Paula Aliaga Armijo: “Violencia y Resistencia: la maternidad dentro de un contexto biomédico”


© Paula Aliaga Armijo, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

Paula Aliaga Armijo es feminista integrante de MedusaColectivo. Antropóloga. Universidad Austral de Chile. Actualmente se encuentra estudiando el Magíster en Estudios de Género y Cultura en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile.

Este relato-ensayo cuenta la experiencia de la maternidad de tres mujeres de mi familia: mi madre, Deidamia; mi hermana, Gabriela; y mi cuñada, Jacqueline. Ofrezco estos relatos para luego analizar el proceso del embarazo y el parto que ellas vivieron. Hago esto con el propósito de mostrar la manera en que esta experiencia puede estar marcada por la violencia de modos muy sutiles pero que  repercuten profundamente en las vidas de las mujeres.


Deidamia: “ser madre después de los cuarenta años”

Mi madre me cuenta que a ella le daba vergüenza estar embarazada. Conversaba con mi papá y le decía que tener el pelo canoso y estar embarazada le parecía una incongruencia; además, le preocupaba que su hija mayor pronto cumpliría dieciocho y su hijo menor tenía quince años. Sentía que en esta situación era una vergüenza volver a ser madre.

Durante el embarazo ella siguió haciendo sus cosas normalmente. No tuvo mayores molestias al principio del embarazo, sólo las típicas náuseas y mareos, pero nada que ella sintiera muy distinto a lo que ya conocía. Sus actividades no eran menores pues ella es una mujer campesina. Las labores diarias, por ejemplo, eran ordeñar una vaca, lavar ropa a mano, cocinar para la familia. Además, por vivir en un sector rural, el solo hecho de ir a control le significaba caminatas considerables.

Las mujeres que la rodeaban se pusieron contentas de su estado. Las vecinas la visitaban y la regaloneaban, le regalaban comida rica; en general, en ese sentido, se sintió apoyada. Cuando asistía a las reuniones en el colegio de su hijo, a los y las apoderados/as les llamaba la atención que estuviera embarazada, pero también la atendían de manera especial.

Mi papá estuvo bien presente en el proceso, la ayudaba en las tareas de la casa y le decía que no se preocupara por el hecho de tener cuarenta años y estar embarazada. Mi hermana recuerda que como hijos adolescentes no estuvieron tan presentes, siguieron sus vidas normalmente y fueron mis padres los que estuvieron más unidos e involucrados en el proceso.

A los controles generalmente iba sola debido a que su hija e hijo estudiaban y su marido trabajaba. La matrona que la controlaba en el consultorio la atendía bien, sin embargo, cuando le tocaba ir a hacerse exámenes al hospital en donde le correspondía que se llevase a cabo el parto, el personal médico la acosaba con preguntas y críticas por su embarazo. Le decían: “¿cómo se le ocurre siendo usted tan vieja y su marido tan viejo quedarse embarazada? ¿No piensa usted acaso que la guagua le puede salir tonta?”. Este tipo de trato a ella le daba mucha tristeza porque sentía que la menospreciaban reafirmando, así, su vergüenza de ser una mujer de cuarenta años embarazada. Por otro lado, lo que estos comentarios provocaban era un profundo temor de que estos profesionales de la salud tuviesen razón. Así, pese a que en su hogar el embarazo fue  una novedad bien recibida, ella sintió mucho miedo durante el transcurso del proceso, debido a estas críticas provenientes del personal médico del hospital. Cuando iba a los controles, por lo tanto, se ponía muy nerviosa.

Generalmente iba sola y ese fue el caso cuando durante el último control, el día 20 de diciembre de 1982, la dejaron internada en el hospital porque tenía la presión alta. Ese día le estabilizaron la presión y la enviaron al Hogar de la Madre Campesina en un pueblo cercano al hospital.

