Ecofeminismo, una propuesta para repensar el presente y construir futuro
* * texto de Marta
Pascual Rodríguez y Yayo Herrero López sacado del dossier "Debates
feministas" del Centro de Investigación
para la Paz (CIp-Ecosocial) publicado por FUHEM que a su vez sacó el material
del Boletín ECOS nº 10, de CIP-Ecosocial, publicado en marzo de 2010 con motivo
de la celebración del Día Internacional de la Mujer.
El pensamiento
patriarcal estructura el mundo en una serie de dualismos o pares de opuestos
que separan y dividen la realidad. Cada par de opuestos, en los que la relación
es jerárquica y el término normativo encarna la universalidad, se denomina
dicotomía. Cultura o naturaleza, mente o cuerpo, razón o emoción, conocimiento
científico o saber tradicional, independencia
o dependencia, hombre o mujer. Entendidos como pares de contrarios de desigual
valor, organizan nuestra forma de entender el mundo.
Estas díadas se
asocian unas con otras, en lo que Celia Amorós denomina “encabalgamientos”.
Un encabalgamiento particularmente transcendente es el que forman los pares
cultura/naturaleza y masculino/femenino. La comprensión de la cultura como superación
de la naturaleza justifica ideológicamente su dominio y explotación. La consideración
de la primacía de lo masculino (asociado a la razón, la independencia o la mente)
legitima que el dominio sobre el mundo físico lo protagonicen los hombres, y
las mujeres queden relegadas al cuerpo, al mundo inestable de las emociones y a
la naturaleza.
La ciencia moderna
articulada alrededor de la mecánica newtoniana, que explicaba el mundo como
enorme maquinaria previsible, daba carácter científico a la vieja creencia bíblica
del ser humano como centro del mundo, y consolidaba la percepción de la naturaleza
como un enorme almacén de recursos a su servicio. El antropocentrismo quedaba
legitimado por la ciencia naciente y dado que el relato de la realidad
dominante lo establecían los hombres, en realidad constituía una visión
androcentrista.
La mirada
mecanicista aplicada a la historia postuló que las sociedades, de una forma
lineal y generalizada evolucionaban de unos estadios de mayor “atraso” (caza y recolección
o ausencia de propiedad privada) hacia etapas más “avanzadas y modernas” (civilización
industrial o economía de mercado) y que en esta evolución, tan natural y universal
como las leyes de la mecánica que explicaban el funcionamiento del mundo
físico, las sociedades europeas se encontraban en el punto más adelantado. Al
concebir la historia de cada pueblo como una serie de acontecimientos que
conducían desde el salvajismo a la civilización, los europeos, convencidos de
representar el paradigma de “civilización por excelencia”, expoliaron los
recursos de los territorios colonizados para alimentar su naciente sistema
económico que se basaba en la expansión constante. Sometieron mediante la violencia
militar, económica y simbólica a los pueblos colonizados, a los que se
consideraba “salvajes” y en un estado muy cercano a la naturaleza.
El
antropocentrismo – androcentrismo al que nos referíamos antes, incorporaba una nueva
dimensión, la etnocéntrica, que otorgaba una calificación moral superior a la civilización,
entonces europea. El hombre blanco, occidental, burgués y sin discapacidades se
constituía como sujeto universal, ante el cual, todos los demás seres vivos se
convertían en deformaciones imperfectas.
La economía capitalista acentúa la invisibilización de las mujeres y
de la naturaleza
La economía
convencional se asentó sobre una noción de objeto económicos reducida al subconjunto
de aquello que cumplía tres requisitos: en primer lugar era susceptible de
poder ser apropiado, en segundo lugar tenía que poder expresarse en términos
monetarios y, por último, debía ser “productibles”, es decir, se debía poder
efectuar sobre el objeto algún tipo de manipulación que justificase su puesta
en el mercado.
El concepto de
producción, que había nacido vinculado a los bienes y servicios renovables que
presta la naturaleza (agricultura, pesca o la actividad forestal), se vio desplazado
hacia la apropiación y reventa de materiales finitos que eran transformados en procesos
que inevitablemente generaban residuos y degradación del medio físico.
