Patsilí Toledo: “Vivir violencia y/o ser víctimas”


© Patsilí Toledo, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

-          Patsilí Toledo es abogada de la Universidad de Chile. Investigadora del Grupo Antígona, de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona.

Una preocupación compartida por muchas feministas en relación a la violencia contra las mujeres, especialmente entre quienes hemos trabajado con las propias mujeres desde diversas áreas, es cómo las afectan –y nos afectan– los discursos e imaginarios que utilizamos –para explicar la violencia, la intervención del derecho, etc.– y en particular, los riesgos de revictimizarlas a través de esos discursos y modelos. Parte de esta preocupación está ligada precisamente a las múltiples consecuencias de la calificación de las mujeres como ‘víctimas’ y la forma en que este calificativo –reforzado por el derecho y el Estado– puede constituirse en un obstáculo al empoderamiento de las mujeres y al reconocimiento de su propia agencia para detener la violencia.

El derecho favorece un análisis binario de la realidad que es ya propio de la cultura occidental: frente a un daño, hay una víctima y un victimario; la víctima es / debe ser inocente, el victimario es / debe ser culpable. En el modelo moral y jurídico imperante, el culpable debe ser castigado. De allí que históricamente, la violencia que se ejercía en contra de las mujeres se justificaba, precisamente, en que ellas eran las culpables2, las responsables del daño / castigo que recibían3.

 Por ello, el feminismo, especialmente a partir de la llamada ‘segunda ola’ –en las décadas de 1960 y 1970–, puso énfasis justamente en denunciar la gravedad de esta violencia, y en desculpabilizar a las mujeres que la padecían. Al hacerlo, se desplaza la responsabilidad hacia los agresores y en un sentido más amplio, hacia un modelo social que se califica como patriarcal, pues funciona en base a la subordinación de las mujeres. De hecho, para líneas importantes del pensamiento feminista, la violencia ocupa un lugar central en el análisis sobre el lugar de las mujeres en la sociedad, ya que ésta constituye una manifestación extrema de la dominación o control del cuerpo de las mujeres.

Diversas propuestas teóricas y políticas feministas, desde entonces, han incluido el uso de nuevos conceptos para aludir a formas de violencia históricamente invisibles e innombradas de la experiencia de las mujeres5, así como demandar su reconocimiento por el derecho, siendo las reformas legislativas un objetivo central para parte importante del movimiento feminista6. Acudir al derecho supone reconocer el papel que a la sociedad –y al Estado– cabe en esta violencia, especialmente en cuanto ha sido un fenómeno históricamente tolerado por el aparato jurídico. Así, en esta línea se encuentran los procesos legislativos que, en las últimas décadas, han comenzado a ‘reconocer’ y sancionar la violencia doméstica o en relaciones de pareja, el acoso u hostigamiento sexual, formas más amplias de violencia sexual, etc., haciendo que la violencia contra las mujeres sea uno de los temas de la agenda feminista que con más fuerza se ha introducido en el discurso jurídico desde fines del siglo pasado, tanto a nivel interno como también internacional.

Sin embargo, la institucionalización del discurso sobre violencia contra las mujeres –en particular la violencia ejercida por sus parejas–, en gran parte a través del derecho y de las políticas públicas, ha contribuido a reforzar los imaginarios binarios –culturales y jurídicos– que explican y justifican la violencia, tratándola en gran medida como un simple conflicto interpersonal, un problema entre individuos. La intervención del Estado a través del derecho, sus mecanismos e instituciones –denuncias, juicios, etc.– refuerza los roles de víctima y victimario, en un esquema donde el papel de la sociedad no existe, y el papel del Estado es el de un ‘tercero neutral’ frente a un conflicto. La intervención del derecho, en este sentido, más bien sirve para ‘fijar’ el fenómeno como ‘ajeno’ al Estado, y por tanto, ‘exculpa’ al Estado –y la sociedad– de cualquier responsabilidad en la violencia. Así, en los casos de asesinatos de mujeres por sus parejas en que ellas no han denunciado previamente la violencia que vivían, los organismos del Estado suelen considerar que no les cabe responsabilidad alguna. Esto concuerda con la imagen y actitudes hacia las mujeres ‘víctimas’ presentes en las leyes de violencia doméstica o familiar, así como en los imaginarios sociales, en donde además es posible constatar una interesante evolución en las últimas décadas. En general, las primeras leyes sobre violencia contra las mujeres en sus relaciones de pareja buscaban que las mujeres se atrevieran a denunciar la violencia, presentando una alternativa para ellas. Se reconocía que era un proceso difícil, que muchas mujeres carecían de los recursos personales y sociales para poner fin a aquellas relaciones, por lo que se intentaba brindar el apoyo necesario a la opción de las mujeres.

