La experiencia de las personas que necesitan cuidados paliativos en México
* * copiado tal
cual del informe “Cuidar cuando no es posible curar. Asegurando el derecho a
los cuidados paliativos en México” de Human Rights Watch
Casi 600.000
personas mueren cada año en México, casi la mitad como consecuencia de enfermedades
crónicas como problemas cardiovasculares y pulmonares, diabetes, VIH o cáncer.
Otros cientos de miles de mexicanos padecen etapas anteriores de éstas y otras enfermedades
crónicas. En el transcurso de su enfermedad, muchas de estas personas experimentan
síntomas debilitantes como dolor, disnea, ansiedad y depresión. Para garantizar
una atención médica adecuada para muchas de estas personas, el acceso a cuidados
paliativos y medicamentos para el dolor es esencial. Sin estos servicios
sufrirán innecesariamente, socavando su calidad de vida y la de sus familiares
en sus últimos días de vida.
En el transcurso
de nuestra investigación, recogimos testimonios de decenas de pacientes y sus
familias acerca de los desafíos que afrontaron para conseguir cuidados
paliativos. Aunque algunos pacientes dijeron que tuvieron acceso a una atención
paliativa completa, la inmensa mayoría de los pacientes no tuvo ningún acceso a
cuidados paliativos o consiguió este tipo de atención con gran dificultad,
retrasos o con frecuentes interrupciones.
La disponibilidad de cuidados paliativos en
México
Human Rights Watch
estima que muchos miles de personas en México no tienen acceso a ningún tipo de
cuidados paliativo ya que este servicio aún no está disponible en la mayor parte
del país, especialmente fuera de las capitales estatales. Una revisión de dos estudios
recientes de los servicios paliativos y las clínicas para el dolor, presentado
en el Anexo 1, muestra que cinco de los 32 estados de México —Campeche,
Hidalgo, Quintana Roo, Tlaxcala y Zacatecas—, con una población combinada de
casi 7,5 millones de habitantes, no disponen de ningún tipo de servicio de cuidados
paliativos en el sistema de salud pública; uno de esos estados, Tlaxcala, ni
siquiera tiene un hospital con una clínica para tratar el dolor. Otros cinco
estados tienen solo un servicio de cuidados paliativos, que en todos los casos
está ubicado en la ciudad capital. Sólo cinco de los estados mexicanos
—Guanajuato, el Estado de México, Nuevo León, Tamaulipas y Veracruz— disponen
de servicios de cuidado paliativo y/o clínicas del dolor en múltiples ciudades.
El mapa 1 muestra la distribución de las unidades de cuidados paliativos y las clínicas
del dolor en todo el país.
Solo en la Ciudad
de México existen unidades de cuidados paliativos en al menos un hospital de
cada uno de los tres organismos mayores de servicios médicos de México, IMSS,
ISSSTE y Seguro Popular. Durango, Guanajuato y Jalisco son los tres únicos
estados en los que hay hospitales asociados a estos tres organismos de salud
que disponen de cuidados paliativos y/o clínica del dolor. Otros nueve estados
cuentan con una unidad de cuidado paliativo o clínica del dolor en hospitales
asociados a dos de estos tres organismos federales de servicios médicos. Como
las compañías de seguros de México únicamente aceptan sus propias pólizas,
muchas personas que necesitan cuidados paliativos pueden encontrarse con que no
tienen acceso a atención médica en determinados hospitales por no tener el
seguro adecuado.
Tal como muestra
el Mapa 1, la situación es especialmente grave para las personas que viven
fuera de las capitales estatales. Tanto en Chiapas como en Jalisco, dos de los estados
más poblados de México, hay decenas de ciudades grandes y medianas que no cuentan
con ningún tipo de servicio paliativo o clínicas del dolor. Nuestra
investigación encontró que en Chiapas, Jalisco y Nuevo León, los cuidados paliativos
se concentraban casi exclusivamente en las capitales. El Mapa 2, véase la
sección titulada “El acceso a analgésicos fuertes”, muestra las distancias que
las personas en las comunidades de todos estos estados deben recorrer para acceder
a los cuidados paliativos y el tratamiento del dolor. Por el contrario, el
Estado de México, donde hay unidades de cuidados paliativos en los hospitales de
seis ciudades diferentes, las distancias son significativamente menores.
El caso de Ximena Pérez
Ximena Pérez era
una madre y abuela de 57 años que vivía con varios de sus hijos, nietos y tenía
algunos animales en una casa a las afueras de San Cristóbal de las Casas, una ciudad
en Chiapas. Pérez trabajó en una panadería hasta que enfermó en 2012. Un agudo
dolor en el lado derecho del estómago fue la primera señal de que algo andaba
mal. Pérez inicialmente pensó que tenía un ataque de gastritis, pero cuando el
dolor no se le pasó decidió consultar a un médico. Un doctor local la examinó y
descubrió que su vesícula biliar era significativamente mayor de lo normal. Una
tomografía encontró un tumor en el hígado.
El médico derivó a
Pérez a un cirujano de un hospital general local para ver si el tumor podía ser
extirpado. Su familia pidió una cita. Cuando llegó el día de la cita, el dolor
de Pérez se había vuelto prácticamente insoportable. Ella le dijo a un
investigador de Human Rights Watch: “[Me ha dolido] todo el día, todo el día
(...) De verdad, no puedo aguantarlo más”. También dijo que ya no podía dormir
más de media hora seguida.
Cuando llegó al
hospital, a Pérez le esperaba una desagradable sorpresa. El cirujano que la
tenía que operar no estaba allí así que la cirugía tuvo que ser reprogramada
para un mes más tarde. Pérez le dijo al personal del hospital que sufría un
dolor muy intenso, pero sólo recibió analgésicos que se venden habitualmente
sin receta en las farmacias y que no se recomiendan usar por más de unos días
debido a sus efectos secundarios. La hija de Pérez describió la situación: “Mi
mamá vino [al hospital] con mucho dolor, pero nadie le prestó atención (...) Solo
le dieron ketorolac, pero eso no llegó a controlarle el dolor (...) Le pregunté
al médico qué es lo que tenía mi mamá (...) Nos dijeron que teníamos que
esperar a la cita con el oncólogo (...) La cita fue cancelada y se hizo otra para
un mes después (...) Pero mi madre pasó mucho tiempo sufriendo”.
