La experiencia de las personas que necesitan cuidados paliativos en México

* * copiado tal cual del informe “Cuidar cuando no es posible curar. Asegurando el derecho a los cuidados paliativos en México” de Human Rights Watch

Casi 600.000 personas mueren cada año en México, casi la mitad como consecuencia de enfermedades crónicas como problemas cardiovasculares y pulmonares, diabetes, VIH o cáncer. Otros cientos de miles de mexicanos padecen etapas anteriores de éstas y otras enfermedades crónicas. En el transcurso de su enfermedad, muchas de estas personas experimentan síntomas debilitantes como dolor, disnea, ansiedad y depresión. Para garantizar una atención médica adecuada para muchas de estas personas, el acceso a cuidados paliativos y medicamentos para el dolor es esencial. Sin estos servicios sufrirán innecesariamente, socavando su calidad de vida y la de sus familiares en sus últimos días de vida.

En el transcurso de nuestra investigación, recogimos testimonios de decenas de pacientes y sus familias acerca de los desafíos que afrontaron para conseguir cuidados paliativos. Aunque algunos pacientes dijeron que tuvieron acceso a una atención paliativa completa, la inmensa mayoría de los pacientes no tuvo ningún acceso a cuidados paliativos o consiguió este tipo de atención con gran dificultad, retrasos o con frecuentes interrupciones.

La disponibilidad de cuidados paliativos en México

Human Rights Watch estima que muchos miles de personas en México no tienen acceso a ningún tipo de cuidados paliativo ya que este servicio aún no está disponible en la mayor parte del país, especialmente fuera de las capitales estatales. Una revisión de dos estudios recientes de los servicios paliativos y las clínicas para el dolor, presentado en el Anexo 1, muestra que cinco de los 32 estados de México —Campeche, Hidalgo, Quintana Roo, Tlaxcala y Zacatecas—, con una población combinada de casi 7,5 millones de habitantes, no disponen de ningún tipo de servicio de cuidados paliativos en el sistema de salud pública; uno de esos estados, Tlaxcala, ni siquiera tiene un hospital con una clínica para tratar el dolor. Otros cinco estados tienen solo un servicio de cuidados paliativos, que en todos los casos está ubicado en la ciudad capital. Sólo cinco de los estados mexicanos —Guanajuato, el Estado de México, Nuevo León, Tamaulipas y Veracruz— disponen de servicios de cuidado paliativo y/o clínicas del dolor en múltiples ciudades. El mapa 1 muestra la distribución de las unidades de cuidados paliativos y las clínicas del dolor en todo el país.

Solo en la Ciudad de México existen unidades de cuidados paliativos en al menos un hospital de cada uno de los tres organismos mayores de servicios médicos de México, IMSS, ISSSTE y Seguro Popular. Durango, Guanajuato y Jalisco son los tres únicos estados en los que hay hospitales asociados a estos tres organismos de salud que disponen de cuidados paliativos y/o clínica del dolor. Otros nueve estados cuentan con una unidad de cuidado paliativo o clínica del dolor en hospitales asociados a dos de estos tres organismos federales de servicios médicos. Como las compañías de seguros de México únicamente aceptan sus propias pólizas, muchas personas que necesitan cuidados paliativos pueden encontrarse con que no tienen acceso a atención médica en determinados hospitales por no tener el seguro adecuado.

Tal como muestra el Mapa 1, la situación es especialmente grave para las personas que viven fuera de las capitales estatales. Tanto en Chiapas como en Jalisco, dos de los estados más poblados de México, hay decenas de ciudades grandes y medianas que no cuentan con ningún tipo de servicio paliativo o clínicas del dolor. Nuestra investigación encontró que en Chiapas, Jalisco y Nuevo León, los cuidados paliativos se concentraban casi exclusivamente en las capitales. El Mapa 2, véase la sección titulada “El acceso a analgésicos fuertes”, muestra las distancias que las personas en las comunidades de todos estos estados deben recorrer para acceder a los cuidados paliativos y el tratamiento del dolor. Por el contrario, el Estado de México, donde hay unidades de cuidados paliativos en los hospitales de seis ciudades diferentes, las distancias son significativamente menores.


El caso de Ximena Pérez

Ximena Pérez era una madre y abuela de 57 años que vivía con varios de sus hijos, nietos y tenía algunos animales en una casa a las afueras de San Cristóbal de las Casas, una ciudad en Chiapas. Pérez trabajó en una panadería hasta que enfermó en 2012. Un agudo dolor en el lado derecho del estómago fue la primera señal de que algo andaba mal. Pérez inicialmente pensó que tenía un ataque de gastritis, pero cuando el dolor no se le pasó decidió consultar a un médico. Un doctor local la examinó y descubrió que su vesícula biliar era significativamente mayor de lo normal. Una tomografía encontró un tumor en el hígado.

El médico derivó a Pérez a un cirujano de un hospital general local para ver si el tumor podía ser extirpado. Su familia pidió una cita. Cuando llegó el día de la cita, el dolor de Pérez se había vuelto prácticamente insoportable. Ella le dijo a un investigador de Human Rights Watch: “[Me ha dolido] todo el día, todo el día (...) De verdad, no puedo aguantarlo más”. También dijo que ya no podía dormir más de media hora seguida.

Cuando llegó al hospital, a Pérez le esperaba una desagradable sorpresa. El cirujano que la tenía que operar no estaba allí así que la cirugía tuvo que ser reprogramada para un mes más tarde. Pérez le dijo al personal del hospital que sufría un dolor muy intenso, pero sólo recibió analgésicos que se venden habitualmente sin receta en las farmacias y que no se recomiendan usar por más de unos días debido a sus efectos secundarios. La hija de Pérez describió la situación: “Mi mamá vino [al hospital] con mucho dolor, pero nadie le prestó atención (...) Solo le dieron ketorolac, pero eso no llegó a controlarle el dolor (...) Le pregunté al médico qué es lo que tenía mi mamá (...) Nos dijeron que teníamos que esperar a la cita con el oncólogo (...) La cita fue cancelada y se hizo otra para un mes después (...) Pero mi madre pasó mucho tiempo sufriendo”.