Estas leyes respondían a los primeros estudios y descripciones sobre mujeres agredidas, que comenzaron en la década de 1970. Estos las caracterizaban fundamentalmente como receptoras de violencia reiterada y severa, frecuentemente en forma cíclica (‘ciclo de la violencia’), causándoles miedo y daño psicológico, fenómenos como el ‘síndrome de la mujer maltratada’, la ‘indefensión aprendida’, etc. Este tipo de descripciones eran coherentes con una época en que apenas se comienza a hacer visible el fenómeno de la violencia en las relaciones de pareja, y las mujeres que lo denunciaban y llegaban a los refugios –que era donde se realizaban los estudios, en general– habían sufrido violencia severa, por largos períodos de tiempo. Este tipo de descripciones de la ‘víctima’ se ajusta bien al papel que el derecho tradicionalmente prevé para ellas. En este ámbito, la víctima se define por su pasividad, tanto frente al delito como en el propio proceso penal, donde su papel se limita a prestar su declaración sobre los hechos que puntualmente han ocurrido y que son objeto del juicio8. En un sentido más amplio, esta descripción se ajusta a la desculpabilización de las mujeres, pues la exoneración de responsabilidad acompaña a la victimización, a la vez que refuerza su falta de ‘agencia’9 o de capacidad para actuar. En efecto, “la esencia de ser ‘víctima’ reside en la percepción de falta de control sobre el daño que una persona ha experimentado (…) ‘victimizar’ a alguien supone que otros la vean como receptora pasiva y por supuesto, indefensa, de un daño o injusticia”.

Con el paso del tiempo, el avance en el reconocimiento de derechos a las mujeres en otras esferas de la vida social y la institucionalización de la “tolerancia cero” a la violencia contra ellas producen un cambio en la actitud hacia las mujeres que la viven, quienes ya no sólo pueden denunciar la violencia, sino que casi deben hacerlo. En la medida que se expande socialmente una imagen cada vez más ‘fuerte’ de las mujeres –que por cierto, no se condice con la realidad que viven muchas de ellas– así como el divorcio y las familias monoparentales, resulta cada vez más incomprensible para el derecho y la sociedad en general que las mujeres permanezcan en relaciones de violencia, especialmente cuando se piensa en mujeres jóvenes, que tienen o podrían tener autonomía económica, etc.

En este contexto, la imagen de la víctima se refuerza, pues se suele entender que si –en pleno siglo XXI– una mujer no abandona una relación de violencia, es porque el daño que ha sufrido prácticamente la priva de un ‘juicio razonable’. Así, incluso han surgido iniciativas legislativas que buscan impedir a las mujeres, por ejemplo, retirar las denuncias que han presentado, o desistirse de los procesos judiciales por malos tratos. Este tipo de iniciativas parecen reflejar una idea totalizante de la calidad de ‘víctimas’ de las mujeres: ya que padecen violencia, entonces son incapaces de decidir lo mejor para ellas mismas y, por lo tanto, se deben restringir sus opciones ‘por su propio bien’. El Estado –a través del derecho– es el ente protector que decidirá lo más adecuado para ellas. Por ello también resulta complejo desde perspectivas feministas apoyar medidas o visiones que puedan llevar a ‘sobreproteger’ a las mujeres –como víctimas, por ejemplo–, pues al hacerlo precisamente ponen en cuestión la calidad de sujeto individual y autónomo de las mujeres, una conquista históricamente reciente. Tanto la pasividad asociada a la calidad de víctimas, como el peso de las teorías que ‘responsabilizan’ a las víctimas por los delitos que padecen12 han hecho que dentro del feminismo –especialmente entre quienes trabajan directamente con mujeres en situaciones de violencia– se prefiera usar la expresión ‘sobreviviente’, en vez de ‘víctima’ de violencia de género. Si bien hablar de sobreviviente es una expresión más afirmativa, pues reconoce la agencia de las propias mujeres, su uso es también controversial incluso dentro de colectivos feministas, especialmente cuando se trata de casos de violencia en relaciones de pareja13. De alguna manera, también se instala una dicotomía entre víctima y sobreviviente, como fases o estadios, que no necesariamente responde a la realidad o a procesos personales de las mujeres que viven situaciones de violencia14. Asimismo, desde una perspectiva política, se considera que el énfasis en la agencia o capacidad de actuar de las mujeres, en su calidad de sobrevivientes empoderadas, también puede tener efectos negativos en la reducción de los recursos hacia las víctimas15, al minimizar los efectos de los condicionantes que deben enfrentar las mujeres y posiblemente llevar a un excesivo énfasis en la ‘responsabilidad de las víctimas’.

