Sabina Berman: Nosotras, las mujeres incómodas

©Sabina Berman, Tribuna Milenio

1.

¿Quiénes somos nosotras? Hablo de las mujeres que hoy, en el año 2015, en la cultura occidental, estamos vivas.

Diré para iniciar lo evidente. Nosotras somos la generación de mujeres incómodas, porque somos las mujeres divididas entre dos tradiciones: la femenina y la patriarcal. La femenina de nuestros hogares y la patriarcal de nuestros trabajos.

Todavía en nuestros hogares somos la responsables principales de conectar los afectos, de alimentar, de cuidar, de preservar, de sostener, a los hijos, a nuestros padres, a nuestros suegros a menudo, a los enfermos, a las mascotas, a las plantas.

Y al mismo tiempo somos parte del mundo patriarcal: del mundo laboral hecho por hombres para hombres. Preciso: hecho por hombres para hombres solteros –sin obligaciones hogareñas– o para hombres con mujeres como nosotras, que les resuelven todo. O casi todo.

Llegamos a ese mundo laboral y lo encontramos ya hecho, ya amueblado de formas de ser, de leyes, de reglas, de horarios, todos patriarcales, y NO hecho a nuestra medida y necesidad.

Y llegamos a un mundo hogareño también ya hecho, hecho en el pasado por mujeres sin otro trabajo que el hogareño: tampoco construido a nuestra medida y necesidad.

Y vamos de un mundo a otro, sí, divididas, incómodas.

2.

Cuando trabajamos a veces nos perturba nuestra casa. ¿Está todo bien en casa?, llamamos a preguntarle a Lupita, o a nuestra madre, a nuestra hija mayor. ¿Cómo está Beto, le bajó la temperatura?

Y cuando estamos con Beto nos jala nuestro trabajo. El puto proceso de licitación. Perdón por la fea palabra: licitación. El puto subordinado insubordinado. Las putas intrigas competitivas de la jerarquía. La puta sucesión de la dirección por la que debemos competir con los dos ovarios bien puestos, es decir: si la queremos ganar.

Prendemos el switch COMPETENCIA y competimos en el mundo competitivo del trabajo, y en casa bajamos ese switch y subimos el otro switch, CONECTIVIDAD, y conectamos, sanamos, amamos, alimentamos.

Y esa división no es cómoda por dos razones: porque no es tajante y porque es injusta. Hay un no se qué de injusticia en nuestra sensación de vida. Y si alguna mujer de hoy no tiene esa sensación de injusticia es que es esquizofrénica o una negadora irredenta. Lo digo con todo cariño.

La verdad, sí vivimos circunstancias injustas en ambos mundos, el laboral y el doméstico.

En el mundo doméstico hacemos el trabajo más importante de la especie: conectar, sanar, cuidar, alimentar. El trabajo que de cierto sostiene a la especie y sin el cual la especie perecería. Y por él nos dan nada y nada y nada. Exagero: a veces sí nos dan las gracias. Y a veces tenemos parejas, hombres o mujeres, que sí nos dan una mano. O mejor dicho: una manita.

El trabajo doméstico sigue siendo para la condición de la mujer la mayor injusticia porque sigue siendo lo no valorado por la cultura. Lo que carece de valor: de precio y aprecio.

Según estadísticas de la UNESCO, el trabajo doméstico mantiene hoy a una tercera parte de las universitarias del planeta, sin ejercer sus profesiones, encerradas en sus casas; a otra tercera parte de universitarias las mantiene divididas: ejerciendo sus carreras incómodamente –y probablemente con menos éxito del que tendrían si no estuviesen divididas entre dos mundos–; mientras otra tercera parte de universitarias sí están trabajando a tiempo completo, sin encargarse de lo doméstico, pero no tienen familias propias, ni hijos, ni parejas.

3.

Esto se dice menos: la división de lo femenino y lo patriarcal no es sólo una división que nosotras llevamos en nosotras mismas: es una división sobre todo impuesta a nosotras desde afuera, desde la cultura. Y se dice menos porque la grave injusticia de esa imposición diaria implica un desamor activo y cotidiano de nuestros seres amados.

La conveniente indiferencia masculina a la injusticia de que lo hogareño sea nuestra responsabilidad es consabida. De la injusticia en lo laboral, ejercida por hombres y mujeres contra las mujeres, les entrego algunas estampas que la lectora reconocerá, igual que el lector.

Cada vez que una mujer se para ante un micrófono, debe vencer la expectativa de que hablará no adecuadamente. De que no dirá tonterías. O irrelevancias. Que no será demasiado agresiva ni demasiado suave. Que no ti-tu-bea-rá. Que no usará demasiadas condicionantes: Yo creo que, Probablemente, Me parece a mí, Tal vez, Lo digo con todo cariño... Pero tampoco será demasiado masculina: segura, firme, confrontadora.

