Putas y clientes
© Andrea Menéndez
Faya, Allegra
En España, lo
sabemos, nadie va de putas. Todos los hombres que visitan un puticlub dicen que
ellos van por ver lo que hay, pero que no suben. Obviamente, es falso, pero el
hombre que reconoce ser un putero es, inmediatamente un Torrente. Por ello, la
mayoría se escuda en la curiosidad y no reconoce que, efectivamente, va de
putas.
Según el Instituto Nacional de Estadística
(INE) el 39% de los españoles de entre 18 y 48 años reconoce haber recurrido a
la prostitución en alguna etapa de su vida. En un estudio de 2008, 1 de cada 4
españoles admitió haberlo hecho, de ellos el 6% lo habían hecho durante ese
mismo año. En 2009 se ratificaron esos datos, y se añadió que un 5,3% de los
hombres encuestados habían pagado por tener su primera relación sexual con una
prostituta.
¿Qué tipo de
hombre es un cliente de prostitución? Cualquiera.
Desterrad de
vuestra mente la imagen del putero gordo, sudoroso, calvo y facha. Pensad en un
tipo normal, joven, guapo o no. Ese hombre puede estar en un momento de su vida
en el que se sienta solo, o en el que se sienta caliente. Puede tener dinero en
su cartera y estar harto de ligar en un bar. Pasa por delante de un club de
carretera, o de una prostituta que espera en la calle y, en una décima de
segundo, decide usar sus servicios. No es un crimen. De hecho, en nuestra moral
a la que se criminaliza es a la chica, nunca al cliente. ¿Por desconocimiento?
Tal vez.
Nuestra cabeza
funciona de una manera muy simple, la puta siempre es la mala. El cliente es el
tonto que pica. La visión capitalista sería mucho más sencilla: si no hubiese
demanda, no tendría sentido la oferta.
Conozco a muchos
clientes que niegan serlo, conozco pocos casos de los que lo admiten. Os puedo
hablar de un chaval que conozco desde pequeña, muy buena persona, pero muy feo.
Tiene amigas a patadas pero nadie ha querido jamás acostarse con él. Acabó
contratando los servicios de una prostituta por teléfono, perdió su virginidad,
y años después va una o dos veces al mes a un burdel. El sexo es vida, no nos
olvidemos. Una salud sexual activa reporta diversos beneficios a nuestro
cuerpo, en concreto al corazón. Todos tenemos impulsos sexuales, necesidades
básicas que satisfacer. Y, sobre todo, todos necesitamos sentirnos queridos. Si
no fuese por las prostitutas, hombres como este que conozco –y tiene apenas 32
años- nunca habrían conocido lo que es el sexo, ni sentirse importantes y
atendidos durante el tiempo que dure esa relación sexual.
Otros casos, muy
frecuentes, son los de los hombres casados que ya no tienen sexo con sus
mujeres, que apenas las ven por trabajo o que, sencillamente, ya no se quieren.
De vez en cuando buscan consuelo y reposo sexual entre los brazos y piernas de
estas mujeres. También los casados o
ennoviados que van de putas lo hacen por otro de los motivos más míticos que
existen: a ella puedo pedirle que me haga -o que me deje hacer- cosas que a mi
mujer/novia no. Por ejemplo, que me estimule el punto G (que me meta un dedo
por el culo) o una lluvia dorada. Es muy rara la prostituta que no haya hecho
varias veces estos dos servicios. También cosas mucho más raras. Había un señor
en el piso de contactos en el que yo trabajé que lo que le hacía correrse vivo
era ponerse un pañal y que le echaras la bronca y le azotaras en el culo.
Y, por supuesto,
el mito putero por excelencia: los camioneros. Pero no sólo camioneros,
cualquier trabajo que implique estar horas en la carretera, incluso días, y
solo. Desde un simple comercial a un ejecutivo que pase largas temporadas fuera
de casa. La soledad permite los vicios, y el sexo es el padre de todos ellos.
Pero sí que es
cierto que la mayoría de los hombres que visitan clubs lo hacen en compañía de
sus amigos, por pasar un buen rato, soltar testosterona y sentirse machos. Lo
hacen para jalear a las mujeres, tocarles el culo, exhibirse de algún modo
estúpido que nunca entenderemos las mujeres. Se pagan su copa cuatro o cinco
veces mayor que en cualquier discoteca y se van a casa. En despedidas de
soltero, cumpleaños o simplemente por tocar las narices al amigo feo o gordo,
muchos ponen un bote para pagarle a una puta por subir con él. He visto esos
shows a patadas. Les gusta, les parece que queda bien. En realidad, lo que
hacen es hundir su honorabilidad e insultar al resto de clientes. Muchos,
acaban teniendo bronca y son expulsados del club. No se puede aguantar todo de todo
el mundo.
José es un cliente
asiduo de todos los puticlubs y shows de streeptease del norte de España. Le
conozco desde hace seis años, me lo tropiezo en casi todos los sitios. Cuando
decidí escribir este libro me ofreció su teléfono para hablarme de todas las
chicas que ha conocido durante su vida. Lleva saliendo de putas todos los fines
de semana desde que tenía 21 años, ahora tiene 45. Al principio sabía lo que
era estar en un salón y no subir nunca a las habitaciones, eso le hizo el
blanco perfecto para todas ellas. Que un cliente les diga que no quiere subir
es lo que más les excita. Toma siempre un café cortado o una cocacola. Lleva
una gorra y le faltan tres dientes. No tiene barba, no le sale. No aparenta la
edad que tiene ni por asomo. Al verle, la sombra de Peter Pan se pasea por la
estancia.
