Ciudad, espacio público e inseguridad. Aportes para el debate desde una perspectiva feminista

© Liliana Rainero
* * Fuente: "Mujeres en la ciudad. De violencias y derechos" editado por Ana Falú (ISBN 978-956-208-085-9).
* * * Liliana Rainero es arquitecta, profesora e investigadora de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad Nacional de Córdoba. Directora del Centro de Investigaciones y Servicios para el Cono Sur, Argentina (ciscsa). Ejerce la Coordinación Regional de la Red Mujer y Hábitat de América Latina, e integra el Comité Coordinador de la Comisión Huairou, y de Ciudades y Mujeres Internacional.


Para esta reflexión sobre la inseguridad que viven las mujeres en las ciudades, los impactos en su vida cotidiana, los factores de riesgo vinculados a las condiciones de desigualdad social que se expresan en el territorio y que potencian la violencia de género, recuperaremos estudiosprevios de la Red Mujer y Hábitat de América Latina. En ellos se indaga problemáticas que constituyen el antecedente y motivación del actual Programa Regional “Ciudades sin violencia hacia las mujeres, ciudades seguras para todos y todas”, ejecutado en la región por el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer (unifem) e implementado en distintas ciudades por las instituciones referentes de la Red Mujer y Hábitat en cada país.

El primero de tales estudios trata sobre el uso del espacio público por parte de varones y mujeres en cinco ciudades del Cono Sur. Permite verificar la pervivencia actual de pautas culturales arraigadas en la sociedad y que asignan roles y autorizaciones diferentes a varones y mujeres respecto al uso del espacio público, e ilustra sobre los efectos diferenciados del temor en la cotidianidad de unos y otras.

Un segundo estudio, apoyado por el Fondo Fiduciario de Apoyo a Acciones para la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, de unifem, permitió profundizar en torno a las violencias específicas vividas por las mujeres vinculadas al territorio y los mecanismos de ‘invisibilización’ de dichas violencias por parte de la sociedad.

Asimismo, se hace referencia a estudios en otros contextos, especialmente al realizado en ciudades de Estados Unidos de más de 100 mil habitantes, que intentan poner a prueba hipótesis feministas predictivas de la violencia hacia las mujeres —específicamente, la violación—, en particular aquellas basadas en las corrientes principales del pensamiento político (feministas marxistas, liberales, radicales y socialistas).

Finalmente, se ejemplifica con algunos resultados del Programa Regional actualmente en proceso de desarrollo en ciudades de Chile, Argentina y Colombia.


Inseguridad en las ciudades e impactos diferenciales de género

El derecho a la ciudad, entendido como la garantía para acceder a las oportunidades económicas, sociales, políticas y culturales que brinda la vida urbana, tal como se lo formula en la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad,2 ha sido incluido no solo en las agendas de organizaciones sociales locales e internacionales, sino también en las de agencias de Naciones Unidas y gobiernos locales. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, por ejemplo, refiere al Índice de Desarrollo Humano Urbano, promoviendo un modelo de ciudad que posibilite la ampliación de las capacidades de los individuos en un mundo como el actual, donde la vida en aglomerados urbanos es la forma predominante de organización social (pnud 2006). En este contexto se sostiene que la seguridad de ciudadanos y ciudadanas es, sin duda, una condición indispensable del desarrollo humano. “El primer escalafón del desarrollo humano es la seguridad humana. Por eso, el primer deber del Estado es proteger la vida e integridad física de sus asociados y en esto consiste el pacto mínimo de ciudadanía” (Moro 2008: 7).

Por su parte, el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos (un-habitat), en su informe sobre las ciudades, asume el concepto de ciudades armónicas como un enfoque que permite entender el actual mundo urbano y como una herramienta operativa para afrontar los desafíos más importantes de las áreas urbanas. En dicho informe se señala que las ciudades han crecido económicamente al mismo tiempo que aumentaban sus desigualdades, las cuales impactan en todos los aspectos del desarrollo humano (un-habitat 2008).

