Mujeres Negras: Dar forma a la teoría feminista
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Fuente:
http://www.marxists.org/espanol/tematica/mujer/autores/hooks/1984/001.htm
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Primera edicion: bell hooks, "Black Women: Shaping Feminist Theory",
Feminist Theory from Margin to Centre, South End Press, 1984. Esta Edición:
Marxists Internet Archive, 1 de marzo de 2010. Fuente de la edicion: bell
hooks, "Mujeres Negras: Dar forma a la teoría feminista", en Otras
inapropiables, Editorial Traficantes de Sueños, Madrid, 2004. ISBN:
84-932982-5-5. Derechos sobre el texto: Copyleft 2004 por Traficantes de
Sueños. Está permitida la reproducción del texto siempre y cuando se adecúe a
los términos de la Licencia Creative Commons Autoría-No Derivadas-No Comercial
1.0.
* bell
hooks (Gloria Jean Watkins) es una conocida autora, intelectual y activista
feminista estadounidense quien examina las intersecciones de raza, clase y
género en el arte, la historia, la sexualidad, los medios de comunicación y el
feminismo desde una óptica generalmente postmodernista. hooks empezó su carrera
como catedrática universitaria en 1976 en la University of Southern California
y se ha desempeñado como tal en diversas instituciones, incluyendo la
Universidad de California en Santa Cruz, la universidad de Yale, Oberlin
College y el City College de Nueva York. En 1978 publicó su primer poemario
pero es mejor conocida por su bibliografía crítica. Adoptó tempranamente en su carrera el
pseudónimo literario de bell hooks, combinando partes de los nombres de su
madre y su abuela. Explica la poco convencional falta de mayúsculas como una
señal de que lo que vale es "la sustancia de los libros, no quien soy
yo".
En
Estados Unidos, el feminismo nunca ha surgido de las mujeres que de forma más
directa son víctimas de la opresión sexista; mujeres a las que se golpea a
diario, mental, física y espiritualmente; mujeres sin la fuerza necesaria para
cambiar sus condiciones de vida. Son una mayoría silenciosa. Una señal de su
victimización es que aceptan su suerte en la vida sin cuestionarla de forma
visible, sin protestar organizadamente, sin mostrar ira o rabia colectiva. La
Mística de la feminidad, de Betty Friedan, que sigue siendo apreciado por haber
abierto el camino al movimiento feminista contemporáneo, fue escrito como si
esas mujeres no existieran. La famosa frase de Friedan, «el problema que no
tiene nombre», citada a menudo para describir la condición de las mujeres en
esta sociedad, se refería de hecho a la situación de un grupo selecto de
mujeres blancas, casadas, de clase media o alta y con educación universitaria:
amas de casa aburridas, hartas del tiempo libre, del hogar, de los hijos, del
consumismo, que quieren sacarle más a la vida. Friedan concluye su primer
capítulo afirmando: «No podemos seguir ignorando esa voz que, desde el interior
de las mujeres, dice: “Quiero algo más que un marido, unos hijos y una casa”».
A ese «más» ella lo definió como una carrera. En su libro no decía quién
tendría entonces que encargarse del cuidado de los hijos y del mantenimiento
del hogar si cada vez más mujeres, como ella, eran liberadas de sus trabajos
domésticos y obtenían un acceso a las profesiones similar al de los varones
blancos. No hablaba de las necesidades de las mujeres sin hombre, ni hijos, ni
hogar. Ignoraba la existencia de mujeres que no fueran blancas, así como de las
mujeres blancas pobres. No decía a sus lectoras si, para su realización, era
mejor ser sirvienta, niñera, obrera, dependienta o prostituta que una ociosa
ama de casa.
Hizo de
su situación, y de la situación de las mujeres blancas como ella, un sinónimo de
la condición de todas las mujeres estadounidenses. Al hacerlo, apartó la
atención del clasismo, el racismo y el sexismo que evidenciaba su actitud hacia
la mayoría de las mujeres estadounidenses. En el contexto de su libro, Friedan
deja claro que las mujeres a las que consideraba víctimas del sexismo eran
universitarias, mujeres blancas obligadas por condicionamientos sexistas a
permanecer en casa. En su libro, argumenta:
Urge
comprender cómo la misma condición de ser ama de casa puede crear en las mujeres
una sensación de vacío, de no existencia, de nada. Hay aspectos de la función
de ama de casa que hacen casi imposible para una mujer de inteligencia adulta
mantener un sentido de la identidad humana, el núcleo firme del «yo» sin el
cual un ser humano, ya sea hombre o mujer, no está verdaderamente vivo. Estoy
convencida de que, hoy en día en Estados Unidos, hay algo de peligroso en el
estado de ama de casa para las mujeres valiosas.
