Coral Herrera Gómez: La violencia de género y el amor romántico
© Coral Herrera
Gómez
El amor romántico
es la herramienta más potente para controlar y someter a las mujeres,
especialmente en los países en donde son ciudadanas de pleno derecho y donde no
son, legalmente, propiedad de nadie. Son muchos los que saben que combinar el
cariño con el maltrato hacia una mujer sirve para destrozar su autoestima y
provocar su dependencia, por lo tanto utilizan el binomio maltrato-buen trato
para enamorarlas perdidamente y así poder domarlas.
Un ejemplo de ello
es Kalimán, padrote mexicano que explica cómo logra prostituir a sus mujeres:
elige a las más pobres y necesitadas, preferentemente a aquellas que están
deseando salir del infierno hogareño en el que viven, o aquellas que necesitan
urgentemente cariño porque se encuentran aisladas socialmente. Los padrotes
siguen su guión a la perfección: primero las colma de amor, atenciones y
regalos durante dos meses, haciéndoles creer que es la mujer de su vida y que
siempre tendrá dinero disponible para sus necesidades y caprichos. Después la
mete unos días en un prostíbulo para que “le hagan terapia” las muchachas; si
ella se resiste, patalea, se enfada, lo mejor es dejar que se le pase sola.
Jamás pedirle perdón. Es necesario que sufra hasta que su orgullo se desmorone
y se ponga de rodillas, aceptando la derrota. El macho debe mantenerse firme,
mostrar su desprecio, marcharse en los momentos de rabia máxima, y nunca
apiadarse de las lágrimas de su esposa. Esta técnica les asegura que ellas
accedan a sus deseos y trabajen para él en la calle o en puticlubs; la mayoría
de ellas no tienen a dónde ir, y según ellos, una vez que prueban el lujo ya no
quieren volver a su pobreza.
Este relato de
horror es muy común en el mundo entero. No solo proxenetas y chulos, sino
también numerosos novios y maridos tratan a las mujeres como yeguas salvajes
que hay que domesticar para que sean fieles, sumisas y obedientes. Muchos
siguen creyendo que las mujeres nacieron para servir o para amar a los hombres.
Y muchas mujeres lo seguimos creyendo también.
“Por amor” las
mujeres nos aferramos a situaciones de maltrato, abuso y explotación. “Por
amor” nos juntamos con tipos horrendos que al principio parecen príncipes
azules, pero que luego nos estafan, se aprovechan de nosotras, o viven a costa
nuestra. “Por amor” aguantamos insultos, violencia, desprecio. Somos capaces de
humillarnos “por amor”, y a la vez de presumir de nuestra intensa capacidad de
amar. “Por amor” nos sacrificamos, nos dejamos anular, perdemos nuestra
libertad, perdemos nuestras redes sociales y afectivas. “Por amor” abandonamos
nuestros sueños y metas, “por amor” competimos con otras mujeres y nos
enemistamos para siempre, “por amor” lo dejamos todo…
Este “amor”,
cuando nos llega, nos hace mujeres de verdad, nos dignifica, nos hace sentir puras,
da sentido a nuestras vidas, nos da un status, nos eleva por encima del resto
de los mortales. Este “amor” no es solo amor: también es la salvación. Las
princesas de los cuentos no trabajan: son mantenidas por el príncipe. En
nuestra sociedad, que te amen es sinónimo de éxito social, que un hombre te
elija te da valor, te hace especial, te hace madre, te hace señora.
Este “amor” nos
atrapa en contradicciones absurdas “debería dejarle, pero no puedo porque le
amo/porque con el tiempo cambiará/porque me quiere/porque es lo que hay”. Es un
“amor” basado en la conquista y la seducción, y en una serie de mitos que nos
esclavizan, como el de “el amor todo lo puede”, o “una vez que encuentras a tu
media naranja, es para siempre”. Este “amor” nos promete mucho pero nos llena
de frustración, nos encadena a seres a los que damos todo el poder sobre
nosotras, nos somete a los roles tradicionales, y nos sanciona cuando no nos
ajustamos a los cánones establecidos para nosotras.
Este “amor” nos
convierte también en seres dependientes
y egoístas, porque utilizamos estrategias para conseguir lo que anhelamos,
porque nos enseñan que una da para recibir, y porque esperamos que el otro
“abandone el mundo” del mismo modo que nosotras lo hacemos. Es tanto el “amor”
que sentimos que nos convertimos en seres amargados que vomitan diariamente
reproches y reclamos. Si alguien no nos ama como amamos nosotras,
este “amor” nos hace victimistas y chantajistas (“yo que lo doy todo por ti”).
