Sobrevivir al incesto
© Irene Fridman, Página
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Extractado de una conferencia pronunciada en el marco del Seminario de
Capacitación sobre Violencia Sexual hacia la Mujer, organizado por el Municipio
de Tigre, octubre de 2008.
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A fin de pensar la psicoterapia de mujeres que fueron víctimas de
abuso sexual incestuoso en su infancia, la autora toma y reelabora el concepto
de “testimonio”, como fue aplicado a relatos de sobrevivientes de campos de
concentración.
El trabajo clínico
y de supervisión de los equipos que trabajan con violencia sexual me ha
permitido elaborar teóricamente acerca de lo singular del padecimiento de las
sobrevivientes de incesto, y profundizar en los efectos subjetivos secundarios
de la histórica desmentida que se ha operado en sus relatos, por una práctica
clínica dependiente de teorizaciones atravesadas por prácticas patriarcales.
Ya en otros
trabajos (por ejemplo, “Elaborando lo siniestro. Violación e incesto: su efecto
en los equipos de atención” en Delitos contra la integridad sexual. Documento
3. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, 2005) propuse la interrogación
crítica de textos que, sometidos a un discurso hegemónico, producían efectos
iatrogénicos en las mujeres que denunciaban haber sido víctimas de estas
prácticas y señalé el deber ético, para los terapeutas que abordamos este tipo
de trabajo, de visibilizar los atravesamientos teóricos al servicio de la
práctica patriarcal. La toma de conciencia de los efectos subjetivos que
acarrea a las mujeres estar ubicadas en el estatuto de lo otro de la historia
–en comparación con el estatus de los varones, considerados sujetos únicos de
la historia– permitió habilitar otros discursos más allá del oficial
androcéntrico, que es sospechoso de parcialidad.
El trabajo clínico
con mujeres que han sobrevivido al incesto nos posiciona como terapeutas en la
senda de la reescritura como modo de elaboración de una narrativa profundamente
traumática. Estas experiencias traumáticas, a mi entender, han desencadenado
catástrofes psíquicas con características diferenciales comparadas con
cualquier otro suceso traumático vivido. En este sentido, un primer paso es
poder trabajar con el proceso de la memoria: el rescate de lo que quedó fuera
del relato, por escisión o por desmentida.
Uno de los primeros
interrogantes que aparecen en este tipo de abordaje tiene que ver con la
dificultad de testimoniar, de dar cuenta de lo vivido, de entender los efectos
que estos sucesos catastróficos tuvieron en el psiquismo de estas mujeres y los
efectos que ese testimonio tiene sobre quienes lo escuchan.
¿Por qué la
palabra “testimoniar”? A partir de los relatos de los sobrevivientes de campos
de concentración nazi, y del magistral testimonio de Primo Levi en sus libros
Si esto es un hombre y Los hundidos y los salvados, la acepción de testimonio
ha cobrado mucho interés en la línea de análisis acerca de la veracidad de
estos relatos, de la posibilidad de escuchar el horror, de los efectos que los
testimonios a su vez han tenido. Los análisis en función de lo que se denomina
“después de Auschwitz” me han permitido pensar acerca de otros testimonios, que
históricamente han sido desmentidos, cuestionados o desvirtuados, en virtud de
operaciones más políticas que analíticas. Muchas descripciones de
sobrevivientes de los campos de concentración se asimilaban a lo que ocurre con
las víctimas de violencia sexual; considero que en todo relato de personas
sometidas a violencia social aparece este tipo de descripciones.
¿Por qué pensar el
Holocausto para pensar estos temas? Porque me permite pensar en otras
violencias sobre colectivos subordinados: el Holocausto es la muestra
horrorosamente dimensionada de otros actos siniestros de la cultura.
Si en algún lugar
lo que pasó en Auschwitz es del orden de lo indecible, ligado a lo siniestro
por el imperativo de la destrucción del otro, ¿por qué no poder pensar en los
otros indecibles, los que ocurren dentro de una familia? Estos ejemplifican el
uso demencial y despótico del poder al servicio de la aniquilación de la
subjetividad de la niña, lo otro, en este caso.
Trabajar sobre los
relatos de los sobrevivientes del Holocausto, y también con lo que aconteció
con las víctimas de terrorismo de Estado en la Argentina, me permitió pensar y
comprender mejor las vivencias de las mujeres que han estado sometidas a
prácticas incestuosas por algún adulto significativo de la familia, y, a partir
de esta comprensión, estrategizar mejores abordajes clínicos.
Paul Ricoeur (La
memoria, la historia y el olvido, Fondo de Cultura Económica, 2004) postula que
la memoria es principalmente memoria en el cuerpo y que el cuerpo “se
constituye como el aquí respecto del cual todos los otros lugares están allá”.