Los
problemas y dilemas específicos de la clase de las ociosas amas de casa blancas
eran problemas reales que merecían atención y transformación, pero no eran los
problemas políticos acuciantes de una gran cantidad de mujeres. Muchas de ellas
vivían preocupadas por la supervivencia económica, la discriminación racial y
étnica, etcétera. Cuando Friedan escribió La Mística de la Feminidad, más de un
tercio de las mujeres formaban parte de la fuerza de trabajo. Aunque muchas
mujeres deseaban ser amas de casa, sólo quienes tenían tiempo libre y dinero
podían formar sus identidades a partir del modelo de la mística femenina. Se
trataba de mujeres a las que, en palabras de Friedan, «se les decía que dieran
marcha atrás y vivieran su vida como si fueran Noras, limitadas a la casa de
muñecas de los prejuicios victorianos».
Desde
sus primeros escritos, queda claro que Friedan nunca se preguntó si la
situación de las amas de casa blancas de formación universitaria era un punto
de referencia adecuado para combatir el impacto del sexismo o de la opresión
sexista en las vidas de las mujeres de la sociedad estadounidense. Tampoco se
preocupó de ir más allá de su propia experiencia vital para adquirir una
perspectiva ampliada acerca de las vidas de esas mujeres. No digo esto para
desacreditar su obra. Sigue siendo la muestra de una discusión útil acerca del
impacto de la discriminación sexista en un grupo selecto de mujeres. Desde una
perspectiva distinta, puede verse también como un caso típico de narcisismo,
falta de sensibilidad, sentimentalismo y auto-indulgencia que alcanza su punto
máximo cuando Friedan, en un capítulo titulado «La deshumanización progresiva»,
hace una comparación entre los efectos psicológicos del aislamiento de las amas
de casa blancas y el impacto del confinamiento en la imagen de sí de los
prisioneros de los campos de concentración nazis.
Friedan
fue una figura esencial en la formación del pensamiento feminista
contemporáneo. De manera significativa, la perspectiva unidimensional de la
realidad de las mujeres que su libro presenta se ha convertido en un hito
señalado en el movimiento feminista contemporáneo. Como había hecho Friedan
antes, las mujeres blancas que dominan el discurso feminista hoy en día rara
vez se cuestionan si su perspectiva de la realidad de las mujeres se adecua o
no a las experiencias vitales de las mujeres como colectivo. Tampoco son
conscientes de hasta qué grado sus puntos de vista reflejan prejuicios de raza
y de clase, aunque ha existido una mayor conciencia de estos prejuicios en los
últimos años. El racismo abunda en la literatura de las feministas blancas,
reforzando la supremacía blanca y negando la posibilidad de que las mujeres se
vinculen políticamente atravesando las fronteras étnicas y raciales. El rechazo
histórico de las feministas a prestar atención y a atacar las jerarquías
raciales ha roto el vínculo entre raza y clase. Sin embargo, la estructura de
clase en la sociedad estadounidense se ha formado a partir de la política
racial de la supremacía blanca; sólo a través del análisis del racismo y de su
función en la sociedad capitalista se puede obtener una comprensión completa de
las relaciones de clase. La lucha de clases está unida de forma inseparable a
la lucha para terminar con el racismo. En un intento de urgir a las mujeres
para que exploraran todas las implicaciones de clase, Rita Mae Brown explicaba
en «lo que faltaba», un ensayo anterior: "La
clase es mucho más que la definición de Marx sobre las relaciones respecto de
los medios de producción. La clase incluye tu comportamiento, tus presupuestos
básicos acerca de la vida. Tu experiencia —determinada por tu clase— valida
esos presupuestos, cómo te han enseñado a comportarte, qué se espera de ti y de
los demás, tu concepción del futuro, cómo comprendes tus problemas y cómo los
resuelves, cómo te sientes, piensas, actúas. Son estos patrones de comportamiento
los que las mujeres de clase media se resisten a reconocer aunque quieran
perfectamente aceptar la idea de clase en términos marxistas, un truco que les
impide enfrentarse de verdad con el comportamiento de clase y cambiar en ellas
mismas ese comportamiento. Son estos patrones los que deben ser reconocidos,
comprendidos y cambiados".
Las
mujeres blancas que dominan el discurso feminista, que en su mayoría crean y
articulan la teoría feminista, muestran poca o ninguna comprensión de la
supremacía blanca como política racial, del impacto psicológico de la clase y
del estatus político en un estado racista, sexista y capitalista.
Es esta
falta de conciencia la que, por ejemplo, lleva a Leah Fritz a escribir en
Dreamers and Dealers, libro donde se discute la situación del movimiento de las
mujeres en 1979: "El sufrimiento de las mujeres bajo la tiranía sexista es
un vínculo común entre todas las mujeres que trasciende las particularidades
que las diferentes formas de tiranía adoptan. El sufrimiento no puede ser
medido ni com parado cuantitativamente. ¿Son la indolencia y la vacuidad
forzada de una mujer «rica», que le llevan a la locura y/o al suicidio, mayores
o menores que el sufrimiento de una mujer pobre que apenas sobrevive gracias a
la asistencia pública pero que, de algún modo, mantiene su espíritu intacto? No
hay manera de medir esa diferencia. Cada una de esas mujeres debería mirar a la
otra sin el esquema de clases patriarcal, pueden encontrar un vínculo en el
hecho de que ambas son oprimidas, de que ambas viven miserablemente".
