Ciudad, espacio público e inseguridad. Aportes para el debate desde una perspectiva feminista
©
Liliana Rainero
* * Fuente:
"Mujeres en la ciudad. De violencias y derechos" editado por Ana Falú
(ISBN 978-956-208-085-9).
* * * Liliana
Rainero es arquitecta, profesora e investigadora de la Facultad de
Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la Universidad Nacional de Córdoba.
Directora del Centro de Investigaciones y Servicios para el Cono Sur, Argentina
(ciscsa). Ejerce la Coordinación Regional de la Red Mujer y Hábitat de América
Latina, e integra el Comité Coordinador de la Comisión Huairou, y de Ciudades y
Mujeres Internacional.
Para
esta reflexión sobre la inseguridad que viven las mujeres en las ciudades, los
impactos en su vida cotidiana, los factores de riesgo vinculados a las
condiciones de desigualdad social que se expresan en el territorio y que
potencian la violencia de género, recuperaremos estudiosprevios de la Red Mujer
y Hábitat de América Latina. En ellos se indaga problemáticas que constituyen
el antecedente y motivación del actual Programa Regional “Ciudades sin
violencia hacia las mujeres, ciudades seguras para todos y todas”, ejecutado
en la región por el Fondo de Desarrollo de las Naciones Unidas para la Mujer
(unifem) e implementado en distintas ciudades por las instituciones referentes
de la Red Mujer y Hábitat en cada país.
El
primero de tales estudios trata sobre el uso del espacio público por parte de
varones y mujeres en cinco ciudades del Cono Sur. Permite verificar la
pervivencia actual de pautas culturales arraigadas en la sociedad y que asignan
roles y autorizaciones diferentes a varones y mujeres respecto al uso del
espacio público, e ilustra sobre los efectos diferenciados del temor en la
cotidianidad de unos y otras.
Un
segundo estudio, apoyado por el Fondo Fiduciario de Apoyo a Acciones para la
Eliminación de la Violencia contra la Mujer, de unifem, permitió profundizar en
torno a las violencias específicas vividas por las mujeres vinculadas al
territorio y los mecanismos de ‘invisibilización’ de dichas violencias por
parte de la sociedad.
Asimismo,
se hace referencia a estudios en otros contextos, especialmente al realizado en
ciudades de Estados Unidos de más de 100 mil habitantes, que intentan poner a
prueba hipótesis feministas predictivas de la violencia hacia las mujeres
—específicamente, la violación—, en particular aquellas basadas en las
corrientes principales del pensamiento político (feministas marxistas,
liberales, radicales y socialistas).
Finalmente,
se ejemplifica con algunos resultados del Programa Regional actualmente en
proceso de desarrollo en ciudades de Chile, Argentina y Colombia.
Inseguridad en las ciudades e impactos diferenciales
de género
El
derecho a la ciudad, entendido como la garantía para acceder a las
oportunidades económicas, sociales, políticas y culturales que brinda la vida urbana,
tal como se lo formula en la Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad,2 ha sido
incluido no solo en las agendas de organizaciones sociales locales e
internacionales, sino también en las de agencias de Naciones Unidas y gobiernos
locales. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, por ejemplo,
refiere al Índice de Desarrollo Humano Urbano, promoviendo un modelo de ciudad
que posibilite la ampliación de las capacidades de los individuos en un mundo
como el actual, donde la vida en aglomerados urbanos es la forma predominante
de organización social (pnud 2006). En este contexto se sostiene que la
seguridad de ciudadanos y ciudadanas es, sin duda, una condición indispensable
del desarrollo humano. “El primer escalafón del desarrollo humano es la
seguridad humana. Por eso, el primer deber del Estado es proteger la vida e
integridad física de sus asociados y en esto consiste el pacto mínimo de
ciudadanía” (Moro 2008: 7).