No es raro que las mujeres tengan dificultades especiales al hablar en público o escribir para el público. Si se espera que no sea femenina pero tampoco que sea masculina, a cada mujer le quedan muy pocos modelos para inspirarse: al decidir expresarse camina sobre una cuerda floja con un público que espera su resbalón.

Otra estampa.

Hace un año, varias amigas conductoras de TV de distintas televisoras nos sentamos a analizar 15 horas de mesas de discusión en la TV y verificamos esto que narro.

En ninguna mesa de discusión había más mujeres que hombres (excepto en las mesas de la llamada Barra Exclusiva para Mujeres), y en ninguna había siquiera paridad. Y las siempre pocas mujeres hablaban, cada una, en promedio 30% menos que el promedio de los hombres, y cuando cada una hablaba, el 50% de las ocasiones les arrebataban la palabra, sin dejarla concluir sus ideas.

No es casual que lo mismo narre Sheryl Sandberg, CEO de Facebook, en un artículo reciente para el New York Times. ("Women at Work", enero 12, 2015). La empresaria afirma que en las juntas de trabajo en Norteamérica, las mujeres siguen siendo típicamente minoritarias y hablan menos que los hombres; y es tan común que cuando hablan sean interrumpidas, que muchas deciden dejar de intentar hablar.

Una investigación realizada por la doctora Victoria L. Brescolle, de la Universidad de Yale, descubrió este otro dato gemelo. En las juntas de trabajo, los hombres que hablan más que el promedio de sus pares son valuados 10% mejor por sus pares; en cambio, las mujeres que hablan más que el promedio, son valuadas 10% peor. "Hablan demasiado", al juicio de los que las valuaron negativamente.

Es decir, si no hablamos, las mujeres perdemos la oportunidad de expresarnos, pero si hablamos perdemos también.

Esta es una anécdota conocida. El CEO de Microsoft, Mr. Satya Nadella, declaró en una reunión de la empresa, el año pasado, que las mujeres no deberían pedir aumentos de salarios. "Es mal karma", dijo. Deben esperar a que sus jefes les suban el salario en un acto de justicia.

La ejecutiva de más alto rango de Microsoft declaró a continuación que ella no había pedido aumento de salario en 10 años y que su jefe, Mr. Satya Nadella, no le había subido tampoco el salario. Y aventuró esta apreciación: a su parecer, las mujeres que no piden aumentos en general no obtienen aumentos, pero las que sí piden aumentos en general tampoco los obtienen.

Y los pocos análisis en el ámbito cultural confirman lo propio. Por ejemplo, en México, el crítico cultural Fernando Escalante contó en el año de 2010 cuántas mujeres publicaban en las dos revistas culturales de mayor influencia. Los números son de escándalo.

En Letras Libres, por cada seis artículos firmados por hombres se publicaba uno firmado por una mujer, y en Nexos por cada cinco artículos de varones se publicaba uno de una mujer.

Héctor Aguilar Camín, director de Nexos, apuntó que estas proporciones eran semejantes a las que ocurrían en The New Republic o en el New Yorker, concluyendo con dos comentarios. Uno, que la discriminación no consciente acaso sea peor que la consciente, porque no puede remediarse. Y dos: "Mal de muchos, consuelo de misóginos".

Y sin embargo, pasado un lustro, y según un recuento de los números de enero y febrero de 2015 de ambas revistas, esas proporciones no han variado.

En cuanto a las instituciones del Estado mexicano que valoran el trabajo intelectual y artístico de los ciudadanos, los números son aún más descorazonadores. La doctora Lucía Melgar publicó, precisamente en la revista Nexos de febrero de 2015, los números que cifran la injusticia de género, y a los que hasta ahora ninguna institución considera siquiera necesario responder. 

Es decir, en el mundo del trabajo, la cultura sigue imponiendo que las mujeres seamos tan femeninas como dentro de los hogares: las que conectan, las que se resignan, las que alimentan y, lo de más consecuencia: las que hacen su trabajo sin cobrar ni dinero ni notoriedad.

Y se castigan dos cosas: si no somos eso, femeninas, y también si somos femeninas.

4.

Y acá es donde saco el martillo feminista y martillo como un clavo en el corazón de las lectoras (y de los hombres a los que les importe la democracia) la obligación de cambiar el mundo. De destrozar de una buena vez el puto patriarcado. Perdón por la fea palabra: patriarcado.

Bueno, voy a hacer más bien lo contrario. Primero diré que cada mujer sí puede remediar en el espacio breve de su vida personal varios grados de la misoginia cultural, si actúa directamente sobre ella. Y voy a decir después que no ha habido un tiempo más interesante para ser mujer que este tiempo de las mujeres divididas entre lo femenino y lo patriarcal. Es decir: para las mujeres que en lugar de padecerlo sepan aprovecharlo.

