Avatares del debate y el movimiento feminista en el contexto español
* * texto de Olga
Abasolo sacado del dossier "Debates feministas" del Centro de Investigación para la Paz (CIp-Ecosocial) publicado
por FUHEM que a su vez sacó el material del Boletín ECOS nº 10, de
CIP-Ecosocial, publicado en marzo de 2010 con motivo de la celebración del Día
Internacional de la Mujer.
* * * Olga Abasolo
es responsable del área de democracia, ciudadanía y diversidad, CIP-Ecosocial y
jefa
de redacción de
PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global
La historia
estándar es el relato de un progreso [...] hemos pasado de un movimiento excluyente
[...] a un movimiento inclusivo más amplio. Naturalmente apruebo los esfuerzos que
se hagan para ampliar y diversificar el feminismo, pero no encuentro
satisfactoria esta exposición. [...] Exclusivamente preocupada por los
desarrollos en el seno del movimiento no consigue situar los cambios internos
en relación con desarrollos históricos más extensos y el más amplio contexto político.
Por ello, propongo una narración alternativa, más histórica y menos autocomplaciente.
Tras los debates
planteados en las jornadas feministas estatales, celebradas en Granada en diciembre
de 2009, han quedado abiertos algunos interrogantes: ¿cómo se articula la lucha
política concreta en un contexto de fragmentación del sujeto feminista, y en el
que conviven diversas corrientes del feminismo? Y, aún más, cuando la identidad
de género misma (anteriormente articuladora del sujeto feminista) está sometida
a cuestión, ¿qué nuevas prácticas políticas cabe construir para enfrentarse a
la crisis del capitalismo global neoliberal? El hecho de que se hayan planteado
no es casual, ni fruto de las características exclusivas o intrínsecas del
feminismo, sino sintomático de un proceso complejo que obedece a fuerzas
históricas profundas.
El movimiento
feminista ofrece rasgos notablemente específicos con respecto a otros movimientos
sociales también en lo que a los debates se refiere, si bien, como es lógico, comparte
con ellos el estar inmerso en contextos ideológicos y económicos, políticos y sociales
más amplios, sin los cuales es difícil llegar a comprenderlos. La complejidad a
la hora de abordar la trayectoria del feminismo radica en su transversalidad.
Denuncia la desigualdad y el sistema de dominación patriarcal, los aspectos
estructurales económicos, sociales y culturales que están en su base; pero
también se interroga por la construcción (íntima) de la subjetividad y de las
identidades de género. La cuestión es por qué categorías analíticas se opta, y
para qué práctica política y qué proyecto de futuro. Hay propuestas clara y
abiertamente radicales y transformadoras pero también las hay reformistas e institucionalistas.
Como veremos, el debate ha pasado de producirse, inicialmente, en el seno de un
movimiento relativamente unitario y en torno a unas reivindicaciones básicas mayoritariamente
compartidas –cuyo ciclo vital fue corto, como el de la mayoría de los movimientos
sociales en nuestro país– a atomizarse hasta el punto de que ya no cabe hablar
de feminismo sino de feminismos.
El feminismo
creció, maduró y evolucionó en el Estado español durante la década de los
setenta, en un contexto marcado por dos procesos fundamentales. Por un lado, de
secularización ideológica de la moral pública, que se extendió desde las élites
a las clases populares, y que conllevó un progresivo abandono de la adscripción
a los valores tradicionales en favor de los fines individuales, en una
vertiginosa huida hacia adelante hacia la modernización, sin mirar atrás, y que
ha conducido a una suerte de totalitarismo individualista. Por otro, se produce
a principios de los ochenta un distanciamiento sociopolítico del proyecto
socialdemócrata, que queda sin ensayar en España y que culmina con la victoria
del PSOE en las elecciones de 1982, que conlleva un progresivo abandono de las
reivindicaciones redistributivas. La construcción de la democracia liberal, con
Europa como referente, allana el terreno para la implantación progresiva de
políticas de flexibilización de la fuerza de trabajo, fragmentación y hegemonía
del capital financiero. Así, el debate y la acción política feminista también
se desarrollaron en un clima general de individualización y deconstrucción
ideológica de lo social que «privilegia la diferencia (de los que la disfrutan)
frente a la igualdad (de los carentes, de forma coherente con la lógica capitalista
de las relaciones mercantiles». Sin embargo, a diferencia de otros movimientos,
el feminista ha sido el único cuya trayectoria desde la transición democrática
no ha sido de retroceso. Más bien al contrario, y fruto del trabajo político
realizado por las mujeres desde los ámbitos público y privado, el feminismo ha
obtenido un considerable éxito en la divulgación y asimilación por parte del
conjunto de la sociedad de sus reivindicaciones, aunque no sin contradicciones.
