La importancia de los cuidados paliativos en México

* * copiado tal cual del informe “Cuidar cuando no es posible curar. Asegurando el derecho a los cuidados paliativos en México” de Human Rights Watch

Los cuidados paliativos buscan mejorar la calidad de vida de los pacientes, tanto adultos como niños, que padecen una enfermedad que limita la vida o es terminal. Su propósito no es curar a un paciente o prolongar su vida. Los cuidados paliativos previenen y alivian el dolor y otros problemas físicos y psicosociales. Cicely Saunders, fundadora del primer hospicio moderno y que dedicó su vida a la defensa de los cuidados paliativos, señaló que los cuidados paliativos tratan de “dar vida a los días, no días a la vida”. La Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoce que los cuidados paliativos son una parte integral de la atención sanitaria que debe estar disponible para aquellos que los necesitan. Mientras que los cuidados paliativos a menudo se asocian con el cáncer, un círculo mucho más amplio de pacientes con problemas de salud puede beneficiarse de ellos, incluidos los pacientes en etapas avanzadas de trastornos neurológicos, cardiovasculares, hepáticos o renales.

Uno de los objetivos clave de los cuidados paliativos es ofrecer a los pacientes tratamiento para el dolor. El dolor crónico es un síntoma común de enfermedades como el cáncer y el VIH/Sida, así como otras condiciones, especialmente en la fase terminal de la enfermedad. La OMS estima que alrededor de un 80 por ciento de los pacientes con cáncer y sida y un 67 por ciento de los afectados por enfermedades cardiovasculares o neuropatía obstructiva crónica sufrirán dolores entre moderados y fuertes al final de la vida.

El dolor de moderado a severo tiene un profundo impacto en la calidad de vida. El dolor persistente tiene una serie de consecuencias físicas, psicológicas y sociales. Puede provocar movilidad reducida y la consiguiente pérdida de fuerza; comprometer el sistema inmunológico, e interferir en la capacidad de una persona para comer, concentrarse, dormir o interactuar con los demás. Un estudio de la OMS halló que las personas que viven con dolor crónico tienen cuatro veces más probabilidades de sufrir depresión o ansiedad. 6 El efecto físico del dolor crónico y la tensión psicológica que causa puede incluso influir en el curso de la enfermedad, tal como señala la OMS en sus directrices de control del cáncer, “El dolor puede matar”. Las consecuencias sociales incluyen la incapacidad para trabajar; cuidar de uno mismo, los niños u otros miembros de la familia; participar en actividades sociales y aceptar la muerte.

Numerosos estudios de investigación han demostrado la efectividad de los cuidados paliativos y algunos estudios han encontrado que el ofrecimiento de cuidados paliativos lleva a un ahorro global de costos para los sistemas de salud, debido a las reducciones en el uso de los servicios de salud de emergencia y las hospitalizaciones.

Según la OMS, “una gran parte del dolor por cáncer, si no todo, podría ser mitigado si se aplicaran los conocimientos médicos y tratamientos existentes” (énfasis en el documento original). El principal medicamento para el tratamiento del dolor de moderado a severo es la morfina, un opioide de bajo costo que se hace a partir de un extracto de la planta de la amapola. La morfina se puede inyectar, tomar por vía oral, administrar a través de un suero o en la médula espinal. En la mayoría de las ocasiones se inyecta para tratar el dolor agudo, generalmente en el ámbito hospitalario. La morfina oral es el medicamento más frecuente para tratar el dolor crónico oncológico y se puede tomar tanto en el hospital como en el hogar. La morfina es una sustancia controlada, lo que significa que su fabricación, distribución y suministro está estrictamente regulada tanto a nivel internacional como nacional.

Los expertos médicos han reconocido la importancia de los analgésicos opioides durante décadas. La Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, el tratado internacional que regula el uso de estupefacientes, establece explícitamente que “el uso médico de los estupefacientes continuará siendo indispensable para mitigar el dolor y el sufrimiento” y que “deben adoptarse las medidas necesarias para garantizar la disponibilidad de estupefacientes para tal fin”. La Organización Mundial de la Salud ha incluido la morfina en su Lista Modelo de Medicamentos Esenciales, un listado de los medicamentos esenciales mínimos que deben estar disponibles para todas las personas que los necesitan, desde que fue establecido por primera vez.