Este “amor” nos lleva a los infiernos cuando no somos correspondidas, o cuando
nos son infieles, o cuando nos abandonan: porque cuando nos hemos dado cuenta,
estamos solas en el mundo, alejadas de amigas y amigos, familiares o vecinos,
pendientes de un tipo que se cree con derecho a decidir por nosotras.
Por eso este
“amor” no es amor. Es dependencia, es necesidad, es miedo a la soledad, es
masoquismo, es una utopía colectiva, pero no es amor.
Amamos
patriarcalmente: el romanticismo patriarcal es un mecanismo cultural para
perpetuar el patriarcado, mucho más potente que las leyes: la desigualdad anida
en nuestros corazones. Amamos desde el concepto de propiedad privada y desde la
base de la desigualdad entre hombres y mujeres. Nuestra cultura idealiza el
amor femenino como un amor incondicional, abnegado, entregado, sometido y
subyugado. A las mujeres se nos enseña a esperar y a amar a un hombre con la
misma devoción que amamos a Dios o esperamos a Jesucristo.
A las mujeres nos
han enseñado a amar la libertad del hombre, no la nuestra propia. Las grandes
figuras de la política, la economía, la ciencia o el arte han sido siempre
hombres. Admiramos a los hombres y les amamos en la medida en que son
poderosos; las mujeres privadas de recursos económicos y propiedades necesitan
hombres para poder sobrevivir.
La desigualdad
económica por razones de género nos lleva a la dependencia económica y
sentimental de las mujeres. Los hombres ricos nos resultan atractivos porque
tienen dinero y oportunidades, y porque nos han enseñado desde pequeñas que la
salvación está en encontrar un marido. No nos han enseñado a luchar por la
igualdad para que tengamos los mismos derechos, sino a estar guapas y conseguir a alguien que te mantenga, te
quiera y te proteja, aunque para ello tengas que quedarte sin amigas, aunque
tengas que juntarte a un hombre violento, desagradable, egoísta o sanguinario.
El ejemplo más claro lo tenemos en los capos de los narcos: tienen todas las
mujeres que quieren, tienen todos los coches, droga, tecnología que desean,
tienen todo el poder para atraer a muchachas solas y sin recursos ni
oportunidades.
Esta desigualdad
estructural que existe entre mujeres y
hombres se perpetúa a través de la cultura y la economía. Si gozásemos de los
mismos recursos económicos y pudiésemos criar a nuestros bebés en comunidad,
compartiendo recursos, no tendríamos relaciones basadas en la necesidad; creo
que nos amaríamos con mucha más libertad, sin intereses económicos de por
medio. Y disminuiría drásticamente el número de adolescentes pobres que creen
que embarazándose van a asegurarse el amor del macho, o al menos una pensión
alimenticia durante veinte años de su vida.
A los hombres
también los enseñan a amar desde la desigualdad. Lo primero que aprenden es que
cuando una mujer se casa contigo es “tu mujer”, algo parecido a “mi marido”
pero peor. Los varones tienen dos opciones: o se dejan querer desde arriba
(machos alfa), o se arrodillan ante la amada en señal de rendición
(calzonazos). Los hombres parecen mantenerse tranquilos mientras son amados, ya
que la tradición les enseña que ellos no deben darle demasiada importancia al
amor en sus vidas, ni dejar que las mujeres le invadan todos los espacios, ni expresar
en público sus afectos.
Toda esta
contención se rompe cuando la esposa decide separarse e iniciar sola su propio
camino. Como en nuestra cultura vivimos el divorcio como un trauma total, las
herramientas de las que disponen los varones son pocas: pueden resignarse,
deprimirse, autodestruirse (algunos se suicidan, otros se enzarzan en alguna
pelea a muerte, otros conducen a toda velocidad en sentido contrario), o
reaccionar con violencia contra la mujer que dicen amar. Ahí es cuando entra en juego la maldita
cuestión del “honor”, el máximo exponente de la doble moral: los hombres de
manera natural persiguen hembras, las hembras deben morir asesinadas si acceden
a sus deseos. Para los hombres tradicionales, la virilidad y el orgullo están
por encima de cualquier meta: se puede vivir sin amor, pero no sin honor.
Millones de
mujeres mueren a diario por “crímenes de honor” a manos de sus maridos, padres,
hermanos, amantes, o por suicidio (obligadas por sus propias familias). Los
motivos: hablar con un hombre que no sea tu marido, ser violada, o querer
divorciarse. Un solo rumor puede matar a cualquier mujer. Y estas mujeres no
pueden emprender una vida propia fuera de la comunidad: no tienen dinero, no
tienen derechos, no son libres, no pueden trabajar fuera de casa. No hay forma
de escapar.
