Antonella Caiozzi: “La ideología de la belleza femenina: otra forma de violencia contra las mujeres”


© Antonella Caiozzi, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

Antonella Caiozzi es miembra de organizaciones feministas como ‘Coordinadora de Feministas Jóvenes’ y ‘Mujeres Públicas’. Licenciada en Historia de la Universidad de Santiago de Chile (USACH).

En la actualidad las mujeres estamos siendo bombardeadas por mensajes e imágenes de la belleza femenina. El ideal que se nos presenta es el de la mujer “moderna” y exitosa que, además de desempeñar bien sus múltiples roles de trabajadora, madre, esposa y dueña de casa –toda una “multimujer”– vive preocupada por su aspecto físico y encarna el estereotipo de belleza establecido. El  ser “bellas” se ha convertido en un mandato para las mujeres, mandato que pretende homogeneizar los cuerpos femeninos bajo un modelo único –occidental y racista– de belleza, al mismo tiempo que busca convertirlos en objeto de consumo y del deseo masculino. Se trata de una ideología de la belleza de carácter patriarcal, que opera como dispositivo de control de los cuerpos de las mujeres y que además genera un importante nicho de consumo en el contexto del modelo neoliberal. Este artículo aborda la belleza femenina como una forma de violencia contra las mujeres, un tipo de violencia del cual poco se habla y que socava de manera efectiva la autonomía y el empoderamiento de las mujeres.

Naomi Wolf, en su libro titulado El mito de la belleza, plantea que el concepto de “belleza”, tal como lo entendemos ahora, se origina con la Revolución Industrial de la segunda mitad del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Antes de la industrialización, la familia constituía una unidad productiva, donde hombre y mujer trabajaban juntos, de modo que las cualidades que hacían atractiva a la mujer para el sexo opuesto eran su aptitud para el trabajo, su fortaleza física y su fecundidad. Con el desarrollo de las tecnologías de producción en serie se destruye la unidad de trabajo de la familia y se crean las esferas separadas de la producción, asociada al hombre, y la reproducción, asociada a la mujer. Con el culto a la domesticidad femenina y con las nuevas tecnologías de la imprenta que permitieron presentar láminas y fotograbados de mujeres “bellas”, surge por primera vez la “belleza” como índice del atractivo de una mujer. El “mito de la belleza” surge en ese entonces como una estrategia para mantener a la mujer de clase media encerrada en los confines del hogar.

Un siglo y medio de feminismo logró el acceso de las mujeres a la educación, sus derechos políticos y civiles, y su incorporación a la esfera pública. La segunda ola del movimiento feminista que se alzó en las décadas del sesenta y setenta cuestionó radicalmente la “mística de la feminidad” (Betty Friedan, La mística de la feminidad, 1963), poniendo en tela de juicio el rol doméstico de la mujer como madre y esposa. Y fue precisamente en ese instante que el “mito de la belleza” arremetió nuevamente para subordinar a las mujeres, reemplazando el culto a la domesticidad femenina por el culto a la belleza, justamente en un momento en que su liberación aparecía como una amenaza para la dominación masculina y para el sistema patriarcal. Cuando las mujeres alcanzamos más derechos y libertades, más cruentas se volvieron las representaciones de belleza femenina. No es casualidad que en los años sesenta, al mismo tiempo que presenciábamos la masificación del uso de la píldora anticonceptiva y el auge del feminismo de segunda ola, se haya impuesto la delgadez extrema como modelo de belleza femenina. Desde la aparición de la esquelética supermodelo Twiggy en las revistas de moda a mediados de los años sesenta, se instaló la delgadez como atributo esencial de la belleza femenina, desplazando al patrón de la mujer curvilínea. Para Wolf, el “mito de la belleza” no es sino una “violenta reacción contra el feminismo, que utiliza imágenes de belleza femenina como arma política para frenar el progreso de la mujer”.

Sin embargo, el mito de la belleza también ha generado resistencias desde las mujeres. Las feministas radicales de los años sesenta-setenta se percataron del recrudecimiento y fortalecimiento del mandato de belleza y se rebelaron contra él. Por ejemplo, en 1968 las feministas norteamericanas protestaron contra el concurso Miss América lanzando cosméticos, zapatos de taco alto y otros artículos de tortura cotidiana al tacho de la basura. Con ello buscaban denunciar que el ideal de belleza convencional esclavizaba a las mujeres y las convertía en objeto sexual. Paralelamente la ideología de la belleza enarbolaba como contraofensiva el mito de la feminista fea y poco “femenina”: gorda, bigotuda, desaliñada, amargada y poco atractiva para los hombres, por ende, antivarones y lesbiana. En definitiva, al mismo tiempo que se reforzó el ideal de mujer bella, se creó un contramodelo de belleza representado en la figura caricaturizada y estereotipada de la feminista.

