Guadalupe Santa Cruz: “Mujeres enfamiliadas, o mujeres “aleladas de inacción”“


© Guadalupe Santa Cruz, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

-          Guadalupe Santa Cruz es escritora, autora, entre otras novelas, de El contagio (1997), Los conversos (2001) y Plasma (2005), así como de numerosos ensayos y artículos en publicaciones nacionales e internacionales. Ha colaborado en diversas revistas así como en publicaciones colectivas en el campo de la crítica feminista.

Comenzaré esta reflexión de manera paradójica: se sabe mucho del silencio de las mujeres y se sabe poco del silencio de las mujeres. Se han multiplicado las versiones para explicarlo y éste se ha ido rompiendo, pero de los silencios que persisten, de los silencios de las mujeres chilenas, de las distintas mujeres que conforman desde realidades diversas un imaginario más o menos compartido, un cuerpo cultural relativamente común, seguimos sabiendo poco. En estas líneas quiero aventurarme por algunas zonas que despiertan preguntas de difíciles y múltiples respuestas, y que sin embargo se presentan, una y otra vez, devolviéndonos al descalce entre ciertas políticas feministas de defensa de los derechos de las mujeres y la gestualidad de las mujeres en lo cotidiano. En la relación de las mujeres con la –precaria– institucionalidad que debiera velar por su integridad, enfatizaré su aspecto subjetivo.

La pregunta ¿por qué callan las mujeres? ha sido, por ejemplo, abordada en profundidad por Inés Hercovich en el caso de las violaciones, a partir de los relatos de las mujeres y de su dificultad para defraudar e ir más allá de aquellas narraciones dominantes impuestas por el sentido común (que no es sino la instalación de un aparato de poder en el lenguaje y sus composiciones): las “imágenes en bloque” las llama esta autora tras la escucha de numerosas víctimas.

En el plano simbólico de la violencia de género, María Luisa Femenías3 y Eric Fassin consideran que los cuerpos de las mujeres, ultrajados y humillados, devienen una forma de enviar mensajes cifrados a otras mujeres y a otros hombres. Para Veena Das, las mujeres que han constituido simbólicamente un objeto de “intercambio” entre hombres, en situaciones extremas, de conflicto o bélicas, y particularmente a través de la violación, son reducidas al silencio para significar mejor sus cuerpos mudos, convertidas “sólo en signos, nada más que signos”. De manera tautológica, podríamos decir que las mujeres callan porque han sido alcanzadas por ese mecanismo de dominación cuyo propósito es hacerlas callar, y ello mediante el miedo (miedo difuso, como herramienta de control social, así como terror preciso: Inés Hercovich plantea que, al colocar nuevamente el miedo experimentado por una mujer en el centro de la evocación de su experiencia de violación, emergen los relatos singulares, no adscritos a las imágenes en bloque).

Al no denunciar la violencia vivida por ellas, al desistirse de las querellas interpuestas, al manifestar su experiencia en círculos cercanos y luego declinar sostenerlas en acciones públicas, habría que preguntarse no solo por qué callan las mujeres, y por las formas que toma el miedo que deben enfrentar, sino también, pienso, qué es lo que, confusa o ciertamente, desean proteger y aquello que las lleva a hacerlo. Me parece paradigmática, en este sentido, la película Rashomon de Kurosawa que pone en escena las versiones encontradas de cuatro personajes involucrados –directamente o como testigo, en el caso de uno de ellos– en la violación de una mujer por un bandido y su asesinato del marido de la ultrajada. En el juicio (imaginario) posterior, queda en evidencia las formas sutiles en que la narración de cada protagonista desea preservar algo que trasciende su interés personal inmediato y que alude más bien a un mundo de significados y valores que cada cual busca no resquebrajar, aunque sea sacrificando la propia imagen en una versión que deja indemne al otro. Esta obra teatraliza este drama en el contexto de una cultura, lo sabemos, intensamente ceremonial, en que las jerarquías y la distribución del honor son gravitantes. No pudiendo entrar en el detalle de la compleja posición construida en su discurso por cada “actor” de esta escena, deseo sin embargo interrogar, a partir de un nudo como el que podemos adivinar aquí, cuáles serían algunos de los elementos culturales que escudan los silencios de las mujeres en nuestra realidad. Para hacerlo voy a acudir al habla común y a la literatura, a las formas particulares de sumergir su reflexión en imaginarios que en algo recogen “el fondo pastoso del mundo”6, aquí, la argamasa del lazo social que es nuestro.