La
afirmación de Fritz es un nuevo ejemplo de brindis al sol, así como de la
mistificación consciente de las divisiones sociales entre mujeres, que ha
caracterizado buena parte del discurso feminista. Si bien resulta evidente que
muchas mujeres sufren la tiranía sexista, hay pocos indicios de que este hecho
forje <«un vínculo común entre todas las mujeres». Hay muchas pruebas que
demuestran que las identidades de raza y clase crean diferencias en la calidad,
en el estilo de vida y en el estatus social que están por encima de las
experiencias comunes que las mujeres comparten; y se trata de diferencias que
rara vez se trascienden. Deben ponerse en cuestión los motivos por los que
mujeres blancas, cultas y materialmente privilegiadas, con una variedad de
opciones a la hora de elegir carrera y estilo de vida, insisten en que «el
sufrimiento no puede ser medido». Fritz no es, de ningún modo, la primera
feminista blanca que realiza una afirmación semejante; afirmación que jamás he oído
a una mujer pobre de cualquier raza. Aunque hay mucho de discutible en la
crítica que Benjamin Barber realiza del movimiento feminista en Liberating
Feminism, estoy de acuerdo con él en la siguiente afirmación: "El
sufrimiento no es necesariamente una experiencia universal que pueda medirse
con una vara común: está vinculado a las situaciones, necesidades y
aspiraciones. Pero deben existir algunos parámetros históricos y políticos para
el uso del término de modo que puedan establecerse prioridades políticas y
distintas formas y grados de sufrimiento a los que prestar mayor atención".
Un
principio central del pensamiento feminista moderno es el de que «todas las
mujeres están oprimidas». Esta afirmación implica que las mujeres comparten una
suerte común, que factores como los de clase, raza, religión, preferencia
sexual, etc., no crean una diversidad de experiencias que determina el alcance
en el que el sexismo será una fuerza opresiva en la vida de las mujeres
individuales. El sexismo como sistema de dominación está institucionalizado,
pero nunca ha determinado de forma absoluta el destino de todas las mujeres de
esta sociedad. Estar oprimida quiere decir ausencia de elecciones. Ése es el
primer punto de contacto entre el oprimido y el opresor. Muchas mujeres de esta
sociedad tienen la posibilidad de elegir —por muy imperfectas que sean las
elecciones—, por lo que explotación y discriminación son palabras que definen
de forma más acertada la suerte de las mujeres como colectivo en Estados
Unidos. Muchas mujeres no se unen a las organizaciones que luchan contra el
sexismo precisamente porque el sexismo no ha significado una falta absoluta de
elecciones. Pueden saber que sufren discriminación por su sexo, pero no
califican su experiencia de opresión. Bajo el capitalismo, el patriarcado está
estructurado de modo que el sexismo restringe el comportamiento de las mujeres
en algunos campos, mientras en otras esferas se permite una liberación de estas
limitaciones. La ausencia de restricciones extremas lleva a muchas mujeres a
ignorar las esferas en las que son explotadas o sufren discriminación; puede
incluso llevar a imaginar que las mujeres no están siendo oprimidas.
Hay
mujeres oprimidas en Estados Unidos, y es justo y necesario que hablemos contra
esta opresión. La feminista francesa Christine Delphy señala en su ensayo Por
un feminismo materialista que la utilización del término opresión es importante
porque sitúa la lucha feminista en un marco político radical:
El
renacimiento del feminismo coincide con el uso del término «opresión». La
ideología dominante, i. e. el sentido común, el discurso ordinario, no habla de
opresión sino de «condición femenina». Pretende remitirse a una explicación
naturalista; una restricción de la naturaleza, una realidad exterior fuera de
nuestro alcance y no modificable mediante la acción humana. El término
«opresión», por el contrario, remite a una elección, una explicación, una
situación que es política. «Opresión» y «opresión social» son por lo tanto
sinónimos o, mejor dicho, opresión social es una redundancia: la idea de un
origen político, i. e. social, es parte integral del concepto de opresión.
De
todos modos, el énfasis feminista en la «opresión común» en Estados Unidos era
menos una estrategia de politización que una apropiación por parte de las
mujeres conservadoras y liberales de un vocabulario político radical que
enmascaraba hasta qué punto habían dado forma al movimiento de manera que se
adecuara y defendiera sus intereses de clase.
Aunque
el impulso hacia la unidad y la empatía que supone la noción de opresión común
estaba dirigido a la construcción de la solidaridad, consignas como la de
«organízate en torno a tu opresión» proporcionaban la excusa que muchas mujeres
privilegiadas necesitaban para ignorar las diferencias entre su estatus social
y el de una gran cantidad de mujeres. Era una señal del privilegio de raza y
clase, así como la expresión de cierta libertad respecto de muchas
restricciones que el sexismo pone a las mujeres de la clase obrera. De este
modo, las mujeres de clase media fueron capaces de convertir sus intereses en
el foco principal del movimiento feminista y de utilizar la retórica de lo
común que convertía su situación concreta en sinónimo de «opresión». ¿Quién
podía entonces exigir un cambio en el vocabulario? ¿Qué otro grupo de mujeres
tenía, en Estados Unidos, el mismo acceso a las universidades, las editoriales,
los medios de comunicación y el dinero? Si las mujeres negras de clase media
hubieran iniciado un movimiento en el que se hubieran calificado a sí mismas de
«oprimidas», nadie las hubiera tomado en serio. Si hubieran creado foros
públicos y hubieran dado discursos sobre su «opresión», habrían recibido
ataques de todas partes. No fue este el caso de las feministas burguesas
blancas que resultaban atractivas para un grupo amplio de mujeres, como ellas
mismas, que ansiaban cambiar su suerte en la vida. Su aislamiento respecto de
grupos de mujeres de otra clase y raza les impidió tener una base comparativa
inmediata con la que poner a prueba sus presupuestos básicos sobre la opresión
común.