La propia Pérez
dijo: “Cuando salí [del hospital] lo hice llorando porque me dolía [tanto]”. La
familia se enteró de que había una clínica para el tratamiento del dolor en
Tuxtla Gutiérrez, la capital de Chiapas, pero el estado de salud de Pérez era
demasiado malo para que pudiera hacer un viaje que les llevaría casi todo un día.
La familia de Pérez le dijo a un investigador de Human Rights Watch que no
sabían qué hacer.
Unas semanas antes
de nuestra entrevista, un vecino le dijo a la familia que en San Cristóbal
había un médico de atención primaria que se estaba especializando en la atención
paliativa y el tratamiento del dolor. La familia pidió una cita con el médico y
este la examinó y le recetó analgésicos opioides. Pérez le dijo a Human Rights
Watch: “Doy gracias a Dios por este médico porque con esta [medicina] puedo
soportarlo”.
En busca de cuidados paliativos
Decenas de
pacientes que entrevistamos habían logrado acceder a cuidados paliativos en el momento
de la entrevista, pero dijeron que habían sufrido importantes retrasos —de
incluso meses—en recibir esta atención. En la mayoría de estos casos, los
hospitales a los que acudieron no ofrecían cuidados paliativos, pero estos
tampoco los remitieron a proveedores que sí los ofrecían. Como resultado,
sufrieron los síntomas sin el debido control, hasta que finalmente encontraron
a un proveedor de cuidados paliativos por su cuenta.
Muchas de estas
personas describieron que sus esfuerzos de búsqueda de mejores opciones de
atención eran cada vez más desesperados y narraron cómo finalmente, gracias a
la información boca a boca y a menudo ya en un estado avanzado de la enfermedad,
terminaban encontrando un programa de cuidados paliativos. Por ejemplo,
Guadalupe Herrera, una paciente con diabetes avanzada, dijo que sufrió un
severo dolor neuropático durante más de un año. Contó que tenía problemas para
ponerse los zapatos debido a una sensación de ardor en los pies: “Es como si
alguien estuviese metiéndome agujas en los pies”. Herrera describió su
sufrimiento a un investigador de Human Rights Watch: “Volví a la clínica local cuando
los analgésicos normales dejaron de hacer efecto. Me dijeron que el ardor era
por la diabetes. Era como si me dijeran que tenía que vivir así [con este
dolor], que no tenía remedio (...) El dolor hace que me deprima. Mi estado de
ánimo se ve muy afectado por el dolor. Soy muy llorona, pero a veces me duele
demasiado”.
Hay múltiples
razones que explican este tipo de retrasos en la prestación de cuidados paliativos:
los médicos pueden pensar que son capaces de proporcionar una atención adecuada
por sí mismos pese a no tener ningún tipo de formación en la atención
paliativa; pueden ser reacios a derivar a los pacientes a otros departamentos
de su hospital u otras instituciones; la ausencia de protocolos de referencia de
pacientes e información sobre hospitales que ofrecen cuidados paliativos
complica las derivaciones, así como también el hecho de que los seguros de
salud solo aceptan sus propias pólizas y la falta de servicios de cuidados
paliativos en otros hospitales cercanos.
La situación en
una institución especializada en cuidados paliativos y el tratamiento del dolor
en el área de Zapopan de Guadalajara ofrece un ejemplo particularmente
ilustrativo de cómo la falta de un sistema de referencia de pacientes y las
referencias tardías causan un sufrimiento innecesario. El Instituto Jalisciense
de Alivio del Dolor y Cuidados Paliativos (Instituto Palia) es una institución
del gobierno del estado de Jalisco que ofrece un programa de tratamiento del
dolor y cuidados paliativos a los pacientes independientemente de si tienen
seguro médico o no. Cuenta con varios equipos multidisciplinarios que visitan a
los 37 Entrevista de Human Rights Watch con Guadalupe Herrera (pseudónimo), en
Guadalajara. pacientes del área metropolitana de Guadalajara en sus domicilios
para proveerles cuidados paliativos. Es una institución única en México que
ofrece un servicio —atención completa a domicilio por un equipo formado por un
médico, un enfermero, un trabajador social y un psicólogo— que pocas otras
instituciones en el país pueden igualar.
Sin embargo, según
el personal del Instituto Palia, menos del 50 por ciento de sus pacientes son
referidos por médicos de otras instituciones. Aunque el instituto no recopila
datos sobre las fuentes de remisión, todos los médicos de la institución que
entrevistamos lamentaron el hecho de que tan pocos médicos de otros hospitales
les refieren directamente sus pacientes o de que lo hicieran muy tarde, a pesar
de no disponer de la capacidad para atenderlos adecuadamente por sí mismos. La
doctora Rosa Margarita Álvarez, una de los médicos, comentó: “La mayoría de
nuestros pacientes son referidos por otros pacientes u otra persona [no
médicos]. El ochenta por ciento viene con dolor que no ha sido tratado
adecuadamente”.
La doctora Karla
Madrigal, otro médico del instituto, dijo a Human Rights Watch: “Muy a menudo
los pacientes son referidos tarde. Con frecuencia, la gente viene a nosotros
cuando ya están casi en su lecho de muerte. Cuando vas [a sus hogares] al día
siguiente el paciente ya ha muerto. Nos los envían al final (...) [La familia]
está desesperada, alguien les habla de nosotros...”.
El caso de María García
Cuando
entrevistamos a María García, una mujer de unos 70 años, vivía en una modesta casa
en San Juan de los Lagos, un pequeño pueblo de Jalisco, con su marido, hija
menor y un bebé que era su nieto. Llevaba postrada en la cama dos años como
resultado de un tumor metastásico en la espalda que la había dejado paralizada.
García había
enfermado unos años antes cuando empezó a sentir un dolor en la pierna, que
luego se extendió a su columna vertebral. Durante un tiempo toleró el dolor,
pero finalmente fue al médico, que descubrió que tenía tumores en la espalda y
la pierna. García fue sometida a una cirugía para amputarle parte de una pierna
y extirpar el tumor en la espalda. Sin embargo, la operación le causó daños en
los nervios de la médula espinal, lo que la dejó incapaz de andar.
García empezó a
tener una serie de necesidades de salud, desde tratamiento para un dolor cada
vez más intenso a cuidados de la piel —la gente que está postrada en la cama a menudo
desarrolla úlceras de presión— y atención psicosocial. Aunque tenía un seguro a
través del Seguro Popular, el hospital local de San Juan de los Lagos no
contaba con un servicio de cuidados paliativos. Su médico le recetó analgésicos
pero no eran lo suficientemente fuertes como para mitigar su dolor. García
necesitaba morfina u otro medicamento opioide para el dolor, pero San Juan de
los Lagos no tenía médicos que los recetaran ni farmacias que los vendieran.