Mi mamá cree que si no hubiese sido por el tema de la presión ella podría decir que se trató del mejor de sus embarazos, pues se sintió bastante bien y pudo hacer sus labores hasta que en el último control la dejaron en el Hogar. Respecto del parto, que fue un mes después de que la dejaron internada, es decir, el día 20 de enero de 1983, ella cree que fue el mejor, pues se trató de un parto normal y no requirió de forceps, como había ocurrido con dos de sus partos anteriores. En el primer parto no usaron forceps, porque se trató de una cesárea.


Gabriela: “me marcó el parto de Eduarda”

El embarazo de mi hermana fue una buena noticia para todos/as. Tenía dos meses de embarazo cuando nos enteramos. Ella tenía 32 años y se trataba de su segunda hija. Su primer parto había sido cuando ella tenía 24 años y se había tratado de un muy buen embarazo (trabajó hasta el último día antes del parto) y un parto aún mejor, pues tuvo la suerte de que la atendieran en el servicio público donde el médico era de la idea de que el parto debía ser lo más natural posible –de hecho no la rasuraron y el parto fue rapidísimo. Con estos antecedentes ella confiaba en que se trataría de un parto similar, sin embargo, pese a que todo el proceso del embarazo fue bastante tranquilo, el parto fue una experiencia muy traumática para ella y para su hija Eduarda. Gabriela, esta vez, si bien se atendía en el servicio público, había contratado a una matrona que guiaría el proceso. El hospital, entonces, era la residencia pero se atendía en forma particular. Esto se debe a que en el caso de lugares rurales los hospitales públicos son los únicos lugares de atención de partos, es decir, allí se atienden tanto las personas que tienen acceso a salud privada como a salud pública.

Ella estuvo con contracciones durante la madrugada del día lunes 24 de agosto de 1998. Yo tenía que ir a clases ese día y cuando me levanté ella ya estaba levantada paseándose por la casa. Le pregunté si se sentía bien y me dijo que estaba con contracciones desde las cinco de la madrugada. Yo me asusté y me dijo que eso era normal y que no quería llegar tan temprano al hospital. Finalmente, partió junto a su esposo al hospital, ubicado a 26 kilómetros de distancia, como a las nueve de la mañana.

Antes de partir se había puesto de acuerdo con el médico y la matrona que la atenderían. El médico se demoró en llegar ya que creyó que se trataría de un trabajo de parto lento por lo que no le dio prioridad a su situación. La matrona que debía atenderla la recibió y le restó importancia al conocimiento que mi hermana tenía de su propio cuerpo. Ella sabía que, en su caso, los partos son rápidos y que ya había hecho gran parte del trabajo de parto en casa. La matrona, entonces, no la ingresó a una sala y la dejó esperando en una camilla en un pasillo del sector de maternidad. Estaba acompañada de su marido. Ella comenzó a desesperarse porque las contracciones eran cada vez más seguidas y todavía estaba en el pasillo esperando. La matrona seguía sin escucharla y se había enfocado en otras labores mientras ella sentía que el parto se produciría en cualquier momento. Las cosas empeoraron, el parto era inminente y ella todavía estaba adonde la habían dejado. Se tuvo que bajar de la camilla. Mientras se bajaba, su marido les pedía ayuda a otras enfermeras que estaban por el sector. Literalmente tuvo que afirmar la guagua para que no se cayera. Su marido fue el que, prácticamente, recibió a Eduarda. Sólo en ese momento la matrona que supuestamente debía asistirla le puso atención y, entonces, la ingresaron a una sala que ni siquiera era una sala de parto. Allí apareció un médico, que no era ginecólogo, y revisó a la bebé para constatar que estaba sana y certificar el parto. El médico que supuestamente la iba a atender nunca llegó. Mi hermana decidió que la matrona que estaba encargada de atenderla ya no se acercara más pues su nivel de maltrato había sido tan fuerte que no quiso que ella la controlara. Finalmente, otra matrona asumió los cuidados postparto.