La atomización de
organizaciones, la fragmentación de reivindicaciones, la batalla por la
hegemonía de unos debates frente a otros, tampoco han obedecido sólo a unas características
esenciales del feminismo. La progresiva marginación, por obsoletas (en la producción
teórica académica y su influencia directa sobre el marco de las
reivindicaciones políticas), de teorías críticas de la Modernidad, desechadas
como “grandes relatos” totalitarios, ha dado paso a discursos actualmente
hegemónicos, a partir de las aportaciones posestructuralistas, de una
reivindicación de la diferencia y una cultura de la fragmentación (cuyas
versiones más extremas conllevan el riesgo de poner en el centro un relativismo
cultural y cognitivo).
Antecedentes históricos de una trayectoria inacabada
Las primeras
reivindicaciones feministas en nuestro país iniciaron su andadura en los años treinta
del siglo XX, y estuvieron centradas en los avances por la igualdad en el plano
legal: el sufragio femenino, la eliminación de la discriminación legal por
razón de sexo, el derecho al divorcio. Reivindicaciones que, aunque
circunscritas a estos aspectos, se abrían paso en una rígida estructura
patriarcal y que suponían en aquel contexto un auténtico avance sin precedentes,
que vino impulsado por las militantes de las organizaciones de la izquierda. La
lucha contra esa rígida estructura, a buen seguro, también se realizaba en
silencio y desde los ámbitos de la vida cotidiana. Nuestra sociedad civil no
recuperaría estos debates hasta cuarenta años después.
Como es bien
sabido, el franquismo truncó y paralizó todo aquel proceso tanto desde su marco
jurídico regresivo, como por la represión que desplegó contra la oposición,
como a través de la implacable influencia del nacionalcatolicismo. El férreo
control que ejercía la Iglesia católica sobre la moralidad, la sexualidad, y
que supo imponer a través de diversos mecanismos de control y mediante la
imposición de pautas estrictas de comportamiento, provocó una vuelta a la moral
tradicional, a la exaltación de la familia nuclear de carácter patriarcal, y se
coló por los resquicios del ámbito privado, entró en las conciencias y fue poco
a poco moldeando la mentalidad de la población. Una forma de dominación que,
como sabemos, también se instauró mediante la política del terror y adoptó sus
formas más siniestras en organismos como el Gabinete de Investigaciones Psicológicas,
con Antonio Vallejo Nágera al frente, creado con el fin de demostrar la
inferioridad mental de los considerados como disidentes políticos y que servía
para controlar la vida de las familias de los encarcelados a través de una
compleja red de beneficencia falangista católica, responsable de la segregación
y adopción de los hijos de las mujeres republicanas. La identidad de muchos de
ellos aún no ha sido restituida, ni la memoria de aquellas mujeres reparada.
Si el franquismo
supuso un retroceso general para los derechos civiles, en el caso de las
mujeres fue aún más contundente. Quedamos excluidas de muchas de las
actividades de la vida pública conquistadas. El Servicio Social era obligatorio
para acceder a determinados trabajos y para obtener determinados permisos. En
1942, la Ley de Reglamentaciones impone la obligatoriedad del abandono del
trabajo por parte de la mujer al contraer matrimonio. Hasta 1958 y 1961 no se
publican sendas leyes que introducen algunas tibias reformas como la no
discriminación por razones de sexo. Las mujeres no podían elegir su profesión
ni realizar operaciones de compraventa, firmar un contrato de trabajo ni abrir
una cuenta bancaria sin la correspondiente “autorización marital”. Hasta 1973,
las solteras no pudieron abandonar el hogar paterno para intentar organizar su
vida de un modo independiente antes de los veinticinco años. En este estado
de precariedad y exiguos derechos entramos en la etapa democrática tras la
muerte de Franco. Bajo estos condicionantes, no poco influyentes, hubo de
desarrollarse la conciencia y el movimiento feminista en nuestro país.
