las abuelas, o en la contratación
de niñeras (en su mayoría inmigrantes) que a su vez también cuentan con
trabajos precarios, a tiempo parcial, y generalmente mal pagados y sin
contrato. En el Estado español, existen muy pocas políticas de apoyo a la
conciliación laboral. Esto da lugar a la existencia de una doble jornada
laboral para las mujeres que acaba afectando a su salud. Ninguna de estas tres
soluciones, las abuelas, las inmigrantes o la doble jornada, han acabado con el
problema de la precariedad. De hecho, a lo que ha dado lugar es a más
explotación.
Error en el diagnóstico: recetas equivocadas
La
discriminación de género se sigue considerando como un hecho de raíces
esencialmente culturales y no económicas. Según la mayoría de los diagnósticos
de los últimos planes de igualdad, todo se centra en la educación como vía
fundamental para solucionar el problema. Sin menospreciar el importante papel
que la educación tiene para conseguir una mayor igualdad, resulta curioso que
nadie se pregunte lo siguiente: ¿por qué en las profesiones en las que se
requiere un mayor de nivel de educación también existe la discriminación
salarial?, ¿por qué las mujeres con estudios de doctorado cuando se convierten
en directoras de empresas discriminan igualmente a sus empleadas? La relación
indisoluble entre precariedad y mujer no es sólo una discriminación de género
sino también una cuestión enraizada en la naturaleza de la sociedad de clases.
Los
diagnósticos se basan en separar el problema de la discriminación laboral de la
mujer del sistema económico y político en el que se desarrolla. Y eso da lugar
a juicios falsos y a que la liberación de la mujer vaya a pasos de tortuga. El
hecho de que las mujeres seamos ahora más visibles en los medios de
comunicación, en la política profesional, en la cultura y en la ciencia no ha
dado lugar a una equiparación de derechos e igualdad de oportunidades en la
realidad para la gran mayoría de la población femenina. Hace 25 años, las
demandas del movimiento feminista no se centraban sólo en que una minoría de
mujeres se convirtiera en ejecutivas o en presidentas de gobierno. Lo que el
movimiento feminista ha venido pidiendo desde su nacimiento es que la
incorporación de la mujer al mundo laboral, cultural, científico, etc. se diera
en igualdad de oportunidades reales. La igualdad entre hombres y mujeres tiene
el objetivo de convertir el mundo en un lugar más justo y más solidario. No
tiene como fin el que las mujeres tuviesen también la oportunidad de explotar y
dirigir al resto de mujeres y hombres.
La
cuestión ahora será cómo encauzar el camino y, en este sentido, hay hechos
esperanzadores. En los últimos seis meses en dos luchas laborales, protagonizadas
en su gran mayoría por mujeres, se ha ganado la batalla. La huelga de las
trabajadoras y trabajadores del Metro de Madrid consiguió el pasado mes de
enero una mejora en las condiciones laborales. Lo mismo ocurrió en la primavera
de 2007 en Santa Cruz de Tenerife, cuando las trabajadoras de la limpieza de
diferentes empresas de edificios públicos consiguieron un aumento de sueldo
después de una huelga indefinida.
Por
aquí van los tiros. La lucha para acabar con la precariedad laboral de la mujer
tiene que atacar diferentes frentes. Uno de ellos es el sindical y, actualmente
sólo hay una media de un 30% de afiliación de las mujeres a organizaciones de
trabajadores. La organización de las mujeres en los lugares de trabajo es
crucial para conseguir un avance en los derechos laborales. De esta manera, la
participación activa de la mujer en el trabajo será un punto clave. Otro frente
importante será la participación de la mujer en las plataformas de defensa de
los servicios públicos y en los movimientos sociales que luchan en contra de la
privatización de la enseñanza, la sanidad, etc. La inclusión de la mujer en la
vida política de las luchas contra el neoliberalismo será también un factor
fundamental para avanzar en la lucha contra la precariedad. Pero, sobre todo,
las mujeres tienen que organizarse para desmantelar los mitos que existen en
torno a ellas y que perpetúan una discriminación estructural e inherente al
capitalismo.
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