Gabriela cree que el parto repercutió muy fuertemente en Eduarda. Años después Eduarda presentaría problemas de lenguaje y déficit atencional con hipersensibilidad, lo que para ella se debe a que su nacimiento fue muy traumático. Se trató de una experiencia muy dolorosa para las dos. Para Gabriela también hubo consecuencias, pues luego de Eduarda nacería Nicolás, cuyo embarazo si bien fue muy saludable, el fantasma de un parto traumático rodeó todo el proceso. De hecho ella lloraba mucho durante el embarazo, probablemente por el miedo a que le ocurriera una situación similar.


Jacqueline: “no sabía por qué Bastián lloraba tanto después de nacer”

El embarazo de Jacqueline fue tranquilo, a pesar de que las náuseas durante los primeros tres meses fueron intensas. Ella se sentía tranquila pues se trataba de su segundo embarazo y ya sabía más o menos de qué se trataba el proceso. Al igual que Gabriela ella decidió que se atendería en forma privada con una matrona y un ginecólogo contratados, aun cuando el parto se realizaría en un hospital público.

Los controles fueron regulares y ellos decidieron saber por medio de las ecografías el sexo del bebé que en este caso sería varón. La panza de Jacqueline creció mucho. Se notaba que se trataría de un niño bastante grande. Recuerdo que las molestias más intensas que ella reportaba era el tema de la hinchazón de los pies debido al calor que en esa época hace. Bastián nació un 21 de diciembre.

Se trató de un parto programado. El médico tras el último control, le dio una fecha en la que ella debía ir al hospital para ser ingresada y el parto sería inducido. Seguramente se trataba de un parto inducido para evitar que el bebé naciera el día de Navidad, lo que habría sido una complicación para el médico. Ella ingresó a las diez de la mañana, mi hermano la fue a dejar y esperó en el hospital que ocurriera el parto. No lo dejaron ingresar para acompañarla, ya que en esa época no era prioridad que los padres acompañaran en el proceso de parto.

El trabajo de parto fue intenso. Se trataba de un bebé grande por lo que el proceso de dilatación fue largo. A pesar de que se trataba de un bebé más grande que lo habitual –pesó cuatro kilos– los profesionales que la atendían nunca se plantearon la alternativa de realizarle una cesárea. Mi cuñada cree que esto ocurrió porque los controles previos al parto no estuvieron bien hechos. Ella piensa que el médico o la matrona debieron haber previsto una cesárea.

Debido al tamaño del bebé se trató de un parto muy doloroso para ella, se le produjeron desgarros en la zona de la vagina y, según su relato, en algunos momentos sintió que se desmayaría del dolor. Finalmente el bebé nació tras todo este proceso muy doloroso y traumático para ambos. Cuando se lo entregaron ella estaba muy exhausta debido al parto y no notó nada extraño en el bebé. Sólo hasta el otro día ella se dio cuenta de que el bebé lloraba demasiado y que no movía el brazo derecho. Al consultar sobre esta situación a quienes la atendían, ellos responden que debido al tamaño de Bastián se vieron en la obligación de quebrarle la clavícula para poder facilitar su salida. Ella obviamente se asustó, pero confió en que esa solución había sido la correcta.

Cuando fueron dados de alta y el resto de la familia se enteró de lo que había sucedido comenzaron los cuestionamientos sobre la pertinencia del proceso. Allí Jacqueline y mi hermano decidieron llevar al bebé a un neurólogo para que les diese una opinión sobre el estado del bebé, que continuaba llorando más de lo normal. Los resultados fueron devastadores. No se había tratado de un quiebre de la clavícula, sino de una negligencia grave, pues en el esfuerzo por tirar del bebé para que saliera del canal de parto, le habían dañado el nervio radial del hombro derecho. Por esta razón Bastián no puede mover con normalidad su brazo, muñeca y mano, a pesar de que desde que tenía veinte días de vida ha estado en tratamiento kinesiológico y neurológico. Se trató, sin duda, de una situación traumática para ambos que ha repercutido fuertemente en sus vidas. Una de las cosas que más afectó a Jacqueline fue que quienes la atendieron nunca le dijeron lo que pasaba realmente con su bebé, es decir, abusaron de la desinformación e incertidumbre que ella tenía.