Sin embargo, aproximadamente el 80 por ciento de la población mundial no cuenta con acceso o tiene acceso insuficiente al tratamiento del dolor de moderado a severo y cada año, decenas de millones de personas de todo el mundo, incluidos cerca de 5,5 millones de pacientes con cáncer y un millón de pacientes con VIH/Sida terminal, padecen dolor de esta intensidad sin recibir tratamiento.

Pero los cuidados paliativos van más allá del alivio del dolor físico. Otros objetivos claves de los cuidados paliativos pueden incluir la provisión de cuidados para otros síntomas físicos, así como ayuda psicológica y espiritual para el paciente y su familia. Las enfermedades terminales se asocian con frecuencia a otros varios síntomas físicos, tales como las náuseas y la dificultad para respirar, que tienen un impacto significativo en la calidad de vida del paciente. Los cuidados paliativos buscan aliviar estos síntomas.

Las personas con una enfermedad terminal y sus familiares se enfrentan a menudo a profundas preguntas psicosociales y espirituales cuando sufren una enfermedad debilitante que pone en peligro su vida o es incurable. La ansiedad y la depresión son síntomas comunes. Las intervenciones de cuidados paliativos como la ayuda psicosocial han demostrado que disminuyen considerablemente la incidencia y la gravedad de estos síntomas y mejoran la calidad de vida de los pacientes y sus familias.

La OMS ha instado a los países, incluyendo aquellos con recursos limitados, a que proporcionen acceso a la atención paliativa. Entre otras cosas, recomienda a los países a que den prioridad a la implementación de servicios de cuidados paliativos en la comunidad —proveyendo cuidado en los hogares de los pacientes en lugar de hospitales— donde pueden ser administrados a bajo costo y donde las personas con acceso limitado a las instalaciones médicas pueden ser atendidas, y en las instituciones médicas que deben lidiar con una gran cantidad de pacientes que requieren servicios de cuidados paliativos.

En los últimos años, la OMS y el Banco Mundial han instado a los países a implementar la cobertura universal de salud gratuita para garantizar que todas las personas obtengan los servicios de salud que necesitan, sin sufrir dificultades financieras a la hora de pagar por ellos. El cuidado paliativo es uno de los servicios básicos de salud que la OMS y el Banco Mundial aseguran que debería estar disponible en la cobertura sanitaria universal, además de servicios de salud “promocionales, preventivos, curativos y de rehabilitación”.

Aunque México sigue siendo un país relativamente joven, se anticipa un rápido cambio demográfico en las próximas décadas. En 2010, solo 7,1 millones de mexicanos tenían 65 años o más. Para 2020, esa cifra habrá llegado a los 9,8 millones y en 2050, a 23,1 millones.

Mientras tanto, la prevalencia de enfermedades crónicas, como el cáncer, las enfermedades cardiovasculares y la diabetes, registra un alza y seguirá aumentando como resultado de, entre otros, el proceso de envejecimiento. Por consiguiente, el sistema de salud de México puede anticipar una ola de pacientes con enfermedades crónicas que recurrirán a sus servicios de salud en los próximos años.

EL SISTEMA DE SALUD DE MÉXICO

En 2003, México reformó su sistema de atención sanitaria para proporcionar un seguro médico a los millones de ciudadanos que carecían de uno. A raíz de estas reformas, México ha logrado una cobertura sanitaria casi universal.

Antes de la reforma, México sólo ofrecía seguro médico a través de planes de seguridad social enfocados hacia los trabajadores asalariados en el sector formal de la economía y los funcionarios públicos. Dos programas de seguridad social —el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) y el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) — aseguraban aproximadamente a 50 millones de personas. Por otra parte, un pequeño porcentaje de mexicanos contaba con un seguro privado. Aún así, los planes de seguridad social y los seguros privados dejaban sin ningún tipo de cobertura a aproximadamente la mitad de la población de más de 110 millones de mexicanos, principalmente a las personas de bajos ingresos y los desempleados.