La propia Pérez dijo: “Cuando salí [del hospital] lo hice llorando porque me dolía [tanto]”. La familia se enteró de que había una clínica para el tratamiento del dolor en Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas, pero el estado de salud de Pérez era demasiado malo para que pudiera hacer un viaje que les llevaría casi todo un día. La familia de Pérez le dijo a un investigador de Human Rights Watch que no sabían qué hacer.

Unas semanas antes de nuestra entrevista, un vecino le dijo a la familia que en San Cristóbal había un médico de atención primaria que se estaba especializando en la atención paliativa y el tratamiento del dolor. La familia pidió una cita con el médico y este la examinó y le recetó analgésicos opioides. Pérez le dijo a Human Rights Watch: “Doy gracias a Dios por este médico porque con esta [medicina] puedo soportarlo”.

En busca de cuidados paliativos

Decenas de pacientes que entrevistamos habían logrado acceder a cuidados paliativos en el momento de la entrevista, pero dijeron que habían sufrido importantes retrasos —de incluso meses—en recibir esta atención. En la mayoría de estos casos, los hospitales a los que acudieron no ofrecían cuidados paliativos, pero estos tampoco los remitieron a proveedores que sí los ofrecían. Como resultado, sufrieron los síntomas sin el debido control, hasta que finalmente encontraron a un proveedor de cuidados paliativos por su cuenta.

Muchas de estas personas describieron que sus esfuerzos de búsqueda de mejores opciones de atención eran cada vez más desesperados y narraron cómo finalmente, gracias a la información boca a boca y a menudo ya en un estado avanzado de la enfermedad, terminaban encontrando un programa de cuidados paliativos. Por ejemplo, Guadalupe Herrera, una paciente con diabetes avanzada, dijo que sufrió un severo dolor neuropático durante más de un año. Contó que tenía problemas para ponerse los zapatos debido a una sensación de ardor en los pies: “Es como si alguien estuviese metiéndome agujas en los pies”. Herrera describió su sufrimiento a un investigador de Human Rights Watch: “Volví a la clínica local cuando los analgésicos normales dejaron de hacer efecto. Me dijeron que el ardor era por la diabetes. Era como si me dijeran que tenía que vivir así [con este dolor], que no tenía remedio (...) El dolor hace que me deprima. Mi estado de ánimo se ve muy afectado por el dolor. Soy muy llorona, pero a veces me duele demasiado”.

Hay múltiples razones que explican este tipo de retrasos en la prestación de cuidados paliativos: los médicos pueden pensar que son capaces de proporcionar una atención adecuada por sí mismos pese a no tener ningún tipo de formación en la atención paliativa; pueden ser reacios a derivar a los pacientes a otros departamentos de su hospital u otras instituciones; la ausencia de protocolos de referencia de pacientes e información sobre hospitales que ofrecen cuidados paliativos complica las derivaciones, así como también el hecho de que los seguros de salud solo aceptan sus propias pólizas y la falta de servicios de cuidados paliativos en otros hospitales cercanos.

La situación en una institución especializada en cuidados paliativos y el tratamiento del dolor en el área de Zapopan de Guadalajara ofrece un ejemplo particularmente ilustrativo de cómo la falta de un sistema de referencia de pacientes y las referencias tardías causan un sufrimiento innecesario. El Instituto Jalisciense de Alivio del Dolor y Cuidados Paliativos (Instituto Palia) es una institución del gobierno del estado de Jalisco que ofrece un programa de tratamiento del dolor y cuidados paliativos a los pacientes independientemente de si tienen seguro médico o no. Cuenta con varios equipos multidisciplinarios que visitan a los 37 Entrevista de Human Rights Watch con Guadalupe Herrera (pseudónimo), en Guadalajara. pacientes del área metropolitana de Guadalajara en sus domicilios para proveerles cuidados paliativos. Es una institución única en México que ofrece un servicio —atención completa a domicilio por un equipo formado por un médico, un enfermero, un trabajador social y un psicólogo— que pocas otras instituciones en el país pueden igualar.

Sin embargo, según el personal del Instituto Palia, menos del 50 por ciento de sus pacientes son referidos por médicos de otras instituciones. Aunque el instituto no recopila datos sobre las fuentes de remisión, todos los médicos de la institución que entrevistamos lamentaron el hecho de que tan pocos médicos de otros hospitales les refieren directamente sus pacientes o de que lo hicieran muy tarde, a pesar de no disponer de la capacidad para atenderlos adecuadamente por sí mismos. La doctora Rosa Margarita Álvarez, una de los médicos, comentó: “La mayoría de nuestros pacientes son referidos por otros pacientes u otra persona [no médicos]. El ochenta por ciento viene con dolor que no ha sido tratado adecuadamente”.

La doctora Karla Madrigal, otro médico del instituto, dijo a Human Rights Watch: “Muy a menudo los pacientes son referidos tarde. Con frecuencia, la gente viene a nosotros cuando ya están casi en su lecho de muerte. Cuando vas [a sus hogares] al día siguiente el paciente ya ha muerto. Nos los envían al final (...) [La familia] está desesperada, alguien les habla de nosotros...”.

El caso de María García

Cuando entrevistamos a María García, una mujer de unos 70 años, vivía en una modesta casa en San Juan de los Lagos, un pequeño pueblo de Jalisco, con su marido, hija menor y un bebé que era su nieto. Llevaba postrada en la cama dos años como resultado de un tumor metastásico en la espalda que la había dejado paralizada.

García había enfermado unos años antes cuando empezó a sentir un dolor en la pierna, que luego se extendió a su columna vertebral. Durante un tiempo toleró el dolor, pero finalmente fue al médico, que descubrió que tenía tumores en la espalda y la pierna. García fue sometida a una cirugía para amputarle parte de una pierna y extirpar el tumor en la espalda. Sin embargo, la operación le causó daños en los nervios de la médula espinal, lo que la dejó incapaz de andar.

García empezó a tener una serie de necesidades de salud, desde tratamiento para un dolor cada vez más intenso a cuidados de la piel —la gente que está postrada en la cama a menudo desarrolla úlceras de presión— y atención psicosocial. Aunque tenía un seguro a través del Seguro Popular, el hospital local de San Juan de los Lagos no contaba con un servicio de cuidados paliativos. Su médico le recetó analgésicos pero no eran lo suficientemente fuertes como para mitigar su dolor. García necesitaba morfina u otro medicamento opioide para el dolor, pero San Juan de los Lagos no tenía médicos que los recetaran ni farmacias que los vendieran. García les dijo a los investigadores de Human Rights Watch que su dolor era muy agudo: “Casi me desmayo. Siento que me va a dar un ataque al corazón (...) Es como si me llegaran descargas eléctricas de donde tengo la prótesis. Tengo descargas que van arriba y abajo. Grito, lloro. No sé lo que hago”.