Reflexiones en torno a los relatos

Estas tres historias son un claro ejemplo de la poca libertad que tenemos las mujeres para decidir el modo en que queremos que se desarrolle un embarazo o un parto y la excesiva medicalización que han sufrido los procesos biológicos de las mujeres. En ellas se hace evidente el modo en que el sistema biomédico2 ha cooptado la capacidad de las mujeres de conocer sus propios cuerpos y decidir sobre ellos. Para Sadler (2003) la implantación hegemónica del modelo biomédico fue haciendo a la medicina más dependiente de los parámetros biológicos y más centrada en la curación-cuidado que en la prevención. Esta implantación tiene directa relación con la pérdida por parte de las mujeres del saber y poder frente a los conocimientos terapéuticos. La hegemonía de un sistema médico construido por una ciencia moderna androcéntrica, que privilegia una aproximación patriarcal al entendimiento de la salud, impacta en la forma en que se concibe a las mujeres y sus ciclos vitales. Formas que, a su vez, son aprendidas por las mujeres determinando la relación con su sexualidad, su cuerpo y el conocimiento que de sí mismas manejan.

Lo terapéutico fue considerado durante largo tiempo como un saber y un poder específicamente femenino. Los saberes sobre el cuerpo y sobre las enfermedades infantiles le han conferido a las mujeres en diversos momentos históricos poder y reconocimiento social. Es a partir del Renacimiento, periodo en que la medicina comenzó a tener un carácter exclusivamente académico, que las mujeres, cuyos conocimientos no habían sido adquiridos en las universidades, fueron apartadas y relegadas a tareas consideradas menores socialmente, como el caso de las parteras. La obstetricia convertida en ciencia durante el siglo XVII, apartó también a las mujeres de este campo, convirtiéndose las parteras en subordinadas de los médicos o en sujetas que funcionaban al margen de la ley.

La dependencia de las mujeres del sistema médico fue ampliamente inducida por la medicalización progresiva, desde el siglo XIX, de los acontecimientos de su vida reproductiva: embarazo, parto, lactancia y menopausia. Esta medicalización, resultado del monopolio gradual por parte de los médicos de la atención de la enfermedad tanto física como mental, produjo un tipo de relación entre médicos y mujeres caracterizada en general por la dependencia y la subordinación (Viveros, 1995:152). Las mujeres fueron perdiendo progresivamente el control de sus cuerpos y de la experiencia exclusivamente femenina del parto y el embarazo. La hospitalización del parto provocó el rompimiento de los círculos de solidaridad femenina que rodeaban el evento social del nacimiento. El parto dejó de ser una cuestión natural para pasar a ser un asunto de la medicina y, en consecuencia, un “no saber” para las mujeres. Con la difusión masiva de la higiene pasteuriana a finales del siglo XIX, las parteras ya no pudieron competir con las atenciones hospitalarias de los partos. Las madres y nodrizas también fueron desautorizadas por médicos que las acusaban de negligentes y de ejercer prácticas nocivas para la salud infantil (Viveros, 1995).

Durante este siglo, además, la medicina juega un papel preponderante en la definición de la “naturaleza femenina” legitimando los prejuicios sociales de la época. Se consideraba a la mujer como una “eterna enferma, donde el parto y el embarazo, la menarquia y la menopausia eran considerados eventos peligrosos y la menstruación como la causa de múltiples desequilibrios nerviosos” (Viveros, 1995: 155).

El control de los cuerpos de las mujeres, por parte del sistema médico, es una práctica extendida hasta ahora. Este control se manifiesta explícitamente en la dependencia de las mujeres de tratamientos y diagnósticos ajenos a su conocimiento. Se impone el tipo de conocimiento biomédico por sobre cualquier otra fuente de conocimiento, como es el de las experiencias previas de la mujer y el conocimiento que ella pueda aportar acerca del estado de su cuerpo, o sus tradiciones culturales. Quienes poseen el conocimiento autorizado son individuos, tanto hombres como mujeres, socializados en un sistema que privilegia la biomedicina como el saber legitimado (Sadler, 2003).