Por su
parte, el Programa de Naciones Unidas para los Asentamientos Humanos
(un-habitat), en su informe sobre las ciudades, asume el concepto de ciudades
armónicas como un enfoque que permite entender el actual mundo urbano y como
una herramienta operativa para afrontar los desafíos más importantes de las
áreas urbanas. En dicho informe se señala que las ciudades han crecido
económicamente al mismo tiempo que aumentaban sus desigualdades, las cuales
impactan en todos los aspectos del desarrollo humano (un-habitat 2008).
En
general, las ciudades son y han sido objeto de profusos análisis e investigaciones.
No obstante, históricamente los estudios urbanos y los referidos a la
seguridad/inseguridad en las ciudades han tendido a ignorar aspectos que sí han
sido recogidos en los aportes de las feministas, que tocan la vida cotidiana de
las mujeres. Así, desde los años ochenta y noventa, temas referidos al derecho
de las mujeres a la tierra, a la vivienda y a los servicios; su aporte a la
construcción de los asentamientos humanos; el uso del tiempo y el impacto
diferencial de la organización del territorio en la vida de las mujeres,
producto de la división sexual del trabajo que aún persiste en nuestras
sociedades, se han constituido en objeto de producción de conocimientos,
desarrollo de herramientas, construcción de capacidades y acciones para incidir
en las políticas habitacionales y urbanas (Falú y Rainero 1994: 167).
Estudios
académicos que vienen enriqueciendo el campo disciplinar con aportes de
feministas desde distintas perspectivas, como la sociológica, la antropológica
o la geográfica, han sido desarrollados en distintos países del mundo, Sin
embargo, este avance teórico no se ve suficientemente reflejado en los estudios
urbanos en general, y menos aún en las políticas públicas urbanas y las de
seguridad ciudadana. Los abordajes que comúnmente incorporan las políticas
públicas, como también el enfoque que prevalece en muchos estudios, desconoce o
niega el conflicto que subyace en las relaciones de género, basado en la
subordinación de las mujeres y el ejercicio del poder por parte de los varones,
cuya manifestación más extrema es la violencia. El concepto de género no es
entendido en su dimensión relacional; se asocia género a mujeres y, por lo
tanto, no se cuestionan las relaciones de poder. Se apuesta a mejorar algunas
condiciones de vida de las mujeres o las manifestaciones más notorias de las
desigualdades, sin hacerse cargo de las causas estructurales de las mismas.
Pero, como bien expresa Teresa del Valle (2006), el miedo, lo mismo que la
seguridad, tiene referentes y significados distintos para hombres y para
mujeres. La metodología que introduce la crítica feminista marca esa
diferencia: es distinto pensar el miedo como una experiencia social amplia, que
pensarlo desde las mujeres.
En este
aspecto, como en muchos otros, se hace necesario profundizar las
argumentaciones en favor de incorporar los aportes teóricos del feminismo al
análisis de la realidad y de la vida en las ciudades, y transformar en acción
política los conocimientos producidos. Entre tales aportes, y en cuanto al tema
específico de la percepción de seguridad e inseguridad y las violencias que
sufren las mujeres en las ciudades, haremos referencia a dos estudios: uno
sobre el uso del espacio público por parte de varones y mujeres, realizado en
cinco ciudades del Cono Sur (Montevideo, Uruguay; Asunción, Paraguay; Mendoza y
Rosario, Argentina; Talca, Chile); y otro que profundizó en los aspectos de las
violencias específicas que viven las mujeres en la ciudad, desarrollado en los
distritos de Lima, Perú, y en la ciudad de Rosario, Argentina.
Uso del espacio público por varones y mujeres en
cinco ciudades del Cono Sur
En este
estudio se buscó construir indicadores urbanos que dieran cuenta del uso del
espacio público a través de dos niveles analíticos: indicadores referidos a aspectos
estructurales del espacio público, sobre la base de datos secundarios; e
indicadores referidos a los aspectos de percepción y opinión de varones y
mujeres respecto del uso y disfrute de la ciudad. El análisis se realizó a
partir de una encuesta aplicada a una muestra poblacional representativa, realizada
en las cinco ciudades mencionadas. Es a esta última dimensión que interesa
hacer referencia en el presente artículo. El espacio público constituye uno de
los polos de tensión de la dicotomía público/privado que marca las relaciones
de género. Al mismo tiempo, constituye un lugar privilegiado de socialización
en la ciudad, actualmente amenazado por las nuevas dinámicas urbanas
caracterizadas por la fragmentación territorial y exclusión social.