Los no asegurados afrontaban costos desorbitados que debían pagar de su bolsillo, prestaciones imprecisas y la escasez de medicamentos debido a limitaciones presupuestarias. Tal como señalaban el doctor Julio Frenk, ex secretario de Salud de México, y otros en un artículo en Lancet: “[El] sistema mexicano de atención sanitaria estaba organizado en torno a un modelo segmentado (...) y marcado por la separación de los derechos de la salud entre los asegurados en el sector asalariado y formal de la economía y los no asegurados”.

Con el objetivo de reducir y finalmente eliminar la segmentación en la provisión de servicios de salud, México creó el Seguro Popular, un plan de seguro de salud subsidiado públicamente a disposición de los mexicanos que no están cubiertos por un plan de seguridad social o seguro privado. El Seguro Popular ofrece un paquete específico de intervenciones médicas personales y medicamentos en los niveles de atención primaria y secundaria. En 2014, el paquete —el Catálogo Universal de Servicios de Salud— contenía 285 intervenciones de salud. Además, las personas cubiertas por el Seguro Popular tienen derecho a recibir atención médica para una lista de procedimientos médicos complejos, como el tratamiento para cánceres pediátricos y el VIH, a través del Fondo de Protección contra Gastos Catastróficos. En 2013, el Seguro Popular ofrecía seguro de salud a aproximadamente 55,6 millones de mexicanos.

El caso de Remedios Ramírez Facio

Remedios Ramírez Facio (de 73 años) vive en una pequeña parcela de tierra en Atitalaquia, un pueblo en el estado de Hidalgo en la región central de México, cerca de una de las mayores refinerías de petróleo del país. Ella y su esposo viven en una modesta casa de ladrillo de un solo piso, pintada de naranja brillante y con un tejado de chapa ondulada. En frente, hay un área abierta con una mesa y algunas sillas que es donde parece que transcurre gran parte de la vida de la familia. En el otro lado de la propiedad viven los animales de Ramírez: perros, gallinas, patos y varios cerdos de gran tamaño. Más cerca de la carretera, un colorido mural de plantas y flores llama la atención del visitante. Dice Ramírez que antes de que se enfermara de cáncer solía estar más hermoso.

Ramírez y su esposo han vivido aquí durante décadas, criando a sus siete hijos en este sencillo entorno. La suya es una dinastía impresionante: 24 nietos, 19 bisnietos y 3 tataranietos, con algunos más en camino. El barrio que les rodea está salpicado de pequeñas casas parecidas en las que viven muchos de sus hijos con sus familias.

El cálido domingo de finales de agosto de 2014 en que un equipo de Human Rights Watch fue a visitarla, Ramírez se sentía llena de energía. Por la mañana había ido a la iglesia y había asistido de pie a la misa de una hora de duración. Al regresar a casa, ella y sus hijas prepararon una gran comida, ya que es tradición que la familia se reúna los domingos por la tarde. Incluso cuando la mayoría de la familia se sentó a comer, ella se mantuvo ocupada, asegurándose de que a nadie le faltara de nada.

Sus niveles de energía eran extraordinarios para una mujer cuyo cáncer de páncreas ha hecho metástasis en los pulmones y el hígado. Su disposición era mucho más notable considerando cómo había estado un par de semanas antes. Un severo dolor abdominal y náuseas habían dejado a Ramírez sin energía. No podía dormir y había perdido las ganas de vivir. Su hija, Orlanda Hernández, dijo: “No quería comer. Nos decía que le dolía. Estaba débil. No veíamos que mejorara. Estaba frustrada...”