Debido a que era imposible obtener la atención adecuada a nivel local, la familia de García la llevó a Aguascalientes y Guadalajara, un viaje difícil de hora y media para una mujer paralizada y con dolores agudos. Un hospital en Guadalajara le suministró a García una bomba de infusión de morfina que le ayudó a controlar el dolor.

Sin embargo, en el momento en que la entrevistamos, García ya no podía trasladarse a Guadalajara para los chequeos. Su marido, ya envejecido, tenía que viajar una vez al mes al hospital para comprar un nuevo suministro de morfina, que no está cubierto por el Seguro Popular. El equipo de cuidados paliativos en el hospital de Guadalajara tuvo que llevar el caso de García a distancia y ajustar su tratamiento sin poder examinarla.

Las dificultades de viajar

Nos encontramos con este escenario en repetidas ocasiones en nuestras entrevistas, de personas con enfermedades terminales y, a menudo, en una condición de rápido deterioro, que viajaban largas distancias, a veces de hasta seis y ocho horas en autobús, con el fin de recibir cuidados paliativos, o de personas que los recibían de forma remota. Sin ningún hospital cerca de casa que ofrezca atención paliativa, ni ningún sistema para remitir a los pacientes a hospitales que sí la ofrecen, estas personas se enfrentan a una elección poco envidiable: o viajar largas distancias, a menudo en autobuses destartalados, con el fin de acceder a cuidados paliativos, o pedirles a sus familiares que hagan el viaje para conseguir las recetas y recibir una atención no tan buena.

Este escenario es muy común por la sencilla razón de que el diagnóstico y el tratamiento para enfermedades que limitan la vida a menudo están solo disponibles en instituciones de atención terciaria. Como los médicos de atención primaria no cuentan con el equipo o el conocimiento para tratar cáncer o enfermedades del corazón, por ejemplo, por lo general derivan a los pacientes a instituciones de atención secundaria en cuanto sospechan que puede tratarse de una enfermedad grave. En muchos casos, este proceso se repite en el segundo nivel de atención y los pacientes son referidos a un hospital especializado. Con cada nueva referencia, la distancia que los pacientes deben recorrer para acceder al tratamiento aumenta, ya que los hospitales especializados tienden a concentrarse solo en las principales áreas metropolitanas.

Para la atención curativa, el costo y la inconveniencia de ese tipo de viajes pueden ser inevitables dado que muchos de los centros de atención primaria y secundaria no tienen los especialistas, los equipos de diagnóstico, la capacidad de laboratorio y las opciones de tratamiento disponibles para atender adecuadamente a los pacientes con enfermedades complejas. Sin embargo, esto no es cierto en el caso de los cuidados paliativos, ya que para la mayoría de los pacientes no requieren ninguna intervención compleja y pueden ser administrados en niveles más bajos de atención. Además, como hemos visto en varios de los testimonios anteriores, viajar es extremadamente difícil para las personas con enfermedades terminales, por lo que es aún más importante que los cuidados paliativos estén disponibles en el hogar o cerca de él.

Cuando las personas que padecen una enfermedad terminal sólo pueden acceder a los cuidados paliativos viajando largas distancias hasta hospitales de atención terciaria, el objetivo principal de esta atención —salvaguardar la dignidad de estas personas— no se cumple. Los legisladores mexicanos se mostraron claramente conscientes de ese hecho cuando aprobaron las enmiendas a la Ley General de Salud e incluyeron de manera explícita el derecho a recibir cuidados paliativos en el hogar. Sin embargo, los servicios de cuidados paliativos no se han descentralizado lo suficiente como para permitir que las personas puedan recibirlos en sus hogares o cerca de ellos.

Nos topamos con esta situación una y otra vez cuando visitamos el Instituto Nacional de Cancerología de México (INCan) en la Ciudad de México. Entrevistamos a varios pacientes que se encontraban en sus últimas semanas de vida y que habían llegado al hospital en un estado terrible, tras viajar durante horas en autobús. En algunos casos, los familiares llevaban a sus seres queridos en brazos, envueltos en mantas, desde el autobús o el taxi hasta el hospital porque el paciente ya no podía caminar o mantenerse en pie. También entrevistamos a numerosos familiares de pacientes que ya no eran capaces de viajar al INCan. En esos casos, el equipo de cuidados paliativos tenía que ajustar las decisiones de tratamiento basándose en las descripciones de los familiares en lugar de la exploración del paciente. A menudo, la atención ofrecida se veía reducida a la mera renovación de las recetas. Eso era mejor que quedarse sin tratamiento, pero estaba lejos de la calidad del cuidado que debían recibir los pacientes.

En 2012, el servicio de cuidados paliativos del INCan llevó a cabo una revisión de los casos de 600 pacientes con cáncer incurable atendidos en 2010, muchos de los cuales habían vivido fuera de la Ciudad de México. Esta revisión encontró que casi un 30 por ciento de los pacientes acudieron al servicio una sola vez, a pesar de que a todos se les dio una cita de seguimiento. Si bien el estudio no especificaba las razones por las cuales los pacientes no regresaron, los médicos del Instituto Nacional de Cancerología creían que una proporción significativa no pudo regresar porque estaban demasiado enfermos para viajar o carecían de los recursos financieros para hacerlo.

El acceso a analgésicos fuertes

“[Siento dolor todo el tiempo pero] cuando la comida llega a mi colon no puedo soportar el dolor. Es como una bomba (…) En el hospital me decían que aguantara el dolor” (Liliana Arroyo, una paciente con cáncer de colon).

El tratamiento del dolor es un componente fundamental de los cuidados paliativos y nuestra investigación examinó específicamente la disponibilidad y accesibilidad de los analgésicos fuertes. Aunque los analgésicos fuertes como la morfina son relativamente baratos, encontramos que estos medicamentos son a menudo difíciles de conseguir debido a que pocos médicos han recibido formación para usarlos, y a que son sustancias controladas y, por lo tanto, están sujetas a regulaciones especiales.