Por eso dice: “Es más importante para nuestro propósito considerar el lado de
la memoria colectiva, para encontrar en su nivel el equivalente de las
situaciones patológicas en las que tiene que tratar el psicoanálisis”. No
podemos ser ajenos a que el cuerpo de las mujeres abusadas es el reservorio más
fino de la memoria del suceso; solamente hay que saber leerlo y escuchar su
testimonio.
El trabajo de la
memoria abre un sendero a la elaboración del relato de la persona que se erige
en testigo. Denominando testigo a aquellos que relatan lo vivenciado y
acontecido y que, en sucesos históricos catastróficos, se erigen en la voz de
los que no pueden hablar, los testigos integrales que, según Levi, son los
muertos o los desaparecidos, o sea el que padeció todo hasta sus últimas
consecuencias.
“El testigo pide
ser creído; por lo tanto, sólo es completo su acto cuando es aceptado su
testimonio”, escribe Ricoeur. Y luego agrega: “Sobre el fondo de esta presunta
confianza se destaca trágicamente la soledad de los testigos históricos, cuya
experiencia extraordinaria echa en falta la capacidad de comprensión media
ordinaria. Hay testigos que no encuentran nunca la audiencia capaz de
escucharlos y oírlos”.
Por esto es
necesario el trabajo de rescate de lo que una autora denominó las “voces
exiliadas”, proceso que implicaría rescatar de la disociación y ayudar a
elaborar lo que se ha escindido no solamente por efecto traumático, sino
también por efecto de la desmentida social (Annie Rogers: “Voces exiliadas. La
disociación y el retorno de lo reprimido en los relatos de mujeres”, en Ana
María Daskal, El malestar en la diversidad. Chile, Isis, Nº 29). Las mujeres
abusadas aprenden a desautorizar al yo; los recuerdos que son disociados,
muchas veces no es que no aparecen en la conciencia, sino que surgen escindidos
de afectividad y por lo tanto vaciados de contenidos.
Lo que se ha
desmentido en estas narraciones no ha sido casual, sino que ha tenido que ver
con la desautorización que históricamente han tenido algunos colectivos de
denunciar ser víctimas de violencia. Si esto ha sido posible en las narraciones
de las mujeres y sus padecimientos, seguramente se debió a lo que definió Celia
Amorós (Hacia una crítica de la razón patriarcal, Madrid, Antropos, 1985) como
“el espacio de las idénticas”, lugar que el orden cultural reservó a las
mujeres como grupo indiscriminado. La noción de “las idénticas” aludiría a un
contrato social en el cual ellas son seres intercambiables, tanto entre unas y
otras como en el orden de la diferencia generacional.
De acuerdo con
Celia Amorós, la violencia simbólica es producto de una red de pactos tejida
entre varones, que los constituye como iguales, o como diferentes en la
semejanza, mediante el Logos que los autoriza a hablar y a ser escuchados. Este
pacto entre varones, que ella llama “fratría”, excluye todo aquello que sea
Otro, todo lo femenino, quedando las mujeres confinadas al “espacio de las
idénticas” donde, según sus palabras, no existe nada que repartir ni pactar,
pues se es objeto de reparto y pacto por parte de los hombres.
Si la pertenencia
a este lugar, el de las idénticas, ubica a las mujeres en un espacio desde el
cual la palabra no es una palabra autorizada, no debe llamar la atención que
los relatos de las mujeres abusadas hayan sido históricamente desmentidos,
acontecimiento similar a lo acontecido con los relatos de las víctimas de
terrorismo de Estado. Los colectivos subordinados no pertenecen al Logos
autorizado y validado cuando lo que develan es la práctica de violencia.
Abyección
El incesto se
constituye como el representante máximo del proceso de cosificación del otro,
en un accionar signado por la destrucción devastadora, no solamente en el
cuerpo, sino también –y este daño no es menor– en la cadena de filiación que
sostiene a los sujetos dentro de un orden cultural.
La gravedad del
incesto abre interrogantes, no sólo en lo que se refiere al padecimiento
individual de un sujeto sometido a este tipo de violencias, sino también
respecto del efecto psíquico y simbólico de la violencia de la desmentida
social, que viene siendo obstáculo para la elaboración de la experiencia
traumática y que, de alguna manera, al negarla, la habilita.
El incesto rompe
definitivamente con dos leyes estructuradoras de nuestra cultura, que se
condensan en la narrativa edípica: la prohibición del incesto, con su
consecuente aseguramiento de la salida de la endogamia para pasar a la
exogamia, y la conservación de la diferencia generacional en función del sostén
afectivo deseante que constituye a un sujeto. Lo que el padre interdicta en el
niño tiene que estar prohibido por carácter reflejo a sí mismo, dato no menor
cuando se analiza la incidencia de la interdicción en la conflictiva edípica.