La actual generación de mujeres es la que ha estado más expuesta a este mandato de belleza femenina. El ideal de belleza occidental actual nos presenta a una mujer siempre joven cuyo cuerpo no muestra los signos del paso de la edad, alta, delgada y sin una pizca de grasa corporal, de piel blanca y lisa (nada más lejano a nuestros cuerpos redondeados, pequeños, morenos, mestizos e indígenas de mujeres latinas). Se trata de cuerpos deshumanizados representados en la figura de un maniquí (o de la muñeca Barbie). Cuerpos vírgenes e inmóviles, siempre perfectos. Cuerpos expuestos a la mirada y al escrutinio de otros, los hombres. Cuerpos-objeto.

Un ejemplo cercano de cómo el cuerpo de las mujeres es puesto constantemente en tela de juicio en función de su proximidad o no al ideal de belleza establecido, es que hasta el día de hoy se escuchan en las movilizaciones sociales de grupos de izquierda, gritos y consignas que se refieren a la primera mujer presidenta de nuestro país como la “gorda” Bachelet. Hasta los más revolucionarios caen en el machismo de erigirse en jueces del cuerpo femenino. Asimismo, durante el mandato de Bachelet se hacían comentarios sobre su ropa y su peinado. ¿Acaso se hablaba de la figura y apariencia física de los anteriores presidentes varones? El cuerpo de los varones no importa; el de las mujeres sí.

Uno de los efectos más dramáticos que el mito de la belleza ha producido en nosotras es un fuerte sentimiento de disconformidad y muchas veces odio hacia nuestros cuerpos, debilitando la seguridad en nosotras mismas y dañando la relación con nuestro propio cuerpo. El concepto de belleza moderno ha creado en las mujeres una disociación entre ellas como sujetos y su cuerpo, convirtiéndose el cuerpo en una posesión. Decimos “tengo un cuerpo” y no “soy mi cuerpo”. En la actualidad “el cuerpo –nos dice Le Breton– es un objeto a someter, no a vivir como tal con alegría”4. Ello se aplica sobre todo al cuerpo de las mujeres, pues vivimos haciendo dietas, pasando hambre y privándonos de los alimentos que nos gustan. Incluso algunas mujeres pasan de esta “sana” preocupación por la silueta a una verdadera obsesión por la delgadez, padeciendo enfermedades como la bulimia o la anorexia. Gastamos ingentes sumas de dinero en productos de belleza para el rostro, la piel, las manos, el pelo, etc. En efecto, las mujeres somos el blanco de la industria cosmética, de vestuario y de alimentos bajos en calorías. Nos empinamos en enormes tacos y plataformas que nos deforman los pies y dificultan nuestro caminar. Nos sometemos a costosas y peligrosas cirugías estéticas, forma moderna y occidental de mutilación del cuerpo femenino. “Para ser bella hay que ver estrellas”, nos enseñaron. De ahí que muchas mujeres estén dispuestas a soportar todo tipo de procedimientos dolorosos para alcanzar la tan ansiada belleza, que nos hará valiosas ante la sociedad y deseadas por los hombres.

Otra forma en que la imposición de la belleza ha minado la liberación femenina es instaurando la rivalidad entre las mujeres en función del atractivo físico y de la aceptación masculina. La envidia entre mujeres es algo que se nos enseña desde la cuna. Muestra de ello son los cuentos de hadas tradicionales que escuchamos desde pequeñas. En “La Cenicienta”, por ejemplo, las hermanastras –que son descritas como feas– envidian a la heroína por su belleza y hacen todo lo posible por disminuir su atractivo ante los hombres. Lo mismo ocurre en “Blancanieves”, quien es odiada por su madrastra por ser más hermosa que ella ante el espejo de la verdad, cuya voz es masculina. La ideología de la belleza –tan bien retratada en los cuentos para niñas– busca instaurar la envidia y la competencia entre las mujeres, minando de este modo los lazos de solidaridad femenina. En suma, el mito de la belleza ha tendido a desempoderarnos, ya sea debilitándonos física y psicológicamente o dificultando la unión entre las mujeres.