Al considerar
riqueza solamente la dimensión creadora de valor monetario en los procesos de
producción, se comenzó a vivir de espaldas e ignorantes a los efectos negativos
que comportaba dicha actividad económica, deseando maximizar el crecimiento de
esa “producción” (en realidad extracción y transformación de materiales finitos
y generación de residuos) de forma ilimitada, aunque en el mundo físico,
invisible para el sistema económico creciesen, a la vez que lo hacía la
producción, los deterioros que de forma insoslayable la acompañaban.
Las lentes
distorsionadoras que suponen reducir valor a lo exclusivamente monetario hacen
que se confunda el progreso social y el bienestar con la cantidad de actividad económica
(medida en términos de dinero) que un país tiene, ignorando los costes
biofísicos de la producción y los trabajos que al margen del proceso económico
sostienen la vida humana.
La fotosíntesis,
el ciclo del carbono, el ciclo del agua, la regeneración de la capa de ozono,
la regulación del clima, la creación de biomasa, los vientos o los rayos del
sol son imprescindibles para que se mantenga la vida y difícilmente pueden ser
traducidos a valor monetario. Al no formar parte de la esfera económica, son
invisibles y cuando se comienzan a visibilizar es porque se han deteriorado
tanto, que su reparación (o pretensión de reparación) genera negocio y
beneficios.
Existen intentos,
a veces bienintencionados, de traducir la naturaleza a dinero con el fin de que
conscientes de su valor se detenga su destrucción, pero en realidad dicha contabilidad
no deja de ser un apunte contable. Podemos poner precio a la polinización, pero
una vez alterados los delicados equilibrios que posibilitan la conjunción de insectos
y flores ¿a quién hay que pagarle para que arregle el desastre? Si se deteriora
la capa de ozono ¿se puede llamar a un ingeniero y pedirle que la repare?
¿Quién puede a cambio de un salario volver a congelar el agua en los casquetes
polares?
Una ingente
cantidad de trabajo humano que no se ve
Los trabajos de
las mujeres, a pesar de considerarse separados del entorno productivo, producen
una mercancía fundamental para el sistema económico: la fuerza de trabajo. Denominaremos
“trabajo de cuidados” a las tareas asociadas a la reproducción humana, la crianza,
la resolución de las necesidades básicas, la promoción de la salud, el apoyo emocional,
la facilitación de la participación social…
Esta colección
difusa de trabajos incluye asuntos tan dispares como cocinar (tres veces al
día, siete días en semana, doce meses al año), cuidar a las personas enfermas, hacer
camas, vigilar constantemente los primeros pasos de un bebé, decidir qué comen
las personas de la casa, acarrear productos para el abastecimiento (leña,
alimentos, agua…), amamantar, arreglar o fabricar ropa, ocuparse de los hijos
de otra madre del colegio, ayudar a hacer lo deberes, fregar los cacharros,
parir, limpiar el water, mediar en conflictos, ordenar armarios, consolar,
gestionar el presupuesto doméstico… La lista de trabajos que se realizan y son
invisibles, e imprescindibles para el funcionamiento del sistema económico es
inacabable.
Los mercados,
espacios públicos y racionales gobernados por el “homoeconómicus”, se
consideran independientes del ámbito doméstico. El “homo económicus” es aquel
que “brota” cada día en su puesto de trabajo, alimentado, lavado, descansado y
libre de toda responsabilidad de mantenimiento del hogar y de las personas que
viven en él. El mercado parece ignorar que esa regeneración (salío del trabajo
cansado y hambriento) y la reproducción de nueva fuerza de trabajo se ha
producido en el espacio privado, que dado el orden de cosas, está delegado a
las mujeres. Es bajo estas condiciones como se hace posible el trabajo de
mercado y se naturaliza (invisibilizándola) la apropiación del trabajo doméstico.