En un
inicio, las participantes radicales en el movimiento de las mujeres exigían que
las mujeres rompiesen ese espacio de aislamiento y creasen un espacio de
contacto. Antologías como Liberation Now, Women’s Liberation: Blueprint for the
Future, Class and Feminism, Radical Feminism y Sisterhood Is Powerful, todas
publicadas a principios de la década de 1970, contienen artículos que tratan de
alcanzar a una audiencia amplia de mujeres, una audiencia que no fuera
exclusivamente blanca, de clase media, universitaria y adulta —en muchos casos,
había artículos sobre las adolescentes. Sookie Stambler articuló este espíritu
radical en su introducción a Women’s Liberation: Blueprint for the Future:
Las
mujeres del movimiento siempre se han sentido desalentadas por la necesidad de
los medios de comunicación de crear celebridades y superestrellas. Esto va
contra nuestra filosofía básica. No podemos relacionarnos con las mujeres de
acuerdo a criterios de prestigio y fama. No estamos luchando en beneficio de
una mujer o de un grupo de mujeres. Tratamos temas que afectan a todas las
mujeres.
Estos
sentimientos, compartidos por muchas mujeres en los inicios del movimiento, no
se impusieron. Y cada vez más mujeres adquirieron prestigio, fama o dinero con
escritos feministas y gracias a las victorias del movimiento feminista en la
lucha por la igualdad en el trabajo; el oportunismo individual socavó las
llamadas a la lucha colectiva. Mujeres que no se oponían al patriarcado, al
capitalismo, al clasismo o al racismo se llamaban a sí mismas «feministas». Sus
expectativas variaban. Las mujeres privilegiadas querían igualdad social con
los hombres de su clase, algunas mujeres querían un salario igual por el mismo
trabajo, otras querían un estilo de vida alternativo. Muchas de estas
preocupaciones legítimas eran fácilmente cooptadas por el patriarcado
capitalista. La feminista francesa Atoinette Fouque señala:
Las
acciones propuestas por los grupos feministas son espectaculares, provocadoras.
Pero la provocación sólo saca a la luz un determinado número de contradicciones
sociales. No revela las contradicciones radicales de la sociedad. Las
feministas mantienen que no pretenden la igualdad con los hombres, pero sus
prácticas revelan lo contrario. Las feministas son una vanguardia burguesa que
mantiene, de forma invertida, los valores dominantes. La inversión no facilita
el paso a otra clase de estructura. ¡El reformismo le viene bien a todo el
mundo! El orden burgués, el capitalismo, el falocentrismo son capaces de
integrar tantas feministas como sea necesario. En la medida en que esas mujeres
se convierten en hombres, a fin de cuentas sólo significan unos cuantos hombres
más. La diferencia entre sexos no reside en si se tiene o no pene, sino en si
se forma parte o no de la economía fálica masculina.
Las
feministas en Estados Unidos son conscientes de las contradicciones. Carol
Ehrlich señala en su ensayo «El desgraciado matrimonio entre marxismo y
feminismo: ¿puede salvarse?» que «el feminismo parece cada vez más tener una
perspectiva ciega, segura y no revolucionaria» a medida que «el radicalismo
feminista cede terreno ante el feminismo burgués», y señala que «no podemos
permitir que esto siga sucediendo»:
Las
mujeres necesitan saber —y cada vez temen más descubrir— que el feminismo no
tiene que ver con la idea de vestirse para el éxito o con convertirse en una
ejecutiva de una gran empresa o con ganar un puesto electoral; no se trata de
hacer posible un matrimonio con dos carreras y unas vacaciones de ski y pasar
una gran cantidad de tiempo con tu marido y tus dos maravillosos hijos porque
tienes una trabajadora doméstica que hace que todo eso te sea posible, pero que
no tiene ni el tiempo ni el dinero para hacerlo ella misma; no tiene que ver
con abrir un Banco de las Mujeres o con pasar un fin de semana en un taller
carísimo que garantice que aprenderás a ser asertiva —pero no agresiva—; sobre
todo, no tiene que ver con convertirse en policía o agente de la CIA o, en
general, del cuerpo de marines.
Pero si
estas imágenes distorsionadas del feminismo tienen más realidad que la nuestra,
es en parte nuestra culpa. No hemos hecho todo el esfuerzo que podíamos en proponer
análisis alternativos claros y significativos que remitan a las vidas de la
gente y que permitan la creación de grupos activos y accesibles en los que
trabajar.