Las experiencias de las personas que entrevistamos apuntan a una enorme brecha entre la disponibilidad de medicamentos para el dolor para las personas que viven en las grandes zonas metropolitanas o capitales de los estados y aquellas que viven en ciudades más pequeñas y zonas rurales. Para las segundas, conseguir analgésicos opioides es muy difícil porque muy pocos médicos fuera de las capitales estatales obtienen la licencia necesaria para recetarlos, y casi no hay farmacias que vendan estos medicamentos. En general, la gente en las capitales estatales tenía mejor acceso a médicos capaces de recetar estos medicamentos, aunque a menudo afrontaban dificultades para conseguirlos debido a la estricta regulación y la escasez de medicamentos.

El gobierno ha anunciado medidas para tratar de resolver muchos de los problemas que identificó nuestra investigación.

Fuera de las áreas metropolitanas: falta de farmacias y médicos con licencia para recetar analgésicos fuertes

En gran parte de México, existe una alarmante falta de médicos con licencias para recetar analgésicos opioides y farmacias que los dispensen. Mientras que en las principales ciudades, como las capitales de los estados, por lo general existen algunos médicos con estas licencias en las clínicas del dolor o unidades de cuidados paliativos de los hospitales principales, fuera de las grandes ciudades, a menudo es imposible encontrar a médicos con licencia para recetar estos medicamentos o farmacias que los surtan. Los pacientes que viven allí tienen que tomar la difícil elección entre viajar largas distancias para acceder al tratamiento, a menudo sufriendo mucho dolor, o padecer la enfermedad sin tratamiento. Las razones que explican la escasez de médicos que puedan recetar estos medicamentos tienen que ver con una falta de formación de médicos especializados en el tratamiento del dolor y diversos requisitos burocráticos complicados para poder recetarlos, se describen en el Capítulo III.

Como parte de nuestra investigación en los estados de Chiapas, Jalisco y Nuevo León, tratamos de identificar a todos los médicos que recetan analgésicos opioides para pacientes con dolor crónico y todas las farmacias que surten estos medicamentos. Si bien hay varios médicos con licencia para recetar analgésicos opioides y farmacias en las ciudades capitales de los tres estados, casi no hay ninguno en el resto de estos estados.

En Jalisco, por ejemplo, hay 14 municipios con más de 50.000 habitantes. Solo tres de ellos tienen médicos que receten analgésicos opioides para el dolor crónico y solo uno — Puerto Vallarta— cuenta también con una farmacia que vende estos medicamentos. En Chiapas, dos de los 22 municipios con más de 50.000 habitantes fuera de Tuxtla Gutiérrez —San Cristóbal de las Casas y Tapachula— tienen médicos que receten estos medicamentos pero solo Tapachula cuenta con una farmacia que los vende. Ninguno de los tres municipios de Nuevo León de más de 50.000 habitantes fuera del área metropolitana de Monterrey tiene médicos que receten opioides para el dolor crónico o farmacias que dispensen los medicamentos. El Mapa 2 ofrece una representación visual de la situación en estos estados.

Una publicación de Raymundo Escutia, un farmacéutico de Guadalajara, muestra una tendencia similar en otros estados. Su investigación encontró que en 2011 tres estados no tenían ni una farmacia que vendiera morfina oral; en otros 16 estados, no había farmacias que vendieran estos medicamentos fuera de la capital del estado.

Como resultado, las personas con dolor que viven fuera de las principales áreas metropolitanas a menudo tienen que viajar hasta la capital de su estado para poder obtener o surtir sus recetas de analgésicos fuertes. Para muchos pacientes, este tipo de viaje presenta una barrera infranqueable porque ellos o sus familias no tienen la capacidad —financiera o física— para recorrer largas distancias porque sus médicos no los derivan a colegas que sí pueden recetar analgésicos opioides.

La doctora Araceli García Pérez, la única doctora en Ciudad Guzmán, Jalisco, que receta analgésicos opioides para el dolor crónico, describió los desafíos de sus pacientes de la siguiente manera: “Desafortunadamente, [la mayoría de mis] pacientes no tiene muchos recursos. Muchos no han estado nunca en Guadalajara. [Para ellos es difícil] encontrar las farmacias especializadas donde venden [morfina] (…) Los que tienen dinero (…) van en auto a comprar los medicamentos pero la mayoría de pacientes no cuenta con medios y tienen un nivel cultural limitado. Para los pacientes pobres [significa] gastar más dinero en el viaje, sin conocer Guadalajara (…) Así que se convierte en algo imposible para ellos”.

La doctora señaló que estos pacientes pagan más para viajar a Guadalajara que por las medicinas. El doctor Juan José Lastra, un médico general con licencia para recetar analgésicos opioides, tiene una consulta en Ajijic, una comunidad a las afueras de Guadalajara donde viven muchos extranjeros jubilados, principalmente de Estados Unidos y Canadá. Éste dijo: “Si le dices al paciente o la familia: “Aquí está la receta, vaya a comprar la medicina”, el paciente te dice que la necesita ya mismo. Dicen: “Me va a llevar una hora llegar a Guadalajara, esperar media hora en el tráfico y luego de vuelta – voy a tardar tres horas”.

Un médico general en Ajijic, dijo: “La mayoría de mis pacientes son ancianos. Generalmente tienen problemas de salud serios, como cáncer. Normalmente el paciente no puede ir, así que es un familiar el que tiene que hacer el viaje”.

La falta de médicos que obtienen la licencia para recetar analgésicos opioides y la escasez de farmacias que los vendan crean un círculo vicioso que perpetúa esta situación insostenible. Los médicos no recetan analgésicos opioides debido a los obstáculos que afrontan para conseguir los derechos de prescripción. Las farmacias no disponen de los medicamentos porque no hay médicos que los receten. Esto, a su vez, se convierte en otro motivo adicional para que los médicos se desanimen y decidan que no vale la pena obtener la licencia: ¿Para qué hacer todo el trabajo que les permita recetar estos medicamentos si los pacientes ni siquiera pueden obtener los medicamentos localmente?