En primer
lugar, en un contexto de ciudades con tendencia a la privatización de los
espacios públicos, y donde la homogeneización social funciona con exclusiones
no explícitas —como aquellas basadas en la forma de vestir o el color de la
piel—, el estudio puso de manifiesto resultados contrastantes con la tendencia
privatizadora de los espacios públicos. Un alto porcentaje, más del 80 por
ciento de la población encuestada, valoró la importancia de los espacios
públicos como lugar de recreación y socialización, y también un alto porcentaje
manifestó utilizar parques y plazas, lo que está mostrando la vitalidad de
nuestras ciudades, no obstante los obstáculos vinculados a la accesibilidad, la
inseguridad, vandalismo o insuficiente mantenimiento de los espacios públicos.
Esto permite pensar en la importancia de su recuperación y promoción como
condición de la democratización de la ciudad.
Las
calles del propio barrio encabezan el lugar donde los ciudadanos y ciudadanas
mencionaron sentir inseguridad. Luego, el centro de las ciudades (indicativo de
la transformación importante de las áreas centrales de nuestros países, donde
la residencia deja paso a funciones financieras, administrativas y comerciales,
provocando el vaciamiento de dichas áreas a determinados horas y días no
laborables). El tercer lugar mencionado como inseguro fue la propia residencia.
Las plazas y parques, como también el transporte público, fueron identificados
como lugares donde la población también expresa sentirse insegura. En el caso
del transporte público, la inseguridad afecta principalmente a las mujeres.
Un
tercer resultado significativo, específicamente en relación con la inseguridad
en la ciudad, es que resultó ser levemente mayor para las mujeres. La mayor
diferencia entre ellas y los varones radica en que, por causa de la
inseguridad, las mujeres —y no así los hombres— modifican sus rutinas
cotidianas, los lugares por donde transitan y los horarios en los cuales
circulan. En una palabra, el estudio verificó el impacto diferencial del temor
en varones y mujeres: son las mujeres las que, por temor, limitan el uso y
apropiación de la ciudad; son ellas las que arbitran estrategias individuales
evitativas de determinados lugares del barrio o de la ciudad. Estas conductas
son naturalizadas y, en consecuencia, en muchos casos sus causas son
‘invisibilizadas’ y no reconocidas ni siquiera por las propias mujeres que las
vivencian. Teresa del Valle (2006) ha definido estas conductas como “los
espacios que nos negamos”: son los lugares a los que las mujeres renuncian o
por los que circulan porque forman parte de su vida cotidiana, pero que
básicamente están mediatizados por miedos. Otro dato relevante en el estudio
fue comprobar que la violencia sexual que sufren las mujeres en las ciudades prácticamente
no fue mencionada por la población encuestada entre los hechos de violencia
reconocidos en el barrio o la ciudad. Esto evidencia fuertemente de qué manera
los delitos tipificados como tales son una construcción social, que excluye
entre ellos la violencia de género; explica la ausencia de la violencia de
género como tema de las políticas públicas que intentan dar respuesta a la
inseguridad urbana; y también su no consideración por la sociedad civil y por las
propias mujeres, que difícilmente articulan la violencia de género (casi excluyentemente
asociada a la violencia privada) con las políticas macro de seguridad
ciudadana.
Marta
Torres Falcón (2004), citando a Galtung (1981), señala que toda interacción
humana se realiza en un contexto social que debe ser analizado para entender el
fenómeno de la violencia. Las relaciones entre los individuos se realizan en un
contexto social determinado en el que se sitúa la violencia personal (cara a
cara entre los individuos) y la estructural (que emana de las estructuras
sociales, legislaciones, sistemas de salud y educación). Al perpetuar patrones
de desigualdad (entre razas, clases, etnias, sexos), la violencia estructural
que ahí se gesta tiende a reproducirse a sí misma, y en ese terreno de
relaciones individuales y grupales aparece la tercera dimensión del modelo de
Galtung: la violencia cultural, que deriva de múltiples prácticas comunitarias.