Ramírez atribuye su notable cambio de actitud al hecho de que ahora está recibiendo cuidados paliativos en el Instituto Nacional de Cancerología de México. Dice que antes se había quejado de dolor a sus médicos, pero no le habían recetado los medicamentos adecuados para ello. En julio de 2014, el hospital local de Hidalgo la refirió al Instituto Nacional de Cancerología de México; allí los médicos determinaron que tenía un cáncer de páncreas que no era tratable y la remitieron a la unidad de cuidados paliativos. Allí, los médicos evaluaron el dolor de Ramírez y otros síntomas y le recetaron una pequeña dosis de morfina y medicamento contra las náuseas.

El impacto de esta simple medida fue drástico. En palabras de Ramírez: “[Debido a dolor] no tenía ganas de hacer nada. No tenía hambre y no quería caminar… nada. Me sentía muy cansada y no sentía el deseo de hacer nada así que me acostaba en la cama. Me sentía frustrada cuando Ia gente me hablaba. Me enojaba cuando la gente me hablaba. [Gracias a los cuidados paliativos] he vuelto a la vida”.

Sin embargo, hay una complicación. En todo el estado de Hidalgo, donde habitan más de 2,5 millones de personas, no hay ni un solo hospital público que ofrezca cuidados paliativos. La hija de Ramírez dijo a Human Rights Watch que hace poco había llevado a su madre al hospital local en Tula, la ciudad más cercana, porque no se sentía bien. Allí, los médicos no tenían ni idea de lo que eran los cuidados paliativos y no pudieron atender las necesidades de su madre.

Por eso, Ramírez tiene que viajar a la Ciudad de México cada pocas semanas para ir al Instituto Nacional de Cancerología, un viaje que dura casi todo el día. Por suerte, en general no tiene que hacer el trayecto en transporte público porque la clínica de la comunidad local trata de que haya disponible una ambulancia — de pago— para las personas que necesitan trasladarse a los hospitales de la Ciudad de México para recibir atención médica.

Aun así, el viaje a la Ciudad de México es largo. La ambulancia, que recoge a varios pacientes y los deja en diferentes hospitales de toda la Ciudad de México, recoge a Ramírez a alrededor de las 4:30 de la mañana para que puedan llegar al hospital a tiempo para sus citas. La ambulancia no suele llegar de vuelta a casa hasta casi las 16:30 de la tarde. Lo que cuesta el viaje de ida y vuelta –200 pesos (unos US$15) – es más de lo que Ramírez y su esposo gastan normalmente en semanas. El 1 de septiembre, Ramírez tenía una cita en el hospital, pero la ambulancia no estaba disponible. Así que ella y su hija tuvieron que hacer el viaje en transporte público. Salieron de casa poco antes de las 5 de la mañana para caminar durante 45 minutos en la oscuridad hasta la parada de autobús más cercana. Según la descripción del viaje de su hija: “Para llegar al hospital de cáncer, tenemos que tomar una combi [un pequeño autobús]. Luego tomamos un autobús que nos lleva hasta la estación de autobuses. A continuación, tomamos otro autobús que nos lleva a Taxqueña. En Taxqueña, nos subimos a otro autobús que nos lleva al hospital. Tenemos que tomar cuatro autobuses para ir de aquí a allí”.

Incluso con la ayuda del equipo de Human Rights Watch, que filmó el viaje de Ramírez y la llevó parte del camino en coche, el viaje fue arduo. Al llegar al hospital, Ramírez dijo: “Me cansa mucho tener que hacer todo el viaje”.

El día en que la acompañamos, Ramírez se encontraba bastante bien de salud. Sin embargo, a medida que avance su enfermedad, es probable que su condición empeore, haciendo que el trayecto hasta el hospital —ya sea en ambulancia o en transporte público— se vuelva cada vez más difícil. De hecho, muchas personas que padecen enfermedades como la de Ramírez dejan de poder hacer el viaje en algún momento. En estos casos, el hospital recomienda que sean los familiares los que vayan a recoger las recetas y los medicamentos. Pero cuando el equipo de cuidados paliativos ya no es capaz de hablar con el paciente y examinarlo, la atención que pueden proporcionar es limitada. Pero el 1 de septiembre, Ramírez llegó al hospital y pudo beneficiarse de los servicios que ofrecía, además de reunirse con un médico, un psicólogo y un nutricionista.