Pero, además hubo
de lidiar en el contexto ideológico de la izquierda antifranquista en el que se
desarrolló inicialmente, y en el que convivieron durante unos años, importantespara
su madurez teórica, la ortodoxia marxista y las reivindicaciones emancipatorias
que llegaban de Europa y Estados Unidos a finales de los sesenta, relativas a
la sexualidad, al cuestionamiento de la moral represiva que regía las
relaciones personales y al ideal de familia patriarcal. Que las mujeres estaban
presentes en las organizaciones de oposición al Régimen es un hecho, pero
igualmente lo es su relativa invisibilidad en los puestos de representación de
las mismas y, más aún, entre las élites que negociaron los pactos en la transición.
En coherencia con una pauta bastante estable en otros contextos políticos (la minimización
de los factores subjetivos y la reducción de la emancipación de la mujer obrera
a la cooperación en la emancipación de clase, por ejemplo), la concienciación
sobre la existencia de una lógica patriarcal, su cuestionamiento frontal y la
articulación de propuestas contestatarias e iniciativas políticas contra ella,
eran considerados como elementos secundarios, en un contexto de lucha en el que
la prioridad era combatir al franquismo. Frente a otras experiencias europeas,
como Italia, por ejemplo, en que ya en los años sesenta y setenta estaban
influidas por un movimiento antiautoritario, y que por extensión, implicaba
rechazar la autoridad patriarcal como una más, en España las características
del feminismo «vienen definidas, por el contrario, por el enfrentamiento al
franquismo, por la denuncia de los mecanismos de dominación de la mujer
vigentes en él, por la existencia de “derechos iguales para las mujeres” y por
la crítica de la sexualidad machista y la atención prestada a lo que hoy
llamaríamos los derechos reproductivos».
No ha sido
suficientemente valorado, creo, el proceso personal por el que pasaron las
mujeres nacidas entre 1935-1950 –cuyos años de primera formación habían tenido
lugar bajo el control de la educación católica y la Sección Femenina, educadas
para ser amantes y abnegadas esposas y madres, su sexualidad castrada y
limitada a la procreación– que mediante complejas y dispares trayectorias
llegaron a la militancia en las organizaciones de izquierda y al feminismo.
Convivir y madurar ideológicamente entre ese mar de fondo represivo y los
nuevos procesos de autoconciencia debió de ser un proceso en ocasiones difícil,
contradictorio y conflictivo. Aquellas mujeres hubieron de realizar una triple
lucha: contra el sistema y también contra sus propios compañeros de partido, en
una gran mayoría de los casos, pero también contra los valores asimilados e
interiorizados.
Del grito unitario a la polifonía
Desde el punto de
vista de los debates, pueden plantearse varias aproximaciones a los contenidos
y trazarse varios ejes analíticos. Desde una perspectiva diacrónica, y como ya
se ha dicho, se pasa de cierta unanimidad en torno a las que se consideraban
reivindicaciones elementales de unos derechos democráticos básicos y su
integración en el marco legal (derecho al voto, a optar por un trabajo
asalariado, al divorcio) de los años setenta, a una pluralidad de feminismos y
una atomización de las reivindicaciones y al actual protagonismo de los debates
en torno a la (des)identidad y el transgénero. Se han abordado una extensa variedad
de temas y, entendidos como múltiples ejes de análisis, como es lógico, han dependido
además del contexto en el que se fraguaban, y de los enfoques ideológicos empleados:
desde las demandas o críticas relativas al marco legal, a la sexualidad, la subjetividad
y la identidad; pasando por la denuncia de la desigualdad en un modo de producción
concreto, la relación entre capitalismo y patriarcado, el patriarcado como modo
de producción paralelo al capitalismo; hasta la violencia de género en su
dimensión transversal, que atraviesa a todas las culturas y clases sociales,
las redefiniciones de los ámbitos público y privado, las discrepancias entre
igualdad y diferencia y las reflexiones en torno a la dicotomía entre trabajo
productivo y reproductivo.
