La víctima y su acto
© Irene Fridman, Página
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La autora pone en relación el abuso incestuoso con grandes traumas
históricos como el Holocausto o la represión ilegal en la Argentina, y sostiene
la importancia de elaborar la condición de víctima desde lo político, también
para el abuso sexual.
Para los
profesionales que trabajamos en el ámbito de la salud mental con mujeres, es
habitual enfrentarnos cara a cara con los relatos de la crueldad: relatos que
nos confrontan con lo siniestro de la cultura en clave de dominación de género.
Surge la pregunta de cómo podría elaborarse lo acontecido, de modo que el
trauma pase a ser recuerdo doloroso, con todos los aspectos diferenciales que
tiene este tipo de recuerdo. Para entenderlo, apelaré a dos sucesos históricos
que han dejado marcas subjetivas imborrables: el Holocausto, bajo el nazismo, y
los crímenes de la última dictadura militar en la Argentina.
El efecto
traumático del abuso incestuoso, que suele ser pensado sólo desde la
perspectiva intrapsíquica, a mi entender, y por su carácter específico contra
el colectivo femenino, debe ser considerado en el orden de los traumas
históricos que generan catástrofes psíquicas.
En el caso de las
mujeres abusadas, la confluencia traumática tiene una triple vía. El trauma es
generado no sólo por la acción violenta en clave sexual del perpetrador,
imposible de elaborar por el psiquismo de la niña, sino que, en el mismo
instante en que ocurre el incesto y por efecto de éste, queda derribado el
vínculo paterno-filial. La estructura familiar de sostén psíquico para la niña
es arrasada en el marco del silencio al que es conminada la víctima, tanto por
el perpetrador como por el acto de descrédito a la que se la somete si se anima
a hablar. Y la negativa del sistema social de dar lugar a este relato termina
de arrasar de manera flagrante los pilares de apuntalamiento psíquico que hasta
ese momento la sostenían. Esto la reenvía permanentemente al lugar de lo
indecible y, por lo tanto, de lo inelaborable, generando la aparición de una
gama sintomática especifica, que he encontrado similar a la de las víctimas
tanto del Holocausto como de la dictadura argentina. Si bien, en la apariencia,
el incesto es un hecho de violencia dentro de una familia, tiene el mismo
efecto catastrófico que se visualiza en los sujetos sometidos a violencia
extrema y de Estado.
El Holocausto,
como los crímenes de la dictadura en la Argentina, funcionó, por su condición
totalizadora, como arrasante, no sólo a nivel intrapsíquico, sino también en
las estructuras de apuntalamiento institucionales y de la subjetivación, tan
bien descriptas por René Kaës (“Rupturas catastróficas y trabajo de la
memoria”, en Violencia de Estado y psicoanálisis, Puget, Kaës, ed. Lumen,
2006). También nos confrontan con la función de la memoria histórica de los
sucesos catastróficos, y con las condiciones de posibilidad del duelo, que en
este tipo de acontecimientos presenta características diferentes a la
elaboración de otras pérdidas.
Un aspecto
importante en el análisis del trauma se refiere a la posibilidad de
diferenciar, por una parte, la producción traumática referida a una conflictiva
intrapsíquica y, por otra, la producción traumática que, aunque ciertamente
compromete la subjetividad, tiene su núcleo en el encuentro del sujeto con una
violencia exterior de características inconmensurables que generan sufrimientos
extremos. Cuando este sufrimiento es infligido por condiciones sociales, se lo
denomina trauma histórico. En éste, cobra vital importancia el impacto, sobre
el psiquismo individual y sobre un colectivo, de sucesos reales que por su
magnitud exceden la posibilidad de elaboración.
En el caso del
Holocausto, muchos autores coinciden en que lo inelaborable de este suceso
histórico se relaciona con la presencia del mal radical y “su exceso”. La
producción traumática determinada por sucesos históricos se sostiene en una
doble fractura: por un lado, el suceso que acontece derriba las defensas
psíquicas que permitirían su elaboración; pero, al mismo tiempo, quedan
arrasadas las estructuras de apuntalamiento psíquico –la familia, las
instituciones, el Estado– necesarias para la subjetivación. Según René Kaës,
“la catástrofe psíquica debe su efecto desorganizador y mortífero al hecho de
que el sujeto fue ubicado ante la imposibilidad de conservar en su propio
inconsciente, o en el de algún otro, la carga y la representación del
traumatismo, debido a la destrucción de los continentes internos y externos”.
Para los
argentinos, un paradigma de trauma histórico es el padecido durante el oscuro
tiempo de la dictadura. Un enunciado fuerte, coreado por las Madres de Plaza de
Mayo respecto de los desaparecidos, es: “Presentes, ¡ahora y siempre!”. La
resonancia que despierta este enunciado nos interroga acerca de las condiciones
de posibilidad de elaboración de los traumas históricos y acerca de la memoria
traumática o elaborativa.
“Presentes ahora y
siempre”, ¿habla de la imposibilidad de elaboración de este trauma?, ¿habla de
una memoria del siempre presente, como enunció Primo Levi en Si esto es un
hombre? ¿Nos enfrenta con la imposibilidad de elaboración, con la
cristalización de un duelo melancólico inacabable?
Dominick LaCapra
(Escribir la historia, escribir el trauma, ed. Nueva Visión, 2005) sostuvo que
“las personas traumatizadas por sucesos límites, así como las que manifiestan
empatía con ellas, pueden resistirse a la elaboración por algo que podríamos
calificar de fidelidad al trauma: el sentimiento de que uno debe serle fiel de
algún modo. Quizá parte de esta sensación provenga del sentimiento melancólico
de que, elaborando el pasado para poder sobrevivir o participar nuevamente en
la vida, uno traiciona a los que quedaron aniquilados o destruidos por ese
pasado traumático. El lazo que nos une a los muertos, especialmente a los
muertos entrañables, puede conferirle valor al trauma y hacer que el volver a
vivirlo sea una conmemoración dolorosa pero necesaria, a la cual nos
consagramos o al menos quedamos apegados”.