El acceso a tratamiento para el dolor en áreas urbanas

Si bien la situación en las capitales estatales es significativamente mejor que en otras áreas más remotas, incluso allí hay una escasez de médicos autorizados a recetar analgésicos opioides y de farmacias que los vendan. En muchos lugares, solo los médicos en clínicas del dolor de hospitales de nivel terciario tienen derechos de prescripción, lo que quiere decir que los pacientes solo pueden obtener estos medicamentos si son derivados a esas clínicas. Además, incluso en las capitales estatales, el número de farmacias que venden analgésicos opioides es muy bajo. En el área metropolitana de Guadalajara, una ciudad de cerca de cinco millones de habitantes, solo 15 farmacias tienen estos medicamentos en existencia. En Tuxtla Gutiérrez, una ciudad de aproximadamente medio millón de habitantes, solo los tienen tres farmacias.

Esto significa que los pacientes a menudo tienen que viajar grandes distancias dentro de estas ciudades para ir a las consultas de los médicos que recetan estos medicamentos y a las farmacias que se los pueden surtir. Sofía González, por ejemplo, una paciente con dolor crónico en Guadalajara, describió sus dificultades a un investigador de Human Rights Watch: “Tengo que ir a una farmacia que venda medicamentos fiscalizados (...) Ninguna de estas farmacias está cerca. Suelo salir por la mañana y tengo que tomar dos autobuses. Tardo entre dos y tres horas. A veces no los consigo. Llamo por teléfono y me dicen si lo tienen. A veces no lo tienen (...) Intento hablar con ellos antes de que se me acaben [los medicamentos]. Cuando me quedan solo unas gotas, se lo digo. No quiero quedarme sin (...)”

Desafíos debido a las estrictas normas para recetar y surtir los medicamentos y el desabastecimiento

Incluso cuando las personas son capaces de obtener una receta para un analgésico opioide y acceder a una farmacia que vende estos medicamentos, todavía pueden afrontar dificultades para conseguir sus medicamentos: las estrictas regulaciones de México para las recetas de analgésicos opioides y el suministro poco confiable a menudo llevan a las farmacias a no poder surtir las recetas de estos medicamentos. Algunos médicos entrevistados estimaron que las farmacias se quedan sin poder surtir hasta un 15 por ciento de sus recetas para analgésicos opioides (véase Capítulo III), debido a las reglas de prescripción actuales. Para los pacientes, el resultado puede ser que se queden sin medicamentos adecuados para el dolor y pasarse horas viajando de vuelta al médico para luego tener que regresar a la farmacia.

Por ejemplo, José Luis Ramírez, un paciente de Guadalajara que tiene un voluminoso tumor de garganta, le contó a un investigador de Human Rights Watch que tuvo que volver al hospital cuando la farmacia no tenía la marca del medicamento indicado en la receta, aunque el mismo medicamento de una compañía farmacéutica diferente sí estaba disponible: “Hay uno que se llama Analfin [morfina] y [solo] lo tienen con otro nombre. Y por eso no te lo dan. Hay que volver a Palia [el hospital] para que lo pongan [el nombre correcto]. De lo contrario no te lo pueden vender”.

Un viaje solo de ida al hospital le lleva a Ramírez una hora y media en transporte público. El hermano de Esmeralda Márquez, una paciente de 82 años con dolor crónico, dijo que en varias ocasiones las farmacias no le dispensaban las recetas: “Si lleva una receta para 15 mg, pero no lo tienen con esa dosis, no se lo venden [de otra dosis]. Tengo que hablar con el médico y volver a Palia [el hospital] para que me den una nueva receta. Está controlado [estrictamente]. Le dije [a mi hermana]: ¿Sabes?, sería más fácil comprar marihuana”.

Daniela Moreno, una paciente de dolor crónico de unos ochenta años, describió su desesperación cuando sus familiares no consiguieron que les surtieran los medicamentos que necesitaba: “El día en que no me tomo la pastilla, me desespero (…) Siento por la noche, oh, no puedo dormir. Los ocho días en que no pudieron conseguirlo (…) un día metí agua en el frasco donde habían estado las pastillas (y la bebí) para ver si me quitaba el dolor (…) Era la desesperación”.

La reticencia a recetar opioides: ¿la labor de un especialista?

A lo largo de nuestra investigación, muchos de los médicos de atención primaria y oncólogos que entrevistamos nos dijeron repetidamente que no prescriben opiáceos, ya que lo ven como la tarea de un especialista en dolor. Estos médicos a menudo dijeron que o bien prescriben analgésicos débiles, incluso cuando el dolor es de moderado a severo, o derivan a los pacientes a una clínica del dolor.

El testimonio de un oncólogo que trabaja en Tuxtla Gutiérrez y Tapachula en Chiapas es típico. Este oncólogo dijo que nunca había tratado de obtener una licencia para recetar analgésicos opioides a pesar de que no le resultaría difícil. Dijo que él remitía sus pacientes privados a un experto en cuidados paliativos en Tuxtla Gutiérrez, y los pacientes con dolor en su hospital público de Tapachula a la clínica del dolor. El oncólogo dijo que a pesar de que rutinariamente ve a pacientes con dolor entre moderado y severo, no tiene el “perfil” para recetar opioides y que “prefiere que eso lo gestione un experto”.

La doctora Araceli García Pérez de Ciudad Guzmán, el único médico con licencia para recetar analgésicos opioides en su ciudad, de unos 100.000 habitantes, dijo: Normalmente los pacientes tienen que ir a un especialista en dolor porque los médicos generales no están capacitados para este tipo de situación. Por lo tanto, prefieren no involucrarse en estas cosas. Es un fastidio tener que pedir formularios de recetas etcétera cuando no sabe muy bien cómo gestionar estas cosas [la prescripción de opioides].