El médico extendió su receta para la morfina y añadió un medicamento para la tos que había empezado hace unos días a darle molestias. El médico y el psicólogo también hablaron abiertamente con Ramírez sobre su enfermedad y su pronóstico, una conversación difícil durante la cual expresó entre lágrimas su ansiedad por dejar atrás a sus hijos, especialmente a su hijo que, debido a un accidente reciente, está en una silla de ruedas.

Pese a lo difícil que le resultó hacer frente a su propia mortalidad, Ramírez salió del hospital de buen humor. Dijo que se sentía agradecida de que los médicos le hablaran abiertamente y con empatía: “Me da más ganas de vivir”.

La doctora Silvia Allende (al fondo) y la psicóloga Leticia Ascencio hablan con Doña Remedios sobre su enfermedad, su pronóstico y sus síntomas en la unidad de cuidados paliativos del Instituto Nacional de Cancerología de la Ciudad de México.

El caso de Pedro Preciado Santana

Pedro Preciado Santana, el propietario de 65 años de un taller de carpintería en Guadalajara, México, era un hombre vivaz. Le encantaba pasarse las tardes sentado en el porche frente a su casa, saludando y hablando con los amigos y vecinos que pasaban, y viendo el parque al otro lado de la calle. Su hija, Adriana Pérez Preciado, cuenta que en el barrio lo conocía todo el mundo.

En enero de 2010, un dolor insoportable en el hombro de Preciado Santana interrumpió bruscamente esta rutina. Su hija describió a Human Rights Watch cómo, a veces, su padre volvía a casa completamente pálido, se le precipitaba la presión sanguínea y rompía a sudar. A veces el dolor era tan intenso que su familia lo tenía que llevar a toda prisa a la sala de emergencias. Los médicos pasaron apuros para determinar cuál era la causa del malestar. Después de numerosas visitas infructuosas a clínicas públicas y privadas, un neurocirujano le recomendó en julio de 2010 que se sometiera a una cirugía para lo que pensaba que era una vértebra comprimida. Sin embargo, la intervención quirúrgica no hizo nada para aliviar el dolor. De hecho, unos meses después, el dolor de Preciado Santana empeoró y contrajo neumonía en varias ocasiones. Preciado Santana se sometió a más exámenes hasta que, finalmente, los médicos le encontraron un tumor maligno en el pulmón derecho. A pesar de este diagnóstico desalentador, Preciado Santana estaba decidido a luchar. “Mi padre amaba la vida y quería hacer todo lo posible”, dijo su hija. “Él no eligió marcharse. Se lo llevaron de nosotros”. Dos ciclos de quimioterapia y radiación en el Centro Médico Nacional de Occidente, un hospital del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), donde Preciado Santana estaba asegurado, logró reducir significativamente el tamaño del tumor, y con ello también algo del dolor. Pero los médicos concluyeron que su sistema inmunológico estaba demasiado debilitado para que pudiera someterse a una tercera ronda de quimioterapia y radiación. Los médicos le comunicaron a Preciado Santana que su caso era terminal y que ya no le quedaban opciones.

Aunque ya no tenía cura, las necesidades médicas de Preciado Santana nunca habían sido tan grandes en su vida. A medida que el cáncer fue creciendo y propagándose, Preciado Santana sufría dolores cada vez más intensos, así como también otros síntomas. El enfisema, un proceso destructivo de los pulmones, hacía que constantemente respirara con dificultad. Preciado Santana luchó emocionalmente con su diagnóstico y se deprimió cada vez más. Todos estos son síntomas que se pueden controlar bien mediante la atención paliativa. Sin embargo, el hospital de Preciado Santana carecía de un servicio de cuidados paliativos. Como resultado, él y su familia tuvieron que atravesar este período tan difícil con poca o ninguna orientación profesional y muy poca asistencia por parte del hospital. Sin que nadie en su hospital se hiciera cargo de la coordinación de su caso, la atención que recibió fue muy fragmentada, a menudo inadecuada, y requirió numerosas visitas al hospital incluso cuando los viajes se hacían cada vez más difíciles y dolorosos. De hecho, durante sus últimos meses de vida, él y su familia no solo tuvieron que luchar con la enfermedad, sino también con el propio sistema de salud que se suponía que debía cuidar de él.