Aunque ni la calidad de ‘sobrevivientes’ ni las estrategias de resistencia de las mujeres resultan formalmente reconocidas en el actual modelo jurídico, podemos ver que la dicotomía víctima / sobreviviente, de alguna manera se expresa también en el imaginario que rodea a la intervención jurídica en casos de violencia contra las mujeres. En un juicio, se espera que la mujer sea una ‘víctima perfecta’, es decir, totalmente inocente (que no ha provocado en modo alguno la agresión que sufre) y pasiva durante el proceso, pero a la vez se espera que se sitúe como una sobreviviente, alguien que ha ‘superado’ la violencia y que, por tanto, no debe volver ni pretender mantener la relación afectiva en que ésta se produjo. De alguna manera, se entiende que la única ‘agencia’ aceptable de las mujeres, es que abandonen las relaciones en que se produjo violencia.

Lo interesante es que ya sea que se califique a las mujeres de víctimas o sobrevivientes, se trata de un modelo que simplifica una realidad mucho más compleja, así como las respuestas de las mujeres frente a esta. En particular, el peso simbólico de la expresión ‘víctima’ sobre las mujeres que viven violencia, es especialmente fuerte en la actualidad. Si bien nadie quiere ser ‘víctima’ de nada, esto es aún más cierto para las actuales generaciones de mujeres que han diversificado sus experiencias con respecto a sus antecesoras y se consideran liberadas y autónomas con respecto a ellas. Pero la imagen de la ‘mujer agredida’ en los términos descritos en 1970 permanece vigente, por ejemplo, cuando pensamos en las imágenes de mujeres en las campañas de prevención o denuncia de violencia doméstica, se trata de mujeres que encarnan esta idea de la debilidad y la desprotección: mujeres delgadas, ensombrecidas, ocultas o borrosas, muchas veces apoyadas por un brazo que revela la presencia del Estado a través de un uniforme policial. Esta victimización puede generar ciertos efectos positivos a nivel social, al producir simpatía social hacia las mujeres que viven violencia, pero las propias víctimas se resisten a ser clasificadas en formas que son tan estigmatizantes y que las desempoderan20. Esto también permite comprender que mujeres que sufren episodios de violencia prefieran considerarlo un suceso aislado, antes que ponerse en el lugar de víctimas.

En efecto, aquella imagen resulta lejana o ajena para parte importante de las mujeres contemporáneas que pueden vivir violencia, pero que no se identifican a sí mismas como ‘esas’ víctimas. Efectivamente, hoy las mujeres tienen mayores espacios de autonomía en sus propias vidas que hace 30 años, mayor ‘agencia’ social y política, así como el reconocimiento formal de iguales derechos. Esto contribuye a que las propias mujeres –y la sociedad– se vean a sí mismas de una manera más fuerte y que resistan más claramente los calificativos de ‘víctima’ y descripciones estigmatizantes de su situación. Asimismo, las campañas de denuncia y prevención de la violencia han tenido también efecto, con lo que sin duda las mujeres pueden identificar la violencia en forma más temprana y reaccionar frente a ella de diversas maneras. Pero por el contrario, es frecuente encontrar operadores/as del sistema de justicia que pretenden encontrar siempre los rasgos descritos hace décadas para las mujeres maltratadas. Investigaciones recientes señalan que uno de los efectos del estereotipo de ‘la mujer maltratada’ a nivel judicial, es que los casos en que las mujeres no cuadran con la descripción tradicional –como cuando se defienden activamente, incluso agrediendo a sus parejas– suelen ser considerados casos de ‘violencia cruzada’, cuyos efectos se minimizan, así como las sanciones.