Sin embargo, para los pacientes esto a menudo significa agregar pasos adicionales, como pedir más citas en la clínica del dolor y hacer más viajes al hospital. También parece generar la prescripción excesiva de analgésicos débiles por parte de los médicos que no recetan opioides, pero que retrasan la remisión de sus pacientes a especialistas en dolor o cuidados paliativos. Varios médicos especializados en el dolor y la atención paliativa se quejaron de que la falta de conocimiento sobre el manejo del dolor de sus colegas llevaba al uso excesivo de medicamentos para el dolor que se venden sin receta médica, los cuales, cuando se utilizan prolongadamente, pueden causar daños graves e irreversibles en el aparato digestivo y los riñones. El doctor Jesús Medina, un médico del Instituto Palia, describió una situación que él y sus colegas ven con frecuencia: “Los pacientes llegan en etapas muy avanzadas. Han estado tomando analgésicos no opioides durante años. Los médicos ya han arruinado sus estómagos. Ya tienen problemas renales debido al uso excesivo de fármacos antiinflamatorios no esteroideos (AINE) (...) Los AINE son mucho más peligrosos que los opioides. Los efectos secundarios de los narcóticos se pueden controlar. Tenemos pacientes geriátricos que han estado utilizando los AINE a diario de 11 a 14 meses. Por supuesto que ya tienen severos problemas gastrointestinales. Están perjudicados nutricionalmente, ya que no están comiendo porque les duele comer”.

La doctora Araceli García Pérez de Ciudad Guzmán describió situaciones parecidas: “A veces, cirujanos, ginecólogos, oncólogos tienen pacientes que son terminales y que deberían estar en cuidados paliativos (...) Los oncólogos no saben cómo tratar a los pacientes con dolor. He visto a pacientes [sufriendo dolores entre moderados y severos] a los que [los oncólogos] siguen dando paracetamol, paracetamol y paracetamol. Yo les pregunto por qué. Dicen que es lo único que hay. Los pacientes que ya están casi en las últimas (…) y aún así siguen dándoles paracetamol. Ellos [los médicos] sienten pánico ante la idea de la morfina”.

Una paciente que estaba recibiendo 50 mg de morfina al día nos dijo que su oncóloga le recomendó que dejara inmediatamente de tomar morfina después de una colectomía. La oncóloga aparentemente no se dio cuenta de que esto habría hecho que su paciente sufriera de síndrome de abstinencia. Por suerte, la paciente consultó a su médico del Instituto Palia antes de seguir la recomendación de la oncóloga. El doctor Jesús Medina, el médico que la trataba en el Instituto Palia, dijo a Human Rights Watch que se encuentra regularmente con historias como esta.

El acceso a los cuidados paliativos para niños El caso de Antonio Méndez

Antonio Méndez, el hijo menor de una familia de clase media de Tepatitlán de Morelos, una ciudad de unos 100.000 habitantes en el estado de Jalisco, tenía casi seis años cuando sus padres se dieron cuenta de que tenía un ganglio significativamente hinchado en el cuello en 2008. Pensando que sería una infección común, un médico local le recetó unos antibióticos. Sin embargo, ni esto ni un segundo ciclo de antibióticos lograron reducir la inflamación. Aunque Antonio comía bien, sus padres dijeron que también había empezado a perder peso inexplicablemente. Preocupados por su salud, lo llevaron a un hospital de Guadalajara para una biopsia. Los resultados dieron positivo para un tipo raro de cáncer llamado rabdomiosarcoma, un tumor maligno de los músculos.

Cuando los investigadores de Human Rights Watch lo visitaron en febrero de 2012, Antonio tenía nueve años y había estado recibiendo quimioterapia y radioterapia durante tres años y medio en un hospital de Guadalajara, a unos 80 kilómetros de su casa. Su pronóstico no era bueno: tenía metástasis en la cabeza y en los pulmones. En aquel momento, Antonio tenía un tumor visible en el cuello y recientemente también se le había hinchado un ojo. Decidimos no entrevistarlo porque estaba experimentando graves molestias, pero sí hablamos con sus padres.

Los padres de Antonio sabían que el cáncer de su hijo era incurable y estaban listos para aceptar el hecho de que iba a morir. Cada vez se habían vuelto más reacios a continuar con la quimioterapia debido al impacto que los efectos secundarios tenían sobre Antonio. En palabras de su madre: “Antonio lleva tres años en quimioterapia. Solo [tuvo] un [descanso] de tres meses cuando le dieron radioterapia (…) Las consecuencias de la quimioterapia fueron muchas: hemorragia, estreñimiento, náuseas, vómitos, el sistema inmunológico débil, bajo recuento de plaquetas, meningitis (...) Este mes, la quimio le quemó un poco una vena aquí. La quimioterapia tiene muchas consecuencias...”.

Aunque su familia estaba dispuesta a centrarse en el tratamiento enfocado en su calidad de vida más que en la cura, el hospital no contaba con una unidad de cuidados paliativos ni personal capacitado en este tipo de atención. Ninguno de los médicos del hospital les planteó la opción de los cuidados paliativos a pesar de que Antonio era un buen candidato para ellos, y de que Guadalajara, donde estaba recibiendo tratamiento, tiene varios hospitales que ofrecen medicina paliativa, incluso para niños. En lugar de ofrecer cuidados paliativos, la oncóloga de Antonio les convenció para que siguieran con la quimioterapia. Tal como nos contó la madre de Antonio: “Cuando me dijeron hace un año que el cáncer se había infiltrado, dije: “No vamos a darle más quimioterapia”. Pero el doctor dijo: “Si no le dan quimioterapia, [la muerte] ocurrirá antes”.

Sin otra alternativa, los padres de Antonio dieron su consentimiento para continuar con la quimioterapia a pesar de su recelo.

Cuando nos reunimos con ellos, los padres de Antonio no tenían ni idea de lo que era la medicina paliativa, a pesar de que coincidía casi exactamente con los deseos que tenían para el cuidado de su hijo. Lamentablemente, señalaron, era muy difícil hablar de sus prioridades para el cuidado de su hijo con la oncóloga. A pesar de que la madre de Antonio pensara que era una doctora muy competente, ésta no estaba dispuesta a participar en las discusiones sobre el cuidado de Antonio. Según su madre: “La oncóloga de Antonio es de pocas palabras. Te da el diagnóstico pero nunca explica nada. Nunca, jamás. Y no le gusta que le hagas preguntas. Si sigues preguntando, ella te para como diciendo “ya basta”. El padre de Antonio añadió: “Mejor que ni pregunte porque es muy sensible”.