No es
accidental que la lucha feminista haya sido cooptada tan fácilmente para servir
a los intereses de las feministas conservadoras y liberales en la medida en que
en Estados Unidos el feminismo ha sido una ideología burguesa. Zillah
Eisenstein discute las raíces liberales del feminismo norteamericano en The
Radical Future of Liberal Feminism, y explica en su introducción:
Una de
las contribuciones más importantes que encontraremos en este estudio es el
papel que la ideología del individualismo liberal ha tenido en la construcción
de la teoría feminista. Las feministas de hoy en día no discuten una teoría de
la individualidad o adoptan de forma inconsciente la ideología competitiva,
atomista del individualismo liberal. Hay mucha confusión al respecto en la
teoría feminista que vamos a discutir aquí. Mientras no se haga una
diferenciación consciente entre una teoría de la individualidad que reconozca
la importancia del individuo en la colectividad social y la ideología del
individualismo que acepta una visión competitiva del individuo, no tendremos
una imagen clara del aspecto que debe tener una teoría feminista de la
liberación en nuestra sociedad occidental.
La
ideología del «individualismo liberal competitiva y atomista» ha permeado el
pensamiento feminista hasta tal punto que socava el radicalismo potencial de la
lucha feminista. La usurpación del feminismo por parte de mujeres burguesas que
defienden sus intereses de clase ha sido justificada en gran medida por la
teoría feminista a medida que ésta se ha ido construyendo —por ejemplo, con la
ideología de la «opresión común». Cualquier movimiento que pretenda resistirse
a la cooptación de la lucha feminista debe comenzar por presentar una
perspectiva feminista diferente —una nueva teoría— que no esté atravesada por
la ideología del individualismo liberal.
Las
prácticas excluyentes de las mujeres que han dominado el discurso feminista han
hecho prácticamente imposible que emerjan nuevas teorías. El feminismo tiene su
agenda de partido y las mujeres que sienten la necesidad de una estrategia
diferente, una fundamentación diferente, a menu- do se ven silenciadas y
condenadas al ostracismo. Las críticas o las alternativas a las ideas
feministas establecidas no son incentivadas, por ejemplo, las recientes
controversias sobre la expansión del discurso feminista a la sexualidad. Sin
embargo, grupos de mujeres que se sienten excluidas del discurso y la práctica
feminista pueden hacerse un lugar sólo si primero crean, a través de la
crítica, una conciencia de los factores que las alienan. Muchas mujeres blancas
han encontrado en el movimiento feminista una solución liberadora a sus dilemas
personales. Tras haberse beneficiado del movimiento de forma directa, se
sienten menos inclinadas a criticarlo o a comprometerse con un examen riguroso
de su estructura que aquellas que sienten que no ha tenido un impacto
revolucionario en sus vidas o en las vidas de gran cantidad de mujeres de
nuestra sociedad. Las mujeres no blancas que se sienten parte de la estructura
actual del movimiento feminista —incluso aunque formen parte de grupos
autónomos — parecen sentir que su definición de la agenda de partido, en el
tema del feminismo negro o en cualquier otro, es el único discurso legítimo.
Más que alentar la diversidad de voces, el diálogo crítico y la controversia,
tratan, al igual que otras mujeres blancas, de silenciar el disenso. Como
activistas y escritoras cuyo trabajo es ampliamente reconocido, actúan como si
estuvieran más capacitadas para juzgar si debemos escuchar las voces de otras
mujeres. Susan Griffin se opone a esta tendencia hacia el dogmatismo en su ensayo
«El camino de toda ideología»: "...
cuando una teoría se transforma en ideología, comienza a destruir la
individualidad y la autoconciencia. Nacida en un principio de sentimientos,
pretende situarse por encima de los sentimientos. Por encima de las sensaciones.
Organiza la experiencia de acuerdo con ella misma, sin llegar a ella. Por el
mero hecho de ser lo que es, pretende tener razón. Invocar el nombre de esa
ideología es convocar a la verdad. Nadie puede decir nada nuevo. La experiencia
deja de sorprenderla, de atravesarla, de transformarla. Se molesta por
cualquier detalle que no encaja en su visión del mundo. Comenzó como un grito
contra la negación de la verdad y ahora niega cualquier verdad que no encaje en
su esquema. Comenzó como una forma de restaurar el sentido de la realidad y
ahora trata de disciplinar a la gente real, rehacer a los seres naturales a su
imagen. Todo lo que no consigue explicar se transforma en su enemigo. Comenzó
como una teoría de liberación y ahora es amenazada por nuevas teorías de
liberación; construye una prisión para la mente".