Estudios recientes comienzan a describir a las mujeres agredidas cada vez menos como víctimas indefensas y más a menudo como ‘agentes activas’ para quienes incluso quedarse en la relación se transforma en una estrategia racional para hacer frente a su situación, resistiendo la violencia de diversas maneras, considerando las circunstancias que las limitan, o incluso que algunas pueden empoderarse más quedándose que abandonando la relación o el hogar. A pesar de ello –como también lo confirman diversas investigaciones– gran parte de quienes intervienen en atención de mujeres en situaciones de violencia –desde lo judicial o la atención social–, difícilmente están / estamos abiertos a comprender la heterogeneidad de sus experiencias. Esto es comprensible considerando que las descripciones iniciales de las ‘mujeres agredidas’ son las más ampliamente conocidas, y en ellas la violencia es siempre severa y en escalada, lo que no permite pensar en más ‘salida’ frente a la violencia que poner fin a la relación. Sin embargo, esto no se condice con la reconocida diversidad de la violencia contra las mujeres, en cuanto a sus formas e intensidad, tanto dentro de las relaciones de pareja, como en los diversos ámbitos en que se produce. En la práctica, no existe un reconocimiento de la diversidad de respuestas que las mujeres pueden tener frente a ella, y por lo tanto, la diversidad de respuestas que debiera reconocer el Estado y la sociedad.

Esto no sólo se trata de la manera en que se ha descrito la violencia contra las mujeres en décadas pasadas, sino también de los marcos teóricos dentro de los cuales estas descripciones se insertan. En efecto, tal como señalábamos al comenzar este texto, gran parte del desarrollo teórico feminista en torno a la violencia se enmarca dentro de nociones que también facilitan un análisis binario de la realidad, como el modelo de la dominación (masculina) / subordinación (femenina), reflejado en forma más amplia en la noción misma de patriarcado. En la medida que se cuestiona este modelo unidireccional, sin negar la existencia de los múltiples factores sociales que favorecen la violencia contra las mujeres, y se entienden las relaciones de poder en la sociedad de una manera compleja, se reconocen también los recursos que existen para refutar o resistir el poder. Estas perspectivas, sin embargo, aún distan de ser plenamente incorporadas en la reflexión feminista y las prácticas sobre la violencia contra las mujeres.

Probablemente toda experiencia humana se construye en la interacción social, y en ésta las organizaciones juegan un papel importante en la construcción de las características de las personas. En el caso de la victimización / agencia de las mujeres que viven violencia, inciden fuertemente las visiones de las organizaciones que les brindan atención –incluidos refugios y servicios sociales–, así como del sistema de justicia26. Ambos tipos de organizaciones, aunque parezcan muy diferentes, tienden a asemejarse cada vez más, en la medida que la intervención social comienza a ser más profesionalizada, e indirectamente, menos feminista.

Así, aunque en la perspectiva teórica y política dominante se reconoce que la violencia contra las mujeres no es responsabilidad de éstas ni el resultado de una patología individual, sino un problema de toda la sociedad (ya sea que se califique ésta como patriarcal, o como una compleja red de relaciones de poder), en la práctica el discurso actual sobre violencia en la pareja se basa en un vocabulario terapéutico, que aleja el foco de atención de aquellos factores socioestructurales y políticos de la violencia, hacia lo individual. De esta manera, esta violencia tiende a ser presentada –y así suele ser abordada por operadores de justicia o servicios sociales– “como el reflejo de malas relaciones maritales, disputas personales o sustancias intoxicantes, pero no como la manifestación de poder y una necesidad de control”27. El vocabulario terapéutico, junto con la comprensión popular de la violencia, hace que predomine una visión individualista de las mujeres agredidas, que las construye a ellas mismas como víctimas ‘individuales’ y a la vez, como ‘agentes de su propia liberación’, es decir, quienes deben hacer el tránsito de víctimas a sobrevivientes. De alguna manera, las actitudes que muestran los agresores hacia las mujeres –al responsabilizarlas por la violencia y hacer que sean ellas quienes ajusten su comportamiento para evitarla– también se presentan en organizaciones y personas que actúan ‘a favor’ de las mujeres: se espera que ‘ellas ajusten su comportamiento’ para evitar la violencia, ingresando a refugios, asistiendo a terapia, perseverando en el proceso judicial, etc. A menudo, las mujeres que buscan ayuda profesional entran en un nuevo espacio de relaciones de poder, en donde pueden ser patologizadas como mentalmente inestables o incapaces de valorar  su propia situación.