Esta última se refiere fundamentalmente a los discursos que atraviesan y dan
forma al imaginario social, imponiendo figuras rígidas y excluyentes de lo que
son o deben ser las mujeres y lo femenino, y lo que son o deben ser los varones
y lo masculino. En este libreto, el espacio público está presentado como un
universal al que acceden tanto varones como mujeres. En la realidad, sin
embargo —como lo señalan diversas investigaciones—, se dan diferentes
internalizaciones entre unos y otras, referentes a su ubicación en el espacio.
Por ejemplo, el estudio al que venimos haciendo referencia, realizado en las cinco
ciudades mencionadas, relevó fundamentalmente opiniones y actitudes en la
población de varones y mujeres de distintas edades y sectores sociales, en
relación con las autorizaciones sociales respecto de las conductas aceptadas y
esperadas para uno y otro sexo que sustentan los valores culturales
predominantes. Entre esas opiniones y actitudes, algunas tratan sobre la
“naturaleza” femenina y masculina, es decir, los rasgos vinculados con el ser
“biológicamente” mujer y varón y los atributos asignados a unas y otros; otras
aluden a conductas y roles asignados a mujeres y a varones. Las respuestas
fueron agrupadas mediante una escala que contempla cuatro categorías:
tradicionalista fuerte, tradicionalista débil, progresista débil, progresista
fuerte.
En
relación con los comportamientos esperados para las mujeres en la ciudad, y
específicamente en los espacios públicos, surgieron afirmaciones como “las
mujeres debieran evitar vestirse provocativamente para no ser agredidas o
molestadas en la calle”, “las mujeres no debieran transitar ni permanecer solas
en los espacios públicos, para evitar riesgos”. Por lo general, las posiciones
progresistas se reducen marcadamente, siendo los varones los más
tradicionalistas en sus respuestas. Ahora bien, aunque no se puede correlacionar
sexo con respuesta tradicionalista o progresista, ya que hay diferencias
marcadas entre las ciudades, la tendencia mencionada constituye un dato
significativo de la realidad (Rainero y Rodigou 2004). Lo importante es la
pervivencia de pautas culturales arraigadas en la sociedad, donde la violencia
hacia las mujeres encuentra explicaciones causales en la conducta de las
propias mujeres. En esta línea, es importante recuperar lo planteado por Segato
(2003) acerca de la distancia que media todavía entre la condena a la violencia
expresada por las leyes, y la dimensión de la violencia inherente a la dinámica
tradicional de género, inseparable de la estructura jerárquica de esa relación.
Como expresa la autora, “el contrato que condena y, por otro, el estatus que
pervive”.
Violencias que viven las mujeres en la ciudad: los
casos de Lima, Perú, y de Rosario, Argentina
El
segundo estudio al que hacíamos referencia, realizado en las ciudades de Lima,
Perú, y Rosario, Argentina, se desarrolló a través de grupos focales con
mujeres. En estas instancias, las experiencias de las participantes en la
ciudad, sus percepciones y sentimientos, cobraron sentido colectivo al
mostrarse como comunes a casi todas las mujeres. Lograron construir y nombrar
las violencias específicas vividas en el ámbito urbano, reconocer su
naturalización y los mecanismos de ‘invisibilización’ colectiva.