En diciembre de 2011, Antonio empezó a sufrir dolores agudos. Su madre cuenta que lloraba mucho y se agarraba la cabeza. La oncóloga lo derivó a la unidad de tratamiento del dolor del hospital, donde un médico le recetó morfina. Sin embargo, las instrucciones que el médico les dio a los padres de Antonio decían que le dieran un cuarto de comprimido de morfina en la mañana y otro por la noche. Si sufría mucho dolor, el doctor les dijo que le dieran tres o cuatro dosis al día. Estas instrucciones son inconsistentes con las recomendaciones de la OMS para el tratamiento del dolor por cáncer, que estipulan que los pacientes deben recibir morfina cada cuatro horas para garantizar un alivio continuado del dolor. Como resultado, Antonio seguía sufriendo dolor durante gran parte del día. Con el tiempo, su madre empezó por sí misma a darle morfina cada cuatro horas cuando se encontraba muy mal.

Los médicos de la clínica del dolor tampoco les proporcionaron información adecuada sobre los efectos secundarios de la morfina. Su madre dijo que “en realidad, nunca me hablaron de ello”. Como resultado, Antonio padecía estreñimiento y náuseas sin el tratamiento adecuado. Así lo describió su madre: “Cuando se la di [la morfina] por primera vez (...) empezó a dolerle el estómago 20 minutos después. ¿Cuál es el sentido de quitarle dolor si causamos otros [síntomas] (...)?” Tuvimos que ir hasta Guadalajara para preguntar”.

La madre de Antonio también dijo que se preocupó —innecesariamente— por el hecho de que si su hijo recibía morfina ahora podría dejar de funcionar cuando su dolor empeorara: “Me dije: ‘Bueno, se la daré más a menudo’, pero al mismo tiempo pensaba: ‘Si se la doy más a menudo, cuando experimente ese dolor tan intenso ya no le hará efecto”. La enfermedad de Antonio creó un enorme estrés y estado de ansiedad en la familia, algo que un equipo de cuidados paliativos podría haber ayudado a mitigar. La madre de Antonio, por ejemplo, describió la crisis nerviosa que estuvo a punto de sufrir una semana antes de nuestra visita en febrero de 2012: “La semana pasada me sentí tan mal cuando vi el ojo de Antonio así [de hinchado]. He vivido la enfermedad con Antonio durante tres años (...) y ha estado gravemente enfermo (...) Aún así, [fue la primera vez] que dije: “No, ahora le toca a mi marido, ya no quiero ver más”. Y al mismo tiempo me dije: “¿Qué pasa si mi hijo ve que su madre ya no está presente?”, así que me quedé. Pero sí, emocionalmente, estuve a punto de renunciar la semana pasada”.

Lo que pesó más sobre los padres de Antonio fue la falta de información sobre lo que iba a pasar conforme su hijo se deterioraba y sobre cómo debían cuidarlo. Estaban a cargo del cuidado de un niño que se estaba muriendo y nadie les explicó lo que cabía esperar o cómo lidiar con ello. Cuando el personal de Human Rights Watch se ofreció a ponerles en contacto con una pediatra en Guadalajara especializada en cuidados paliativos pediátricos, una de las primeras preguntas de la madre de Antonio fue: “Su oncóloga no ha hablado conmigo honestamente sobre lo que puede suceder. ¿Podrá [la especialista en cuidados paliativos] hablarme abiertamente de eso?”

La doctora de atención paliativa pediátrica, Yuriko Nakashima, trató a Antonio durante sus últimos meses de vida, para controlar su dolor y otros síntomas, y asistiéndolo a él y a sus padres por teléfono y video entre las visitas a domicilio. Antonio finalmente murió en paz en mayo de 2012.

La falta de servicios de cuidados paliativos para niños

La OMS define los cuidados paliativos para los niños como “la atención total activa prestada al cuerpo del niño, su mente y espíritu”, así como el apoyo a la familia. La atención paliativa para los niños incluye esfuerzos para evaluar y tratar el dolor; el suministro de medicamentos en las formulaciones adecuadas para los niños; apoyo para el niño a través del juego, la educación, el asesoramiento y otros métodos; comunicación adecuada con los niños sobre la enfermedad, y la comunicación con, y el apoyo para, la familia. También debería abordar la protección del niño, ya que algunos niños gravemente enfermos son vulnerables a la explotación, el abuso y la negligencia. Por esto, los cuidados paliativos para los niños requieren experiencia pediátrica, incluyendo síntomas y enfermedades específicas de los niños, así como experiencia en psicología infantil y protección de los niños.

Los cuidados paliativos son muy importantes para los niños con enfermedades terminales. Para los niños, una enfermedad grave, el dolor, las hospitalizaciones y los procedimientos médicos invasivos pueden ser a menudo profundamente desconcertantes y traumatizantes y pueden causar un gran sufrimiento. Para los padres y cuidadores, ver a un niño sufrir por los síntomas y procedimientos médicos, equilibrar las necesidades del enfermo con las de otros hijos y encarar la perspectiva de la posible muerte del niño, son causas de gran angustia. Los cuidados paliativos pediátricos pueden ayudar tanto a los niños como a los padres a lidiar con estas difíciles circunstancias, mediante el alivio de los síntomas físicos, la reducción del dolor debido a procedimientos médicos y la mejora de la comunicación entre los profesionales de la salud, los niños y los padres acerca de la enfermedad y el pronóstico del niño.

Miles de niños en México necesitan cuidados paliativos cada año, incluyendo a los más de 1.500 niños que mueren de cáncer cada año. Los médicos de la unidad de cuidados paliativos del Instituto Nacional de Pediatría (INP) en la Ciudad de México, el mayor hospital de niños del país, calculan que alrededor de un 40 por ciento de todos los niños que reciben tratamiento en este hospital de atención terciaria padecen enfermedades terminales y potencialmente requieren cuidados paliativos. Un estudio de más de 1.000 niños atendidos por la unidad de cuidados paliativos del INP descubrió que alrededor de un 38 por ciento de los pacientes tenía cáncer; casi un 30 por ciento padecía enfermedades neurológicas graves, como epilepsia, encefalopatía e hidrocefalia, y el resto, una variedad de otras condiciones. Una revisión de los síntomas de una muestra de estos pacientes mostró que un 70 por ciento sufría secreciones bronquiales o de la orofaringe (secreciones húmedas de la boca o de la garganta que causan un desagradable estertor) y que un 67 sufría dolor agudo.