Salvo que el “homo económicus” sea una mujer, en cuyo caso se hacen más complejas
las condiciones de participación en ese espacio del mercado. “Para conciliar la
vida familiar y la laboral las mujeres necesitan… una esposa. Por eso lo tienen
tan difícil” ironiza una economista feminista”.
Consecuencias de la invisibilidad: crisis ecológica y crisis de los
cuidados
La vida, y la
actividad económica como parte de ella, no es posible sin los bienes y
servicios que presta el planeta (bienes y servicios limitados y en progresivo
deterioro) y sin los trabajos de las mujeres, a las que se delega la
responsabilidad de la reproducción social.
En las sociedades
capitalistas, la obligación de maximizar los beneficios y mantener el
crecimiento determinan las decisiones que se toman sobre cómo estructurar los
tiempos, los espacios, las instituciones legales, el qué se produce y cuánto se
produce. En la sociedad capitalista no se produce lo que necesitan las
personas, sino lo que da beneficios.
Hace ya más de 30
años, el conocido informe Meadows, publicado por el Club de Roma constataba la
evidente inviabilidad del crecimiento permanente de la población y sus consumos.
Alertaba de que si no se revertía la tendencia al crecimiento en el uso de
bienes naturales, en la contaminación de aguas, tierra y aire, en la
degradación de los ecosistemas y en el incremento demográfico, se incurría en
el riesgo de llegar a superar los límites del planeta, ya que el crecimiento
continuado y exponencial, sólo podía darse en el mundo físico de modo
transitorio.
Más de 30 años
después, la humanidad no se encuentra en riesgo de superar los límites, sino
que los ha sobrepasado y se estima que aproximadamente las dos terceras partes
de los servicios de la naturaleza se están deteriorando ya.
La desmesura de la
economía está provocando una serie de impactos graves y con frecuencia
irreversibles. El cambio climático avanza sin que los aparentes esfuerzos institucionales
desemboquen en una reducción real de las emisiones de CO2; la biodiversidad se
reduce de forma significativa, desapareciendo con ella información clave para
la formación de los ecosistemas que han permitido la vida compleja; muchos
recursos se agotan sin encontrarse sustitutos; el acceso al agua no contaminada
es cada vez más difícil; y crecen las desigualdades en las que una parte de la
humanidad se enriquece a costa de devastar los territorios de los que depende
la supervivencia de la otra. Podemos decir que nos encontramos ante una grave
crisis ecológica que amenaza con cambiar las dinámicas naturales que explican
la existencia de la especie humana.
Pero también,
dentro de la esfera de la reproducción social hay problemas. Por una parte, la
construcción de la identidad política y pública de las mujeres, en una sociedad
que solo ve la esfera productiva, se realiza a partir de la copia del modelo de
los hombres, sin que estos asuman equitativamente su parte en los trabajos de
cuidados.
El aumento de la
esperanza de vida y un modelo urbanístico que privilegia la distancia exige aún
más tiempo para dar respuesta a la necesidad de cuidado de las personas
complican aún más las posibilidades de compaginar el mundo del trabajo con la reproducción
social que se realiza en el ámbito doméstico.
La imposibilidad
de compatibilizar en buenas condiciones el trabajo de mercado y el trabajo de
mantenimiento de la vida humana quiebra de la antigua estructura de los cuidados,
de la reciprocidad que garantizaba que las personas cuidadas en la infancia
eran cuidadoras en un ancianidad. Se generan así mercados de servicios para las
mujeres que pueden pagarlos y mercados de empleos precarios para mujeres más
desfavorecidas.
Se crea entonces
una cadena global de cuidados en la que las mujeres inmigrantes que asumen como
empleo el cuidados de la infancia y de las personas mayores, la limpieza,
alimentación y compañía, dejando al descubierto estas mismas funciones en sus lugares
de origen, en donde otras mujeres, abuelas, hermanas, etc, las asumen como pueden.
