Oriana Fallaci, la coherencia

©Aurora Conde, El Mundo

Un septiembre de hace no muchos años, moría en Florencia, su ciudad de nacimiento, Oriana Fallaci, la periodista y escritora italiana, de obra y pensamiento universales.

Era una mujer atractiva, inteligente, culta. Coleccionista de arte y libros antiguos, era refinada, cocinaba  de muerte y se codeó de igual a igual con los grandes de la tierra (que retrató en Los Antipáticos), sus libros se vendían como auténticos best sellers. Era también difícil en el trato, dura en la escritura y en su ideología. Basta leer sus cartas, sus entrevistas, sus declaraciones implacables, taxativas, contra todo aquello que ella juzga incorrecto, contrario o distinto a su propio entender.

En la última parte de su vida, sus escritos destilan siempre inteligencia, pero también amargura y decepción, desprecio, incluso arrogancia. Y una fidelidad conmovedora a su máximo principio existencial y estético: la independencia, que no abandonó nunca y que la llevó a enfrentarse por igual con la izquierda y con la derecha, con feministas y musulmanes, con todo un abanico de personalidades o colectivos que juzgaba incoherentes o tramposos y que iba descartando de su horizonte intelectual.

Una parte de su vida, la más pública, está de alguna forma relacionada con esa independencia: su participación desde niña en la resistencia italiana, su decisión de abandonar la protección profesional e intelectual de su familia, sus viajes como reportera de guerra, su exposición a los peligros y a las situaciones extremas, su exilio a Nueva York, sus amistades singulares, sus broncos enfrentamientos con colegas e instituciones, su tardía militancia política, su intensa amistad intelectual con Ratzinger, su relación sentimental con Panagoulis, cuya historia y oscura muerte se transformaron en uno de sus títulos más conocidos Un Hombre.

Toda la obra de Fallaci, sus muchos libros, que siempre adoptan un tono entre lo anovelado y el documental, sus entrevistas míticas y sus artículos, sintetizan y se confunden con su propia vida. Por eso su prosa, a veces agresiva, llama la atención y se hace hermosa sore todo por su honestidad y veracidad internas. Surge directamente de una experiencia densamente narrada, de una implicación absoluta, a menudo dolorosa, que la expone en primera persona,: "Esto es lo que he escrito y así te lo estoy dando (...). Cogelo: este libro es un año de mi vida"  decía, aún muy joven, al final de Nada y así sea, uno de sus textos imprescindibles.

Intensamente vividas y experimentadas, las obras de Fallaci son resultado de su autoexigencia y de una coherencia que le impide llegar a pactos, o ceder a las razones de otros sin compartirlas profundamente. Compartió pocas, y ello fue causa de su consciente y difícil soledad, del alto precio pagado por esa independencia extrema que quiso preservar y defender.

No es casual que uno de sus mejores amigos fuera Pier Paolo Pasolini, tan parecido en muchos aspectos a ella, que también terminó pagando cruelmente el precio de su propia guerra sin cuartel contra todo y contra todos. Los dos tuvieron su razón, los dos fueron apocalípticos pero lúcidos visionarios, intuyeron, antes de que pasara, mucho de lo que al final ha terminado pasando. Los dos tuvieron como máximo enemigo su propio carácter y su personalidad abismal, que les indujo también, y sin contradecir lo anterior, a cometer errores, solo comparables con sus grandes aciertos. Eran políticamente incorrectos: en todos los sentidos, a todos los niveles. Pero, aunque no se compartan las ideas de fondo, en ellos hay que admirar y reconocer la belleza y la fuerza de una inteligencia luminosa y crítica, el rigor de sus afirmaciones, su solidez intelectual, sus voces únicas, distintas.

Pasolini murió; Fallaci prefirió vivir y morir sola, acosada por los hacedores de opinión, antes que aceptar una vida que hubiera podido ser fácil, honores de quienes no respetaba, o cargos en los que no creía. Fue una gran mujer, magistral no solo como periodista.

Y una compara el compromiso de su independencia con el de tantas mujeres, intelectuales o no; que hoy tienen fama y presencia pública. Son más simpáticas, sin duda, más contemporizadoras, se dejan aconsejar, llegan a pactos de convivencia y corrección. Pero es evidente que asumen ideas y hasta palabras de otros, que defienden cosas tan inasumibles, que tal vez ni las representen a ellas mismas. Son mujeres de éxito, y han alcanzado la cima. O la cuota que les han dejado. Fallaci las pondría a caer de un burro aunque solo fuera por eso.

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