García les dijo a los investigadores de Human Rights Watch que su dolor era muy
agudo: “Casi me desmayo. Siento que me va a dar un ataque al corazón (...) Es como
si me llegaran descargas eléctricas de donde tengo la prótesis. Tengo descargas
que van arriba y abajo. Grito, lloro. No sé lo que hago”.
Debido a que era
imposible obtener la atención adecuada a nivel local, la familia de García la
llevó a Aguascalientes y Guadalajara, un viaje difícil de hora y media para una
mujer paralizada y con dolores agudos. Un hospital en Guadalajara le suministró
a García una bomba de infusión de morfina que le ayudó a controlar el dolor.
Sin embargo, en el
momento en que la entrevistamos, García ya no podía trasladarse a Guadalajara
para los chequeos. Su marido, ya envejecido, tenía que viajar una vez al mes al
hospital para comprar un nuevo suministro de morfina, que no está cubierto por
el Seguro Popular. El equipo de cuidados paliativos en el hospital de
Guadalajara tuvo que llevar el caso de García a distancia y ajustar su
tratamiento sin poder examinarla.
Las dificultades de viajar
Nos encontramos
con este escenario en repetidas ocasiones en nuestras entrevistas, de personas
con enfermedades terminales y, a menudo, en una condición de rápido deterioro, que
viajaban largas distancias, a veces de hasta seis y ocho horas en autobús, con
el fin de recibir cuidados paliativos, o de personas que los recibían de forma
remota. Sin ningún hospital cerca de casa que ofrezca atención paliativa, ni ningún
sistema para remitir a los pacientes a hospitales que sí la ofrecen, estas
personas se enfrentan a una elección poco envidiable: o viajar largas
distancias, a menudo en autobuses destartalados, con el fin de acceder a
cuidados paliativos, o pedirles a sus familiares que hagan el viaje para conseguir
las recetas y recibir una atención no tan buena.
Este escenario es
muy común por la sencilla razón de que el diagnóstico y el tratamiento para
enfermedades que limitan la vida a menudo están solo disponibles en
instituciones de atención terciaria. Como los médicos de atención primaria no
cuentan con el equipo o el conocimiento para tratar cáncer o enfermedades del
corazón, por ejemplo, por lo general derivan a los pacientes a instituciones de
atención secundaria en cuanto sospechan que puede tratarse de una enfermedad
grave. En muchos casos, este proceso se repite en el segundo nivel de atención
y los pacientes son referidos a un hospital especializado. Con cada nueva
referencia, la distancia que los pacientes deben recorrer para acceder al
tratamiento aumenta, ya que los hospitales especializados tienden a concentrarse
solo en las principales áreas metropolitanas.
Para la atención
curativa, el costo y la inconveniencia de ese tipo de viajes pueden ser inevitables
dado que muchos de los centros de atención primaria y secundaria no tienen los
especialistas, los equipos de diagnóstico, la capacidad de laboratorio y las
opciones de tratamiento disponibles para atender adecuadamente a los pacientes
con enfermedades complejas. Sin embargo, esto no es cierto en el caso de los
cuidados paliativos, ya que para la mayoría de los pacientes no requieren
ninguna intervención compleja y pueden ser administrados en niveles más bajos
de atención. Además, como hemos visto en varios de los testimonios anteriores,
viajar es extremadamente difícil para las personas con enfermedades terminales,
por lo que es aún más importante que los cuidados paliativos estén disponibles
en el hogar o cerca de él.
Cuando las
personas que padecen una enfermedad terminal sólo pueden acceder a los cuidados
paliativos viajando largas distancias hasta hospitales de atención terciaria,
el objetivo principal de esta atención —salvaguardar la dignidad de estas
personas— no se cumple. Los legisladores mexicanos se mostraron claramente
conscientes de ese hecho cuando aprobaron las enmiendas a la Ley General de
Salud e incluyeron de manera explícita el derecho a recibir cuidados paliativos
en el hogar. Sin embargo, los servicios de cuidados paliativos no se han
descentralizado lo suficiente como para permitir que las personas puedan
recibirlos en sus hogares o cerca de ellos.
Nos topamos con
esta situación una y otra vez cuando visitamos el Instituto Nacional de Cancerología
de México (INCan) en la Ciudad de México. Entrevistamos a varios pacientes que
se encontraban en sus últimas semanas de vida y que habían llegado al hospital
en un estado terrible, tras viajar durante horas en autobús. En algunos casos,
los familiares llevaban a sus seres queridos en brazos, envueltos en mantas,
desde el autobús o el taxi hasta el hospital porque el paciente ya no podía
caminar o mantenerse en pie. También entrevistamos a numerosos familiares de
pacientes que ya no eran capaces de viajar al INCan. En esos casos, el equipo
de cuidados paliativos tenía que ajustar las decisiones de tratamiento
basándose en las descripciones de los familiares en lugar de la exploración del
paciente. A menudo, la atención ofrecida se veía reducida a la mera renovación
de las recetas. Eso era mejor que quedarse sin tratamiento, pero estaba lejos
de la calidad del cuidado que debían recibir los pacientes.
En 2012, el
servicio de cuidados paliativos del INCan llevó a cabo una revisión de los casos
de 600 pacientes con cáncer incurable atendidos en 2010, muchos de los cuales habían
vivido fuera de la Ciudad de México. Esta revisión encontró que casi un 30 por ciento
de los pacientes acudieron al servicio una sola vez, a pesar de que a todos se
les dio una cita de seguimiento. Si bien el estudio no especificaba las razones
por las cuales los pacientes no regresaron, los médicos del Instituto Nacional
de Cancerología creían que una proporción significativa no pudo regresar porque
estaban demasiado enfermos para viajar o carecían de los recursos financieros
para hacerlo.
El acceso a analgésicos fuertes
“[Siento dolor
todo el tiempo pero] cuando la comida llega a mi colon no puedo soportar el
dolor. Es como una bomba (…) En el hospital me decían que aguantara el dolor” (Liliana
Arroyo, una paciente con cáncer de colon).
El tratamiento del
dolor es un componente fundamental de los cuidados paliativos y nuestra
investigación examinó específicamente la disponibilidad y accesibilidad de los analgésicos
fuertes. Aunque los analgésicos fuertes como la morfina son relativamente baratos,
encontramos que estos medicamentos son a menudo difíciles de conseguir debido a
que pocos médicos han recibido formación para usarlos, y a que son sustancias controladas
y, por lo tanto, están sujetas a regulaciones especiales.