En el caso de Gabriela y Jacqueline, este despojo del poder sobre sus cuerpos debido a la falta de legitimidad de los conocimientos de las mujeres en el espacio del Hospital, se transforma también en un ejercicio de violencia sobre ellas. La descalificación de los conocimientos que Gabriela tenía sobre la rapidez de sus partos, provocó que ella y su hija fuesen sometidas a una situación en extremo estresante, donde la propia vida de la bebé corrió peligro, pues si ella no hubiese estado acompañada lo más probable es que la bebé hubiese caído al suelo. Esta negligencia y desconsideración a mi juicio es un modo de ejercicio de violencia sobre esos cuerpos. Se trata de una violencia solapada que toma forma de omisión, pero que está inscrita en el continuo de violencia que las mujeres sufrimos durante nuestras vidas debido a la desvalorización y subordinación de lo femenino en la sociedad patriarcal. En este sentido el sistema biomédico es una institución reproductora de la ideología patriarcal imperante en la sociedad.

La relación sanador/a-enfermo/a validada en nuestra sociedad permite que el médico/a o el/la prestador/a de salud en nuestra sociedad sea un sujeto con alto prestigio, con un alto poder de decisión sobre sus pacientes. Se produce, en consecuencia, una relación desigual socialmente aceptada y legitimada por nuestra cultura, que en el caso de las mujeres es doblemente desigual por la posición subordinada que estas ya poseen en la sociedad.

El modo en que Gabriela y Jacqueline vivieron su parto es también un claro ejemplo de esta relación sanador/a – enfermo/a. Ambas se vieron sometidas a la decisión de un prestador de salud que repercutió negativamente en el modo como experimentaron un proceso que debió haber sido sin complicaciones. En el caso de Jacqueline, pese a que su panza evidenciaba que el bebé sería de un tamaño mayor que el de la mayoría de los bebés, el médico y la matrona no consideraron la posibilidad de practicarle una cesárea, lo que trajo graves consecuencia para ella y, especialmente, para su hijo.

Es cierto que estas situaciones no ocurren en todos los casos de mujeres que van a tener a sus hijos en el hospital, sin embargo, suceden con una frecuencia preocupante. No es casualidad que en el caso de Gabriela y Jacqueline, de los tres partos que cada una ha vivido, en al menos uno de ellos han experimentado situaciones de violencia y discriminación. El no ser escuchadas también es parte de la discriminación que las mujeres vivimos por el solo hecho de ser mujeres.

María Teresa Caramés reafirma lo que Taussig señala en torno a la biomedicina. Caramés estructura su mirada crítica analizando las bases filosóficas del modelo biomédico. Este modelo concibe al cuerpo humano como una máquina y al ser humano como un ente dividido en dos elementos, cuerpo y mente, sin relación entre sí. Tal concepción se tradujo en una conceptualización mecanicista de la enfermedad que niega el componente cultural y social de la misma.

La autora señala que la perpetuación del modelo biomédico se ha producido por medio del uso de un discurso que se reproduce y cambia según las nuevas demandas sociales, pero que mantiene siempre vigente e implícito el biologicismo. Tal situación tiene consecuencias en las personas, pues se ignora el hecho de que las emociones pueden afectar nuestra salud; en el cuerpo, pues se lo concibe como algo puramente biológico, como una máquina ajena a las emociones; en la enfermedad considerada exclusivamente como problema biomédico; en la intervención mecanicista, unilateral y autoritaria, donde el paciente carece de poder de decisión; y en el lenguaje donde el paciente y el profesional no se comunican, debido a que el primero no maneja o no conoce el lenguaje exclusivamente técnico del segundo.