Ahora
bien, esta toma de conciencia —en el sentido de situar la experiencia en un
marco de sentido que tiene al territorio y al espacio público como ámbito de
exclusión y fuente de violencia cotidiana para las mujeres por el solo hecho de
serlo — posibilitó vincular en un continuum esta violencia “puertas afuera” con
la violencia privada. Asimismo, permitió reconocer factores que pueden predisponer
en mayor o menor grado a las percepciones de temor, vinculados a las
condiciones del barrio y la ciudad. El estatus socioeconómico y, en
consecuencia, las características del lugar donde se vive, las calles por donde
se transita, el transporte público, fueron identificados como factores
determinantes para la movilidad y la apropiación de la ciudad por parte de las
mujeres: su menor calidad se relacionaba casi directamente con mayores
percepciones de temor en ellos y, por consiguiente, con menores rangos de uso
de la ciudad
Por
otra parte —y un tema no menor, que permitió hacer visibles las diferencias
entre las propias mujeres— es que, para las mujeres de sectores medios, el
discurso de los derechos ganados obstruye la posibilidad de reconocer la
violencia específica de la que son víctimas por el solo hecho de ser mujeres,
la cual fue reconocida más fácilmente por las mujeres de sectores de menos
recursos económicos.
En el
mismo estudio, la percepción acerca de los mecanismos de protección en la
ciudad y lugares considerados de mayor o menor riesgo, fue confrontada con la
experiencia de las trabajadoras sexuales. Donde algunas mujeres podían
reconocer protección —por ejemplo, la relación con las instituciones— otras
percibían una amenaza. Algunos sitios definidos como excluyentes y prohibidos
de transitar para algunas, eran espacios naturales para otras. El
reconocimiento de las diferentes situaciones entre las propias mujeres según la
inserción social de unas y otras, permitió el reconocimiento de distintos tipos
de violencia, y pensar el territorio y sus recursos desde la diversidad de
situaciones sociales y de género (Rodigou 2003)
Las
aproximaciones descritas confirman que violencias que vivencian las mujeres en
la ciudad —hostigamiento verbal, invasión del espacio corporal en los
transportes públicos, acoso y violación, sumados a otros delitos, como robos,
arrebatos varios, que hemos relevado en nuestros estudios— constituyen una
realidad cotidiana para ellas, que contrasta con su escasa repercusión social:
naturalización y trivialización de la violencia, asociada a la impunidad de los
agresores. Como sostiene Braig (2001), las mujeres callan por temor a
convertirse en víctimas por segunda vez. Silencios, tabúes, escándalos e
impunidad son las formas de reacción frente a la violencia contra las mujeres
que impiden que la violencia sexualizada contra ellas sea considerada un
problema social.
¿Qué muestran los datos de distintas realidades?
¿Qué
nos dicen algunos datos y estudios? En Argentina hay casi 250 violaciones al
mes. Así lo reveló un informe de la Dirección Nacional de Política Criminal.
Sabemos que la cifra real es superior, debido a que solo un tercio de los
ataques sexuales es denunciado. Y de ese tercio, nueve de cada diez quedan
impunes. Por su parte, la Encuesta Nacional de Violencia contra las Mujeres en
Francia (enveff 2000) destaca que una de cada cinco mujeres había sido objeto
de presiones, e incluso violencia física y verbal, en la calle, en el
transporte o lugares públicos. Solo el 5 por ciento de violaciones a mujeres
adultas dio lugar a una denuncia (si se compara los datos de las denuncias con
los de gendarmería y policía).
No
existe un estatus socioeconómico, edad o apariencia que predisponga a ser
víctima: ser de sexo femenino constituye el principal factor de exposición al
riesgo de una agresión sexual. Muchas mujeres que llaman a las líneas gratuitas
de apoyo a mujeres violadas se sienten obligadas a aclarar “llevaba pantalones.
No me pongo más falda después de la agresión”.
Diversas
autoras vinculan estos datos con el hecho de que se trata de una sociedad que
continúa siendo dominada por hombres (las mujeres siguen alejadas de los
puestos de responsabilidad en la vida económica, social y política) y explican
que la violencia atraviese todas las capas de la población,cualquiera sea el
nivel social o cultural. La violencia empieza ahí donde existe sometimiento de
cada uno a un rol. Los datos de violencia de género en los países europeos,
donde los países nórdicos llevaban la delantera, abrieron un debate acerca de
la pervivencia de la violencia en países con derechos ganados para las mujeres.
Frente
a esta realidad de violencia de género extendida surgen algunas interrogantes:
¿quizá puede ser explicada en parte por la existencia de más estadísticas?