Las mujeres que sí
gozan de derechos, sin embargo, también se ven atrapadas en sus relaciones
matrimoniales o sentimentales. Mujeres pobres y analfabetas, mujeres ricas y
cultivadas: la dependencia emocional femenina no distingue entre clases
sociales, etnias, religiones, edad u orientación sexual. Son muchas en todo el
planeta las mujeres que se someten a la tiranía del “aguante por amor”.
El amor romántico
es, en este sentido, una herramienta de control social, y también un
anestesiante. Nos lo venden como una utopía alcanzable, pero mientras vamos
caminando hacia ella, buscando la relación perfecta que nos haga felices, nos
encontramos con que el mejor modo de relacionarse es perder la libertad propia,
y renunciar a todo con tal de asegurar la armonía conyugal.
En esta supuesta
“armonía”, los hombres tradicionales desean esposas tranquilas que les amen sin
pedir nada (o muy poco) a cambio. Cuanto más deteriorada sienten las mujeres su
autoestima, más se victimizan, y más dependientes son. Por lo tanto, más les
cuesta entender que el amor de verdad no tiene nada que ver con la sumisión, ni
con el sacrificio, ni con el aguante.
Hacienda, la
Iglesia, los Bancos, la televisión, etc penalizan la soltería y promueven el matrimonio
heterosexual, así que parece que estamos obligadas a ser felices o a ir
contracorriente. Cuando el amor acaba o se rompe lo vivimos como un fracaso y
como un trauma: nos entra miedo, sensación de desamparo, de soledad, nos atacan
las angustias al vernos solos y solas en un mundo tan individualista. Cuando
nos dejan o dejamos a nuestra pareja, muchos nos desesperamos completamente:
gritamos, pataleamos, chantajeamos, victimizamos, culpabilizamos, amenazamos.
No tenemos
herramientas para asumir las pérdidas. No sabemos separar nuestros caminos, no
sabemos tratar con cariño al que se quiere alejar de nosotros o al que ha
encontrado nueva pareja. No sabemos cómo gestionar las emociones: por eso es
tan frecuente el cruce de amenazas, insultos, reproches, venganzas, y putadas entre los cónyuges.
Y por eso,
también, tantas mujeres son castigadas, maltratadas y asesinadas cuando deciden
separarse y reiniciar su vida. La cantidad de hombres que no poseen
herramientas para enfrentarse a una separación es mucho mayor: desde niños
aprenden que deben ser los reyes, y que los conflictos se solucionan con
violencia. Si no lo aprenden en casa, lo aprenden en televisión: sus héroes
hacen justicia mediante la violencia, imponiendo su autoridad. Sus héroes no
lloran, a no ser que consigan su objetivo (como ganar una copa de fútbol).
Lo que nos enseñan
en las películas, cuentos, novelas, series de televisión es que las chicas de
los héroes esperan con paciencia, los adoran y los cuidan, y están disponibles
para entregarse al amor cuando ellos tengan tiempo. Las chicas de la publicidad
ofrecen su cuerpo como mercancía, las chicas buenas de las pelis ofrecen su
amor como premio a la valentía masculina. Las chicas buenas no abandonan a sus
esposos. Las chicas malas que se creen dueñas de su cuerpo y su sexualidad, que
se creen dueñas de su propia vida, o que se rebelan, siempre se llevan su
castigo merecido (la cárcel, enfermedad, ostracismo social o muerte).
A las chicas malas
no solo las odian los hombres, sino también las mujeres buenas, porque
desestabilizan todo el orden “armonioso” de las cosas cuando toman decisiones y
rompen con ataduras. Los medios de comunicación a menudo nos presentan los
casos de violencia contra las mujeres como crímenes pasionales, y justifican
los asesinatos o la tortura con expresiones como esta: “ella no era una persona
muy normal”, “el había bebido”, “ella ya estaba con otra persona”, “él cuando
se enteró enloqueció”. Y si la mató, fue porque “algo habrá hecho”. La culpa
entonces recae sobre ella, y la víctima es él. Ella metió la pata y merece un
castigo, él merece vengarse para calmar su dolor y reconstruir su orgullo.
La violencia es un
componente estructural de nuestras sociedades desiguales, por eso es necesario
que el amor no se confunda con posesión, del mismo modo que no debemos
confundir la guerra con “ayuda humanitaria”. En un mundo donde utilizamos la
fuerza para imponer mandatos y controlar a la gente, donde ensalzamos la
venganza como mecanismo para gestionar el dolor, donde utilizamos el castigo
para corregir desviaciones y la pena de muerte para reconfortar a los
agraviados, se hace necesario más que nunca que aprendamos a querernos bien.