El radical imperativo de la apariencia –que no se juega en formalidades ni pasa por la extrema codificación de los gestos, sino que condensa más bien su energía en no dejar trasparecer las grietas que conforman cada unidad (pareja, familia, institución), en no mostrar la hilacha– es un rasgo que ha sido subrayado por varios/ as autores/as. Como si se tratase, una y otra vez, de sostener la composición (paisaje o naturaleza muerta) de un lazo que participa de unidades mayores, entre las cuales existe un mandato de fidelidad a la vez que una competencia, en la que quienes “pierden” constituyen una traición al secreto compartido (dejan a la vista que no hay tal unidad) y merecen por ello ser objeto del ridículo (un ojo social vigilante anota el traspié).

Proporcional a este imperativo de aparente orden, es la violencia, elíptica, solapada, simbólica o descarnada que parece engrudar las relaciones puertas adentro, sobre todo en espacios –no sólo hogares– regidos por una virulenta “lógica de interioridad”. Esta lógica construye una frontera (podemos suponer que una cultura que se fragua en torno a las apariencias hará tajante esta frontera) entre un supuesto “adentro” y “afuera”, que separa (esta separación ya es violenta y construye a su vez violencia) lo conocido y familiar –connotado positivamente: lo civilizado– de lo no familiar, ajeno y amenazador: lo bárbaro. Espacios que no deben ser oreados, puesto que se establecen precisamente para defenderse de lo otro, de lo ajeno. Podemos suponer que a la primacía que ha tenido la institución familiar en América Latina (Jean Franco la relaciona con la debilidad de las instituciones estatales en el continente) se agrega, además, aquí, la exigencia del decoro, en el sentido de que la ropa sucia debe lavarse en casa. Lo sabemos, es lo propio de cualquier institución y, entre ellas, aquella de la familia, con distintas intensidades, en distintas culturas. Lo que interesa aquí es desentrañar precisamente esa intensidad extrema que reviste en la nuestra.


Todos son parte de todos: el amasijo de las relaciones puertas adentro

El encierro como situación habitual, cotidiana, es el leitmotiv de varias novelas chilenas. Confinamiento que parece obedecer a los intrincados lazos de dependencia entre habitantes de un mismo espacio.