Pero, aun así, los números absolutos continúan siendo cifras alarmantes. O,
¿explicaría quizá esta situación el hecho de que a mayores logros de las
mujeres hay mayor resistencia del sistema patriarcal? En esta línea de
interrogantes, es importante hacer mención a los resultados del estudio
realizado en Estados Unidos en 238 ciudades de más de 100 mil habitantes para
poner a prueba hipótesis predictivas sobre violación basadas en las corrientes
principales del pensamiento: feministas marxistas, liberales, socialistas y
radicales, que vinculaban positiva o negativamente el estatus absoluto de las
mujeres y la equidad, con las tasas de violación (Martin, Vieraitis, Britto
2006).
Uno de
los predictores de tasas de violación que tuvo apoyo en los resultados de los
estudios fue el estatus absoluto de las mujeres en las ciudades (sostenido por
la hipótesis feminista marxista, que vinculaba positiva y/o negativamente el
estatus absoluto de las mujeres y la equidad de género, con el mayor o menor
número de casos de violación). En ciudades con mayores ingresos de las mujeres,
mayor nivel de estudios universitarios, mayor participación laboral y mayor
prestigio ocupacional, las tasas de violación eran menores. Según los autores y
autoras, es probable que este resultado se deba principalmente al ingreso medio
de las mujeres y al porcentaje en cargos de gestión (jerarquía ocupacional),
que son las dos medidas absolutas que se correlacionaron más fuertemente con
las menores tasas de violación.
Pero
los estudios, además de apoyar la argumentación de la tesis marxista que
predice que a mayor estatus absoluto de las mujeres menores tasas de violación,
dan sustento a la tesis de las feministas radicales, según las cuales a mayor
equidad de género, mayor número de violaciones. Esto sería producto del “efecto
backlash”, es decir, la reacción adversa por la cual el logro de las mujeres en
determinadas áreas redundaría en un sentimiento de amenaza para el sistema
patriarcal. En apoyo a esta tesis, el mismo estudio argumenta que las
investigaciones han demostrado que las mujeres con nivel universitario demoran
el matrimonio y la maternidad, y que para ellas el divorcio es menos
problemático desde el punto de vista económico, porque su capital social es más
alto. Esto podría disminuir la dependencia económica de las mujeres respecto de
los recursos de los varones y cambiar las relaciones de poder entre ellos, lo
que posiblemente significaría una amenaza a la estructura y privilegios del patriarcado.
A
primera vista, estos dos hallazgos, que apoyan la hipótesis marxista y la
radical de efecto adverso, parecen contrapuestos desde el punto de vista
teórico. Sin embargo, según los autores, se complementan cuando se utiliza un
modelo explicativo más integrado. Los resultados en conjunto apoyarían la
posición feminista socialista, según la cual la sociedad se estructura de
acuerdo con sistemas duales de clase y género, que ponen a las mujeres en una
posición de desventaja estructural acumulativa.
Otros
datos del estudio importantes de señalar apuntan a que un efecto más fuerte que
el índice de estatus absoluto de las mujeres es el componente de privación de
acceso a recursos. En ciudades con mayores niveles de pobreza, las tasas de
violación son más altas. Esto es consecuente con las teorías que muestran una
relación significativa entre pobreza, desigualdad y tasas de violación.
Asimismo, estos hallazgos contradicen muchos de los resultados de las
investigaciones que identifican la inequidad económica, étnica, racial o de
género, como el predictor más importante de la violación, más que la privación
absoluta. Consistente con la teoría feminista marxista, aparece que los mayores
niveles de ingreso de las mujeres, logros educativos, estatus ocupacional y
participación en el mercado, están significativamente relacionados a bajos
índices de violación.
Los
resultados indican, así, que el estatus absoluto y las privaciones de recursos
son dos de las variables más importantes donde focalizarse cuando se intenta
explicar los índices de violación.