En el caso de Deidamia, mi madre, la discriminación proviene desde el hecho de ser mujer, pero además desde el hecho de que se trataba de una mujer adulta, que según los cánones sociales establecidos no debiese haber estado embarazada de acuerdo a su edad. Se trató de eventos más sutiles de violencia, pero no por eso menos significativos en su biografía.

Por un lado, el proceso de embarazo de esta mujer de cuarenta años fue conceptualizado por quienes la atendieron desde lo que Imaz llama la metáfora del feto como sujeto independiente de la madre. Esta imagen se construye sobre la idea de que el cuerpo de las mujeres embarazadas no se define por sí mismo, sino en función del feto. Se define el cuerpo de las mujeres como un cuerpo para otros y se define al feto como individuo dependiente de la madre, pero con alma propia. La medicina con avances tecnológicos como la ecografía ha reforzado esta visión y ha provocado la enajenación de la madre de este proceso que es suyo. Todo lo que ella sabe está mediado por otro, en este caso el médico, que la informa y le da órdenes. El embarazo se conceptualiza como un riesgo, pero un riesgo para el feto, donde la madre es la responsable con sus acciones de someterlo a ese riesgo. Esta metáfora separa a las mujeres de su propio proceso de vivencia de la maternidad y rechaza los conocimientos que las mujeres han manejado históricamente sobre estos procesos vitales. La mujer es invisibilizada tras este ente con alma, el feto. En este caso se responsabiliza a Deidamia de poner en riesgo la salud de la futura bebé por el hecho de embarazarse a esa edad.

Sadler identifica los mecanismos por los cuales las mujeres son despojadas de su poder y autonomía en el contexto de la atención hospitalaria de los partos. Me interesa mencionar el mecanismo de la culpabilización, porque creo que es el que mejor da cuenta de cómo Deidamia fue desautorizada sobre su propia experiencia como mujer embarazada. A través de este mecanismo se responsabiliza a las mujeres por cualquier problema que pueda presentarse en el parto y se excluye de responsabilidades a los profesionales de la salud. Se deja caer todo el peso de la responsabilidad sobre los hombros de las mujeres, aludiendo a que seguramente no cumplieron con todos los mandatos de la biomedicina para evitar o controlar los riesgos tan propios de este proceso vital, que es patologizado.

Por otro lado, es interesante analizar cómo repercute la concepción occidental sobre la vejez y la juventud en la capacidad reproductiva de las mujeres. En este sentido, las mujeres en las sociedades occidentales en la medida que envejecen van perdiendo prestigio pues van perdiendo su capacidad reproductiva. En una sociedad donde se define a las mujeres fundamentalmente por su capacidad de ser madres, mientras más adulta menos poder y prestigio ostentan.

La situación de Deidamia es particular porque ella a sus cuarenta años, cuando la vida reproductiva de las mujeres comienza a declinar, queda embarazada. Esto hace que se encuentre en una posición simbólica compleja debido a que pese a estar más cerca de ser una mujer que vive la menopausia es, al mismo tiempo, una mujer que hace evidente que todavía es activa reproductiva y sexualmente.

Para poder tener una mejor comprensión del porqué Deidamia fue tratada como una mujer irresponsable por estar embarazada, es necesario tomar en consideración cómo es conceptualizada la menopausia desde el sistema biomédico. Es extendida la creencia de que las mujeres que llegan a este periodo “dejan de producir”. Si bien la menopausia es un evento biológico, el significado atribuido a ésta es cultural. Nuestras percepciones de la menopausia están ligadas a asunciones culturales más amplias sobre la feminidad, el envejecimiento, y concepciones médicas en general. En este sentido, tanto la menopausia, como el género, pueden ser entendidos como construcciones culturales que reflejan y refuerzan valores y asunciones culturales más amplios (Webster citado en Lahitte y Fitte, 2007:52).