Por ejemplo, la hija de Preciado Santana lo llevaba a la clínica del dolor del hospital en su silla de ruedas con su tanque de oxígeno antes de las 7 de la mañana para que cogiera su turno en una abarrotada sala de espera sin ventilación, que solía estar llena de otros pacientes, algunos de los cuales gravemente enfermos. A veces, explicó la hija, su padre tenía que esperar hasta seis horas para que finalmente lo atendiera el médico. Además, solo había un médico en todo el hospital que pudiera renovar su receta para la morfina. En varias ocasiones, la hija de Preciado Santana tuvo que volver en otro momento o día para conseguir la receta porque ese doctor ya se había marchado.

Incluso en las etapas avanzadas de la enfermedad, cuando el viaje al hospital se hacía casi imposible debido a inflamaciones severas, úlceras de presión y problemas de la piel, los médicos de la clínica del dolor insistían en que Preciado Santana tenía que venir en persona. Según su hija: “Cuando le dije al médico que ya no podía traer a mi padre al hospital, el médico respondió: ‘Si no lo traes, no le daremos los medicamentos’”. Sin otra alternativa, siguió llevándolo al hospital en su vehículo particular. “Manejaba despacio. Cualquier bache, cualquier agujero en la carretera le dolía”, recuerda su hija.

Cuando la hija de Preciado Santana se dio cuenta de que su padre se estaba volviendo cada vez más introvertido, que había dejado de ser la persona habladora que era y que estaba cada vez más deprimido, solicitó una consulta con un psicólogo. Sin embargo, el departamento de psicología no pudo darle una cita sino hasta cuatro meses después. Para entonces, Preciado Santana ya estaba demasiado enfermo y débil para poder beneficiarse de los servicios de un psicólogo.

Conforme pasaba el tiempo, la intensidad del dolor de Preciado Santana siguió aumentando y la dosis de morfina que los médicos de la clínica del dolor le habían recetado ya no bastaba para controlarlo. Sin embargo, los médicos de la clínica se mostraron reacios a aumentar la dosis. “Me trataron como si estuviera tratando de vender la morfina; nunca fueron capaces de controlar su dolor”, dijo la hija a Human Rights Watch.

Aunque el hospital disponía de un servicio de atención a domicilio para los enfermos crónicos, no estaba adaptado a las necesidades de los pacientes con una esperanza de vida limitada. Cuando la hija de Preciado Santana pidió información acerca del proceso de inscripción para su padre, le dijeron que no podían aceptar a nuevos pacientes durante un período de varios meses. Cuando finalmente hubo una plaza disponible, ya era demasiado tarde, porque Preciado Santana ya había muerto.


Descorazonada por la calidad de los servicios prestados por el hospital, la hija de Preciado Santana empezó a buscar otras opciones para obtener un cuidado más apropiado para su padre moribundo. En mayo de 2011, el director de un hospicio privado le aconsejó que se pusiera en contacto con la doctora Gloria Domínguez, que lidera un equipo integrado de cuidados paliativos en el Hospital Dr. Ángel Leaño de la Universidad Autónoma de Guadalajara. Su equipo acompañó a Preciado Santana y a su familia en los últimos meses de su vida, visitándolo en su casa y asesorando a su hija por teléfono cada vez que surgían nuevos síntomas o complicaciones. Aunque su hija tuvo que seguir llevándolo a algunas citas de seguimiento en el Centro Médico por razones relacionadas al seguro, la familia pudo recurrir al equipo de cuidados paliativos para la atención diaria de Preciado Santana. La diferencia, recuerda su hija, fue enorme. 

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