Las experiencias
de las personas que entrevistamos apuntan a una enorme brecha entre la disponibilidad
de medicamentos para el dolor para las personas que viven en las grandes zonas
metropolitanas o capitales de los estados y aquellas que viven en ciudades más pequeñas
y zonas rurales. Para las segundas, conseguir analgésicos opioides es muy difícil
porque muy pocos médicos fuera de las capitales estatales obtienen la licencia necesaria
para recetarlos, y casi no hay farmacias que vendan estos medicamentos. En general,
la gente en las capitales estatales tenía mejor acceso a médicos capaces de recetar
estos medicamentos, aunque a menudo afrontaban dificultades para conseguirlos debido
a la estricta regulación y la escasez de medicamentos.
El gobierno ha
anunciado medidas para tratar de resolver muchos de los problemas que identificó
nuestra investigación.
Fuera de las áreas metropolitanas: falta de
farmacias y médicos con licencia para recetar analgésicos fuertes
En gran parte de
México, existe una alarmante falta de médicos con licencias para recetar analgésicos
opioides y farmacias que los dispensen. Mientras que en las principales ciudades,
como las capitales de los estados, por lo general existen algunos médicos con estas
licencias en las clínicas del dolor o unidades de cuidados paliativos de los hospitales
principales, fuera de las grandes ciudades, a menudo es imposible encontrar a médicos
con licencia para recetar estos medicamentos o farmacias que los surtan. Los pacientes
que viven allí tienen que tomar la difícil elección entre viajar largas
distancias para acceder al tratamiento, a menudo sufriendo mucho dolor, o
padecer la enfermedad sin tratamiento. Las razones que explican la escasez de
médicos que puedan recetar estos medicamentos tienen que ver con una falta de
formación de médicos especializados en el tratamiento del dolor y diversos
requisitos burocráticos complicados para poder recetarlos, se describen en el
Capítulo III.
Como parte de
nuestra investigación en los estados de Chiapas, Jalisco y Nuevo León, tratamos
de identificar a todos los médicos que recetan analgésicos opioides para pacientes
con dolor crónico y todas las farmacias que surten estos medicamentos. Si bien hay
varios médicos con licencia para recetar analgésicos opioides y farmacias en
las ciudades capitales de los tres estados, casi no hay ninguno en el resto de
estos estados.
En Jalisco, por
ejemplo, hay 14 municipios con más de 50.000 habitantes. Solo tres de ellos
tienen médicos que receten analgésicos opioides para el dolor crónico y solo
uno — Puerto Vallarta— cuenta también con una farmacia que vende estos
medicamentos. En Chiapas, dos de los 22 municipios con más de 50.000 habitantes
fuera de Tuxtla Gutiérrez —San Cristóbal de las Casas y Tapachula— tienen
médicos que receten estos medicamentos pero solo Tapachula cuenta con una farmacia
que los vende. Ninguno de los tres municipios de Nuevo León de más de 50.000
habitantes fuera del área metropolitana de Monterrey tiene médicos que receten
opioides para el dolor crónico o farmacias que dispensen los medicamentos. El
Mapa 2 ofrece una representación visual de la situación en estos estados.
Una publicación de
Raymundo Escutia, un farmacéutico de Guadalajara, muestra una tendencia similar
en otros estados. Su investigación encontró que en 2011 tres estados no tenían
ni una farmacia que vendiera morfina oral; en otros 16 estados, no había
farmacias que vendieran estos medicamentos fuera de la capital del estado.
Como resultado,
las personas con dolor que viven fuera de las principales áreas metropolitanas
a menudo tienen que viajar hasta la capital de su estado para poder obtener o surtir
sus recetas de analgésicos fuertes. Para muchos pacientes, este tipo de viaje
presenta una barrera infranqueable porque ellos o sus familias no tienen la capacidad
—financiera o física— para recorrer largas distancias porque sus médicos no los
derivan a colegas que sí pueden recetar analgésicos opioides.
La doctora Araceli
García Pérez, la única doctora en Ciudad Guzmán, Jalisco, que receta analgésicos
opioides para el dolor crónico, describió los desafíos de sus pacientes de la siguiente
manera: “Desafortunadamente, [la mayoría de mis] pacientes no tiene muchos recursos.
Muchos no han estado nunca en Guadalajara. [Para ellos es difícil] encontrar
las farmacias especializadas donde venden [morfina] (…) Los que tienen dinero
(…) van en auto a comprar los medicamentos pero la mayoría de pacientes no
cuenta con medios y tienen un nivel cultural limitado. Para los pacientes
pobres [significa] gastar más dinero en el viaje, sin conocer Guadalajara (…)
Así que se convierte en algo imposible para ellos”.
La doctora señaló
que estos pacientes pagan más para viajar a Guadalajara que por las medicinas. El
doctor Juan José Lastra, un médico general con licencia para recetar
analgésicos opioides, tiene una consulta en Ajijic, una comunidad a las afueras
de Guadalajara donde viven muchos extranjeros jubilados, principalmente de
Estados Unidos y Canadá. Éste dijo: “Si le dices al paciente o la familia: “Aquí
está la receta, vaya a comprar la medicina”, el paciente te dice que la
necesita ya mismo. Dicen: “Me va a llevar una hora llegar a Guadalajara,
esperar media hora en el tráfico y luego de vuelta – voy a tardar tres horas”.
Un médico general
en Ajijic, dijo: “La mayoría de mis pacientes son ancianos. Generalmente tienen
problemas de salud serios, como cáncer. Normalmente el paciente no puede ir,
así que es un familiar el que tiene que hacer el viaje”.
La falta de
médicos que obtienen la licencia para recetar analgésicos opioides y la escasez
de farmacias que los vendan crean un círculo vicioso que perpetúa esta
situación insostenible. Los médicos no recetan analgésicos opioides debido a
los obstáculos que afrontan para conseguir los derechos de prescripción. Las
farmacias no disponen de los medicamentos porque no hay médicos que los
receten. Esto, a su vez, se convierte en otro motivo adicional para que los
médicos se desanimen y decidan que no vale la pena obtener la licencia: ¿Para
qué hacer todo el trabajo que les permita recetar estos medicamentos si los
pacientes ni siquiera pueden obtener los medicamentos localmente?