Las mujeres en este periodo de su vida son percibidas por las mujeres jóvenes y el sistema médico como mujeres fuera del sistema, como mujeres que han perdido algo. Se usan términos médicos como: “los ovarios fallaron, no responden”; “la producción hormonal declina”; “decrece la sensibilidad del hipotálamo” (Martín, 2001:173). Las mujeres jóvenes perciben a las mujeres viviendo la menopausia de este modo pues han internalizado el modelo jerárquico y de control de la biomedicina. Sin embargo, las mujeres viviendo la menopausia o viviendo el climaterio no se perciben a sí mismas como incapaces o fuera de control. Los problemas están asociados a las percepciones de los otros de la presencia de síntomas en ellas como los bochornos, pues se sienten incómodas con las expresiones e ideas que los otros asocian al hecho de que ellas pasen por la menopausia.

En definitiva, lo que sucedió con Deidamia es que desafió las preconcepciones que sobre una mujer con su aspecto y edad tienen los y las profesionales de la salud. En ese sentido, el ejercicio de la violencia proviene del desconocimiento y los prejuicios que han sido construidos en torno al deber ser madre de las mujeres. El mandato social de la maternidad debe ser cumplido según estrictos marcos sociales y culturales, los que fueron rebasados por Deidamia al ser una mujer de cuarenta años embarazada.


A modo de cierre

El tema de la violencia ocupa un lugar central en las vidas de las mujeres. Esta violencia tiene múltiples manifestaciones y, en el caso de estas tres mujeres, se circunscribe a la experiencia del parto y el embarazo. La naturalización del maltrato por parte de los profesionales y de las propias mujeres da cuenta de la completa asunción de los mandatos de género presentes en nuestra sociedad. Lo desconcertante de tal situación es que la violencia que subyace en estas relaciones no tiene ningún tipo de cuestionamiento o al menos no existieron en estos casos mecanismos que pusieran en evidencia tales maltratos. Tanto Gabriela como Jacqueline no interpusieron ningún tipo de denuncia por negligencia a los profesionales que las atendieron, aun cuando las situaciones eran lo suficientemente graves para hacerlo.

La manera en que las mujeres asumen e internalizan el trato que se les brinda en loshospitales, aceptando que el conocimiento biomédico es el sistema adecuado para enfrentar el parto, las lleva a asumir un sistema de subordinación que ellas mismas legitiman. Estamos, entonces, frente a una situación de violencia simbólica en el que la subordinada (la mujer embarazada) no ve ni siente la violencia que es ejercida sobre ella, violencia que es ejercida por una serie de mecanismos simbólicos, como por ejemplo el despojo de los conocimientos a las mujeres sobre sus propios cuerpos y la apropiación de la biomedicina de estos conocimientos.

Pese a que los relatos dan cuenta de la violencia simbólica ejercida sobre las mujeres en el cumplimiento del mandato de género de la maternidad, me gustaría quedarme con la propuesta de Imaz en torno a cómo podemos las mujeres subvertir este mandato. Ella plantea que la maternidad debe ser considerada como opción y como una parte del proceso femenino, no como una identidad permanente. Es necesario superar esta visión del cuerpo como limitación y reapropiarse de la experiencia física de la maternidad por parte de las mujeres, reapropiarse del cuerpo.

En este sentido, creo que es importante rescatar las iniciativas de mujeres que actualmente buscan modos alternativos de vivir su embarazo y parto, revitalizando círculos de mujeres cuidadoras o de mujeres que acompañan a otras en sus embarazos y partos. También considero importante cuestionar el papel de la biomedicina en la patologización de los procesos vitales de las mujeres. Este cuestionamiento no es sólo un asunto de interés para la teoría feminista sino que debería formar parte de una discusión política necesaria dentro del movimiento feminista y de mujeres.

© Paula Aliaga Armijo, Red Chilena contra la Violencia Doméstica y Sexual
Fuente: “Mujeres y violencia: silencios y resistencias”
ISBN: 978-956-8759-03-2
Registro de Propiedad Intelectual: Nº 215.609

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