En general, las ciudades son y han sido objeto de profusos análisis e investigaciones. No obstante, históricamente los estudios urbanos y los referidos a la seguridad/inseguridad en las ciudades han tendido a ignorar aspectos que sí han sido recogidos en los aportes de las feministas, que tocan la vida cotidiana de las mujeres. Así, desde los años ochenta y noventa, temas referidos al derecho de las mujeres a la tierra, a la vivienda y a los servicios; su aporte a la construcción de los asentamientos humanos; el uso del tiempo y el impacto diferencial de la organización del territorio en la vida de las mujeres, producto de la división sexual del trabajo que aún persiste en nuestras sociedades, se han constituido en objeto de producción de conocimientos, desarrollo de herramientas, construcción de capacidades y acciones para incidir en las políticas habitacionales y urbanas (Falú y Rainero 1994: 167).

Estudios académicos que vienen enriqueciendo el campo disciplinar con aportes de feministas desde distintas perspectivas, como la sociológica, la antropológica o la geográfica, han sido desarrollados en distintos países del mundo, Sin embargo, este avance teórico no se ve suficientemente reflejado en los estudios urbanos en general, y menos aún en las políticas públicas urbanas y las de seguridad ciudadana. Los abordajes que comúnmente incorporan las políticas públicas, como también el enfoque que prevalece en muchos estudios, desconoce o niega el conflicto que subyace en las relaciones de género, basado en la subordinación de las mujeres y el ejercicio del poder por parte de los varones, cuya manifestación más extrema es la violencia. El concepto de género no es entendido en su dimensión relacional; se asocia género a mujeres y, por lo tanto, no se cuestionan las relaciones de poder. Se apuesta a mejorar algunas condiciones de vida de las mujeres o las manifestaciones más notorias de las desigualdades, sin hacerse cargo de las causas estructurales de las mismas. Pero, como bien expresa Teresa del Valle (2006), el miedo, lo mismo que la seguridad, tiene referentes y significados distintos para hombres y para mujeres. La metodología que introduce la crítica feminista marca esa diferencia: es distinto pensar el miedo como una experiencia social amplia, que pensarlo desde las mujeres.

En este aspecto, como en muchos otros, se hace necesario profundizar las argumentaciones en favor de incorporar los aportes teóricos del feminismo al análisis de la realidad y de la vida en las ciudades, y transformar en acción política los conocimientos producidos. Entre tales aportes, y en cuanto al tema específico de la percepción de seguridad e inseguridad y las violencias que sufren las mujeres en las ciudades, haremos referencia a dos estudios: uno sobre el uso del espacio público por parte de varones y mujeres, realizado en cinco ciudades del Cono Sur (Montevideo, Uruguay; Asunción, Paraguay; Mendoza y Rosario, Argentina; Talca, Chile); y otro que profundizó en los aspectos de las violencias específicas que viven las mujeres en la ciudad, desarrollado en los distritos de Lima, Perú, y en la ciudad de Rosario, Argentina.


Uso del espacio público por varones y mujeres en cinco ciudades del Cono Sur

En este estudio se buscó construir indicadores urbanos que dieran cuenta del uso del espacio público a través de dos niveles analíticos: indicadores referidos a aspectos estructurales del espacio público, sobre la base de datos secundarios; e indicadores referidos a los aspectos de percepción y opinión de varones y mujeres respecto del uso y disfrute de la ciudad. El análisis se realizó a partir de una encuesta aplicada a una muestra poblacional representativa, realizada en las cinco ciudades mencionadas. Es a esta última dimensión que interesa hacer referencia en el presente artículo. El espacio público constituye uno de los polos de tensión de la dicotomía público/privado que marca las relaciones de género. Al mismo tiempo, constituye un lugar privilegiado de socialización en la ciudad, actualmente amenazado por las nuevas dinámicas urbanas caracterizadas por la fragmentación territorial y exclusión social.

