Milagros Pérez Oliva: Mujeres de El Cairo
© Milagros Pérez Oliva, El País
A principios de septiembre, tras la llegada al poder en Egipto del
primer presidente islamista, Mohamed Morsi, por primera vez en la historia de
la televisión pública de ese país una de las presentadoras del telediario, la periodista Fatma Nabil,
apareció cubierta con un velo blanco. La presencia del hiyab en los
informativos fue considerado un gran cambio, pues durante décadas, la televisión
pública había prohibido el uso de esta prenda por sus connotaciones religiosas.
Sectores laicos y grupos feministas han considerado este gesto como un indicio
de que la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes puede suponer una
involución en la libertad y la presencia pública de las mujeres en Egipto.
El riesgo, ciertamente está ahí y la preocupación está justificada,
habida cuenta de la evolución que en otros lugares ha tenido la llegada de los
islamistas al poder. Pero el debate que ha suscitado este caso muestra la
dificultad de trasladar a una sociedad dual como la egipcia los valores y
criterios que consideramos válidos en la nuestra. Y las muchas contradicciones
en que podemos incurrir.
Una de ellas es la tentación de negar legitimidad a la invocación que
la periodista hace de su libertad de elección, bajo la pretensión de que las
mujeres que adoptan el velo lo hacen coaccionadas por el entorno religioso y
cultural. Fatma Nabil ha apelado a su derecho a decidir usar el velo, como lo
usan otras presentadoras en las televisiones privadas.
Este derecho no puede ser ignorado. El mismo principio de libertad que
ampara a Nabil, y que hemos de reconocer, es el que ha de proteger a las
mujeres que, haciendo uso de esa misma libertad, no quieran llevar velo en el
caso de que una eventual islamización de la vida pública tratara de imponer
determinadas conductas. Quienes apelan a la libertad de Nabil para llevar el
velo, tendrá que admitir la libertad de otras para no llevarlo o para negarse a
acatar otras reglas islámicas.
El gesto de Nabil tiene en este caso connotaciones adicionales que
tampoco pueden ignorarse. Durante décadas el velo estuvo prohibido en la
televisión pública. Esa prohibición no era fruto de un consenso social, sino de
la imposición por parte del poder autocrático de unas normas sobre indumentaria
que, aunque puedan parecernos adecuadas porque proceden de la defensa de la
laicidad, habían sido adoptadas por procedimientos autoritarios.
Una vez aceptado el principio general de libertad, ¿pueden los nuevos
gestores de la televisión pública establecer que las presentadoras sigan
determinadas normas de indumentaria? Claro que sí, como las establece cualquier
otra televisión. El poder democrático podría, por ejemplo, decidir que los
informativos de la televisión pública no pueden hacer ostentación de ninguna
simbología religiosa. Por la misma razón que en nuestras televisiones públicas
no se considera adecuado que una presentadora aparezca, por ejemplo, vestida de
monja. La prohibición del velo sería, desde este punto de vista, una medida
legítima y lógica. Pero, ¿puede considerarse el velo islámico un símbolo
religioso equiparable a la cofia de una monja? De nuevo aquí surgen
dificultades. Ciertamente el velo tiene una connotación religiosa. Pero es
también un símbolo de identidad cultural. No todas las mujeres que llevan velo
son extremistas islámicas.
En una sociedad culturalmente homogénea no resulta muy difícil
establecer unas reglas indumentarias que puedan ser ampliamente aceptadas. Pero
en Egipto, la sociedad no es homogénea. De hecho está profundamente escindida.
Muchas mujeres llevan un estilo de vida completamente occidental, pero muchas
otras siguen aferradas a las formas tradicionales, en algunos casos por un
fuerte condicionamiento religioso, en otros por simple inercia cultural. Si,
como aquí, se pretende que las presentadoras vistan de acuerdo con lo que se
considera que es la sensibilidad mayoritaria, difícilmente puede justificarse
la prohibición del velo. De hecho, parece que son más las mujeres que usan velo
que las que no lo usan, y eso después de décadas de campaña oficial para
erradicarlo. En este caso, parece que lo sensato es pues volver al principio:
dejar que las mujeres elijan. Así se protege la libertad de todas.
La libertad recién conquistada es un bien todavía muy frágil en
Egipto. Y las mujeres están en el centro de todas las tensiones que se derivan
de los cambios propiciados por la primavera árabe.
La tensión que produce la dualidad
en que vive la sociedad egipcia, y particularmente sus mujeres, aparece
muy bien reflejada en una película, "Mujeres de El Cairo", que les
recomiendo si quieren profundizar en este asunto. En esta película Yousry
Nasrallah ha ido al núcleo mismo del conflicto entre modernidad y tradición,
entre autoritarismo y libertad, para mostrar que no siempre las cosas son como
parecen. Que bajo la modernidad, se oculta a veces mucha violencia y mucha
opresión, y bajo el velo, grandes ansias de libertad. Cuenta la historia de una
presentadora de televisión, una periodista de éxito, moderna y atrevida, que
conduce un programa de debate político. Tras ser “invitada” por el poder
autocrático a rebajar el nivel de controversia y ocuparse de temas más amables,
decide explicar solo historias de mujeres.
Y resulta que esas historias acaban siendo una bomba política.
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