Es vital que
entendamos que el amor ha de estar basado en el buen trato y en la igualdad.
Pero no solo hacia el cónyuge, sino hacia la sociedad entera. Es fundamental
establecer relaciones igualitarias en las que las diferencias sirvan para
enriquecernos mutuamente, no para someternos unos a otros. Es también esencial
empoderar a las mujeres para que no vivamos sujetas al amor, y también enseñar
a los hombres a gestionar sus emociones para que puedan controlar su ira, su impotencia,
su rabia, y su miedo, y para que entiendan que las mujeres no somos objetos
personales, sino compañeras de vida. Además, debemos proteger a los niños y las
niñas que sufren en casa la violencia machista, porque han de soportar la
humillación y las lágrimas de su heroína, mamá, porque han de aguantar los
gritos, los golpes y el miedo, porque han de vivir aterrorizados, porque se
quedan huérfanos, porque su mundo es un infierno.
Es urgente acabar
con el terrorismo machista: en España ha matado a más personas que el
terrorismo de ETA. Sin embargo, la gente
se indigna más ante el segundo, sale a la calle a protestar contra la
violencia, cuida a sus víctimas. El terrorismo machista se considera una
cuestión personal que afecta a determinadas mujeres, por eso mucha gente que
oye gritos de auxilio no reacciona, no denuncia, no interviene. Echando un
vistazo a las cifras podremos darnos cuenta de que lo personal es político, y
también económico: la crisis acentúa el terror,pues muchas no pueden plantearse
separarse, y el divorcio queda para las parejas que puedan permitírselo
económicamente. Una prueba de ello es que ahora se denuncian menos casos y en
ocasiones las mujeres se echan para atrás; con las tasas judiciales aprobadas
en España, las mujeres más humildes ni se van a plantear ir a denunciar: apelar
a la justicia es cosa de ricas.
Es urgente trabajar con hombres (prevención y
tratamiento) y proteger a las mujeres y a sus hijos/as.Debemos empoderar a las
mujeres, pero debemos trabajar también con los hombres, si no toda lucha será
en vano. Es necesario promover las políticas públicas para que tengan un
enfoque de género integral, y es necesario que los medios ayuden a generar un
rechazo generalizado hacia esta forma de terror instalado en tantos hogares del
mundo.
Es necesario un
cambio social y cultural , económico y sentimental. El amor no puede estar
basado en la propiedad privada, y la
violencia no puede ser una herramienta para solucionar problemas. Las leyes
contra la violencia de género son muy importantes, pero han de ir acompañadas
de un cambio en nuestras estructuras emocionales y sentimentales. Para que ello
sea posible, tenemos que cambiar nuestra cultura y promover otros modelos
amorosos que no estén basados en luchas de poder para dominarnos o someternos.
Otros modelos femeninos y masculinos que no estén basados en la fragilidad de
unas y la brutalidad de otros.
Tenemos que
aprender a romper con los mitos, a deshacernos de las imposiciones de género, a
dialogar, a disfrutar de la gente que nos acompaña en el camino, a unirnos y
separarnos en libertad, a tratarnos con respeto y ternura, a asimilar las
pérdidas, a construir relaciones bonitas. Tenemos que romper con los círculos
de dolor que heredamos y reproducimos inconscientemente, y tenemos que liberar
a mujeres, a los hombres y a los que no son ni una cosa ni otra, del peso de
las jerarquías, de la tiranía de los roles, y de la violencia.
Tenemos que
trabajar mucho para que el amor se expanda y la igualdad sea una realidad, más
allá de los discursos. Por eso este texto está dedicado a todas las mujeres y
hombres que luchan contra la violencia de género en todos los puntos del
planeta: grupos de mujeres contra la violencia, grupos de autorreflexión
masculina, autores/as que investigan y escriben sobre este fenómeno, artistas
que trabajan por visibilizar esta lacra social, políticos/as que trabajan para
promover la igualdad, activistas que salen a la calle a condenar la violencia,
maestros y profesoras que hacen su labor de sensibilización en las aulas,
ciberfeministas que juntan firmas para visibilizar los asesinatos e impulsar
leyes, líderes y lideresas que trabajan en las comunidades para erradicar el
maltrato y la discriminación de las mujeres. La mejor forma de luchar contra la
violencia es acabar con la desigualdad y el machismo: analizando,
visibilizando, deconstruyendo, denunciando y reaprendiendo junt@s.
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