En primer lugar, en un contexto de ciudades con tendencia a la privatización de los espacios públicos, y donde la homogeneización social funciona con exclusiones no explícitas —como aquellas basadas en la forma de vestir o el color de la piel—, el estudio puso de manifiesto resultados contrastantes con la tendencia privatizadora de los espacios públicos. Un alto porcentaje, más del 80 por ciento de la población encuestada, valoró la importancia de los espacios públicos como lugar de recreación y socialización, y también un alto porcentaje manifestó utilizar parques y plazas, lo que está mostrando la vitalidad de nuestras ciudades, no obstante los obstáculos vinculados a la accesibilidad, la inseguridad, vandalismo o insuficiente mantenimiento de los espacios públicos. Esto permite pensar en la importancia de su recuperación y promoción como condición de la democratización de la ciudad.

Las calles del propio barrio encabezan el lugar donde los ciudadanos y ciudadanas mencionaron sentir inseguridad. Luego, el centro de las ciudades (indicativo de la transformación importante de las áreas centrales de nuestros países, donde la residencia deja paso a funciones financieras, administrativas y comerciales, provocando el vaciamiento de dichas áreas a determinados horas y días no laborables). El tercer lugar mencionado como inseguro fue la propia residencia. Las plazas y parques, como también el transporte público, fueron identificados como lugares donde la población también expresa sentirse insegura. En el caso del transporte público, la inseguridad afecta principalmente a las mujeres.

Un tercer resultado significativo, específicamente en relación con la inseguridad en la ciudad, es que resultó ser levemente mayor para las mujeres. La mayor diferencia entre ellas y los varones radica en que, por causa de la inseguridad, las mujeres —y no así los hombres— modifican sus rutinas cotidianas, los lugares por donde transitan y los horarios en los cuales circulan. En una palabra, el estudio verificó el impacto diferencial del temor en varones y mujeres: son las mujeres las que, por temor, limitan el uso y apropiación de la ciudad; son ellas las que arbitran estrategias individuales evitativas de determinados lugares del barrio o de la ciudad. Estas conductas son naturalizadas y, en consecuencia, en muchos casos sus causas son ‘invisibilizadas’ y no reconocidas ni siquiera por las propias mujeres que las vivencian. Teresa del Valle (2006) ha definido estas conductas como “los espacios que nos negamos”: son los lugares a los que las mujeres renuncian o por los que circulan porque forman parte de su vida cotidiana, pero que básicamente están mediatizados por miedos. Otro dato relevante en el estudio fue comprobar que la violencia sexual que sufren las mujeres en las ciudades prácticamente no fue mencionada por la población encuestada entre los hechos de violencia reconocidos en el barrio o la ciudad. Esto evidencia fuertemente de qué manera los delitos tipificados como tales son una construcción social, que excluye entre ellos la violencia de género; explica la ausencia de la violencia de género como tema de las políticas públicas que intentan dar respuesta a la inseguridad urbana; y también su no consideración por la sociedad civil y por las propias mujeres, que difícilmente articulan la violencia de género (casi excluyentemente asociada a la violencia privada) con las políticas macro de seguridad ciudadana.