Resistimos
a la dominación hegemónica del pensamiento feminista insistiendo en que es una
teoría en proceso de elaboración, que debemos necesariamente criticar,
cuestionar, reexaminar y explorar nuevas posibilidades. Mi crítica persistente
está atravesada por mi situación como miembro de un grupo oprimido, una
experiencia de explotación y discriminación sexista, y por el sentido de que el
análisis feminista dominante no ha sido la fuerza que ha dado forma a mi
conciencia feminista. Esto es cierto para muchas mujeres. Hay mujeres blancas
que nunca se habían planteado resistir a la dominación masculina hasta que el
movimiento feminista creó la conciencia de que podían y debían. Mi conciencia
de la lucha feminista se vio estimulada por circunstancias sociales. Crecí en
un hogar negro y de clase obrera del sur, dominado por mi padre. Experimenté
—como mi madre, mis hermanas y mi hermano — diferentes grados de tiranía
patriarcal y eso me enfadó; nos enfadó a todas. La rabia me llevó a
cuestionarme la política de dominación masculina y me permitió resistir a la
socialización sexista. A menudo las feministas blancas actúan como si las
mujeres negras no supiesen que existía la opresión sexista hasta que ellas
dieron voz al sentimiento feminista. Creen que han proporcionado a las mujeres
negras «el» análisis y «el» programa de liberación. No entienden, ni siquiera
pueden imaginar, que las mujeres negras, así como otros grupos de mujeres que
viven cada día en situaciones opresivas, a menudo adquieren conciencia de la
política patriarcal a partir de su experiencia vivida, a medida que desarrollan
estrategias de resistencia —incluso aunque ésta no se dé de forma mantenida u
organizada.
Estas
mujeres negras veían el discurso de las feministas blancas sobre la tiranía
masculina y la opresión de las mujeres como si hubiera una «nueva» revelación y
ésta tuviera muy poco impacto en sus vidas. Para ellas no era más que otra
indicación de las condiciones de vida privilegiadas de las mujeres blancas de
clase media y alta que necesitaban una teoría que les dijera que estaban
«oprimidas». El hecho es que la gente que está de verdad oprimida lo sabe
incluso si no se compromete con una resistencia organizada o es incapaz de articular
de forma escrita la naturaleza de su opresión. Esas mujeres negras no veían
nada de liberador en los análisis oficiales de la opresión de las mujeres. Ni
el hecho de que las mujeres negras no se hayan organizado de forma colectiva en
gran número alrededor de los temas del «feminismo» —muchas de nosotras ni
conocemos ni usamos el término— ni el hecho de que no tengamos acceso a la
maquinaria del poder que nos permitiría compartir nuestros análisis o nuestras
teorías sobre el género con el público estadounidense, niegan su presencia en
nuestras vidas ni nos sitúan en una posición de dependencia en relación con las
feministas, blancas o no, que alcanzan a una mayor audiencia.
La
comprensión que a los trece años tenía del patriarcado, creó en mí expectativas
hacia el movimiento feminista que eran muy diferentes de las jóvenes blancas de
clase media. Cuando entré en mi primera clase de estudios de las mujeres en la
Universidad de Stanford a principios de la década de 1970, las mujeres blancas
estaban descubriendo la alegría de estar juntas: para ellas era un momento
importante y único. Yo no había vivido nunca una vida en la que las mujeres no
estuvieran juntas, en la que las mujeres no se hubieran ayudado, protegido y
amado las unas a las otras profundamente. No había conocido a mujeres blancas
que ignoraran el impacto de la raza y la clase en su conciencia y situación
social —las mujeres blancas del sur a menudo tenían una perspectiva más
realista sobre el racismo y el clasismo que las mujeres de otras zonas de
Estados Unidos. No sentí ninguna simpatía hacia mis compañeras blancas que
sostenían que yo no podía esperar que ellas tuvieran el conocimiento o la
comprensión de la vida de las mujeres negras. A pesar de mi pasado —mi vida en
comunidades segregadas racialmente—, yo sabía cosas de la vida de las mujeres
blancas y desde luego ninguna de ellas vivía en mi barrio ni trabajaba en mi
escuela o mi casa.
Cuando
participé en grupos feministas, descubrí que las mujeres blancas adoptaban una
actitud condescendiente hacia mí y hacia otras participantes no blancas. La
condescendencia que dirigían a las mujeres negras era una forma de recordarnos
que el movimiento era «suyo», que podíamos participar porque ellas lo
permitían, incluso nos alentaban a hacerlo. Después de todo, teníamos que
legitimar el proceso. No nos veían como iguales. No nos trataban como a
iguales. Y aunque esperaban que les proporcionáramos relatos de primera mano
sobre la experiencia negra, sentían que a ellas les tocaba decidir si esas experiencias
eran auténticas. A menudo, las mujeres negras de formación universitaria
—incluso aquellas que procedían de familias pobres y de clase obrera — eran
despreciadas como meras imitadoras. Nuestra presencia en las actividades del
movimiento no contaba, ya que las mujeres blancas estaban convencidas de que la
«verdadera» negritud consistía en hablar la jerga de los negros pobres, ser
poco cultivadas, tener la sabiduría de la calle y toda una serie de
estereotipos. Si nos atrevíamos a criticar el movimiento o asumíamos la
responsabilidad de dar nueva forma a ideas feministas e introducir ideas
nuevas, nuestras voces eran despreciadas y silenciadas. Sólo se nos podía oír
si nuestras afirmaciones eran un eco de los sentimientos del discurso
dominante.