El acceso a tratamiento para el dolor en
áreas urbanas
Si bien la
situación en las capitales estatales es significativamente mejor que en otras áreas
más remotas, incluso allí hay una escasez de médicos autorizados a recetar analgésicos
opioides y de farmacias que los vendan. En muchos lugares, solo los médicos en
clínicas del dolor de hospitales de nivel terciario tienen derechos de
prescripción, lo que quiere decir que los pacientes solo pueden obtener estos
medicamentos si son derivados a esas clínicas. Además, incluso en las capitales
estatales, el número de farmacias que venden analgésicos opioides es muy bajo.
En el área metropolitana de Guadalajara, una ciudad de cerca de cinco millones
de habitantes, solo 15 farmacias tienen estos medicamentos en existencia. En
Tuxtla Gutiérrez, una ciudad de aproximadamente medio millón de habitantes,
solo los tienen tres farmacias.
Esto significa que
los pacientes a menudo tienen que viajar grandes distancias dentro de estas
ciudades para ir a las consultas de los médicos que recetan estos medicamentos
y a las farmacias que se los pueden surtir. Sofía González, por ejemplo, una
paciente con dolor crónico en Guadalajara, describió sus dificultades a un
investigador de Human Rights Watch: “Tengo que ir a una farmacia que venda
medicamentos fiscalizados (...) Ninguna de estas farmacias está cerca. Suelo
salir por la mañana y tengo que tomar dos autobuses. Tardo entre dos y tres
horas. A veces no los consigo. Llamo por teléfono y me dicen si lo tienen. A
veces no lo tienen (...) Intento hablar con ellos antes de que se me acaben
[los medicamentos]. Cuando me quedan solo unas gotas, se lo digo. No quiero quedarme
sin (...)”
Desafíos debido a las estrictas normas para
recetar y surtir los medicamentos y el desabastecimiento
Incluso cuando las
personas son capaces de obtener una receta para un analgésico opioide y acceder
a una farmacia que vende estos medicamentos, todavía pueden afrontar dificultades
para conseguir sus medicamentos: las estrictas regulaciones de México para las
recetas de analgésicos opioides y el suministro poco confiable a menudo llevan
a las farmacias a no poder surtir las recetas de estos medicamentos. Algunos
médicos entrevistados estimaron que las farmacias se quedan sin poder surtir
hasta un 15 por ciento de sus recetas para analgésicos opioides (véase Capítulo
III), debido a las reglas de prescripción actuales. Para los pacientes, el
resultado puede ser que se queden sin medicamentos adecuados para el dolor y
pasarse horas viajando de vuelta al médico para luego tener que regresar a la
farmacia.
Por ejemplo, José
Luis Ramírez, un paciente de Guadalajara que tiene un voluminoso tumor de
garganta, le contó a un investigador de Human Rights Watch que tuvo que volver
al hospital cuando la farmacia no tenía la marca del medicamento indicado en la
receta, aunque el mismo medicamento de una compañía farmacéutica diferente sí
estaba disponible: “Hay uno que se llama Analfin [morfina] y [solo] lo tienen
con otro nombre. Y por eso no te lo dan. Hay que volver a Palia [el hospital]
para que lo pongan [el nombre correcto]. De lo contrario no te lo pueden vender”.
Un viaje solo de
ida al hospital le lleva a Ramírez una hora y media en transporte público. El
hermano de Esmeralda Márquez, una paciente de 82 años con dolor crónico, dijo
que en varias ocasiones las farmacias no le dispensaban las recetas: “Si lleva
una receta para 15 mg, pero no lo tienen con esa dosis, no se lo venden [de
otra dosis]. Tengo que hablar con el médico y volver a Palia [el hospital] para
que me den una nueva receta. Está controlado [estrictamente]. Le dije [a mi
hermana]: ¿Sabes?, sería más fácil comprar marihuana”.
Daniela Moreno,
una paciente de dolor crónico de unos ochenta años, describió su desesperación
cuando sus familiares no consiguieron que les surtieran los medicamentos que
necesitaba: “El día en que no me tomo la pastilla, me desespero (…) Siento por
la noche, oh, no puedo dormir. Los ocho días en que no pudieron conseguirlo (…)
un día metí agua en el frasco donde habían estado las pastillas (y la bebí)
para ver si me quitaba el dolor (…) Era la desesperación”.
La reticencia a recetar opioides: ¿la labor
de un especialista?
A lo largo de
nuestra investigación, muchos de los médicos de atención primaria y oncólogos
que entrevistamos nos dijeron repetidamente que no prescriben opiáceos, ya que
lo ven como la tarea de un especialista en dolor. Estos médicos a menudo
dijeron que o bien prescriben analgésicos débiles, incluso cuando el dolor es
de moderado a severo, o derivan a los pacientes a una clínica del dolor.
El testimonio de
un oncólogo que trabaja en Tuxtla Gutiérrez y Tapachula en Chiapas es típico.
Este oncólogo dijo que nunca había tratado de obtener una licencia para recetar
analgésicos opioides a pesar de que no le resultaría difícil. Dijo que él
remitía sus pacientes privados a un experto en cuidados paliativos en Tuxtla
Gutiérrez, y los pacientes con dolor en su hospital público de Tapachula a la
clínica del dolor. El oncólogo dijo que a pesar de que rutinariamente ve a
pacientes con dolor entre moderado y severo, no tiene el “perfil” para recetar
opioides y que “prefiere que eso lo gestione un experto”.
La doctora Araceli
García Pérez de Ciudad Guzmán, el único médico con licencia para recetar
analgésicos opioides en su ciudad, de unos 100.000 habitantes, dijo: Normalmente
los pacientes tienen que ir a un especialista en dolor porque los médicos
generales no están capacitados para este tipo de situación. Por lo tanto,
prefieren no involucrarse en estas cosas. Es un fastidio tener que pedir
formularios de recetas etcétera cuando no sabe muy bien cómo gestionar estas
cosas [la prescripción de opioides].