Marta Torres Falcón (2004), citando a Galtung (1981), señala que toda interacción humana se realiza en un contexto social que debe ser analizado para entender el fenómeno de la violencia. Las relaciones entre los individuos se realizan en un contexto social determinado en el que se sitúa la violencia personal (cara a cara entre los individuos) y la estructural (que emana de las estructuras sociales, legislaciones, sistemas de salud y educación). Al perpetuar patrones de desigualdad (entre razas, clases, etnias, sexos), la violencia estructural que ahí se gesta tiende a reproducirse a sí misma, y en ese terreno de relaciones individuales y grupales aparece la tercera dimensión del modelo de Galtung: la violencia cultural, que deriva de múltiples prácticas comunitarias. Esta última se refiere fundamentalmente a los discursos que atraviesan y dan forma al imaginario social, imponiendo figuras rígidas y excluyentes de lo que son o deben ser las mujeres y lo femenino, y lo que son o deben ser los varones y lo masculino. En este libreto, el espacio público está presentado como un universal al que acceden tanto varones como mujeres. En la realidad, sin embargo —como lo señalan diversas investigaciones—, se dan diferentes internalizaciones entre unos y otras, referentes a su ubicación en el espacio. Por ejemplo, el estudio al que venimos haciendo referencia, realizado en las cinco ciudades mencionadas, relevó fundamentalmente opiniones y actitudes en la población de varones y mujeres de distintas edades y sectores sociales, en relación con las autorizaciones sociales respecto de las conductas aceptadas y esperadas para uno y otro sexo que sustentan los valores culturales predominantes. Entre esas opiniones y actitudes, algunas tratan sobre la “naturaleza” femenina y masculina, es decir, los rasgos vinculados con el ser “biológicamente” mujer y varón y los atributos asignados a unas y otros; otras aluden a conductas y roles asignados a mujeres y a varones. Las respuestas fueron agrupadas mediante una escala que contempla cuatro categorías: tradicionalista fuerte, tradicionalista débil, progresista débil, progresista fuerte.

En relación con los comportamientos esperados para las mujeres en la ciudad, y específicamente en los espacios públicos, surgieron afirmaciones como “las mujeres debieran evitar vestirse provocativamente para no ser agredidas o molestadas en la calle”, “las mujeres no debieran transitar ni permanecer solas en los espacios públicos, para evitar riesgos”. Por lo general, las posiciones progresistas se reducen marcadamente, siendo los varones los más tradicionalistas en sus respuestas. Ahora bien, aunque no se puede correlacionar sexo con respuesta tradicionalista o progresista, ya que hay diferencias marcadas entre las ciudades, la tendencia mencionada constituye un dato significativo de la realidad (Rainero y Rodigou 2004). Lo importante es la pervivencia de pautas culturales arraigadas en la sociedad, donde la violencia hacia las mujeres encuentra explicaciones causales en la conducta de las propias mujeres. En esta línea, es importante recuperar lo planteado por Segato (2003) acerca de la distancia que media todavía entre la condena a la violencia expresada por las leyes, y la dimensión de la violencia inherente a la dinámica tradicional de género, inseparable de la estructura jerárquica de esa relación. Como expresa la autora, “el contrato que condena y, por otro, el estatus que pervive”.


Violencias que viven las mujeres en la ciudad: los casos de Lima, Perú, y de Rosario, Argentina

El segundo estudio al que hacíamos referencia, realizado en las ciudades de Lima, Perú, y Rosario, Argentina, se desarrolló a través de grupos focales con mujeres. En estas instancias, las experiencias de las participantes en la ciudad, sus percepciones y sentimientos, cobraron sentido colectivo al mostrarse como comunes a casi todas las mujeres. Lograron construir y nombrar las violencias específicas vividas en el ámbito urbano, reconocer su naturalización y los mecanismos de ‘invisibilización’ colectiva.

Ahora bien, esta toma de conciencia —en el sentido de situar la experiencia en un marco de sentido que tiene al territorio y al espacio público como ámbito de exclusión y fuente de violencia cotidiana para las mujeres por el solo hecho de serlo — posibilitó vincular en un continuum esta violencia “puertas afuera” con la violencia privada. Asimismo, permitió reconocer factores que pueden predisponer en mayor o menor grado a las percepciones de temor, vinculados a las condiciones del barrio y la ciudad. El estatus socioeconómico y, en consecuencia, las características del lugar donde se vive, las calles por donde se transita, el transporte público, fueron identificados como factores determinantes para la movilidad y la apropiación de la ciudad por parte de las mujeres: su menor calidad se relacionaba casi directamente con mayores percepciones de temor en ellos y, por consiguiente, con menores rangos de uso de la ciudad

Por otra parte —y un tema no menor, que permitió hacer visibles las diferencias entre las propias mujeres— es que, para las mujeres de sectores medios, el discurso de los derechos ganados obstruye la posibilidad de reconocer la violencia específica de la que son víctimas por el solo hecho de ser mujeres, la cual fue reconocida más fácilmente por las mujeres de sectores de menos recursos económicos.