Se ha escrito
poco sobre los intentos por parte de las feministas blancas de silenciar a las
mujeres negras. Demasiado a menudo estos intentos han tenido lugar en las salas
de conferencias, las aulas o la privacidad de los cálidos cuartos de estar
donde la única mujer negra se enfrenta a la hostilidad de un grupo de mujeres
blancas. Desde los inicios del movimiento de liberación de las mujeres, ha
habido mujeres negras que se unían a los grupos. Muchas de ellas nunca
regresaron después de la primera reunión. Anita Cornwall tiene razón al afirmar
en «Tres por el precio de uno. Notas de una feminista negra lesbiana» que
«desgraciadamente, a menudo
el miedo a encontrar actitudes racistas parece ser una de las razones
principales por las que muchas mujeres negras se niegan a unirse al movimiento
de las mujeres». La reciente tendencia a tratar el tema del racismo ha generado
discusiones, pero apenas ha tenido impacto en el comportamiento de las
feministas blancas hacia las mujeres negras.
A
menudo, las mujeres blancas que se dedican a publicar ensayos y libros sobre
cómo «desaprender el racismo» continúan teniendo una actitud paternalista y
condescendiente cuando se relacionan con mujeres negras. Esto no es
sorprendente, dada la frecuencia con la que su discurso se dirige solamente a
una audiencia blanca y se centra tan solo en cambiar actitudes, antes que en
situar el racismo en un contexto histórico y político. Nos convierten en el
«objeto» de su discurso privilegiado sobre la raza. Como «objetos», continuamos siendo
diferentes, inferiores. Incluso aunque estén preocupadas de forma sincera por
el racismo, su metodología sugiere que no se han liberado del paternalismo
endémico de la ideología de la supremacía blanca. Algunas de esas mujeres se
sitúan a sí mismas en el lugar de las «autoridades» que deben mediar entre las
mujeres blancas racistas —ellas, naturalmente, se ven a sí mismas libres de
racismo— y las mujeres negras furiosas a las que consideran incapaces de
mantener un discurso racional. Por supuesto, el sistema del racismo, clasismo y
elitismo en la educación debe permanecer intacto si pretenden mantener su
posición de autoridad.
En
1981, me matriculé en una clase de postgrado sobre teoría feminista en la que
recibimos una bibliografía con obras de mujeres y hombres, uno de ellos negro,
pero ningún material de o sobre mujeres negras, indias americanas nativas,
hispanas o asiáticas. Cuando critiqué esta falta de atención, las mujeres
blancas me dirigieron una mirada de ira y hostilidad tan intensa que me pareció
difícil atender a la clase. Cuando sugerí que el objeto de esa rabia colectiva
era crear una atmósfera en la que me resultara psicológicamente insoportable
intervenir en las discusiones de la clase o incluso atender, me dijeron que no
estaban enfadadas. Era yo la que estaba enfadada. Semanas después de que el
curso terminara, recibí una carta abierta de una estudiante blanca reconociendo
su rabia y expresando arrepentimiento por sus ataques. Escribía: "No te
conocía. Eras negra. Al poco tiempo de estar en clase me di cuenta de que iba a
ser yo quien contestara a todo lo que dijeras. Y habitualmente para
contradecirte. No es que la discusión tratara siempre del racismo, pero pensé
que la lógica oculta era que si podía demostrar que estabas equivocada en una
cosa, entonces era posible que no tuvieras razón en nada de lo que decías".
Y en
otro párrafo: "Un día dije en clase que había gente que estaba menos
atrapada que otra por la imagen platónica del mundo. Dije que nosotras, tras quince
años de educación, cortesía de la clase dominante, podíamos estar más atrapadas
que otras que no habían iniciado su vida tan cerca del corazón del monstruo.
Una compañera de clase, tiempo atrás amiga íntima, hermana, colega, no me ha
vuelto a hablar desde entonces. Creo que la posibilidad de que no fuéramos las
mejores portavoces para todas las mujeres le hizo temer por su propia valía y
por su doctorado".
A
menudo en situaciones en las que las feministas blancas atacaban agresivamente
a una mujer negra, se veían a sí mismas como las que estaban siendo atacadas,
las víctimas. Durante una discusión tensa con otra estudiante blanca en un
grupo de mujeres racialmente mixto que yo había organizado, ella me dijo que le
habían contado que yo había «destrozado» a varias personas en el curso de
teoría feminista y que temía ser «destrozada» también. Le recordé que yo había
sido una persona sola hablándole a un grupo grande de gente furiosa y agresiva;
apenas podía dominar la situación. Fui yo quien salí llorando del aula, y no
alguna de las personas a las que supuestamente había «destrozado».