Las mujeres en la defensa de la naturaleza y la sociedad
La aportación de
las mujeres al mantenimiento de la vida va más allá del espacio doméstico. En
muchos lugares del mundo a lo largo de la historia, parte de la producción para
la subsistencia ha dependido de ellas. Se han ocupado de mantener la
productividad en los terrenos comunales, han organizado la vida comunitaria y
los sistemas de protección social ante el abandono o la orfandad, y han
defendido su tierra y la supervivencia de sus familias y su comunidad.
Las mujeres han
tenido y tienen un papel protagonista en movimientos de defensa del territorio,
en luchas pacifistas, en movimientos de barrio. Si los recursos naturales se degradan
o se ven amenazados, a menudo encontramos a grupos de mujeres organizados en su
defensa. Son protagonistas de muchas de las prácticas del "ecologismo de
los pobres".
La conservación de
semillas, la denuncia de las tecnologías de la reproducción agresivas con el
cuerpo de las mujeres, las luchas como consumidoras, la protección de los bosques,
las contestaciones ante la violencia y ante la guerra, son conflictos en los
que la presencia femenina es significativa.
Las experiencias
diversas de mujeres en defensa de la salud, la supervivencia y el territorio,
hicieron nacer la conciencia de que existen vínculos sólidos entre el género y
el medio ambiente, entre las mujeres y el ambientalismo, entre el feminismo y
el ecologismo.
Es muy conocido el
movimiento Chipko (que significa abrazo) un movimiento que, desde 1973,
mantienen grupos de campesinas de los Himalayas, para evitar la privatización
de sus bosques. Mujeres, niños y hombres se abrazan a los árboles que van a ser
talados en un ejercicio de resistencia pacífica.
En Estados Unidos
se pueden citar dos pioneras del ecologismo actual. Una de ellas, Lois Gibbs,
participó en el conflicto de los años 70 contra residuos tóxicos en Love Canal
y animó la creación de un grupo de amas de casa en defensa de la salud de sus
familias. Rachel Carson, la autora de "La primavera silenciosa", en
1962, denunció con rigor los efectos de los pesticidas agrícolas en un libro
que se considera precursor de la literatura ecologista.
Un grupo de
mujeres víctimas de la catástrofe de Bhopal, en la India, han seguido luchando durante
años para obtener justicia de la empresa responsable, Union Carbide. Otras
formas de defender la vida protagonizadas por mujeres son las arriesgadas
luchas pacifistas de las Mujeres de Negro o de las Madres de Mayo, y las
denuncias de los feminicidios en el norte de Méjico.
En la costa de la
provincia ecuatoriana de Esmeraldas, se da la participación de líderes espontáneas,
madres y abuelas, en la disputa actual entre la comunidad y los camaroneros. La
población pobre y negra que vive de los recursos del manglar se ha organizado
-a instancias de las mujeres- para defender el recurso arrasado por las industrias
de cría de camarón.
En todos estos
ejemplos las mujeres protegen aquello que, de una forma evidente, le asegura la
supervivencia: los bosques, al agua, las parcelas comunitarias o la vida
humana. Son conscientes de que el deterioro de estos recursos van asociados al
deterioro de su vida y de la de los suyos.
Ecofeminismos: la rehabilitación de las invisibles
El ecofeminismo es
una filosofía y una práctica feminista que nace de la cercanía de mujeres y
naturaleza, y de la convicción de que nuestro sistema “se constituyó, se ha constituido
y se mantiene por medio de la subordinación de las mujeres, de la colonización de
los pueblos “extranjeros” y de sus tierras, y de la naturaleza”.
Todos los
ecofeminismos comparten la visión de que la subordinación de las mujeres a los
hombres y la explotación de la Naturaleza son dos caras de una misma moneda y responden
a una lógica común: la lógica de la dominación patriarcal y la supeditación de
la vida a la prioridad de la obtención de beneficios. El capitalismo patriarcal
ha desarrollado todo tipo de estrategias para someter a ambas y relegarlas al
terreno de lo invisible. Por ello las diferentes corrientes ecofeministas
buscan una profunda transformación en los modos en que las personas nos
relacionamos entre nosotras y con la Naturaleza, sustituyendo las fórmulas de
opresión, imposición y apropiación y superando las visiones antropocéntricas y androcéntricas.