Podríamos decir que no es solamente “no con tu madre sino con otras”, sino, y
anterior a esto, ni tu padre ni tu madre contigo.
Nosotros todos
estamos constituidos por la Ley fundante de la cultura, que nos permite advenir
sujetos. El abuso sexual pone fin a la constancia de esta ley en nuestro
psiquismo, con la consecuente catástrofe psíquica que acarrea ser un sujeto
atravesado por una práctica que nos pone afuera de la misma y adquirir en algún
lugar el status de lo que Judith Butler (Cuerpos que importan, Paidós, 2002)
denomina “cuerpos abyectos”, denominación que designa a los sujetos que se
constituyen por fuera del orden falologocéntrico que divide a los seres humanos
en dos géneros complementarios.
En este caso
utilizaré el término abyección para denominar la vivencia que presentan las
mujeres que han sobrevivido a un ataque incestuoso, tomando como aspecto
primordial el efecto que tiene, a lo largo del tiempo, el haber sido obligadas
a transgredir una ley constitutiva de la sociabilidad en los seres humanos.
Esta ley no solamente asegura la salida exogámica, sino que legisla sobre la
necesariedad del sostén afectivo no genitalizado por parte de las figuras
significativas. De esta manera, lo que se interdicta habilitaría la circulación
de fantasías edípicas que aseguren en su juego fantasmático la salida hacia
otros por fuera del grupo familiar.
El término
abyección definirá la marca residual traumática de la violencia ejercida al
cuerpo y al psiquismo de la niña por un padre que la coloca con su accionar por
fuera del orden cultural reinante, al que fuera introducida desde el momento de
su concepción.
La irrupción del
incesto en la vida de una niña rompe con la cadena de filiación y de cuidado
que marcan las formas de subjetivar dentro del orden cultural. El padre
perverso se erige en padre de la horda, sometiendo a sus hijos al imperio de su
violencia; sabe que esta situación tiene que mantenerse en secreto porque
desafía la ley de la cultura y por lo tanto él, en su accionar, transgrede lo
que también acata.
Es muy frecuente
que mujeres que han sido abusadas de niñas relaten la sensación de ser
“distintas”, a partir del episodio del abuso, respecto de las demás niñas;
estas verbalizaciones representarían la doble vida a las que son sometidas. Por
un lado, una cara pública dentro de un orden cultural edípico, y por otro lado,
la vida oculta, dentro de un orden cultural individual y secreto que depende
del “padre de la horda” y su violencia.
Giorgio Agamben
(Lo que queda de Auschwitz, Valencia, Pretextos), en su análisis del estado de
excepción que impuso el régimen nazi para su programa de aniquilamiento, dice
que el estado de excepción es aquel en el cual el soberano impone una ley de la
cual él está exento. Si pensamos la histórica nominación que asume la función
paterna, el padre legislador, no debe llamarnos la atención que el mismo que
impone la ley es el legislador que no está alcanzado por esta legalidad y que
la puede transgredir. Por lo cual podríamos pensar que la detentación de un
poder omnímodo hace correr el peligro de la instauración de un estado de
excepción en sí mismo, ya que la posición de ser sujeto que legisla puede
devenir en legislador y dictador al mismo tiempo. La histórica ubicación de los
varones en el “sujeto Amo” de la historia habilitaría de alguna manera a esta
doble regla, “yo legislo pero no me someto a la ley”.
Observa Forester
que Agamben encabeza su libro citando una famosa frase del jurista alemán Carl
Schmidt: “Soberano es el que decide sobre el estado de excepción”. A partir de
esta definición surge una de las paradojas más significativas de la
construcción de la soberanía en la modernidad: “El soberano está, al mismo
tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico”. Agamben, siguiendo a
Schmidt, precisa aún más esta afirmación: “Si el soberano es, en efecto, aquel
a quien el orden jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción
y de suspender, de este modo, la validez del orden jurídico mismo, entonces
‘cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de
pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la constitución
puede ser suspendida in toto’”. El soberano puede situarse fuera de la ley, ya
que tiene el atributo de suspenderla, surgiendo una nueva paradoja al estar la
ley fuera de sí misma: “Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que
no hay un afuera de la ley”. El padre incestuador también se erige en soberano,
al proclamar: “La Ley soy yo, por lo tanto transito por adentro y por afuera”.
La dificultad en
la posibilidad de narrar lo traumático del incesto tiene que ver con la
aparición en las mujeres de sentimientos de vergüenza y culpa, afecto que,
según Bruno Bettelheim, “nos hace humanos, sobre todo si objetivamente no somos
culpables”. La culpa nos coloca en el lugar de sujetos en el entramado de la
cultura, más allá de lo que se denomina la “nuda vida”.