En el mismo estudio, la percepción acerca de los mecanismos de protección en la ciudad y lugares considerados de mayor o menor riesgo, fue confrontada con la experiencia de las trabajadoras sexuales. Donde algunas mujeres podían reconocer protección —por ejemplo, la relación con las instituciones— otras percibían una amenaza. Algunos sitios definidos como excluyentes y prohibidos de transitar para algunas, eran espacios naturales para otras. El reconocimiento de las diferentes situaciones entre las propias mujeres según la inserción social de unas y otras, permitió el reconocimiento de distintos tipos de violencia, y pensar el territorio y sus recursos desde la diversidad de situaciones sociales y de género (Rodigou 2003)

Las aproximaciones descritas confirman que violencias que vivencian las mujeres en la ciudad —hostigamiento verbal, invasión del espacio corporal en los transportes públicos, acoso y violación, sumados a otros delitos, como robos, arrebatos varios, que hemos relevado en nuestros estudios— constituyen una realidad cotidiana para ellas, que contrasta con su escasa repercusión social: naturalización y trivialización de la violencia, asociada a la impunidad de los agresores. Como sostiene Braig (2001), las mujeres callan por temor a convertirse en víctimas por segunda vez. Silencios, tabúes, escándalos e impunidad son las formas de reacción frente a la violencia contra las mujeres que impiden que la violencia sexualizada contra ellas sea considerada un problema social.


¿Qué muestran los datos de distintas realidades?

¿Qué nos dicen algunos datos y estudios? En Argentina hay casi 250 violaciones al mes. Así lo reveló un informe de la Dirección Nacional de Política Criminal. Sabemos que la cifra real es superior, debido a que solo un tercio de los ataques sexuales es denunciado. Y de ese tercio, nueve de cada diez quedan impunes. Por su parte, la Encuesta Nacional de Violencia contra las Mujeres en Francia (enveff 2000) destaca que una de cada cinco mujeres había sido objeto de presiones, e incluso violencia física y verbal, en la calle, en el transporte o lugares públicos. Solo el 5 por ciento de violaciones a mujeres adultas dio lugar a una denuncia (si se compara los datos de las denuncias con los de gendarmería y policía).

No existe un estatus socioeconómico, edad o apariencia que predisponga a ser víctima: ser de sexo femenino constituye el principal factor de exposición al riesgo de una agresión sexual. Muchas mujeres que llaman a las líneas gratuitas de apoyo a mujeres violadas se sienten obligadas a aclarar “llevaba pantalones. No me pongo más falda después de la agresión”.

Diversas autoras vinculan estos datos con el hecho de que se trata de una sociedad que continúa siendo dominada por hombres (las mujeres siguen alejadas de los puestos de responsabilidad en la vida económica, social y política) y explican que la violencia atraviese todas las capas de la población,cualquiera sea el nivel social o cultural. La violencia empieza ahí donde existe sometimiento de cada uno a un rol. Los datos de violencia de género en los países europeos, donde los países nórdicos llevaban la delantera, abrieron un debate acerca de la pervivencia de la violencia en países con derechos ganados para las mujeres.