Desde
otra perspectiva, vinculando territorio y niveles de seguridad/inseguridad,
nuestros estudios sobre ciudades de América Latina llevarían a pensar que las
mujeres con mayores ingresos viven en barrios más seguros, con infraestructura
y servicios de seguridad, y utilizan menos el transporte público masivo. A modo
de ejemplo, podemos citar que el transporte público masivo Transmilenio en la
ciudad de Bogotá es mencionado por las mujeres como un lugar donde sufren acoso
sexual, al igual que el metro en la ciudad de México, situación que obligó a
destinar unidades especiales para mujeres por los abusos denunciados.
Ahora
bien, como reconocen las autoras y autores del estudio realizado en Estados
Unidos, su indagación tiene hallazgos, pero también limitaciones. Los estudios
futuros necesitan incorporar un orden temporal más claramente definido y que
ayude a identificar cómo el efecto de un mejor estatus y el del backlash pueden
coexistir en un modelo explicativo de la violación, y a determinar las esferas
socioeconómicas en que las mujeres están logrando mayor equidad a través del
tiempo (ej. educación, estatus ocupacional, ingreso). Esto es, identificar qué
factores explican cuáles logros de género pueden ser los más amenazadores para
el sostenimiento del patriarcado. Es necesario, asimismo, complementar los
estudios macro con estudios a nivel micro que permitan, por ejemplo, conocer
las percepciones de los varones acerca de los logros de las mujeres y proveer
una comprensión más completa de la persistencia no solo de la violación, sino de
la violencia hacia las mujeres en las grandes ciudades.
Los
estudios no concluyentes que hemos traído a colación refuerzan la idea de la
necesidad de profundizar las causas complejas que vinculan las distintas
manifestaciones de violencia hacia las mujeres con otras violencias sustentadas
en las desigualdades e inequidades sociales. Es decir, profundizar estudios
cualitativos que permitan contextualizar los vínculos entre la violencia de
género y la violencia social.
Frente
a la pervivencia de los estereotipos de género al que hacíamos alusión al
inicio de este artículo, y a los datos que muestran la persistencia de la
violencia hacia las mujeres y las inequidades de género en distintos países,
pareciera —como sostiene Nancy Fraser (1997)— que la injusticia económica y la
cultural se entrecruzan y se refuerzan mutuamente de manera dialéctica. De esta
forma, como expresa la autora, solo podemos concebir la justicia identificando
las dimensiones emancipatorias de las dos problemáticas e integrándolas en un
marco conceptual único y comprensivo, esto porque las diferencias culturales
pueden ser elaboradas con libertad y mediadas democráticamente solo sobre la
base de la igualdad social.
En este
sentido, son necesarias políticas emanadas desde el Estado que promuevan la
equidad social, al mismo tiempo que transformaciones culturales profundas
—siempre siguiendo a Fraser— en las formas de las relaciones interpersonales y
en la valoración de los sujetos sociales.
Los
medios de comunicación y la educación debieran ser ámbitos preferenciales de
trabajo en esta línea. El Estado es sin duda responsable de promover estos
cambios, pero la sociedad civil y las organizaciones de mujeres y feministas
pueden tener un rol protagónico en este proceso.
Y es
aquí donde el territorio y su organización constituyen también una instancia
posibilitadora de la transformación de vínculos o de la reproducción de
jerarquías entre los géneros. La Declaración Mundial de la Unión Internacional
de Autoridades Locales (iula, por su sigla en inglés) sobre las Mujeres en el
Gobierno Local (1998) expresaba que el derecho a la movilidad libre y segura
requiere afrontar las circunstancias que la obstaculizan. En relación con esto,
la planificación urbana puede aportar a promover ciudades y barrios inclusivos
y más seguros atendiendo a las condiciones del entorno urbano, sustentándose en
un principio que garantice accesibilidad y apropiación por parte de los
habitantes. Esto implica la distribución equitativa de servicios en el
territorio y la participación ciudadana en los procesos de diseño y gestión de
la ciudad.
Programa Regional “Ciudades sin violencia hacia las
mujeres, ciudades seguras para todos y todas”. Algunos resultados
El
proceso de desarrollo del Programa Regional permite avanzar algunas conclusiones.