Este giro hacia lo individual parece ser inevitable en una cultura en que la ‘agencia’ o capacidad de actuar de cada persona se considera tan fundamental para la interacción humana, que negarla es prácticamente negar la condición humana, desde la óptica individualista. Además, persisten aún en las sociedades ideas y prácticas sociales que discriminan a las mujeres, por lo que no es extraño que los discursos que las responsabilizan pesen, a fin de cuentas, más que los discursos de no culpabilización, incluso en ambientes ‘sensibilizados’. Estos son los factores que diversas investigaciones confirman como ejes del problema que comentamos.

Sin embargo, al parecer, ambos factores inciden de una manera muy diferente a nivel social por lo que las estrategias frente a cada uno también deberían ser diferentes. Por ejemplo, actualmente, aunque se reconocen los rasgos sexistas y discriminatorios de la sociedad, en general se consideran como elementos que se deben reducir o eliminar. Lo contrario ocurre con el individualismo, que –excepto en sus manifestaciones extremas– no es objeto de mayor cuestionamiento social, como parte de las bases de la sociedad actual liberal. De hecho, también el enfoque liberal individualista ha sido utilizado por el feminismo –y por otros movimientos sociales– para lograr avances y reconocimiento de derechos para las mujeres y otros colectivos discriminados. En todo el mundo siguen ocurriendo asesinatos de mujeres por sus parejas en que las mujeres no han denunciado previamente la violencia que vivían. En estos casos, los Estados suelen considerar que no ha habido posibilidades de prevenir los crímenes. Más bien parece ser que esos casos dejan en evidencia que el camino judicial como única vía para obtener protección o ayuda es claramente insuficiente para las mujeres. Constituye una vía que presupone convencer a las mujeres de que son víctimas –y que deben transformarse en sobrevivientes– lo que muchas veces no se ajusta a su propia percepción de la violencia ni de sí mismas y excluye –frecuentemente– toda otra alternativa frente a la situación de violencia que viven.

Si reconocemos que la violencia contra las mujeres tiene múltiples manifestaciones, resulta necesario reconocer también que hay múltiples formas de abordarla y de responder a ella. La victimización o estigmatización de las mujeres no puede ser el costo inevitable de detener la violencia. De la misma manera que gran parte de las mujeres en Latinoamérica experimentamos violencia en la calle y no todas callamos, sino que reaccionamos de diversas maneras; de la misma manera que todas somos afectadas por la violencia simbólica, mediática y no todas la naturalizamos, pero especialmente, tampoco todas nos consideramos víctimas indefensas frente a la violencia.

Reconocer esta diversidad también aumenta los márgenes en que las propias mujeres pueden situar y comprender sus propias experiencias, al incorporar descripciones más complejas y más inclusivas. No se trata de sólo un cambio en el imaginario de ‘la mujer agredida’, sino más bien su ampliación, una ampliación que es necesaria considerando que los cambios sociales o culturales que se pueden promover –también en el derecho– deben ser coherentes con la realidad de las mujeres, diversas, que hoy viven / vivimos violencia –porque todas la experimentamos, en diversos ámbitos e intensidades– y que no se simplifican en descripciones rígidas y binarias como las de víctima / sobreviviente.

Mientras las respuestas y mecanismos que se implementan frente a la violencia contra las mujeres se construyan a partir de concepciones y prácticas que fomentan este binarismo, mientras esas respuestas no consigan devolver la perspectiva social y no meramente individual de este fenómeno, quienes intervienen en ellas continuarán contribuyendo a la victimización de las mujeres, reforzando categorías dicotómicas que impiden la comprensión de esta violencia y las herramientas disponibles para que las mujeres puedan detenerla.


© Patsilí Toledo, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
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