El ecofeminismo
cuestiona aspectos básicos que conforman nuestro imaginario colectivo:
modernidad, razón, ciencia, productividad… Estos han mostrado su incapacidad para
conducir a los pueblos a una vida digna. El horizonte de guerras, deterioro, desigualdad,
violencia e incertidumbre es buena prueba de ello. Por eso es necesario dirigir
la vista a un paradigma nuevo que debe inspirarse en las formas de relación
practicadas por las mujeres.
Simplificando, se
podrían decir que existen dos corrientes: ecofeminismos espiritualistas y
ecofeminismos constructivistas. Los primeros identifican mujer y naturaleza, y
entienden que hay un vínculo esencial y natural entre ellas. Los segundos creen
que la estrecha relación entre mujeres y naturaleza se sustenta en una
construcción social.
Los orígenes
teóricos de la vinculación entre ecologismo y feminismo se pueden situar en los
años 70 con la publicación del libro Feminismo o la muerte de Francoise D´Eaubourne,
donde aparece por primera vez el término.
En esa misma
década tienen lugar en el Sur varias manifestaciones públicas de mujeres en
defensa de la vida. El más emblemático fue el movimiento Chipko, un grupo de mujeres
que se abrazaron a los árboles de los bosques de Garhwal en los Himalayas
indios. Consiguieron defenderlos de las “modernas” prácticas forestales de una
empresa privada.
Las mujeres sabían
que la defensa de los bosques comunales de robles y rododendros de Garhwal era
imprescindible para resistir a las multinacionales extranjeras que amenazaban su
forma de vida. Para ellas, el bosque era mucho más que miles de metros cúbicos
de madera. El bosque era la leña para calentarse y cocinar, el forraje para sus
animales, el material para las camas del ganado, la sombra, la manifestación de
la abundancia de la vida.
Una década después
en Argentina, un grupo de unas 14 mujeres se organizaban en Buenos Aires.
Madres de personas desaparecidas convirtieron en público su dolor privado. Durante
décadas, las Madres de la Plaza de Mayo representaron un ritual semanal de resistencia
basado en el papel que la ideología patriarcal, tan funcional a la dictadura
militar, había asignado a las mujeres. Ellas asumieron este discurso para darle
la vuelta y convertirlo en arma política. Desde su papel de madres convirtieron
su pérdida personal en política y resistieron, invirtiendo las formas
tradicionales de activismo social y político, frente a la durísima represión y
violencia militar. El eje central de las políticas de las Madres era la defensa
de la vida y el derecho al amor. Como el del grupo de mujeres víctimas de la catástrofe
de Bhopal, las amas de casa opuestas al Love Canal.
A mediados del
siglo pasado el primer ecofeminismo pone en duda las jerarquías que establece
el pensamiento dicotómico occidental, revalorizando los términos del dualismo
antes despreciados: mujer y naturaleza. La cultura, protagonizada por los hombres,
había desencadenado guerras genocidas, devastamiento y envenenamiento de territorios,
gobiernos despóticos. Las primeras ecofeministas denunciaron los efectos de la tecnociencia
en la salud de las mujeres y se enfrentaron al militarismo, a la nuclearización
y a la degradación ambiental, interpretando estos como manifestaciones de una
cultura sexista. Petra Kelly es una de las figuras que lo representan.
A este primer
ecofeminismo, crítico de la masculinidad, siguieron otros propuestos principalmente
desde el sur. Algunos de ellos consideran a las mujeres portadoras del respeto
a la vida. Acusan al “mal desarrollo” occidental de provocar la pobreza de las mujeres
y de las poblaciones indígenas, víctimas primeras de la destrucción de la naturaleza.
Éste es quizá el ecofeminismo más conocido. En esta amplia corriente encontramos
a Vandana Shiva, María Mies o a Ivone Guevara.