Frente a esta realidad de violencia de género extendida surgen algunas interrogantes: ¿quizá puede ser explicada en parte por la existencia de más estadísticas? Pero, aun así, los números absolutos continúan siendo cifras alarmantes. O, ¿explicaría quizá esta situación el hecho de que a mayores logros de las mujeres hay mayor resistencia del sistema patriarcal? En esta línea de interrogantes, es importante hacer mención a los resultados del estudio realizado en Estados Unidos en 238 ciudades de más de 100 mil habitantes para poner a prueba hipótesis predictivas sobre violación basadas en las corrientes principales del pensamiento: feministas marxistas, liberales, socialistas y radicales, que vinculaban positiva o negativamente el estatus absoluto de las mujeres y la equidad, con las tasas de violación (Martin, Vieraitis, Britto 2006).

Uno de los predictores de tasas de violación que tuvo apoyo en los resultados de los estudios fue el estatus absoluto de las mujeres en las ciudades (sostenido por la hipótesis feminista marxista, que vinculaba positiva y/o negativamente el estatus absoluto de las mujeres y la equidad de género, con el mayor o menor número de casos de violación). En ciudades con mayores ingresos de las mujeres, mayor nivel de estudios universitarios, mayor participación laboral y mayor prestigio ocupacional, las tasas de violación eran menores. Según los autores y autoras, es probable que este resultado se deba principalmente al ingreso medio de las mujeres y al porcentaje en cargos de gestión (jerarquía ocupacional), que son las dos medidas absolutas que se correlacionaron más fuertemente con las menores tasas de violación.

Pero los estudios, además de apoyar la argumentación de la tesis marxista que predice que a mayor estatus absoluto de las mujeres menores tasas de violación, dan sustento a la tesis de las feministas radicales, según las cuales a mayor equidad de género, mayor número de violaciones. Esto sería producto del “efecto backlash”, es decir, la reacción adversa por la cual el logro de las mujeres en determinadas áreas redundaría en un sentimiento de amenaza para el sistema patriarcal. En apoyo a esta tesis, el mismo estudio argumenta que las investigaciones han demostrado que las mujeres con nivel universitario demoran el matrimonio y la maternidad, y que para ellas el divorcio es menos problemático desde el punto de vista económico, porque su capital social es más alto. Esto podría disminuir la dependencia económica de las mujeres respecto de los recursos de los varones y cambiar las relaciones de poder entre ellos, lo que posiblemente significaría una amenaza a la estructura y privilegios del patriarcado.

A primera vista, estos dos hallazgos, que apoyan la hipótesis marxista y la radical de efecto adverso, parecen contrapuestos desde el punto de vista teórico. Sin embargo, según los autores, se complementan cuando se utiliza un modelo explicativo más integrado. Los resultados en conjunto apoyarían la posición feminista socialista, según la cual la sociedad se estructura de acuerdo con sistemas duales de clase y género, que ponen a las mujeres en una posición de desventaja estructural acumulativa.

Otros datos del estudio importantes de señalar apuntan a que un efecto más fuerte que el índice de estatus absoluto de las mujeres es el componente de privación de acceso a recursos. En ciudades con mayores niveles de pobreza, las tasas de violación son más altas. Esto es consecuente con las teorías que muestran una relación significativa entre pobreza, desigualdad y tasas de violación. Asimismo, estos hallazgos contradicen muchos de los resultados de las investigaciones que identifican la inequidad económica, étnica, racial o de género, como el predictor más importante de la violación, más que la privación absoluta. Consistente con la teoría feminista marxista, aparece que los mayores niveles de ingreso de las mujeres, logros educativos, estatus ocupacional y participación en el mercado, están significativamente relacionados a bajos índices de violación.

Los resultados indican, así, que el estatus absoluto y las privaciones de recursos son dos de las variables más importantes donde focalizarse cuando se intenta explicar los índices de violación.