Al igual que en el caso de los adultos, muy pocos hospitales ofrecen cuidados paliativos pediátricos, lo que significa que este servicio de salud es inaccesible para muchas familias que lo necesitan. Los niños salen aún peor parados, ya que solo seis hospitales en todo México —el Instituto Nacional de Pediatría, el Hospital General Dr. Manuel Gea González en la Ciudad de México, el Hospital Civil de Guadalajara, el Hospital del Niño en Toluca, Hospital del Niño en Morelos y el Hospital Infantil Teletón de Oncología, un hospital de caridad— disponen de equipos de cuidados paliativos pediátricos especializados. El resto de los más de 40 hospitales en México que atienden a niños con cáncer y otras enfermedades avanzadas no tienen unidades de cuidados paliativos.

El hospital de especialidades pediátricas en Tuxtla Gutiérrez, Hospital de Especialidades Pediátricas, es un ejemplo. Este hospital, que abrió sus puertas en 2006, ofrece servicios integrales de salud de atención secundaria para niños en Chiapas, incluyendo tratamiento para el cáncer y otras enfermedades terminales. Es el único hospital de este tipo en todo el estado. El departamento de oncología del hospital trata a unos 60 niños con cáncer al año. De acuerdo con los oncólogos del hospital, solo alrededor del 20 por ciento de estos niños sobrevive.

Sin embargo, el hospital no cuenta con una unidad de cuidados paliativos, nadie en el personal tiene formación en este tipo de atención y ningún médico tiene licencia para prescribir analgésicos opioides fuertes para el dolor crónico. Los niños que son incurables son enviados a casa y les dicen que deben volver cada dos semanas para las citas de seguimiento. Los pacientes que requieren tratamiento para el dolor son derivados al hospital regional, que cuenta con una clínica del dolor, pero carece de personal capacitado específicamente en el control del dolor pediátrico. El hospital no dispone de un servicio de asistencia por teléfono para apoyar a los padres de los niños que se están muriendo en sus casas. Cuando un niño tiene complicaciones o un ataque de dolor no tienen otra opción que ir a la sala de emergencias del hospital. Sin embargo, para muchos pacientes, este viaje puede ser de muchas horas.

Los oncólogos del hospital lamentaron no poder ofrecer cuidados paliativos. Uno de ellos dijo a Human Rights Watch: “Creo que la atención paliativa es muy importante porque muchos pacientes sienten que ya no vamos a atender sus necesidades, que los estamos abandonando. Si tuviéramos medicamentos paliativos, podríamos seguir teniendo apoyo del hospital”.

Dos modelos de cuidados paliativos pediátricos: Morelos y el Estado de México

Las experiencias de dos hospitales públicos para niños en el centro de México que visitamos demuestran cómo una inversión relativamente modesta en cuidados paliativos, combinada con un fuerte liderazgo, puede lograr resultados significativos en la mejora de la atención a los niños con enfermedades incurables o terminales. Los dos hospitales —el Hospital del Niño en Toluca, Estado de México, y el Hospital del Niño en Cuernavaca, Morelos— establecieron programas de cuidados paliativos en 2013.

Ambos hospitales utilizan modelos muy similares para proporcionar esta atención paliativa. Ambos tiene al menos a un miembro del equipo dedicado a tiempo completo a los cuidados paliativos y a coordinar la atención a los pacientes. Los dos hospitales cuentan con servicios de atención a domicilio y ofrecen apoyo durante las 24 horas del día a los pacientes y los padres vía teléfono y/o mensaje de texto. Las administraciones de ambos hospitales también han designado un espacio físico —en Cuernavaca, una sala de intervenciones, y en Toluca, una pequeña consulta— al servicio de cuidados paliativos.

En ambos hospitales, la decisión de referir a un niño a cuidados paliativos es tomada por el médico que lo atiende, generalmente cuando se interrumpe el tratamiento curativo. Después de que se remite a un menor, el médico trabaja con el equipo multidisciplinario de cuidados paliativos para desarrollar un plan de atención para el paciente; se convoca una reunión con la familia para hablar sobre el pronóstico del niño y las opciones de cuidado; la familia recibe una formación en la prestación de atención básica en el hogar e información de contacto de emergencia para los servicios de cuidados paliativos; y, en última instancia, en la mayoría de los casos, el niño regresa a su casa, donde recibe visitas regulares de los miembros del equipo de cuidados paliativos.

En Toluca, hasta junio de 2014, el servicio de cuidados paliativos había tratado a 138 niños con enfermedades terminales o incurables desde que empezó a funcionar en febrero de 2013. En el momento en que el equipo de Human Rights Watch visitó el hospital, 59 de estos pacientes habían fallecido, más de la mitad en sus hogares. En su primer año de operación, el servicio de cuidados paliativos de Cuernavaca había tratado a 58 niños. Tres cuartas partes de los 45 niños que habían fallecido lo hicieron en sus hogares.

Los directores y el personal de ambos hospitales dijeron que los comentarios de los pacientes y sus familias sobre el servicio de cuidados paliativos habían sido muy positivos. Por otra parte, también señalaron que las estancias hospitalarias de estos niños eran a menudo más cortas que antes, lo que podría dar lugar a ahorros de costos para el hospital. Dijeron que esto era particularmente el caso de los niños que requieren ventiladores las 24 horas del día, debido a graves malformaciones neurológicas o congénitas.

Anteriormente, muchos de estos niños no tenían otra opción que permanecer en el hospital durante prolongados períodos de tiempo, mientras que los servicios de cuidados paliativos han permitido que muchos de ellos obtengan estos servicios en casa.


Ambos hospitales también reconocieron afrontar desafíos. Los equipos de cuidados paliativos afirmaron que, al principio, se toparon con una resistencia significativa por parte de algunos médicos que no querían referir a sus pacientes a la unidad de cuidados paliativos. Aun así, dijeron que con el tiempo habían superado gran parte de esta resistencia gracias a la formación y las experiencias directas. Ahora, muchos médicos reconocen los beneficios de los cuidados paliativos para sus jóvenes pacientes. Sin embargo, los hospitales se quejaron de la falta de personal adecuado y de cobertura de seguro para los cuidados paliativos, así como de las dificultades para prescribir medicamentos opioides.

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