Prácticamente
desde los inicios del movimiento se ponen de manifiesto algunas tendencias de
carácter general, que agrupan posturas de diferente signo y que, en definitiva,
son aproximaciones distintas a la hora de dilucidar el origen de las relaciones
de desigualdad y de dominación. Ello se traduce también en el modo de plantear
las diferentes estrategias políticas. Aunque es ya un debate en buena parte
superado, la discusión en torno al feminismo de la igualdad y de la diferencia
ocupó un lugar central durante algún tiempo y sirve para explicar algunas
posturas actuales, y contextos ideológicos distintos. Puede decirse que la
discusión central giraba en torno a la diferencia de género e inicialmente se
articulaba en torno a lo que podría considerarse como un sujeto (mujer) unitario.
Como veremos, las reivindicaciones de colectivos de lesbianas y de
transexuales, unidas a las aportaciones desde ámbito académico (muy influido
por los debates que se producían en el contexto académico anglosajón y francés)
pusieron de manifiesto las diferencias entre las propias mujeres. Este ha sido
otro de los ejes fundamentales: el devenir de ese sujeto.
Unidad y
radicalidad
En los años
setenta, muerto Franco, las reivindicaciones a favor de la amnistía, contra el adulterio,
a favor de la libertad sexual, la legalización y normalización del uso de anticonceptivos
y el aborto constituían el núcleo de las protestas y las acciones. Se introdujeron
los debates en torno a la sexualidad (a la libertad sexual de las mujeres, a su
derecho a elegir), presentes ya a lo largo de todo el recorrido, pero cuyos
contenidos, inicialmente, se centraban en la relación sexo-género. Esta década
podría considerarse marcada por la radicalidad de las propuestas y porque las
reivindicaciones incorporaban elementos tanto políticos, como económicos y
culturales (trabajo, familia, sexualidad). Eran los años de la doble
militancia. Buena parte de las feministas militaban en las organizaciones de
izquierda, o estaban influidas por ellas. Ello supuso que, debido a las influencias
del marxismo, también se reflexionara sobre la relación dialéctica de las relaciones
entre capitalismo y patriarcado. Con un claro objetivo transformador, el
feminismo crítico explicitó su «rechazo al proyecto constitucional de forma
mayoritaria [...] Un dato silenciado en la historia oficial de la transición
que no relata cómo los grupos elaboraron textos alternativos, de increíble
actualidad, sobre los artículos relativos a la educación, la familia, el
trabajo y el aborto». Si atendemos al contexto ideológico más amplio, en
nuestro país se gestó y afianzó a lo largo de esta década el pacto de consenso,
que se inició en paralelo al proceso de afianzamiento de las instituciones
democráticas. Se inicia así la hegemonía política que dominará las siguientes
décadas: un sistema parlamentario de partidos, en torno a la monarquía, de
pacto tácito de los poderes fácticos, franquistas y posfranquistas. Se iniciaba
la consolidación de una nueva etapa del orden burgués de carácter parlamentario
con una renovada alianza hegemónica interélites, apoyada por la fuerza del
mensaje reformista desde los medios de comunicación, y que tuvo un efecto negativo
sobre la cultura democrática colectiva y la movilización social.
División y
desencanto
No porque el
debate se zanjara de un modo productivo y claro, sino porque la puesta en
cuestión del marxismo a partir del posmodernismo y la hegemonía de un feminismo
en gran parte ligado a esta corriente, dejó aquel debate como obsoleto.
