Violencia de género y reproducción del modelo patriarcal en las maras y pandillas

* * copiado tal cual del informe "Violentas y violentadas. Relaciones de género en las maras y pandillas del triángulo norte de Centroamérica" de VVAA publicado por Interpeace

La violencia física, psicológica y sexual contra las mujeres es una práctica común y frecuente en las maras y pandillas. En muchas ocasiones, los hombres recurren a la violencia para ejercer y confirmar su poder sobre las mujeres. Según dos ex pandilleras entrevistadas: "…los hombres les pegan a las mujeres cuando las quieren castigar, no importa si ellos tienen o no razón. Se pasan de abusivos" (ex pandillera, Guatemala).

Este ejercicio de fuerza y potencia en contra de las mujeres es común en todos los sistemas de dominación patriarcal. Al respecto, resulta ilustrativo lo que dijo una de las mujeres entrevistadas en el marco de este estudio exploratorio: "Qué bonito sería ver que algo bueno sucede con las mujeres pero no sólo en las pandillas, porque si uno va con un policía él quiere favores sexuales; en la cárcel, igual; y así en todos lados. Sufrimos en silencio y somos las que aparentamos", señaló.

La gran mayoría de las mujeres de las maras y pandillas provienen de hogares donde sufrieron violencia y muchas de ellas tienen la autoestima muy baja (IUDOP, 2010). De ahí la normalización de la violencia y el cautiverio de las mujeres en una especie de indefensión aprendida e internalizada como parte de la identidad femenina en culturas patriarcales. Los hombres las descalifican permanentemente y comparten una consigna machista de abuso y dominación contra ellas, elementos que forman parte del círculo vicioso de dominación-sujeción en el que muchas mujeres se ven sumidas. Las palabras de uno de los ex pandilleros entrevistados son, al respecto, contundentes: "una pijaseada [golpliza] de vez en cuando no les cae mal".

Muchas mujeres pandilleras viven en constante miedo por las permanentes amenazas de sus parejas y miembros del grupo: "Si lo deja por otro o si se va a otro lugar, hay riesgo de muerte para ella o para alguien de la familia" (Little Star, pandillera, El Salvador).

La violencia es uno de los principales vehículos a través de los cuales se legitima el poder masculino, se establecen las relaciones de jerarquía, se aplican los castigos correctivos cuando las sanciones son menores y se ejerce la violencia extrema (asesinato) cuando la falta cometida no tiene perdón.

El ejercicio del poder, control, dominio y opresión no sólo por la lucha del territorio, sino también por la posesión del cuerpo de las mujeres en el plano sexual —que es propio de la construcción de la masculinidad en la estructura del patriarcado— es algo muy severo y explícito en las relaciones de género en las pandillas.

El uso de la violencia es el mecanismo que garantiza la seguridad, así como la imposición del respeto y el control de los miembros del grupo, sean estos hombres o mujeres. La violencia es la forma como las pandillas controlan tanto el territorio urbano de las comunidades en done operan como el cuerpo de la mujer, territorio en donde también se inscribe este ejercicio de dominación. Véase ello en el hecho de que la adquisición de la membresía pandilleril se dé ya sea por las golpizas o por las violaciones.

Las mujeres en el mundo de las pandillas acaban siendo presas de las necesidades, privilegios y trampas por los que se inmiscuyeron en ese mundo. Ellas tienen que pagar un costo muy alto para estar allí, sobre todo quienes ingresan por la vía sexual; a ellas se les solicitan dobles tareas, así como esfuerzos adicionales o su propia masculinización para granjearse el respeto de los demás, un respeto necesariamente endeble en un imaginario de prejuicios machistas exacerbados, en donde lo femenino es desvalorizado.2 Las mujeres pandilleras suelen ser relegadas a segundos planos y sus posibilidades de obtener poder y respeto son muy escasas en comparación con las de los hombres (por ejemplo, resultan mínimos los casos en los que es la mujer quien manda y conduce la pandilla). Esto no funciona así para los hombres, para quienes los requerimientos son menores si quieren alcanzar honor, prestigio y posiciones de poder dentro de la pandilla.

Las diferencias de género y las desventajas de las mujeres en las maras se hacen evidentes en situaciones tales como la existencia de normativas injustas, carentes de igualdad y equidad. Véase ello, por ejemplo, en el hecho de que los hombres no sean castigados por infidelidad, mientras que las mujeres sí (incluso, con la muerte). Otras condiciones de subordinación se evidencian en los mecanismos de toma de decisiones (no se les consulta sobre asuntos importantes o se simula tomarlas en cuenta cuando en realidad no se consideran sus opiniones) y en las posiciones de poder jerárquico (discursivamente se acepta que las mujeres puedan ocupar posiciones de rango, pero no se las acepta como lideresas de las clicas de varones).

Esta generalización, sin embargo, marca una tendencia: en contadas ocasiones pueden encontrarse casos en donde algunas mujeres se han abierto paso ante el entorno machista y homofóbico que suele encarnar el ethos pandillero. Hay casos de mujeres que han obtenido mucho poder al interior de sus organizaciones; no obstante, éste se ha logrado con enorme dificultad, sufrimiento y dolor.

