Nazanín Armanian: Lo que une el burka con la reina
©Nazanín Armanian,
Público
Mientras la
opinión pública sigue con un interés morboso, y sin escandalizarse, la relación
entre el rey Juan Carlos con una alemana, me pregunto cómo hubiera reaccionado
si fuera la reina Sofía quien tuviera un “amigo entrañable”. Aunque, las leyes
otorgan la igualdad entre los géneros, la persistente cultura patriarcal sigue
sin reconocerla. Incluso puede que fuese ella misma, quien a pesar de su poder,
renunciase por su educación tradicional y religiosa a ejercer este derecho. ¿En
qué lugar queda su “libre elección”?
“La voluntad
propia de llevar el burka” y la libertad
religiosa son los argumentos ofrecidos por el Tribunal Supremo para anular la Ordenanza del
Ayuntamiento de Lleida que prohibía el uso del velo integral en edificios
públicos. Que las religiones hayan instalado en los cerebros de sus adeptos “un
gran hermano” armado con el fuego del infierno, lo cual hace innecesaria la
presencia de un varón carabinero para que les coaccione, no justifica el
profundo desconocimiento del Tribunal respecto al velo integral —que no es
religiosa ni cultural— y los motivos de su uso, que es absolutamente político:
es la marca de la corriente wahabita fabricada en Arabia Saudi.
Por otro lado, de
qué “libertad” se habla cuando se sabe que las mujeres emburkadas carecen del
elemento fundamental que da sentido al ejercicio de la liberad: tener acceso a
la información. Mujeres a las que se les prohíbe entrar en comunicación con
otras personas, debatir ideas, viajar, ir al cine, escuchar música, amar,
elegir al hombre con el que vivirán el resto de sus vidas, ni qué decir de
participar en la vida social, ¿cómo pueden desarrollar libremente (dentro de las condicionantes convencionales)
su personalidad, si el “plan” justamente es impedir que sean autónomas y
libres? Además, no es lo mismo llevar niqab en occidente que en Arabia, donde
los hombres, al no sentirse amenazados por rivales, les permiten trabajar y
asomarse a la vida social. En Europa,
ellas no son ni el segundo sexo.
¿Qué hay de “libre
elección” en una niña de 9-10 años, que carece de idea sobre la religión, para
cubrirse con esta prenda? Deben ser atendidas por psicólogos aquellas
adolecentes con las hormonas a flor de piel, en España, en Dubái o en China,
afirman que les gusta esconder su rostro para huir de las miradas de los
chicos. El trastorno de personalidad que sufrirá una menor, adoctrinada en
valores como obediencia, sumisión y represión de los instintos básicos y más
humanos, asustada por el pecado que supone bailar, cantar, soltar una carcajada,
tocar, vestirse de colores o hablar con un compañero, es intratable. Ni qué
decir del secuestro de sus sueños y perspectivas. Vive permanentemente en un
estado de terror: a la familia o a Dios. Para quienes dirigen este “feminicidio
blando”, una niña es considerada adulta en sus obligaciones (las mismas que se
le asignó hace unos siglos), y una adulta siempre es menor en cuanto a sus
derechos, para cuyo ejercicio necesitará la autorización del varón.
El velo tampoco
protege a las mujeres de la agresión sexual, como suelen insistir. El índice de
violaciones en los países musulmanes es mayor que en un país europeo, ya que al
sistema patriarcal y la supremacía masculina que comparten, se añaden las
prohibiciones sexuales; ni impide que ellas se conviertan en mujer-objeto, todo
lo contrario, ya que aquella prenda oculta el nivel de la inteligencia, las
virtudes, los pensamientos de su portadora, para transmitir el único valor que posee: ser una persona de
sexo femenino, que desde la fidelidad será la propiedad exclusiva de un solo
hombre. En un mundo lleno de incertidumbres y carencias —un valor seguro—
tranquiliza a determinados varones.
El Tribunal, que
confunde el oscurantismo promovido por unos movimientos políticos con la
cultura de millones de personas, en sus argumentos huye de la responsabilidad
de vigilar los derechos de ciudadanía de estas mujeres que ya son o serán
españolas y cuyo número crece paralelo al avance de la extrema derecha
ultraconservadora. Las autoridades
carecen de políticas de integración que impida la formación de guetos, donde el
rechazo mutuo entre estas familias y los demás vecinos creará conflicto social,
explotado por hombres de ambos lados que esperan su momento de gloria y poder.