De ahí que estemos en presencia de una ideología de la belleza que opera como una forma de violencia contra las mujeres, pero que rara vez se percibe como tal. Se trata de una “violencia simbólica” en la medida que es una violencia no ejercida directamente mediante la coacción, sino a través de una dominación más suave y oculta que opera colonizando los esquemas cognitivos de las mujeres y haciendo que éstas conciban como naturales unos patrones de belleza que son arbitrarios y que las violentan. En palabras de Bourdieu: “Los dominados aplican a las relaciones de dominación unas categorías construidas desde el punto de vista de los dominadores, haciéndolas aparecer de ese modo como naturales. Eso puede llevar a una especie de autodepreciación, o sea de autodenigración sistemáticas, especialmente visible, como se ha comentado, en la imagen que las mujeres de la Cabilia tienen de su sexo como algo deficiente y feo, por no decir repugnante (o, en nuestro universo, en la visión que muchas mujeres tienen de su cuerpo como inadecuado a los cánones estéticos impuestos por la moda), y, más generalmente, en su adhesión a una imagen desvalorizada de la mujer”.

Es precisamente ello lo que ocurre con la belleza. No la percibimos como un imperativo externo y masculino, sino que la vivenciamos como algo que las propias mujeres deseamos. La efectividad de la violencia simbólica radica en que el dominado acepta de buena gana la dominación. Es así como las propias mujeres no cuestionamos los ideales de belleza y los asumimos dócilmente, aunque ello implique la erosión de nuestra autoestima y la construcción de una imagen corporal depreciada, fragmentada y traumática6. La belleza femenina, lejos de ser develada como una invención de los hombres y del sistema patriarcal, es asimilada por las mujeres como algo neutral, universal y ahistórico. En palabras de Naomi Wolf: “El mito de la belleza se basa en esto: la cualidad llamada ‘belleza’ tiene existencia universal y objetiva. Las mujeres deben aspirar a personificarla y los hombres deben aspirar a poseer mujeres que la personifiquen. Es un imperativo para las mujeres pero no para los hombres, y es necesaria y natural, porque es biológica, sexual y evolutiva. Los hombres fuertes luchan por poseer mujeres bellas, y las mujeres bellas tienen mayor éxito reproductivo que las otras. La belleza de la mujer debe correlacionarse con su fertilidad, y como este sistema se basa en la selección sexual, es inevitable e inmutable”.

Estamos, entonces, frente a un mecanismo de naturalización que hace que las mujeres no cuestionen la legitimidad del imperativo de belleza femenina. Bajo este prisma la belleza aparece como algo inherente al ser mujer, un deber que deriva de la biología, de la naturaleza, del sexo.

Más aún, el mandato de belleza femenina ha pretendido ser natural camuflándose tras una ideología de la salud, según la cual la belleza –y sobre todo la delgadez– sería saludable. Una conocida marca de productos cosméticos para mujeres se publicita así: “Vichy: La salud es bella”. La belleza se ha medicalizado: se ha instalado en el sentido común que todos los procedimientos para lograr ser “bellas” –incluso las cirugías estéticas– se justificarían porque se trata de una búsqueda de la salud. Cuerpo bello y cuerpo saludable aparecen así como indisociables. Sin embargo, este discurso sólo se aplica al cuerpo de las mujeres, no al de los hombres. Funciona, así, como un mecanismo simbólico efectivo para hacer que la belleza femenina aparezca socialmente como neutral y científica.

Pero la belleza no es neutral ni científica ni universal. Se crea en determinados contextos históricos encubriendo intereses específicos. En la Grecia Antigua y en la Edad Media, las mujeres consideradas bellas tenían cuerpos robustos y redondeados, pues dichas características se concebían como signo de fecundidad y aptitud para la procreación. La sociedad burguesa victoriana, en cambio, admiraba a las mujeres pálidas y débiles, de aspecto casi enfermizo. Los maoríes, en tanto, consideran bella una vulva carnosa y los padung, los pechos caídos. Los ideales de belleza cambian de un momento histórico a otro y de una cultura a otra. El modelo de belleza que conocemos hoy es –como hemos visto– histórico y obedece a los requerimientos de una cultura patriarcal en crisis que busca mantener a toda costa la subordinación de las mujeres. El mito de la belleza tiene un carácter político; de ahí que hablemos de la “ideología de la belleza”.

Con todo, son diversas las maneras en que las mujeres logramos sortear la dominación simbólica que ejerce la ideología de la belleza. La primera de ellas: reconociendo y valorando nuestros cuerpos como el primer territorio que habitamos. Empezamos, así, a reapropiarnos del ser “bellas” y del estar “saludables” para nosotras mismas y desde nuestros propios parámetros: una belleza no patriarcal y castradora, sino una que proviene del amor hacia nosotras mismas y que se basa en el reconocimiento del valor de la diversidad de nuestras formas, colores, volúmenes, gestos y movimientos.

© Antonella Caiozzi, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

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