La construcción de la masculinidad alrededor de elementos como el uso de la violencia y el rechazo a lo femenino indica cómo en el seno de las pandillas funciona esta lógica de la negación de lo femenino para construir lo masculino.

En su adopción de roles masculinos, las mujeres se ven forzadas a actuar violentamente para demostrar fuerza y ganarse la aceptación del grupo; la violencia también les sirve para protegerse de los hombres y los ataques de otras mujeres. De tal cuenta, la violencia se convierte en un medio natural de relacionamiento. Aunque ello se exacerba en las pandillas —en donde las formas de violencia se multiplican y son la constante cotidiana, no la excepción—, se trata de rasgos caracterizadores de las sociedades del triángulo norte de Centroamérica en su conjunto, las cuales poseen culturas de violencia históricamente arraigadas. Como señaló una psiquiatra que trabaja en uno de los centros de privación de libertad para mujeres en Guatemala: "Es muy difícil pedirle a las y los jóvenes que no sean violentos, si el contexto es todo violento. No cambiamos la lógica de la violencia en las maras y, a pesar de todo ello, las maras se vuelven redes humanas de soporte".

Las maras o pandillas son una especie de familia que brinda lazos de protección e identidad, pero basada en un código de violencia explícito y multifuncional que se convierte en el símbolo del ejercicio de poder y la sujeción: la capacidad de soportar el dolor y, por lo tanto, de infligir dolor. La audacia, la imaginación y la valentía son elementos que favorecen que ese código de violencia vaya escalando hacia la sociedad de forma más y más radical. Se trata, en todo caso, de un código asumido por el imaginario femenino pandilleril acerca de cómo funcionar ante un sistema de competencia y sobrevivencia.

Dentro de la dinámica de esta especie de familia que brinda sentido de pertenencia y soporte social a mujeres y hombres se fortalece un discurso de doble moral: el de la solidaridad, hermandad, equidad, horizontalidad y protección, por un lado, y el del control, la fuerza, la violencia, el miedo y el poder subordinador, por el otro.

La vida activa al interior de las pandillas suele ser mucho más prolongada para los hombres, dado que las mujeres se retiran con mucho menos tiempo de permanecer en ellas. Ello se debe, en muchos casos, a que resultan embarazadas o porque la etapa del enamoramiento (alucín) acaba de manera más rápida para ellas.

Tanto las mujeres como los hombres ganan poder, reconocimiento y legitimidad frente a los otros miembros de la pandilla, al realizar hazañas y al soportar dolor. Sin embargo, el grupo no exige el mismo dolor a las mujeres que a los hombres. Para el hombre es un dolor más físico. Para la mujer es un dolor más emocional, inscrito no sólo en su piel, sino en lo que hay debajo de ella; ese algo que las conduce a ser violentas y dejarse violentar.

Reproducción del modelo patriarcal

Como se señaló con anterioridad, el ejercicio férreo y violento del poder es un elemento necesario para mantener el orden y el control en las maras y las pandillas. También se indicó que, aunque cada clica es distinta, en términos generales, el sistema patriarcal se reproduce y se manifiesta de manera exponencial en estos grupos.

Ello se evidencia en el hecho de que las mujeres estén totalmente controladas por los hombres dentro y fuera de la pandilla. Esta consideración de las mujeres como objetos de propiedad es igual en todos los grupos sociales donde el sistema de dominación patriarcal se practica de manera extrema.

En las maras y las pandillas el sistema patriarcal también se reproduce vía la necesidad constante de algunos de ellos de trascender patrimonialmente; por este motivo afirman constantemente que quieren tener hijos para que "algo quede de mí". Un indicador de esto es que casi todas las novias quedan embarazadas cuando ellos entran a la cárcel; pero si no están embarazadas, las mujeres llegan a desfilar a la prisión en días de visita para tener relaciones sexuales con sus parejas y lograr concebir. Este deseo de trascendencia patrimonial reproduce el modelo pues, toda vez que nacen los hijos e hijas, son las mujeres las que deben hacerse cargo. Para ellos, según varias personas entrevistadas, la pandilla vale y representa más que todo lo demás y que cualquier persona, incluidas su madre y su esposa, o hasta sus hijos.

Las mujeres son consideradas sujetos subalternos en un sistema de dominación patriarcal; también lo son todas las personas consideradas de menor categoría desde la visión del sujeto dominante. Por ello, la homosexualidad es impensable para las maras y pandillas, a menos de que se dé en el marco de una violación de un hombre a otro, para castigarlo.

La dominación del cuerpo de las mujeres se convierte en el territorio donde se inscribe la cultura patriarcal; éste es usado tanto como lugar de reproducción biológica, como de placer. El cuerpo de la mujer es utilizado como objeto pactado entre hombres, como objeto de su propiedad. "Es normal pagar favores con el cuerpo", señaló una ex pandillera entrevistada.