Sin embargo, para
los pacientes esto a menudo significa agregar pasos adicionales, como pedir más
citas en la clínica del dolor y hacer más viajes al hospital. También parece generar
la prescripción excesiva de analgésicos débiles por parte de los médicos que no
recetan opioides, pero que retrasan la remisión de sus pacientes a
especialistas en dolor o cuidados paliativos. Varios médicos especializados en
el dolor y la atención paliativa se quejaron de que la falta de conocimiento
sobre el manejo del dolor de sus colegas llevaba al uso excesivo de
medicamentos para el dolor que se venden sin receta médica, los cuales, cuando
se utilizan prolongadamente, pueden causar daños graves e irreversibles en el
aparato digestivo y los riñones. El doctor Jesús Medina, un médico del
Instituto Palia, describió una situación que él y sus colegas ven con
frecuencia: “Los pacientes llegan en etapas muy avanzadas. Han estado tomando analgésicos
no opioides durante años. Los médicos ya han arruinado sus estómagos. Ya tienen
problemas renales debido al uso excesivo de fármacos antiinflamatorios no
esteroideos (AINE) (...) Los AINE son mucho más peligrosos que los opioides.
Los efectos secundarios de los narcóticos se pueden controlar. Tenemos pacientes
geriátricos que han estado utilizando los AINE a diario de 11 a 14 meses. Por
supuesto que ya tienen severos problemas gastrointestinales. Están perjudicados
nutricionalmente, ya que no están comiendo porque les duele comer”.
La doctora Araceli
García Pérez de Ciudad Guzmán describió situaciones parecidas: “A veces, cirujanos,
ginecólogos, oncólogos tienen pacientes que son terminales y que deberían estar
en cuidados paliativos (...) Los oncólogos no saben cómo tratar a los pacientes
con dolor. He visto a pacientes [sufriendo dolores entre moderados y severos] a
los que [los oncólogos] siguen dando paracetamol, paracetamol y paracetamol. Yo
les pregunto por qué. Dicen que es lo único que hay. Los pacientes que ya están
casi en las últimas (…) y aún así siguen dándoles paracetamol. Ellos [los
médicos] sienten pánico ante la idea de la morfina”.
Una paciente que
estaba recibiendo 50 mg de morfina al día nos dijo que su oncóloga le recomendó
que dejara inmediatamente de tomar morfina después de una colectomía. La oncóloga
aparentemente no se dio cuenta de que esto habría hecho que su paciente sufriera
de síndrome de abstinencia. Por suerte, la paciente consultó a su médico del Instituto
Palia antes de seguir la recomendación de la oncóloga. El doctor Jesús Medina,
el médico que la trataba en el Instituto Palia, dijo a Human Rights Watch que
se encuentra regularmente con historias como esta.
El acceso a los cuidados paliativos para
niños El caso de Antonio Méndez
Antonio Méndez, el
hijo menor de una familia de clase media de Tepatitlán de Morelos, una ciudad
de unos 100.000 habitantes en el estado de Jalisco, tenía casi seis años cuando
sus padres se dieron cuenta de que tenía un ganglio significativamente hinchado
en el cuello en 2008. Pensando que sería una infección común, un médico local
le recetó unos antibióticos. Sin embargo, ni esto ni un segundo ciclo de
antibióticos lograron reducir la inflamación. Aunque Antonio comía bien, sus padres
dijeron que también había empezado a perder peso inexplicablemente. Preocupados
por su salud, lo llevaron a un hospital de Guadalajara para una biopsia. Los
resultados dieron positivo para un tipo raro de cáncer llamado rabdomiosarcoma,
un tumor maligno de los músculos.
Cuando los
investigadores de Human Rights Watch lo visitaron en febrero de 2012, Antonio
tenía nueve años y había estado recibiendo quimioterapia y radioterapia durante
tres años y medio en un hospital de Guadalajara, a unos 80 kilómetros de su
casa. Su pronóstico no era bueno: tenía metástasis en la cabeza y en los
pulmones. En aquel momento, Antonio tenía un tumor visible en el cuello y recientemente
también se le había hinchado un ojo. Decidimos no entrevistarlo porque estaba
experimentando graves molestias, pero sí hablamos con sus padres.
Los padres de
Antonio sabían que el cáncer de su hijo era incurable y estaban listos para aceptar
el hecho de que iba a morir. Cada vez se habían vuelto más reacios a continuar con
la quimioterapia debido al impacto que los efectos secundarios tenían sobre
Antonio. En palabras de su madre: “Antonio lleva tres años en quimioterapia.
Solo [tuvo] un [descanso] de tres meses cuando le dieron radioterapia (…) Las
consecuencias de la quimioterapia fueron muchas: hemorragia, estreñimiento,
náuseas, vómitos, el sistema inmunológico débil, bajo recuento de plaquetas,
meningitis (...) Este mes, la quimio le quemó un poco una vena aquí. La
quimioterapia tiene muchas consecuencias...”.
Aunque su familia
estaba dispuesta a centrarse en el tratamiento enfocado en su calidad de vida
más que en la cura, el hospital no contaba con una unidad de cuidados
paliativos ni personal capacitado en este tipo de atención. Ninguno de los
médicos del hospital les planteó la opción de los cuidados paliativos a pesar
de que Antonio era un buen candidato para ellos, y de que Guadalajara, donde
estaba recibiendo tratamiento, tiene varios hospitales que ofrecen medicina
paliativa, incluso para niños. En lugar de ofrecer cuidados paliativos, la
oncóloga de Antonio les convenció para que siguieran con la quimioterapia. Tal
como nos contó la madre de Antonio: “Cuando me dijeron hace un año que el
cáncer se había infiltrado, dije: “No vamos a darle más quimioterapia”. Pero el
doctor dijo: “Si no le dan quimioterapia, [la muerte] ocurrirá antes”.
Sin otra
alternativa, los padres de Antonio dieron su consentimiento para continuar con
la quimioterapia a pesar de su recelo.
Cuando nos
reunimos con ellos, los padres de Antonio no tenían ni idea de lo que era la medicina
paliativa, a pesar de que coincidía casi exactamente con los deseos que tenían para
el cuidado de su hijo. Lamentablemente, señalaron, era muy difícil hablar de
sus prioridades para el cuidado de su hijo con la oncóloga. A pesar de que la
madre de Antonio pensara que era una doctora muy competente, ésta no estaba
dispuesta a participar en las discusiones sobre el cuidado de Antonio. Según su
madre: “La oncóloga de Antonio es de pocas palabras. Te da el diagnóstico pero nunca
explica nada. Nunca, jamás. Y no le gusta que le hagas preguntas. Si sigues
preguntando, ella te para como diciendo “ya basta”. El padre de Antonio añadió:
“Mejor que ni pregunte porque es muy sensible”.
