Gabriela Cañas: Ser o no ser mujer-cuota
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Gabriela Cañas, El País
Una
pastora radical y feminista es asesinada en el norte de Suecia. Ha generado en
vida tanta animadversión entre los hombres del pueblo que el párroco Bertil
Stensson prefiere sustituirla por un hombre para mantener “la calma en la
casa”. El policía al que confiesa sus intenciones se muestra crítico y le
pregunta: “¿Lo hará aunque el sustituto esté menos cualificado para el
puesto?”.
Este
pasaje perteneciente a la novela Sangre derramada, de Asa Larsson, produce
cierta hilaridad. Es creíble que en una fría aldea se asesine a una mujer (hay
homicidios en cualquier lugar del mundo), pero resulta altamente inverosímil
que alguien ponga en duda el mérito de un candidato masculino por el mero hecho
de que, a priori, el género sea una condición indispensable.
El
guiño de Larsson resulta efectivo porque es un espejo inverso del debate de las
cuotas femeninas, en el que dudar del mérito de las candidatas es todavía un
argumento omnipresente. Desde una óptica meramente racional les asiste la razón
a quienes rechazan las cuotas en favor del mérito. Imponer a un candidato una
condición ajena a la capacitación que se requiere para cubrir un puesto es una
medida arbitraria que puede impedir optar por el más idóneo.
Sin
embargo, dado el alto nivel de preparación de la población femenina de nuestras
sociedades y su, sin embargo, pobre presencia en los núcleos de poder, tal
reticencia parece más fruto del prejuicio que del apego a la justicia y el
mérito y abre, de hecho, dos interrogantes: por qué se admiten sin discusión el
resto de las cuotas que se adoptan tradicionalmente y por qué los que están
contra las femeninas dan por hecho que la mejor posición de los varones se debe
en exclusiva a su cualificación profesional en mercados laborales dominados por
la cooptación y no el meritoriaje.
Las
cuotas más extendidas en nuestras democracias son las territoriales. Como es
sabido, los candidatos sorianos al Congreso de los Diputados apenas sí
necesitan 20.000 votos para salir elegidos, mientras que los de Madrid deben
sumar 100.000 papeletas para lograr el mismo escaño.
No se
discute tal disparidad, incluso aunque exista la costumbre de traicionar el
principio de territorialidad que la alienta para colocar a políticos relevantes
en listas de provincias que les son ajenas y, evidentemente, nadie osa
desconfiar de la capacitación del diputado soriano, favorecido por el sistema,
y sí se desconfía ofensivamente de la mujer seleccionada por una regla similar.
Las
numantinas resistencias a otorgar a las mujeres el derecho que por
cualificación ya se merecen son la razón principal de la necesidad de establecer
cuotas tanto en la política como (ahora se abre camino) en la iniciativa
privada, como pretende la Comisión Europea, y ya han establecido por ley para
los consejos de administración de las empresas Italia, Holanda, Francia y
Bélgica, además de los países nórdicos.
Hay
quien, como el Partido Popular, prefiere catapultar a mujeres sin necesidad de
optar por las cuotas, una política de hechos que, por cierto, a veces deja en
evidencia a los partidos de izquierda. Pero los resultados allá donde se
aplican las cuotas están demostrando que hoy por hoy las mujeres solo están
siendo reconocidas socialmente a escala aceptable mediante la reserva de un
mínimo de puestos para ellas. Son partidarios de este sistema la mitad de los
hombres españoles y el 60% de las mujeres españolas. De no establecer cuotas
obligatorias, advierte la Comisión Europea, la igualdad costará todavía 50 años
en Europa. Y para entonces millones de profesionales bien preparadas habrán
sepultado cualquier expectativa de ver recompensados sus méritos y miles de
empresas habrán seguido en manos de gestores que cerraron el paso a otros y
otras mejor preparados para hacerlo. Para entonces, se habrá seguido
perpetrando una flagrante injusticia social.
La
desigualdad es fruto, entre otras cosas, de las abusivas cuotas masculinas del
pasado (a veces hasta del 100%) que se aplican todavía en una gran parte del
mundo (ante el silencio cómplice del resto) y que han vetado a las mujeres
tanto en el ámbito educativo como en el profesional. Dado que los prejuicios
impiden restituir a las mujeres los derechos de los que han sido históricamente
despojadas, las cuotas son una idónea herramienta correctora que, por cierto,
no debería ser percibida como un demérito como pretenden los que han encontrado
en esto un nuevo motivo de escarnio contra las mujeres en lo que no es más que
la penúltima trampa del machismo.
Es un
juego perverso: las mujeres no son promovidas y las que lo consiguen resultan
ser, con toda la carga peyorativa posible, mujeres-cuota. “Yo fui una
mujer-cuota. Matilde Fernández y yo entramos en el Gobierno en 1988 como
cuota”, me dice Rosa Conde sobre ello. “Nunca lo vi como algo negativo, sino
como resultado de una lucha por la igualdad que dio mayor visibilidad a las
mujeres”.
Y 23
años después, con el 97% de las empresas europeas en manos de gestores
masculinos, es demasiado pedir que las mujeres sigan esperando a que la
igualdad caiga por su propio peso.
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