Es de los pocos
que pueden decir que tienen un sitio asignado en el club. De los que, si
quieren y sin asumir un coste extra, pueden quedarse a dormir solos o
acompañados. Las visitas de José es fácil que comiencen atardeciendo con una
raya en la espalda de una rusa y amaneciendo en un jacuzzi haciendo un trio con
dos venezolanas. Se gasta, aproximadamente, 700 euros al mes en putas. Nunca ha
tenido novia. Lo más cerca que ha estado de una relación seria es lo que tiene
con Malú.
La conoció hace
doce años en un burdel de Salamanca y fue él quien le sugirió que viniera a
Asturias para tenerla más cerca. Le gustan las brasileñas, por eso se dejó
seducir tan fácil al principio. Estaba sentado en la barra del bar, mirando a
los chavales que jugaban al billar al fondo y ella se acercó y le pidió que le
invitara a una copa. Era una más en aquel circo de mujeres que representaban su
función de ligonas. Le hipnotizaron sus ojos verdes y las pecas que los
adornaban. Y esa sonrisa siempre cosida a los labios. No era la más guapa, ni
la más delgada, pero era la que más brillaba en aquella oscuridad. Se sentó a
su lado y comenzaron a charlar de todo y de nada mientras la mano de Malú se
deslizaba por su pantalón vaquero, pantorrilla arriba y abajo en una caricia
imperceptible. Aquellos ojos seguían sin separarse de los suyos. Le aguantaba
la mirada fijamente, como un encantador de serpientes a una cobra, y José supo
que la danza no hacía más que comenzar.
Bailaron una
bachata, abrazados, con el muslo de Malú tropezándo con su entrepierna en cada
vaivén.
-Yo no sé bailar
-le dijo José.
-Sólo tienes que
dejarte llevar.
Sabía que iba a
dejarse llevar hasta la habitación.
La tomó de la mano
y encauzaron el pasillo hasta recepción. Sacó su tarjeta de crédito y reservó
habitación para dos horas. 32 escalones más arriba, la puerta de la habitación
203 y unos nervios esperándole como si fuera la primera vez que estaba a solas
con una mujer. También había pagado por aquello. Fue rápido, discreto. Ni siquiera
recuerda los detalles, ni el nombre de esa puta. Pero algo le hacía saber que
el nombre de Malú no se le iba a olvidar tan fácilmente.
Ella se desabrochó
el top que llevaba amarrado al cuello y dejó al descubierto sus grandes pechos
y el lunar bajo el pezón derecho que le llamaba a gritos. Sabía que estaba
prohibido tocar aún. Le pasó la mano por el pelo mientras se quitaba la falda
de cuero con un leve movimiento de cadera y le besó dulcemente los labios. José
se sentó en la cama esperando su turno, desabrochándose tímidamente cada botón
de su camisa.
Malú se metió en
la ducha y abrió el grifo al máximo posible de agua caliente. Se introdujo
completamente bajo el chorro de agua -algo que no suelen hacer las chicas, no
es muy frecuente que se mojen el pelo para estar con un cliente- y le llamó con
los dedos.
José terminó de
desnudarse y la acompañó en la ducha. Sintió los brazos de Malú enroscarse
alrededor de su cuello y se fundieron en un largo beso, lengua con lengua,
aliento con aliento. Sentía sus pechos resbalar contra su piel, barnizados por
el calor del agua. Cogió en su mano una gota de gel de baño y comenzó a
frotarlos lentamente, mientras la miraba fijamente a los ojos. Ella le devolvía
la mirada y aleteaba sus pestañas con cada giro de aquellos dedos tropezando en
sus pezones.
La mano se
deslizaba rápidamente, acelerada por el jabón. Malú sopló una pompa que
reposaba en el hombro fuerte de José y acompañó el soplido por su pecho hasta
perderse en su abdomen. Allí la mordió. Y continuó mordiendo cada centímetro de
piel que encontraba a su paso hasta tropezar con el miembro erguido. Había
pagado por dos horas y aquello iba a ser el preludio de una serie de noches que
pasaría jugando y retozando con Malú. Sabía que había pagado por todo lo que
había conseguido en aquella habitación, pero no había dinero en el mundo que
comprara lo especial que le había hecho sentir cada segundo que había pasado a
su lado.
Una vez terminada
la ducha, con sexo oral incluido, se secaron y tumbaron en la cama a hablar.
Sólo hablar. José le habló de su trabajo, ella le habló del suyo. Historia
común. Obrero de la construcción frente a prostituta. Hombre frente a mujer
desnudos en una habitación gris. Pidieron un par de cervezas y se las bebieron
calmadamente. Ella le contó que de pequeña quería ser abogada. Él había soñado
con ser pintor de pincel fino y terminó siéndolo de brocha gorda.
-Algún día tienes
que pintarme a mí.
-¿Desnuda?
-Por supuesto,
desnuda.
Tampoco podía
cerrar los ojos e imaginársela de otra manera. Doce años después, sigue sin
poder mirarla a los ojos sin desearla desnuda entre sus brazos. De algún modo,
si Malú se dejara, José la convertiría en su mujer. Haciendo croquetas en casa
y con dos zagales pegados a cada pierna. Pero Malú sabe cuál es su trabajo, y
José sabe cuál es su sitio dentro de él.
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