Los
estereotipos racistas de la mujer negra fuerte, sobrehumana, son mitos
operativos en la mente de muchas mujeres blancas, mitos que les permiten
ignorar hasta qué punto las mujeres negras son víctimas en esta sociedad y el
papel que las mujeres blancas juegan en el mantenimiento y la perpetuación de
esa victimización. En la obra autobiográfica de Lillian Hellman, Pentimento,
escribe: «Toda mi vida, desde mi nacimiento, he recibido órdenes de mujeres
negras, queriéndolas y temiéndolas, sintiéndome supersticiosa cada vez que las
desobedecía». Las mujeres negras que Hellman describe trabajaban en su casa
como servicio doméstico y su estatus nunca fue el de una igual. Incluso de
niña, ella ocupaba siempre la posición dominante cuando ellas la cuestionaban,
aconsejaban o guiaban; podían ejercer esos derechos porque ella u otra figura
blanca de autoridad se lo permitía. Hellman sitúa el poder en las manos de esas
mujeres negras en lugar de reconocer su propio poder sobre ellas; de este modo
ella mixtifica la verdadera naturaleza de su relación. Al proyectar en mujeres
negras un poder y una fuerza míticos, las mujeres blancas promocionan una
imagen falsa de sí mismas como carentes de poder, víctimas pasivas, y distraen
la atención de su agresividad, su poder —por muy limitado que éste sea en un
Estado dominado por hombres que defiende la supremacía blanca —, su voluntad de
dominar y controlar a las demás. Estos aspectos no reconocidos del estatus
social de muchas mujeres blancas les impiden trascender el racismo y limitan el
alcance de su comprensión del estatus social global de las mujeres en Estados
Unidos.
Las
feministas privilegiadas han sido incapaces de hablar a, con y para diversos
grupos de mujeres porque no comprendían la interdependencia de las opresiones
de sexo, raza y clase o se negaban a tomarse en serio esta interdependencia. El
análisis feminista de la situación de las mujeres tiende a centrarse
exclusivamente en el género y no proporciona una fundamentación sólida sobre la
que construir una teoría feminista. Reflejan la tendencia dominante, propia de
las mentes patriarcales occidentales, a mixtificar la realidad de la mujer
insistiendo en que el género es el único determinante del destino de las
mujeres. Sin duda ha sido más fácil para las mujeres que no han experimentado
la opresión de raza o clase centrarse exclusivamente en el género. Aunque las
feministas socialistas se centran en la relación de clase y género, tienden a
menospreciar la raza o a afirmar que la raza es un factor importante para
después ofrecer un análisis en el que la raza no es tenida en cuenta.
Como
grupo, las mujeres negras están en una posición inusual en esta sociedad, pues
no sólo estamos como colectivo en el fondo de la pirámide ocupacional, sino que
nuestro estatus social es más bajo que el de cualquier otro grupo. Al ocupar
esa posición, aguantamos lo más duro de la opresión sexista, racista y
clasista. Al mismo tiempo, somos un grupo que no ha sido socializado para
asumir el papel de explotador/opresor puesto que se nos ha negado un «otro» al
que podamos explotar u oprimir —los niños no representan un otro
institucionalizado aunque puedan ser oprimidos por sus padres. Las mujeres
blancas y los hombres negros están en ambas posiciones. Pueden actuar como
opresores o ser oprimidos y oprimidas. Los hombres negros pueden ser víctimas
del racismo, pero el sexismo les permite actuar como explotadores y opresores
de las mujeres. Las mujeres blancas pueden ser víctimas del sexismo, pero el
racismo les permite actuar como explotadoras y opresoras de la gente negra.
Ambos grupos han sido sujetos de movimientos de liberación que favorecen sus
intereses y apoyan la continuación de la opresión de otros grupos. El sexismo
de los hombres negros ha socavado las luchas para erradicar el racismo del
mismo modo que el racismo de las mujeres blancas ha socavado las luchas
feministas. En la medida en que ambos grupos, o cualquier otro grupo, definen
la liberación como la posibilidad de adquirir la igualdad con los hombres
blancos de la clase dominante, tienen intereses creados en la continuidad de la
explotación y opresión de los otros.
Las
mujeres negras sin «otro» institucionalizado al que puedan discriminar, explotar
u oprimir tienen una experiencia vivida que reta directamente la estructura
social de la clase dominante racista, clasista y sexista, y su ideología
concomitante. Esta experiencia vivida puede dar forma a nuestra conciencia de
manera que nuestra visión del mundo difiera de la de aquellos que tienen cierto
grado de privilegio —por muy relativo que éste pueda ser en el sistema
existente. Es esencial para el futuro de las luchas feministas que las mujeres
negras reconozcamos el punto especial de ventaja que nuestra marginalidad nos
otorga y hagamos uso de esa perspectiva para criticar la hegemonía racista,
clasista y sexista así como para imaginar y crear una contra-hegemonía. Estoy
sugiriendo que tenemos un papel central que jugar en la formación de la teoría
feminista y una contribución que ofrecer que es única y valiosa. La formación
de una teoría y una práctica feministas liberadoras es una responsabilidad
colectiva que debe ser compartida. Aunque critico aspectos del movimiento
feminista tal y como lo conocemos, una crítica que a menudo puede ser dura e
implacable, no lo hago en un intento de menguar las luchas feministas, sino de
enriquecerlas, de compartir la tarea de construir una ideología y un movimiento
liberadores.
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