Rosa Regás: El poder del terror

© Rosa Regás, El Mundo

Durante toda la vida de la historia se ha dicho que las mujeres debían quedarse en casa, que los hombres ya nos defenderían, cuidarían de nosotras, andarían por bosques, prados y mares en busca de lo que fuera con tal de alimentarnos e igualmente  vestirnos, y que  irían a la guerra para defender nuestra vivienda y nuestra forma de vivir. A cambio nosotras estaríamos a su merced para su jolgorio y para asegurar la reproducción de la especie, y el cuidado de los hijos y del hogar. En sus distintas variaciones la base del asunto era más o menos esta. En lo que estaban todos de acuerdo es que la mujer no tenía ninguna necesidad de ilustrarse, de valerse por sí misma ni económica ni emocionalmente, creando a cada rato diversas y jocosas  teorías que avalaran esta creencia.

No parece un intercambio demasiado justo, de hecho  no es más que una restrictiva –para la mujer-  separación de funciones, en la que ella es la sierva y el hombre el amo. Pero hay que admitir que de todas formas es un intercambio al que cientos de miles de millones de mujeres han tenido que someterse con la aceptación casi siempre de las que presumían ser más lúcidas y más obedientes a los dictados de las diversas religiones.

Con los años y con los siglos la condición de sierva de la mujer se ha ido atenuado si bien conservando aún en la mayoría de los lugares diferencias sustanciales que la mantienen en una situación de inferioridad, como la de recibir menos sueldo por igual trabajo, tener tácitamente barradas la puertas a los ámbitos del poder y ser ministras de Dios, como impuras siguen siendo, por lo menos en las tres religiones monoteístas: cristiana, mahometana y judía.

Pues bien, para los talibanes no hay mejora de esta condición ni intercambio posible, nosotras las mujeres somos pedazos de carne para ser usada y ellos los hombres son los dueños y señores del mundo, de la ciudad, del pueblo, de la casa o de lo que haya, a lo cual la mujer no tiene jamás derecho alguno. Ha de ir completamente cubierta es de suponer para que su  inferioridad no ofenda la vista del hombre, y se le niega el derecho a ser atendida en los hospitales y por supuesto a reunirse para aprender lo más elemental de una cultura que como todas ha estado tradicionalmente en manos de los hombres. Una mujer que viva en un país de  talibanes es menos que el más abyecto de los animales y no tiene derecho a nada que no le quiera dar el hombre que la ha comprado y la tiene en casa para lo que quiera, además de reducirla a la condición de burro de carga de día y de noche.

En Afganistán o Pakistán, aunque los talibanes no tengan el poder absoluto lo ejercen por medios tan violentos como se les ocurra sin que las autoridades hagan nada ni para sancionar al  culpable ni para intentar velar para que no se reproduzcan sus brutales comportamientos porque el poder de los talibanes reside en el terror que siembran.

Y sin embargo son las mujeres las que en esos países y con todas las dificultades inimaginables para nosotros los que vivimos en el primer mundo, quienes luchan por conseguir la igualdad,  y por recuperar la dignidad que se les arrebata constantemente y con cualquier pretexto.

Entre los muchos casos de mujeres que, por ejemplo, enseñan a sus hijas a leer y escribir, o las que se organizan para ir formando parte del género humano cuyos miembros, como tales, "nacen libres e iguales en dignidad y derechos", cabe recordar el de Malala, la chica de 14 años que haciendo frente al terror, desde que tiene uso de razón ha defendido el derecho de las niñas de su país a tener su educación en una escuela con maestras. Esta niña que hace unas semanas tuvo la osadía de desafiar las creencias de los talibanes fue tiroteada por uno de ellos permanece en el hospital gravemente herida desde entonces mientras su asesino, libre, sigue defendiendo  que el camino de la igualdad es un sacrilegio no solo porque atenta contra las presuntas leyes de su religión sino además porque  no lo quieren los hombres que prefieren tener en casa trozos de carne a compañeras con las que poder hablar, compartir y vivir.

Todo esto ha ocurrido en el noroeste de Pakistán, donde cada día hay más talibanes, uno de los cuales, el asesino, se enteró de que Malala había escrito un blog para la BBC en cuyas entradas se ponían de manifiesto  las devastadoras consecuencias que ha provocado el comportamiento de los talibanes que ha logrado destruir cientos de colegios para niñas y que ha desatado la violencia e intimidación contra miles de familias.

El gobierno no se inmuta y permanece en silencio y  aunque hay algunos políticos que se han comprometido a actuar no parece que puedan ayudar. Y no porque sería ir contra la ley, al contrario,  la  Constitución de Pakistán establece que niñas y niños deben ser educados por igual y además el gobierno cuenta con recursos para lograrlo. Pero durante años, los políticos han ignorado este mandato, influenciados por grupos religiosos extremistas que han sembrado y siembran el terror entre ellos y sobre todo en la población. Así han logrado que lo que era obligatorio por ley sea ahora poco más que una excepción. Efectivamente, en Pakistán solo un 29% de las niñas asiste a la escuela secundaria.


            Es el poder del terror, nosotros en Europa lo hemos conocido bien a lo largo de toda nuestra Historia.

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