Desde otra perspectiva, vinculando territorio y niveles de seguridad/inseguridad, nuestros estudios sobre ciudades de América Latina llevarían a pensar que las mujeres con mayores ingresos viven en barrios más seguros, con infraestructura y servicios de seguridad, y utilizan menos el transporte público masivo. A modo de ejemplo, podemos citar que el transporte público masivo Transmilenio en la ciudad de Bogotá es mencionado por las mujeres como un lugar donde sufren acoso sexual, al igual que el metro en la ciudad de México, situación que obligó a destinar unidades especiales para mujeres por los abusos denunciados.

Ahora bien, como reconocen las autoras y autores del estudio realizado en Estados Unidos, su indagación tiene hallazgos, pero también limitaciones. Los estudios futuros necesitan incorporar un orden temporal más claramente definido y que ayude a identificar cómo el efecto de un mejor estatus y el del backlash pueden coexistir en un modelo explicativo de la violación, y a determinar las esferas socioeconómicas en que las mujeres están logrando mayor equidad a través del tiempo (ej. educación, estatus ocupacional, ingreso). Esto es, identificar qué factores explican cuáles logros de género pueden ser los más amenazadores para el sostenimiento del patriarcado. Es necesario, asimismo, complementar los estudios macro con estudios a nivel micro que permitan, por ejemplo, conocer las percepciones de los varones acerca de los logros de las mujeres y proveer una comprensión más completa de la persistencia no solo de la violación, sino de la violencia hacia las mujeres en las grandes ciudades.

Los estudios no concluyentes que hemos traído a colación refuerzan la idea de la necesidad de profundizar las causas complejas que vinculan las distintas manifestaciones de violencia hacia las mujeres con otras violencias sustentadas en las desigualdades e inequidades sociales. Es decir, profundizar estudios cualitativos que permitan contextualizar los vínculos entre la violencia de género y la violencia social.

Frente a la pervivencia de los estereotipos de género al que hacíamos alusión al inicio de este artículo, y a los datos que muestran la persistencia de la violencia hacia las mujeres y las inequidades de género en distintos países, pareciera —como sostiene Nancy Fraser (1997)— que la injusticia económica y la cultural se entrecruzan y se refuerzan mutuamente de manera dialéctica. De esta forma, como expresa la autora, solo podemos concebir la justicia identificando las dimensiones emancipatorias de las dos problemáticas e integrándolas en un marco conceptual único y comprensivo, esto porque las diferencias culturales pueden ser elaboradas con libertad y mediadas democráticamente solo sobre la base de la igualdad social.

En este sentido, son necesarias políticas emanadas desde el Estado que promuevan la equidad social, al mismo tiempo que transformaciones culturales profundas —siempre siguiendo a Fraser— en las formas de las relaciones interpersonales y en la valoración de los sujetos sociales.

Los medios de comunicación y la educación debieran ser ámbitos preferenciales de trabajo en esta línea. El Estado es sin duda responsable de promover estos cambios, pero la sociedad civil y las organizaciones de mujeres y feministas pueden tener un rol protagónico en este proceso.

Y es aquí donde el territorio y su organización constituyen también una instancia posibilitadora de la transformación de vínculos o de la reproducción de jerarquías entre los géneros. La Declaración Mundial de la Unión Internacional de Autoridades Locales (iula, por su sigla en inglés) sobre las Mujeres en el Gobierno Local (1998) expresaba que el derecho a la movilidad libre y segura requiere afrontar las circunstancias que la obstaculizan. En relación con esto, la planificación urbana puede aportar a promover ciudades y barrios inclusivos y más seguros atendiendo a las condiciones del entorno urbano, sustentándose en un principio que garantice accesibilidad y apropiación por parte de los habitantes. Esto implica la distribución equitativa de servicios en el territorio y la participación ciudadana en los procesos de diseño y gestión de la ciudad.