En el ámbito del Estado, es posible pensar acciones alternativas e innovadoras
para promover ciudades más seguras para las mujeres, a partir de un compromiso
político con la equidad de género. Este compromiso se expresa en la existencia
de áreas específicas de promoción de los derechos de las mujeres que lideren procesos
y de alguna manera promuevan la transversalización en otras áreas de gobierno,
como lo son las vinculadas a la planificación del territorio. El compromiso de
otras áreas de gobierno permite pensar la seguridad de las mujeres en la ciudad
como un objetivo compartido que potencia los recursos institucionales. Ejemplo de
esto es la Guardia Urbana Comunitaria de la ciudad de Rosario, Argentina, que
comienza a integrar la violencia de género en sus acciones preventivas en la
ciudad, y a concordar acciones con la Oficina de la Mujer de dicho municipio.
Paralelamente,
el proceso de empoderamiento de las mujeres a partir del trabajo conjunto con
otras mujeres y organizaciones, tendiente al reconocimiento de las violencias
específicas que experimentan en la ciudad y las causas explicativas basadas en
su falta de reconocimiento como sujetos de derechos, es un dato de la realidad
que se traduce en acciones propositivas nacidas de las mujeres para cambiar las
condiciones del barrio en que viven.
Las
mujeres con las que se trabajó en las distintas ciudades en el contexto del
Programa reconocen que la participación en decisiones que impactan su vida
cotidiana, como la producción y gestión del territorio en sus distintas
escalas, es un derecho como ciudadanas que requiere ser ejercido: las calles
por donde transitan, los medios de movilidad, la distribución y condiciones de
las paradas de autobuses, son temas que las incluyen y afectan particularmente.
Las desigualdades socioeconómicas se expresan en territorios concretos y
potencian otras exclusiones e inequidades derivadas de la condición de género, por
lo cual la organización del territorio no es ajena a las posibilidades de
movilidad y apropiación de la ciudad. Las mujeres de los barrios de las
ciudades de Rosario, Bogotá y Santiago de Chile donde se implementa el Programa
reconocen el derecho de apropiación del espacio urbano, en el sentido del
derecho al uso del espacio y el derecho a la participación como condición
indispensable ligada al mismo.
Las
mujeres han sido excluidas, pero también se han autoexcluido de las decisiones
sobre la organización del territorio. Aunque la dicotomía espacio
privado/espacio público y la asignación de espacios por género han sido objeto
de los primeros cuestionamientos del feminismo, y las mujeres históricamente
han estado y continúan estando presentes en las luchas por el mejoramiento de
los asentamientos humanos y por el acceso a la vivienda y a los servicios
complementarios a la misma, las demandas están fuertemente ligadas a su rol de
cuidadoras en el ámbito privado, y no a su condición de ciudadanas y su derecho
a la ciudad. En este sentido, las intervenciones de las mujeres en los espacios
públicos de las respectivas ciudades en que tiene lugar el Programa Regional
evidencian que la acción colectiva constituye una dimensión activa que puede
transformar los vínculos entre los individuos a partir del conocimiento y
reconocimiento de las mujeres entre sí y con otros actores, y llevar a nuevos
pactos de interacción social. Al mismo tiempo, replantean el diálogo con el
Estado desde un lugar de ciudadanía activa, interpelando también la visión
parcializada y tecnócrata de la disciplina urbanística.
El
Estado no puede eludir la responsabilidad de implementar políticas integrales
que privilegien transformaciones culturales profundas entre los sexos, que
consideren distintos ámbitos de actuación —educación, medios masivos de
comunicación, acceso a la justicia— y que incorporen la voz de las mujeres en
la construcción de acciones y políticas públicas. En este sentido, las
decisiones sobre la producción del territorio de la ciudad en susdistintas
escalas, y el acceso y apropiación del mismo en condiciones de seguridad, deben
ser parte de las nuevas asignaciones de poder compartido. Y las mujeres, sus
organizaciones y la agenda feminista deben incluirlas como parte de sus
demandas políticas y de transformación social.
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