Agamben, en
relación con los sobrevivientes de campo de concentración toma la noción de
vergüenza en un doble sentido. Según él, la vergüenza se experimenta en el
momento en que un accionar sobre un sujeto lo obliga a adoptar una posición de
desubjetivación pero, en ese instante que se negocia esa posición como modo de
sostener su vida, ese individuo está siendo sujeto. Dice Agamben: “La vergüenza
es nada menos que el sentimiento fundamental de ser sujeto en los dos sentidos
opuestos –al menos en apariencia– de este término: estar sometido y ser
soberano. Es lo que se produce en la absoluta concomitancia entre una
subjetivación y una desubjetivación, entre un perderse y poseerse, entre una
servidumbre y una soberanía. (...) Aquí la analogía con la vergüenza que hemos
definido como el ser entregados a una pasividad inasumible sale a la luz, y la
vergüenza se presenta incluso como la tonalidad emotiva más propicia de la
subjetividad. Sólo podemos hablar de vergüenza en sentido completo si esa
persona sintiera placer en sufrir un acto de violencia sobre sí, pero en ningún
caso cuando la posición activa que se presenta es haber negociado algo de
desubjetivación en pos de subsistir, el sentimiento de enrojecimiento, de
vergüenza en todo caso es la resultante de ese resto que en todo acto de
subjetivación asoma la desubjetivación, y en cada momento de sometimiento da
testimonio de un sujeto”.
La ética post
Auschwitz nos demanda escuchar para reelaborar lo no dicho, lo desmentido, lo
siniestro, y parte de lo siniestro es un postulado que se podría sintetizar de
la siguiente manera: “El superviviente elige la vida, y para eso tiene que
aceptar someterse a lo indecible”.
Una paciente que
había sido abusada en su infancia me relataba, después de años de elaboración
de esta situación que ella sabía conscientemente que, si no se sometía, su
padre no la dejaba salir ni hacer nada, sino que tenía un nuevo arranque de
violencia; ella vivía con mucha culpa y vergüenza este proceder, “este
sometimiento”, no pudiendo aceptar la idea de que la desubjetivación a la que
era sometida tenía lugar como negociación entre la vida y la muerte. El trabajo
con ella fue la aceptación de que para vivir ella había tenido que hacer
negociaciones; como dice una sobreviviente de Auschwitz, “ningún hombre tendría
que haber sido obligado a pasar por lo que pasó”. Es lo que he denominado “la
vergüenza de dejarse hacer”.
Lo traumático del
asalto incestuoso tiene como efecto no solamente el daño físico que la acción
violenta supone, sino también, a nivel subjetivo y simbólico, la ruptura de la
figura del padre como genitor y asegurador del bienestar psicofísico de la niña
(Eva Giberti, Incesto paterno-filial, Buenos Aires, Editorial Universidad).
Lo no
representable en la experiencia de abuso incestuoso estaría referido entonces a
la aparición disruptiva, en la figura del padre, de un accionar que contiene un
acto perverso, dándole a este actuar un contenido erótico que no es más que la
puesta en acto del odio en clave de erotización (Robert Stoller, Dolor y
pasión, Manantial, 2000).
Si el deseo está
en relación con la carencia, en el incesto se rompe definitivamente con el
juego deseante. El vínculo que instala el padre incestuoso tiene características
genitales, traumáticas e intrusivas, desestructurando el funcionamiento
deseante de la hija, cosificándola en relación con su propio deseo, produciendo
la deposición de la estructuración defensiva por arrasamiento, generando una
catástrofe psíquica no sólo a nivel afectivo sino en el funcionamiento del
esquema de pensamiento.
Perversión de género
Denominaré este
tipo de accionar sobre las mujeres “una perversión de género”, donde la acción
que se produce tiene que ver con la concreción del odio a la diferencia
vehiculizado en clave de erotismo, llevado a cabo en el cuerpo de las mujeres.
Acción en la cual se conjuga la necesidad del miedo del otro, el control
omnipotente, el goce que produce este tipo de accionar y el daño consecuente.
Históricamente las
mujeres hemos sido cuerpo sin palabra, cuerpo para parir, cuerpo para criar y
cuerpo depositario de violencia, por lo tanto objeto del deseo del otro,
cualquiera sea el deseo que se trate, inclusive el deseo de daño.
El trabajo
terapéutico apunta a reelaborar los aspectos de lo siniestro sin palabras, allí
donde se operó la desmantelación subjetiva, y también significa poder aceptar,
junto con la elaboración de lo traumático, el dolor de lo acontecido, lo que
Primo Levi denominó el “siempre presente”.
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