Desde este lugar,
la noción del “presente ahora y siempre” podría ser vista como un recurso
discursivo que devela el modo en que un trauma histórico adquiere carácter de
presente permanente, como una forma de impedir la elaboración que acontecería
con el duelo. Si bien ésta es una posibilidad, también podríamos pensar que
este enunciado devela el proceso por el cual un trauma histórico se convierte
en un suceso constitutivo para las personas que lo padecen, generando un cambio
subjetivo de por vida, sin que ello marque necesariamente la imposibilidad de
elaboración.
La puesta en
palabras del “presente ahora y siempre” habla de un proceso de elaboración
psíquica: el “ahora y siempre” de lo inelaborado dio lugar a un enunciado político
que permite la salida del acting sintomático para convertirlo en acción:
muestra el pasaje de la posición pasiva, en la cual el sujeto es arrasado, a
una posición activa, en este caso política.
Desde aquí, la
noción de víctima puede adquirir otro sentido. Muchas veces la representación
de la víctima remite a una identificación masiva de la persona con el suceso
acaecido, que la trasforma en “sólo eso”. LaCapra observa que “todos estamos
expuesto al trauma estructural. Pero con respecto al trauma histórico y su
representación, la distinción entre víctimas, perpetradores y meros
circunstantes es fundamental. La categoría de “víctima” no es psicológica: es
social, política y ética. Es muy probable que las víctimas de determinados
acontecimientos queden traumatizadas por ellos, al punto de que el hecho de no
quedar traumatizado exigiría una explicación”.
En el ejemplo
antes mencionado, las víctimas han dejado su lugar de pasividad para asumirse
como sujeto de acción, aceptando que no hay clausura total de lo pasado, pero
tampoco negación que sustente la compulsión a la repetición; la víctima ha sido
atravesada por un trauma fundante que la compromete subjetivamente sin que
quede clausurada en sólo eso.
Lleno de memoria
La elaboración del
trauma incestuoso no sólo debe ser trabajada desde una relación vincular
intrapsíquica, sino también como una condición histórica del colectivo
femenino: un trauma fundacional que nos compromete como colectivo y que remite
a la histórica posición de las mujeres como objeto de deseo y por consiguiente
pasibles en muchos casos de violencia sexual. La elaboración fina de la doble
condición de víctima, no sólo como suceso privado, sino como suceso político
–generado por la posición de las mujeres en esta cultura como sujetos pasibles
de violencia– es a mi entender una forma saludable de procesamiento psíquico.
En este sentido,
en el trabajo terapéutico es importante asignar lugar a la elaboración de la
condición de víctima desde lo político. En este proceso, la fórmula “lo personal
es político”, bandera del feminismo desde los ’70, ingresa nuevamente en el
espacio terapéutico: no para que el suceso traumático quede asociado con la
identidad de la mujer, totalizado en “sólo eso”, sino para que sea posible
procesar un posicionamiento distinto a la ubicación histórica de las mujeres
como víctimas pasivas de la violencia sexual de varones. Una memoria que
implique recuerdo pero también acción. Esta acción puede no implicar trabajo
militante, pero sí cambios subjetivos que conduzcan a posiciones críticas a los
procesos de subjetivación femenina y que involucren cambios generacionales.
Resta un tema muy
espinoso: la posibilidad del perdón en el marco de la elaboración de duelo.
Jacques Derrida, en un artículo llamado “El perdón difícil”, se interrogó por
la posibilidad del perdón y por qué es lo que se perdona entre el perpetrador y
la víctima. Derrida, como también Ricoeur (La memoria, la historia y el olvido,
Fondo de Cultura Económica, 2004), aludieron a la imposibilidad del perdón cuando
lo que se tiene que perdonar es imperdonable.
¿Es posible el
perdón? Es un tema abierto, que requiere una reflexión profunda acerca de la
capacidad del victimario para una modificación intrapsíquica tan profunda que
implique la introyección de la culpa por el daño cometido, la reinstalación de
la interdicción incestuosa entre padres e hijos y la adquisición de una
elaborada posición depresiva que genere conciencia de daño. ¿Es esto posible?
No lo sé. Si fuera posible, estaríamos en presencia de un acontecimiento que
modificaría sustancialmente a ambos sujetos. En este sentido, Derrida dice que
el sujeto que pediría perdón no sería el mismo que perpetró el daño. Yo
agregaría que la víctima, tampoco, porque ya el hecho de estar en tal situación
la saca de su lugar de padeciente pasiva.
¿Es esto esperable
para una finalización adecuada de la reverberación traumática? Lo podríamos
desear desde una posición utópica, pero hay que puntualizar la imposibilidad de
reconocimiento que muchos sujetos –perpetradores de violencia de Estado o de
incesto– tienen acerca del daño producido. ¿Es éste el fin esperado para un
tratamiento? No lo creo. Pienso que el fin de un tratamiento remite más bien a
lo que Mario Benedetti consignó en el poema “Cosecha de la nada”: “Hay quienes
imaginan el olvido/ como un depósito desierto/ una cosecha de la nada y sin
embargo/ el olvido está lleno de memoria”.
* Texto extractado
del trabajo “Crueldad y perdón. Elaboración de lo siniestro en los vínculos
entre los géneros”, presentado en las IX Jornadas del Foro de Psicoanálisis y
Género de APBA.
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