Superando el
esencialismo de estas posiciones, otros ecofeminismos constructivistas (Bina
Agarwal, Val Plumwood) ven en la mayor interacción con la tierra y el medio
ambiente el origen de esa especial conciencia ecológica de las mujeres. Es la
división sexual del trabajo y la distribución del poder y la propiedad la que
ha sometido a las mujeres y al medio natural del que todas y todos formamos
parte. Las dicotomías reduccionistas de nuestra cultura occidental han de
reformularse, no en términos de opuestos, sino de complementariedad, para
construir una convivencia más respetuosa y libre.
Posiblemente todos
ellos estén de acuerdo con esta afirmación de I. King: “Desafiar al patriarcado
actual es un acto de lealtad hacia las generaciones futuras y la vida, y hacia
el propio planeta.”
Desde parte del
movimiento feminista, el ecofeminismo se ha percibido como un posible riesgo,
dado el mal uso histórico que el patriarcado ha hecho de los vínculos entre mujer
y naturaleza. Esta relación impuesta se ha venido usando históricamente como argumento
para mantener la división sexual del trabajo. Puesto que el riesgo existe, conviene
acotarlo. No se trataría de exaltar lo interiorizado como femenino, de encerrar
de nuevo a las mujeres en un espacio reproductivo, negándoles el acceso a la
cultura, ni de responsabilizarles, por si les faltaban ocupaciones, de la
ingente tarea de rescate del planeta y la vida. Se trata de hacer visible el
sometimiento, señalar las responsabilidades y corresponsabilizar a hombres y
mujeres en el trabajo de la supervivencia.
Si el feminismo se
dio pronto cuenta de cómo la naturalización de la mujer era una herramienta
para legitimar el patriarcado, el ecofeminismo comprende que la alternativa no consiste
en desnaturalizar a la mujer, sino en “renaturalizar” al hombre, ajustando la organización
política, relacional, doméstica y económica a las condiciones de la vida, que naturaleza
y mujeres conocen bien. Una “renaturalización” que es al tiempo
“reculturización” (construcción de una nueva cultura) que convierte en visible
la ecodependencia para mujeres y hombres. No hay reino de la libertad que no
deba atravesar el reino de la necesidad. No hay reino de la sostenibilidad si no
se asume la equidad de género.
Mujeres y
naturaleza comparten el mismo lado de las dicotomías del pensamiento moderno y
también han compartido destinos cercanos en la cultura patriarcal y mercantil.
La invisibilidad, el desprecio, el sometimiento, la explotación, tanto de las
mujeres como de la naturaleza han ido a la par en las sociedades industriales.
La sostenibilidad de la vida es incompatible con estas relaciones de dominio.
La sostenibilidad necesita de las mujeres
La historia de las
mujeres les ha abocado a realizar aprendizajes, recreados y mejorados generación
tras generación, que sirven para enfrentarse a la destrucción y hacer posible
la vida. Las mujeres –gran parte de las mujeres- se han visto obligadas a vivir
más cerca de la tierra, del barrio y del huerto, de la casa. Se han hecho
responsables de sus hijos e hijas y por ellos han aprendido a prever el futuro
y mantener el abastecimiento de la familia. No han caído fácilmente en las
promesas del enriquecimiento rápido que les ofrecían con la venta de tierras o
los negocios arriesgados. Han mantenido la previsión que impone la responsabilidad
sobre el cuidado de otras personas y por eso han desarrollado habilidades de
supervivencia que la cultura masculina ha despreciado. Su posición de
sometimiento también ha sido al tiempo una posición en cierto modo privilegiada
para poder construir conocimientos relativos a la crianza, la alimentación, la salud,
la agricultura, la protección, los afectos, la compañía, la ética, la cohesión comunitaria,
la educación y la defensa del medio natural que permite la vida. Sus conocimientos
han demostrado ser más acordes con la pervivencia de la especie que los construidos
y practicados por la cultura patriarcal y por el mercado. Por eso la
sostenibilidad debe mirar, preguntar y aprender de las mujeres.
La cultura del
cuidado tendrá que ser rescatada y servir de inspiración central a una sociedad
social y ecológicamente sostenible.
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