A partir del
inicio de la década de los ochenta, se desarrolla el debate entre la igualdad y
la diferencia. Durante las Jornadas feministas estatales, que organizó la
Coordinadora Estatal de Organizaciones Feministas en Granada en el año 1979, el
debate derivó en una escisión del movimiento. Para el feminismo de la igualdad,
las relaciones de género eran entendidas como una construcción social y, por
tanto –como el conjunto de las relaciones sociales y políticas–, susceptibles
de ser transformadas en una dirección igualitaria. Dentro de este, podrían
delimitarse a grandes rasgos dos corrientes. Por un lado, el feminismo crítico
y el feminismo socialista, que provienen de la militancia en distintas
organizaciones de izquierda, con influencias, en muchos de los casos, del
marxismo. Cuestionan la opresión de las mujeres como clase social, y a estas
como categoría social producto de una relación económica y de una construcción
ideológica; desde algunos grupos la desigualdad se entiende como una dimensión
fundamentalmente social, en la cual la división sexual del trabajo y el
patriarcado constituyen un conjunto de relaciones sociales de dominación. Por otro,
el feminismo fundamentado en la razón ilustrada y defensor de valores
universalistas, relativamente hegemónico en el ámbito institucional. Por el
contrario, el feminismo de la diferencia o de las feministas independientes (en
cuyo extremo se situaría el feminismo cultural, o las interpretaciones más
esencialistas), cuyas reflexiones y reivindicaciones han estado más
caracterizadas por aspectos relacionados con una identidad cultural propia y distintiva
con respecto a la de los varones, y por una revalorización de la identidad
femenina y el desarrollo de una contracultura femenina y la defensa del
separatismo como opción político sexual. Como apunta Nancy Fraser, en una
corriente dominarían las políticas de redistribución y en la otra las políticas
del reconocimiento. Las primeras irían perdiendo progresivamente fuelle, a
medida que las reivindicaciones políticas y económicas perdían protagonismo
frente a las de índole cultural. Los debates en torno a la pornografía, la prostitución
y las agresiones sexuales cobraron protagonismo a lo largo de esta década y suscitaron
acaloradas discusiones y algunas rupturas. El feminismo cultural se mostraba frontalmente
contrario a la prostitución y la pornografía, algo que chocaría con la
trayectoria de madurez que el debate en torno a la sexualidad y a la
subjetividad estaba adquiriendo. A finales de la década de los ochenta, el
movimiento inició su proceso de fragmentación, como otros movimientos sociales,
muy poco después de haber logrado un mínimo espacio de presencia y visibilidad,
y sin duda, antes de conseguir una organización conjunta.
En el contexto más
amplio de la desmovilización y desideologización general para el feminismo
fueron también los años de la institucionalización y de la creación del
Instituto de la Mujer y de los centros de planificación familiar. El movimiento
vio cómo sus reivindicaciones perdían radicalidad toda vez que eran absorbidas
y vaciadas de su contenido transformador por el poder, y cómo a su vez esa
dinámica restaba fuerza a la necesidad de seguir reivindicando una
transformación social más profunda. En un proceso paralelo, un pujante
neoliberalismo global se abría camino y se ponían de manifiesto las limitaciones
del Estado keynesiano para amortiguar los efectos sociales del mercado, acompañado
de la marginación de los análisis de la economía política frente a los dogmas liberales.
La década de la
fragmentación del sujeto
A lo largo de la
década de los noventa, aunque presentes durante las cuatro décadas aquí abordadas,
cobran fuerza renovada los debates en torno a la subjetividad y al sujeto
mujer. El riesgo de construir un feminismo excluyente, dominado por las mujeres
blancas heterosexuales de clase media, ha sido repetidamente cuestionado y
surgen las reivindicaciones en favor de un movimiento inclusivo (opción sexual,
etnia, clase social). El movimiento se fractura en organizaciones en torno a
temas o reivindicaciones de naturaleza específica (inmigrantes, mujeres
violadas).