En diciembre de
2011, Antonio empezó a sufrir dolores agudos. Su madre cuenta que lloraba mucho
y se agarraba la cabeza. La oncóloga lo derivó a la unidad de tratamiento del
dolor del hospital, donde un médico le recetó morfina. Sin embargo, las
instrucciones que el médico les dio a los padres de Antonio decían que le
dieran un cuarto de comprimido de morfina en la mañana y otro por la noche. Si
sufría mucho dolor, el doctor les dijo que le dieran tres o cuatro dosis al
día. Estas instrucciones son inconsistentes con las recomendaciones de la OMS
para el tratamiento del dolor por cáncer, que estipulan que los pacientes deben
recibir morfina cada cuatro horas para garantizar un alivio continuado del
dolor. Como resultado, Antonio seguía sufriendo dolor durante gran parte del
día. Con el tiempo, su madre empezó por sí misma a darle morfina cada cuatro
horas cuando se encontraba muy mal.
Los médicos de la
clínica del dolor tampoco les proporcionaron información adecuada sobre los
efectos secundarios de la morfina. Su madre dijo que “en realidad, nunca me hablaron
de ello”. Como resultado, Antonio padecía estreñimiento y náuseas sin el tratamiento
adecuado. Así lo describió su madre: “Cuando se la di [la morfina] por primera
vez (...) empezó a dolerle el estómago 20 minutos después. ¿Cuál es el sentido
de quitarle dolor si causamos otros [síntomas] (...)?” Tuvimos que ir hasta
Guadalajara para preguntar”.
La madre de
Antonio también dijo que se preocupó —innecesariamente— por el hecho de que si
su hijo recibía morfina ahora podría dejar de funcionar cuando su dolor
empeorara: “Me dije: ‘Bueno, se la daré más a menudo’, pero al mismo tiempo
pensaba: ‘Si se la doy más a menudo, cuando experimente ese dolor tan intenso
ya no le hará efecto”. La enfermedad de Antonio creó un enorme estrés y estado de
ansiedad en la familia, algo que un equipo de cuidados paliativos podría haber
ayudado a mitigar. La madre de Antonio, por ejemplo, describió la crisis
nerviosa que estuvo a punto de sufrir una semana antes de nuestra visita en
febrero de 2012: “La semana pasada me sentí tan mal cuando vi el ojo de Antonio
así [de hinchado]. He vivido la enfermedad con Antonio durante tres años (...)
y ha estado gravemente enfermo (...) Aún así, [fue la primera vez] que dije: “No,
ahora le toca a mi marido, ya no quiero ver más”. Y al mismo tiempo me dije: “¿Qué
pasa si mi hijo ve que su madre ya no está presente?”, así que me quedé. Pero
sí, emocionalmente, estuve a punto de renunciar la semana pasada”.
Lo que pesó más
sobre los padres de Antonio fue la falta de información sobre lo que iba a pasar
conforme su hijo se deterioraba y sobre cómo debían cuidarlo. Estaban a cargo
del cuidado de un niño que se estaba muriendo y nadie les explicó lo que cabía
esperar o cómo lidiar con ello. Cuando el personal de Human Rights Watch se
ofreció a ponerles en contacto con una pediatra en Guadalajara especializada en
cuidados paliativos pediátricos, una de las primeras preguntas de la madre de
Antonio fue: “Su oncóloga no ha hablado conmigo honestamente sobre lo que puede
suceder. ¿Podrá [la especialista en cuidados paliativos] hablarme abiertamente
de eso?”
La doctora de
atención paliativa pediátrica, Yuriko Nakashima, trató a Antonio durante sus últimos
meses de vida, para controlar su dolor y otros síntomas, y asistiéndolo a él y
a sus padres por teléfono y video entre las visitas a domicilio. Antonio
finalmente murió en paz en mayo de 2012.
La falta de servicios de cuidados paliativos
para niños
La OMS define los
cuidados paliativos para los niños como “la atención total activa prestada al
cuerpo del niño, su mente y espíritu”, así como el apoyo a la familia. La atención
paliativa para los niños incluye esfuerzos para evaluar y tratar el dolor; el suministro
de medicamentos en las formulaciones adecuadas para los niños; apoyo para el
niño a través del juego, la educación, el asesoramiento y otros métodos;
comunicación adecuada con los niños sobre la enfermedad, y la comunicación con,
y el apoyo para, la familia. También debería abordar la protección del niño, ya
que algunos niños gravemente enfermos son vulnerables a la explotación, el
abuso y la negligencia. Por esto, los cuidados paliativos para los niños requieren
experiencia pediátrica, incluyendo síntomas y enfermedades específicas de los
niños, así como experiencia en psicología infantil y protección de los niños.
Los cuidados
paliativos son muy importantes para los niños con enfermedades terminales. Para
los niños, una enfermedad grave, el dolor, las hospitalizaciones y los
procedimientos médicos invasivos pueden ser a menudo profundamente desconcertantes
y traumatizantes y pueden causar un gran sufrimiento. Para los padres y
cuidadores, ver a un niño sufrir por los síntomas y procedimientos médicos,
equilibrar las necesidades del enfermo con las de otros hijos y encarar la
perspectiva de la posible muerte del niño, son causas de gran angustia. Los
cuidados paliativos pediátricos pueden ayudar tanto a los niños como a los
padres a lidiar con estas difíciles circunstancias, mediante el alivio de los
síntomas físicos, la reducción del dolor debido a procedimientos médicos y la
mejora de la comunicación entre los profesionales de la salud, los niños y los
padres acerca de la enfermedad y el pronóstico del niño.
Miles de niños en
México necesitan cuidados paliativos cada año, incluyendo a los más de 1.500
niños que mueren de cáncer cada año. Los médicos de la unidad de cuidados paliativos
del Instituto Nacional de Pediatría (INP) en la Ciudad de México, el mayor hospital
de niños del país, calculan que alrededor de un 40 por ciento de todos los
niños que reciben tratamiento en este hospital de atención terciaria padecen
enfermedades terminales y potencialmente requieren cuidados paliativos. Un
estudio de más de 1.000 niños atendidos por la unidad de cuidados paliativos
del INP descubrió que alrededor de un 38 por ciento de los pacientes tenía
cáncer; casi un 30 por ciento padecía enfermedades neurológicas graves, como
epilepsia, encefalopatía e hidrocefalia, y el resto, una variedad de otras
condiciones. Una revisión de los síntomas de una muestra de estos pacientes
mostró que un 70 por ciento sufría secreciones bronquiales o de la orofaringe
(secreciones húmedas de la boca o de la garganta que causan un desagradable estertor)
y que un 67 sufría dolor agudo.