La novela El obsceno pájaro de la noche propone algunas claves para entender esa inclinación por preservar el espacio tapiado que comparten de distinto modo los protagonistas. Y es que esa clausura sostiene (o a la inversa: es sostenida por) múltiples préstamos, permutas, usurpaciones entre ellos y ellas. Entre el mundo “marginal” que habita un convento y una luciente aristocracia se tenderá una soterrada red de poderes que amarra deseo y goce con potencia e impotencia, tanto física como social, para mantener o adquirir un lugar de prestigio, o tan sólo un lugar, en una sociedad que amenaza permanentemente a sus miembros con la destitución como individuos. Estas redes de poder, estas trenzas carnales, estos trueques sexuales irán invirtiendo los lugares de la fuerza y de la debilidad, a través de cambiantes pactos. En este escenario, así como en la familia y la pareja incestuosa de gemelos en la novela El Cuarto Mundo, la simbiosis –como exacerbación de los deseos atravesados por otros deseos, de identidades pobladas (ocupadas) por otras identidades– parece ser la única forma posible de unión, con la subsecuente violencia en la imposibilidad para cada uno de diferenciarse (“Quería pensar, debía pensar el modo de separar mi vida”, dice la protagonista). Coludidos entre sí, contra sí, por los pactos y las traiciones, los personajes son pulsados por una pasión que a la vez los devora y los realiza. Para hacer que esto se vea podría recurrir a los estudios que hacen resaltar los rasgos endogámicos en la historia de las formas de unión matrimoniales en Chile, a la figura masiva de las y los allegados –por razones económicas, en su mayoría, pero podríamos considerar las formas particulares de apego que constituyen también una fuerza centrípeta en las familias, sea cual sea su composición--, a las violaciones por familiares directos, a la proliferación de los embarazos adolescentes y en edades cada vez más tempranas, muchas veces interpretados como un gesto en el que habla un deseo de corte y diferenciación respecto de la familia de origen y una búsqueda de legitimidad propia. También están las voces escuchadas en la vida cotidiana: la dirigenta social que anuncia la separación de su hija, que se irá a vivir con ella y le hará “el regalo” del nieto (en la novela El contagio, la protagonista se jura a sí misma no dejar que su futuro hijo o hija le sea expropiado por su madre, o al menos esta vez no hacerle a ella el don del hijo, como sucedió con los anteriores). Madres vicarias, proyecciones, suaves usurpaciones. Algo de esta mímesis, de esta simbiosis, es ilustrada por la conversación de un padre con su hijo, escuchada en un taxi colectivo, que lo fue llamando, consecutivamente, “hijo”, “papi”, “mi rey”. Algo de esta confusión se encuentra en las parejas que se llaman mutuamente mamita o papito. Confusión familiarista en el mijiteo social, en el apelativo de tío y tía dado por niños y niñas a adultos de su entorno, profesores/as, conductores, sacerdotes, etc. –se ha sabido últimamente de los estragos que puede facilitar esta cercanía, este “adosamiento” afectivo, en los casos de pedofilia perpetrados por miembros de la Iglesia Católica– y a amigos de la familia (hay que recordar aquí que la mayoría de las violaciones a las mujeres, entre ellas un número importante de niñas y adolescentes, ocurre en los hogares y por hombres conocidos). La misma confusión familiarista en el apelativo abuelita/o que se da a personas de edad, aunque sean desconocidas/os, y en el mamita de los piropos callejeros o del personal, sobre todo femenino, a las mujeres atendidas en los servicios de salud pública, lo que entre otras discriminaciones excluye la figura de las mujeres adolescentes. Algo de la negación de la sexualidad de los/as jóvenes, como cuerpos soberanos –y no familiares– encontramos en la expresión infantil, más amorosa que erótica, de Iris Mateluna (joven interna de la novela El obsceno pájaro de la noche) cuando llama al acto sexual hacer nanai. Como si el pegoteo familiar “retuviera” la sexualidad de las mujeres jóvenes por temor al corte que esta implica (transgrede el pacto de regaloneo) y a la pérdida imaginaria (o real) que significa. (Una forma de esquivar esta intromisión, vigilancia u omnipresencia  adulta, sería que las y los jóvenes –las familias incitarían a ello– se sometan sin obedecer, suerte de rebeldía allegada, custodiada).

Lo sabemos, el hecho de seguir subsumiendo la violencia contra las mujeres bajo la noción de violencia “intrafamiliar” refuerza –simbólicamente y en los hechos– esa violencia, y extrema la confusión de quiénes son los autores y quiénes las víctimas. Pero queda abierta, asimismo, la pregunta por la dificultad, en nuestra cultura, no sólo de diferenciar mujeres y madres, sino a cada integrante de la familia en lo que tienen de propios sus deseos, proyectos y derechos. En lo que es la voz de cada cual, en lo que es la voz de las mujeres.


La unión en torno al abandono

Llama la atención los modos en que el abandono –el fantasma del abandono, o la sensación de abandono– es gravitante en los modos culturales de nuestro lazo social.  Es lo que se puede leer como figura de fondo en Madres y huachos16: más allá de los lugares simbólicos que ocuparían mujeres y hombres ante esta situación de desamparo, es aquel núcleo central, su vacío, el que me interesa ahondar. Considerando lo que ha sido la figura del padre ausente –por inexistencia o por débil implicación– y, en la medida que las mujeres, en tanto madres en este caso, parecen vivir esta situación como desmedro –aunque no siempre y no todas, como lo demuestra Alejandra Brito–, caben algunas preguntas.

¿Por qué aquella forma de maternidad a solas, históricamente generalizada, ha sido concebida como una situación desmejorada? (“Vivo sola con mi hija”, señala una mujer). Más allá de los valores hegemónicos dictados por las clases dominantes y la Iglesia –y la subsecuente sanción social (nuevamente, la necesidad de la apariencia), compartida de diferentes formas según las clases sociales– así como por las leyes18 ¿acaso no han intentado estas “madres” suplir esa carencia a través de una obediencia exacerbada al orden establecido –masculino y estatal–, y a la “moralidad” conservadora hegemónica?