Programa Regional “Ciudades sin violencia hacia las mujeres, ciudades seguras para todos y todas”. Algunos resultados

El proceso de desarrollo del Programa Regional permite avanzar algunas conclusiones. En el ámbito del Estado, es posible pensar acciones alternativas e innovadoras para promover ciudades más seguras para las mujeres, a partir de un compromiso político con la equidad de género. Este compromiso se expresa en la existencia de áreas específicas de promoción de los derechos de las mujeres que lideren procesos y de alguna manera promuevan la transversalización en otras áreas de gobierno, como lo son las vinculadas a la planificación del territorio. El compromiso de otras áreas de gobierno permite pensar la seguridad de las mujeres en la ciudad como un objetivo compartido que potencia los recursos institucionales. Ejemplo de esto es la Guardia Urbana Comunitaria de la ciudad de Rosario, Argentina, que comienza a integrar la violencia de género en sus acciones preventivas en la ciudad, y a concordar acciones con la Oficina de la Mujer de dicho municipio.

Paralelamente, el proceso de empoderamiento de las mujeres a partir del trabajo conjunto con otras mujeres y organizaciones, tendiente al reconocimiento de las violencias específicas que experimentan en la ciudad y las causas explicativas basadas en su falta de reconocimiento como sujetos de derechos, es un dato de la realidad que se traduce en acciones propositivas nacidas de las mujeres para cambiar las condiciones del barrio en que viven.

Las mujeres con las que se trabajó en las distintas ciudades en el contexto del Programa reconocen que la participación en decisiones que impactan su vida cotidiana, como la producción y gestión del territorio en sus distintas escalas, es un derecho como ciudadanas que requiere ser ejercido: las calles por donde transitan, los medios de movilidad, la distribución y condiciones de las paradas de autobuses, son temas que las incluyen y afectan particularmente. Las desigualdades socioeconómicas se expresan en territorios concretos y potencian otras exclusiones e inequidades derivadas de la condición de género, por lo cual la organización del territorio no es ajena a las posibilidades de movilidad y apropiación de la ciudad. Las mujeres de los barrios de las ciudades de Rosario, Bogotá y Santiago de Chile donde se implementa el Programa reconocen el derecho de apropiación del espacio urbano, en el sentido del derecho al uso del espacio y el derecho a la participación como condición indispensable ligada al mismo.

Las mujeres han sido excluidas, pero también se han autoexcluido de las decisiones sobre la organización del territorio. Aunque la dicotomía espacio privado/espacio público y la asignación de espacios por género han sido objeto de los primeros cuestionamientos del feminismo, y las mujeres históricamente han estado y continúan estando presentes en las luchas por el mejoramiento de los asentamientos humanos y por el acceso a la vivienda y a los servicios complementarios a la misma, las demandas están fuertemente ligadas a su rol de cuidadoras en el ámbito privado, y no a su condición de ciudadanas y su derecho a la ciudad. En este sentido, las intervenciones de las mujeres en los espacios públicos de las respectivas ciudades en que tiene lugar el Programa Regional evidencian que la acción colectiva constituye una dimensión activa que puede transformar los vínculos entre los individuos a partir del conocimiento y reconocimiento de las mujeres entre sí y con otros actores, y llevar a nuevos pactos de interacción social. Al mismo tiempo, replantean el diálogo con el Estado desde un lugar de ciudadanía activa, interpelando también la visión parcializada y tecnócrata de la disciplina urbanística.


El Estado no puede eludir la responsabilidad de implementar políticas integrales que privilegien transformaciones culturales profundas entre los sexos, que consideren distintos ámbitos de actuación —educación, medios masivos de comunicación, acceso a la justicia— y que incorporen la voz de las mujeres en la construcción de acciones y políticas públicas. En este sentido, las decisiones sobre la producción del territorio de la ciudad en susdistintas escalas, y el acceso y apropiación del mismo en condiciones de seguridad, deben ser parte de las nuevas asignaciones de poder compartido. Y las mujeres, sus organizaciones y la agenda feminista deben incluirlas como parte de sus demandas políticas y de transformación social.

Comments

Popular Posts