Al igual que en el
caso de los adultos, muy pocos hospitales ofrecen cuidados paliativos pediátricos,
lo que significa que este servicio de salud es inaccesible para muchas familias
que lo necesitan. Los niños salen aún peor parados, ya que solo seis hospitales
en todo México —el Instituto Nacional de Pediatría, el Hospital General Dr.
Manuel Gea González en la Ciudad de México, el Hospital Civil de Guadalajara,
el Hospital del Niño en Toluca, Hospital del Niño en Morelos y el Hospital Infantil
Teletón de Oncología, un hospital de caridad— disponen de equipos de cuidados
paliativos pediátricos especializados. El resto de los más de 40 hospitales en México
que atienden a niños con cáncer y otras enfermedades avanzadas no tienen
unidades de cuidados paliativos.
El hospital de
especialidades pediátricas en Tuxtla Gutiérrez, Hospital de Especialidades Pediátricas,
es un ejemplo. Este hospital, que abrió sus puertas en 2006, ofrece servicios integrales
de salud de atención secundaria para niños en Chiapas, incluyendo tratamiento para
el cáncer y otras enfermedades terminales. Es el único hospital de este tipo en
todo el estado. El departamento de oncología del hospital trata a unos 60 niños
con cáncer al año. De acuerdo con los oncólogos del hospital, solo alrededor
del 20 por ciento de estos niños sobrevive.
Sin embargo, el
hospital no cuenta con una unidad de cuidados paliativos, nadie en el personal
tiene formación en este tipo de atención y ningún médico tiene licencia para prescribir
analgésicos opioides fuertes para el dolor crónico. Los niños que son
incurables son enviados a casa y les dicen que deben volver cada dos semanas
para las citas de seguimiento. Los pacientes que requieren tratamiento para el
dolor son derivados al hospital regional, que cuenta con una clínica del dolor,
pero carece de personal capacitado específicamente en el control del dolor
pediátrico. El hospital no dispone de un servicio de asistencia por teléfono
para apoyar a los padres de los niños que se están muriendo en sus casas.
Cuando un niño tiene complicaciones o un ataque de dolor no tienen otra opción
que ir a la sala de emergencias del hospital. Sin embargo, para muchos pacientes,
este viaje puede ser de muchas horas.
Los oncólogos del
hospital lamentaron no poder ofrecer cuidados paliativos. Uno de ellos dijo a
Human Rights Watch: “Creo que la atención paliativa es muy importante porque
muchos pacientes sienten que ya no vamos a atender sus necesidades, que los
estamos abandonando. Si tuviéramos medicamentos paliativos, podríamos seguir
teniendo apoyo del hospital”.
Dos modelos de cuidados paliativos
pediátricos: Morelos y el Estado de México
Las experiencias
de dos hospitales públicos para niños en el centro de México que visitamos
demuestran cómo una inversión relativamente modesta en cuidados paliativos,
combinada con un fuerte liderazgo, puede lograr resultados significativos en la
mejora de la atención a los niños con enfermedades incurables o terminales. Los
dos hospitales —el Hospital del Niño en Toluca, Estado de México, y el Hospital
del Niño en Cuernavaca, Morelos— establecieron programas de cuidados paliativos
en 2013.
Ambos hospitales
utilizan modelos muy similares para proporcionar esta atención paliativa. Ambos
tiene al menos a un miembro del equipo dedicado a tiempo completo a los cuidados
paliativos y a coordinar la atención a los pacientes. Los dos hospitales
cuentan con servicios de atención a domicilio y ofrecen apoyo durante las 24
horas del día a los pacientes y los padres vía teléfono y/o mensaje de texto.
Las administraciones de ambos hospitales también han designado un espacio físico
—en Cuernavaca, una sala de intervenciones, y en Toluca, una pequeña consulta—
al servicio de cuidados paliativos.
En ambos
hospitales, la decisión de referir a un niño a cuidados paliativos es tomada
por el médico que lo atiende, generalmente cuando se interrumpe el tratamiento
curativo. Después de que se remite a un menor, el médico trabaja con el equipo
multidisciplinario de cuidados paliativos para desarrollar un plan de atención
para el paciente; se convoca una reunión con la familia para hablar sobre el
pronóstico del niño y las opciones de cuidado; la familia recibe una formación
en la prestación de atención básica en el hogar e información de contacto de
emergencia para los servicios de cuidados paliativos; y, en última instancia,
en la mayoría de los casos, el niño regresa a su casa, donde recibe visitas
regulares de los miembros del equipo de cuidados paliativos.
En Toluca, hasta
junio de 2014, el servicio de cuidados paliativos había tratado a 138 niños con
enfermedades terminales o incurables desde que empezó a funcionar en febrero de
2013. En el momento en que el equipo de Human Rights Watch visitó el hospital,
59 de estos pacientes habían fallecido, más de la mitad en sus hogares. En su
primer año de operación, el servicio de cuidados paliativos de Cuernavaca había
tratado a 58 niños. Tres cuartas partes de los 45 niños que habían fallecido lo
hicieron en sus hogares.
Los directores y
el personal de ambos hospitales dijeron que los comentarios de los pacientes y
sus familias sobre el servicio de cuidados paliativos habían sido muy
positivos. Por otra parte, también señalaron que las estancias hospitalarias de
estos niños eran a menudo más cortas que antes, lo que podría dar lugar a
ahorros de costos para el hospital. Dijeron que esto era particularmente el
caso de los niños que requieren ventiladores las 24 horas del día, debido a
graves malformaciones neurológicas o congénitas.
Anteriormente,
muchos de estos niños no tenían otra opción que permanecer en el hospital
durante prolongados períodos de tiempo, mientras que los servicios de cuidados
paliativos han permitido que muchos de ellos obtengan estos servicios en casa.
Ambos hospitales
también reconocieron afrontar desafíos. Los equipos de cuidados paliativos
afirmaron que, al principio, se toparon con una resistencia significativa por
parte de algunos médicos que no querían referir a sus pacientes a la unidad de
cuidados paliativos. Aun así, dijeron que con el tiempo habían superado gran
parte de esta resistencia gracias a la formación y las experiencias directas. Ahora,
muchos médicos reconocen los beneficios de los cuidados paliativos para sus
jóvenes pacientes. Sin embargo, los hospitales se quejaron de la falta de
personal adecuado y de cobertura de seguro para los cuidados paliativos, así
como de las dificultades para prescribir medicamentos opioides.
Comments
Post a Comment