El velo y la
religión
En el Corán no
existe ningún versículo que obligue o aconseje a las mujeres cubrirse la
cabeza, el pelo y ni mucho menos el rostro. Para el libro sagrado la ropa es
“como un adorno. Pero la ropa de rectitud es mejor” (7:26), y se diferencia del Génesis (3.7, 21) en el
que los primeros humanos se cubrieron “sus vergüenzas”, por pudor.
La libertad
absoluta de vestimenta no existe en ningún país, de lo contrario uno podría ir
en bañador a una reunión o andar por las calles con el uniforme Nazi. Suena a
chantaje y manipulación afirmar que al prohibir el velo integral ellas
serán las perjudicadas, se les impedirá
salir a la calle, como si esto no fuera un delito: retención ilegal. Aunque en
realidad, las emburkadas de las familias trabajadoras deben seguir realizando
sus tareas domésticas: ir a comprar alimentos y llevar a los hijos al colegio;
lo harán con un pañuelo y una túnica larga, lo cual sería un paso adelante.
La occidentofobia
y la modernofobia es la otra cara de la islamofobia. Impedir que las mujeres
tengan relaciones con un entorno ominado por Koffar (no creyentes) es una forma
impedir que se empapen de reivindicaciones, que desmoronaría su carcomido
sistema.
Es un acto de
provocación hacer caricaturas de Mahoma y también lo es convertir esta prenda
en la bandera del totalitarismo misógino, cuya doctrina, muy estructurada,
otorga el estatus de “subhumano” a las mujeres: seres creados para servir al
hombre y obedecerle hasta que la muerte de ella les separe. La segregación es
una política al servicio de “divide y gobierna”.
El relativismo
religioso-cultural, que protege el esfuerzo de una “comunidad de mantener su
seña de identidad”, impide la crítica
hacia las costumbres humillantes o atroces, mitifica el atraso y el
subdesarrollo (que no es el decrecimiento alternativo al consumismo
deshumanizado), por no decir que oculta la pérdida de valores de una izquierda
que hace unos años eran firmes e innegociables: empieza por “respetar” el velo,
y termina por justificar la ablación, la poligamia y silenciar la violencia de
género. La otra cara de la falsa defensa del laicismo es la de los políticos
occidentales que financian y arman a los peores integristas en Afganistán,
Irak, Libia, Siria y Mali para sus macabros
y deshonestos fines.
Autorizar el
regreso del oscurantismo petrificado por los taliban europeos echa por la borda
las conquistas sociales de aquí, y dificulta aun más la lucha de millones de
personas allá por parar los pies a los que en nombre de Dios, siguen avanzando
y dejando tierras quemadas detrás de sí.
Sin rostro, no hay
sociedad
Las mujeres
pashtunes de Pakistán y Afganistán llevan la prenda llamada burka (adulteración
de la palabra purda, “cortina”) como signo de identidad étnica y no religiosa;
por su parte el niqab, propio de las mujeres de la Península arábiga, y
parecido a lo que llevan los hombres del desierto, es un invento para
protegerse de las inclemencias del clima. Asignarle simbolismo de distinción
étnica, social o religiosa, es posterior.
Martha Zein, la
analista de imagen, señala cómo el Occidente cristiano ha basado la
individuación del ser humano en la existencia de un rostro —esa sede de los
órganos de los sentidos—, y que fue Platón quien buscaba la “verdad” en la cara
humana. Con el Renacimiento el rostro encarnó al individualismo moderno, que
luego en el Pop-Art, y hoy en el Facebook, alcanza su máxima.
Si el rostro es el
espejo del alma, los gestos faciales y corporales juegan un papel importante en
el desarrollo de la comunicación, el lenguaje, y la inteligencia. Aun así, el
rostro, esa identidad individual e irrepetible de la persona, es más que eso.
Una mujer a la que se le impide ver, oler, oír, sentir, tocar, es un cuerpo de
mujer, existe de cara a su familia, no un ser social, carece de identidad. Las
prohibiciones —como la ley contra la violencia de género—, son necesarias y
deben ir paralelas a la concienciación social. En una sociedad avanzada la
igualdad entre los sexos es un valor indiscutible e irrenunciable que debe ser
cumplido.
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