Los debates sobre
la sexualidad dejan de estar dominados por una visión homogénea de la vivencia
sexual basada en el binarismo, y empiezan a centrarse en el cuestionamiento de
la normatividad heterosexual (destacarían aquí las aportaciones del lesbianismo
político, que provienen de los años ochenta) como relación de dominación, y se plantea
la resignificación de las categorías de género. También a principios de esta
década, y tras las jornadas feministas estatales de 1993, se incorporan al
movimiento feminista los debates en torno a la transexualidad. La subjetividad
y la identidad, entendidas como mecanismos de interiorización del poder, cobran
protagonismo. Entran en escena multiplicidad de sujetos e identidades fluidas.
Las aportaciones radicales, críticas y, en definitiva, transformadoras, de
estas reflexiones se producen inicialmente con más impulso en el debate
académico y desde grupos radicales de lesbianas, influidos por los debates académicos
anglosajones, pero van calando progresivamente y ampliando su influencia.
El contexto de la
fase del capitalismo en el que se desarrollan está marcado por el pleno impulso
del neoliberalismo, la globalización y la deslocalización, que imponen en el ámbito
social la discontinuidad de las trayectorias vitales. La cultura de la protesta
se torna cultura de la fragmentación y de reivindicación de lo particular. La
identidad cobra fuerza como forma de afirmación de una cultura diferencial y
específica. La cuestión social se convierte en la cuestión del sí mismo. El
reto será cómo desde esa base puede construirse una democracia radical y
plural, mediante alianzas contingentes, y unas bases sociales de la ciudadanía
muy debilitadas.
El siglo XXI. El
reto de la diversidad
Después de todo,
este capitalismo preferiría con creces afrontar las reivindicaciones de
reconocimiento y no las reivindicaciones de redistribución, a medida que
construye un nuevo régimen de acumulación sobre la piedra angular del trabajo
asalariado de las mujeres, e intenta separar los mercados de una reglamentación
social, para operar con la mayor libertad posible en una escala planetaria.
No nos
extenderemos aquí en los debates actuales, puesto que serán abordados en profundidad
en el artículo de Justa Montero publicado en este mismo dossier. Nos limitamos aquí
a esbozar a grandes rasgos algunas de sus características. Cabría establecer
una cierta división de intereses entre los debates centrados en aspectos de
calado más estructural, y en este sentido destacan las aportaciones de la
economía crítica feminista y del ecofeminismo –y la centralidad del debate en
torno a la crisis de los cuidados, de cómo la economía capitalista se beneficia
del trabajo gratuito de las mujeres para la sostenibilidad de la vida– y por
otro, la fuerte crítica que se realiza desde algunos colectivos de las nuevas leyes
de dependencia y de conciliación familiar y laboral, por ejemplo. Son
protagónicos también los debates en torno a la diversidad en el seno del
feminismo y a la necesidad de articular un sujeto político en torno a prácticas
políticas concretas. Y han cobrado fuerza los debates introducidos por la
teoría queer y el transgénero y las disidencias en torno a la normatividad de
los roles de género establecidos. El no-binarismo plantea la emergencia de nuevos
sujetos y el cuestionamiento del género como dispositivo de poder que oprime a
los cuerpos que no entran en la definición dicotómica y hegemónica entre lo masculino/femenino
y que transgreden las fronteras del sistema sexo/género/sexualidad.
No pocas voces
insisten en la necesidad de enmarcar el debate y la práctica política en el
contexto de la crisis global y multidimensional, desde una perspectiva
explícitamente anticapitalista. Ello conlleva reflexionar y actuar sobre las
intersecciones, donde el género no es el único determinante en una interacción
conflictiva con otros ejes de subordinación y dominación como la precariedad,
la desigualdad de clase, la etnia, la desigualdad Norte-Sur, el desarraigo.
La dificultad
radica en la elaboración de estrategias conjuntas, desde el respeto a la diversidad,
para hacer frente a un contexto de polarización social, fragmentación de los movimientos
sociales, afianzamiento del neoliberalismo: «en este contexto, el proyecto de transformar
las estructuras profundas de la economía política y la cultura aparece como una
de las orientaciones programáticas comprehensivas capaz de hacer justicia a
todas las luchas actuales contra la injusticia. Es el único proyecto que no
supone un juego de suma cero».
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