¿De dónde proviene la noción de abandono que permea la subjetividad? (no solo de las mujeres, pero interesa aquí enfatizar los imaginarios que son suyos). Las fuentes no pueden ser sino múltiples, el desamparo en las condiciones de vida de una sociedad profundamente desigual, débiles políticas públicas históricas en un Estado tercermundista (María Angélica Illanes hace un recuento de aquellas que se refieren a la salud, subrayando las épocas y las figuras simbólicas de protección que han regido al Estado chileno, la noción de abrigo siendo más determinante que aquella de derechos, salvo breves periodos políticos), invisibilización de las problemáticas de las mujeres (en sus formas cruentas, como la violencia doméstica y sexual, pero también en lo que Mabel Burin llama “el malestar” de las mujeres, ligado a la desigualdad y la discriminación en los diversos planos de sus vidas). A estas condiciones agregaría la obligatoriedad de los lazos gregarios (la “familia” siendo una de sus formas) y la demonización de la soledad –en sus diversas vertientes, que incluyen la independencia y la autonomía–, o su equiparación con el fracaso. La preeminencia de una noción de maternidad abarcadora (existiendo o no un padre), que desata la vivencia del abandono ya sea porque es imposible de colmar, o por su exceso: una omnipresencia materna tiene algo de dejación, en el hecho de que manifiesta, paradójicamente, una fragilidad en obra. Las múltiples transferencias en torno a quién ocupa el lugar de la madre, en las relaciones de fusión que describíamos anteriormente, con sus particulares prerrogativas y desposeimientos (la narrativa de Marta Brunet abre vastas puertas sobre las crudas relaciones entre mujeres en lo que Kemy Oyarzún llama “la figura del nicho”, donde resalta “la insistencia de las mujeres en el derecho al mando”).

Gloria Salazar, a propósito del tabú que ciñe a la realidad del aborto en Chile, destaca la profunda conmoción que suscita en nuestro cuerpo social cualquier gesto que recuerde el malquerer, el abandono. Como si se quisiera evadir una realidad que gatilla una experiencia conocida, reconocida.

Pienso en la problemática que me he propuesto recorrer, que son estas mismas condiciones y estos mismos imaginarios los que dificultan la voz de las mujeres para denunciar o persistir en la denuncia de la violencia que pueden estar sufriendo. Que manifestarlo públicamente –dejar constancia de tales hechos– es, o sería, dejar en evidencia la situación de abandono en que vive: esa violencia se da, no siempre pero a menudo, en el marco (y muchas veces en presencia) de “la familia”, lo que sume a todos los integrantes (excluido el agresor) en un estado de indefensión y descuido. Pero declararlo implica también un acto de individuación de las mujeres, diferenciarse y desgajarse de este núcleo –pareja o familia–, lo que puede imaginariamente presentarse como algo más amenazador aún que la violencia vivida.

El ánimo de aquello que he buscado bosquejar en estas líneas no es profundizar una cierta impotencia en, ni para, las mujeres, sino hallar algunos de los nudos  que –más allá de todo voluntarismo– enredan su voz, su palabra. Las críticas a las políticas públicas respecto de la violencia contra las mujeres, a sus fundamentos y a sus prácticas han sido hechas (lo sabemos, con una difusión escasa, que bordea la censura), pero me ha parecido indispensable entender algunos de los modos en que subyacen y coinciden algunos elementos subjetivos y culturales con esos lineamientos oficiales (y con los imaginarios construidos desde los medios de comunicación, tarea demasiado vasta para esta ocasión y para una sola mano). Adivino una noción cultural chilena de ciudadanía tan frágil como es fuerte el vínculo familiar, en términos de pertenencia y posesión. Adivino que estas marcas llevan a prácticas del encierro (la simbiosis, el incesto, la endogamia) y que sofocan las voces singulares de cada cual. Tras el énfasis que he puesto en la unidad familiar, insistiendo en que el vínculo de afiliación que allí se macera se repite en el seno de las instituciones (laborales, partidarias, corporativas y otras), estoy subrayando la dificultad para diferenciar nombres, cuerpos y deseos (lo que se podría llamar “sujetos/as”) que pudieran ambicionar una cierta legitimidad, una cierta soberanía, una cierta igualdad ante otros (lo que se podría llamar constituirse en ciudadanos/as), cuya vocación es la autonomía y no la adscripción, aquella pertenencia entendida como implacable péndulo entre la lealtad incondicional y la traición.

© Guadalupe Santa Cruz, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

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