Rosa Montero: Irena

© Rosa Montero, El País

Llevo una semana pensando en Irena Sendler. Quizá su nombre no te suene; pero si te digo que era la increíble viejecita polaca que salvó del genocidio a 2.500 niños judíos, la recordarás, porque su historia es inolvidable. También lo era su rostro, esa carita bellísima de centenaria feliz, esa graciosa anciana con aspecto de gnomo.

Irena encarna a la perfección el heroísmo. Liberó a los niños y les dio otra identidad aria. Descubierta por los nazis en 1943 y torturada bárbaramente (le rompieron los brazos y las piernas), no contó dónde estaban los pequeños. Fue condenada a muerte, pero un guardia la dejó escapar. Acabó la guerra y, como la antinazi Irena también era anticomunista, el nuevo régimen polaco sepultó a la incómoda heroína en el silencio. Qué inquietante es la vida: si no hubiera sido tan longeva, hoy no estaríamos hablando de ella. Porque sólo fue redescubierta en 1999 por tres estudiantes de instituto. Y, como estaba viva, quedaba bien sacarla en las noticias. De haber fallecido, su gesta sólo hubiera merecido alguna mención en un libro académico. Así somos los medios, así es esta sociedad que todo lo mastica y lo devora. Nos comimos a la ancianita Irena con delectación, como si fuera un caramelo: por fin algo hermoso que paladear. Pero, cuando fue propuesta para el Premio Nobel de la Paz en 2007, se lo dieron a Al Gore, naturalmente, porque los premios forman parte de la convencionalidad más berroqueña, y en ese mundo de poder una abuelilla / caramelo nunca puede competir con un vicepresidente. Y, sin embargo, yo estoy segura de que la verdadera vida (o la verdad de la vida) está en los seres luminosos como Irena, y en los monstruos abisales, como Fritzl, el verdugo austriaco. Los ángeles y los demonios están en este mundo. El infierno son los otros, como decía Sartre, pero también el cielo.

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