En muchas ocasiones, las mujeres aceptan esta situación por la falta de información sobre sus derechos, su baja autoestima y la normalización del abuso contra la mujer que prevalece en la sociedad. En este sentido, el cuerpo de las mujeres no vale para ellas, el cuerpo es visto como un instrumento para la maternidad, el poder y el placer de otros.

Las mujeres también se encuentran divididas entre sí. En el patriarcado, la consigna del "divide y vencerás" ha hecho que muchas mujeres siempre se vean entre ellas como rivales que pelean por un hombre, así que están permanentemente divididas, lo cual facilita su control. Una de las investigadoras sociales entrevistadas señaló: "Existe mucha rivalidad entre ellas, compiten por el lugar de la mujer en la pandilla y cuidan más de su relación de pareja que la de la amistad".

En el sistema patriarcal los valores machistas se explicitan y se vuelven particularmente violentos contra quienes no participan o no son portadores de este sistema. Dicho sistema se expresa en comportamientos, percepciones, un sistema de control y vigilancia cerrada, así como en una serie de relaciones de género asimétricas en las que las mujeres ocupan un lugar de subordinación.

Esta subordinación puede se expresa en dos vías: primero, como condición objetiva encubierta, donde se encubre su relación con aspectos económico-sociales; y segundo, como condición objetiva manifiesta, evidente a través de aspectos socio-culturales en conductas y códigos desiguales entre hombres y mujeres.

Dentro de estas estructuras de machismo y patriarcado exacerbado la mujer "pertenece" como objeto de deseo y posesión y por ello se le encierra simbólica y espacialmente.

Existe un estrecho vínculo entre el cuerpo individual y el mundo de la vida, así como códigos y reglas indiscutibles como la lealtad y la obediencia, de los cuales se participa con pleno control y obstinación, asignando a la mujer un lugar de dominación desde donde se le controla, vigila, y se le violenta.

Las claves imaginarias de este machismo exacerbado en el imaginario pandilleril son asumidas como lugares naturales y hasta cierto punto reproducidas por las propias mujeres que padecen la violencia. Existe la actitud de "por haber desobedecido al hombre, merezco este castigo".

Al parecer, hay poco cuestionamiento desde las propias mujeres pandilleras del lugar y rol subordinado que se les asigna dentro de la pandilla, pues en los códigos del imaginario social y cultural está la respuesta al lugar y rol que deben ocupar, desempeñar y reproducir.

Las mujeres viven en medio de un péndulo, entre una dualidad: como integrantes del sistema patriarcal deben asumir los roles subordinados y de protección a la vida que determina el machismo. Así, dentro del imaginario pandilleril patriarcal, las mujeres están divididas en un universo simbólico de dos grupos: "las malas" y "las buenas". Las primeras son las infieles, "las que lo dejan morir a uno", como lo expresa un joven pandillero. Las segundas corresponden al modelo social y cultural de la mujer como protectora y generadora de vida.

En la pandilla también deben pasar por los ritos de soportar y provocar dolor. Parte de un sistema patriarcal y de códigos de violencia que favorecen una triple discriminación: por su condición de mujer, como sujeto dominado, vigilado, controlado, manejado en un contexto patriarcal, lo que se traduce en sujeto dependiente, porque estos espacios sociales son altamente herméticos.

En los relatos es frecuente escuchar que el papel de las mujeres es el de utilizar sus atributos naturales tanto como la imagen de indefensión que históricamente y en el imaginario colectivo la sociedad patriarcal machista les ha construido y asignado. Esto ayuda a que las pandilleras o mareras sean utilizadas para traficar drogas, movilizar armas, captar información, circular mensajes con poco riesgo comparado con sus contrapartes masculinas.3
Las mujeres y jóvenes pandilleros se construyen a sí mismos como sujetos duros y violentos, pero dentro de ellos hay una enorme fragilidad y baja autoestima. La imagen violenta que proyectan hacia fuera hace que la sociedad les construya un imaginario como amenaza y peligro, lo cual dificulta su reinserción en la dinámica social.

Los relatos de las mujeres en sus vidas afectivas son construidos desde un ser víctima de situaciones de violencia de género. Abuso psicológico, verbal, material, físico y espiritual. Las mujeres parejas de mareros o pandilleros por lo general son mujeres sufridas que aguantan y perdonan una y otra vez porque socialmente es el hombre quien tiene derecho de ejercer violencia sobre ellas. En el imaginario colectivo y dentro de los códigos sociales de estas sociedades, ellas no tienen derecho de irse o abandonar el hogar. A muchas mujeres pandilleras se les responsabiliza de la violencia social, pero ellas mismos son víctimas y a la vez victimarias, dado que reproducen el sistema social precario, violento y marginal que han aprendido. Viven en la calle para sobrevivir y competir por el espacio y el poder.


Las mujeres que desean sobrevivir en este mundo de las maras y pandillas tienen que inventar estrategias y adoptar actitudes hegemónicas machistas, similares, parecidas, o ser iguales a los hombres para enfrentarse al enemigo, al mundo de la violencia y, por lo tanto, tienen que actuar desde y para esta lógica patriarcal, homofóbica y machista para ser aceptadas y reconocidas. Es la forma de legitimarse frente al grupo.

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