Sobre lo primero, el consejo pertinente es el que sigue. Las mujeres debemos de asumir la injusticia a la que nacimos, en cuanto que nacimos mujeres en un mundo misógino. Ver la injusticia de frente y con la autoridad que hemos aprendido a ejercer en el mundo patriarcal, remediarla antes de que suceda en nuestra circunstancia.

Las mujeres debemos aceptar participar en mesas redondas a condición de pactar antes, no después, que no se nos interrumpa. Debemos pactar contratos laborales en donde se prevengan las condiciones de nuestros aumentos de salarios. A tal eficacia, tal recompensa. Debemos pactar con los editores de las revistas en las que participamos la frecuencia y la notoriedad con que se nos publica. No dejarlo a la decisión de su misoginia inconsciente o consciente. Debemos pactar también por escrito contratos con nuestras parejas sobre la distribución del trabajo doméstico, antes de que la inercia de las costumbres nos atribuyan la mayor parte.

Y por otro lado, y de mayor trascendencia, lo antes dicho: debemos aprender a ver, en nuestros dos mundos, la mayor oportunidad laboral de nuestra generación.

En lugar de hablar de ello desde lo general, desciendo algunos peldaños para abordar en ejemplos concretos este cambio de actitud.

5.

¿Han escuchado a la persona más poderosa del planeta hablar? Se llama Angela Merkel, canciller de Alemania.

La escuché hablar hace un año en el Reichstag, el parlamento alemán, y costaba trabajo no dormirse. Con su vocecita suave, monocorde, a menudo ti-tu-bean-te, me arrullaba. Entonces noté que los señores legisladores que llenaban el Reichstag agachaban el cuerpo hacia adelante para atenderla. Uno a mi lado, el legislador que era mi anfitrión, me explicó: cada palabra que Angela pronunciaba esa tarde estaba cambiando la política militar de Europa y con ello del Hemisferio Occidental y con ello del planeta.

Resulta que parte del éxito de doña Merkel es esa forma de hablar, sin romper nada, sin violentar, sin asustar, arrullando con la voz. Eso en primer lugar le hizo llegar a su puesto. Eso más el hecho de que nunca le dejaban hablar en las juntas de su partido y por tanto nadie sabía demasiado de ella y todos daban por hecho que carecía de ambición personal.

Y eso ahora la vuelve una política tan especial. Una política que mejor que hablar escucha, escucha a todos, deja brillar verbalmente a cada cual, abre el espacio para dejar entrar la información de todos los Otros, como una madre escucha a todos sus hijos y deja brillar a cada uno. Y cuando doña Angela toma una decisión, suele ser sorpresiva y al mismo tiempo muy entendible –no es casual, está hecha de las palabras de los Otros ordenadas de una nueva forma–, amén de que suele ser reconfortante.

La madre está en casa y todo está bien, dicen las decisiones de la canciller. Di Mutter la llaman en Alemania a doña Merkel, un apodo que primero le cayó en el hígado y ahora usa en su propaganda electoral.

Quiero decir que hoy día para nosotras el mayor error es calcar lo masculino, intentar ser un Hombre Eficaz, porque no lo somos biológicamente, ni culturalmente, y por algo más: porque al hacerlo perdemos la oportunidad de traer algo novedoso a nuestras sociedades. Una nueva forma de ser y actuar femeninas pero que aprovecha los instrumentos patriarcales.

6.

En la serie norteamericana llamada de The Shark Tank, cinco empresarios billonarios, los llamados tiburones, escuchan a empresarios bisoños e invierten dinero en ellos, o no.

Bueno, quiero referirme al mejor negocio que se ha cerrado en las seis temporadas de la serie.

Un señor de grandes orejas y grandes lentes trajo a vender a los tiburones una esponjita amarilla para lavar trastes. Una esponjita que empalma perfectamente en la palma de una mano, no retiene la grasa y tiene tres agujeros: dos como ojitos y una como sonrisa.

El único empresario que apostó por un productito tan tonto fue la señora Lori Greiner, la única mujer entre ellos. Y es que era el único empresario billonario que lavaba trastes en su casa y entendía la reforma genial de la esponjita que se ajusta a la palma de la mano y además sonríe.

En un año, 10 millones de dólares en ventas ha tenido el smiling face para lavar trastes.

Es decir, si cualquier mujer tiene un productito, o una reforma discreta de cualquier asunto que nos facilite la vida a todas nosotras, la generación de mujeres incómodas, tiene un mercado potencial del tamaño de la tercera parte de la población planetaria adulta. Eso, claro, siempre y cuando sepa usar los instrumentos patriarcales para hacérnoslo saber y hacérnoslo llegar.

7.

Mi último ejemplo, porque el espacio para este ensayo se acaba.

La Dra. Joan Roughgarden hace 10 años se llamaba Jonathan Roughgardner y tenía un cuerpo de hombre. Porque sentía que su alma era la de una mujer, Jonathan se operó los genitales y se aumentó senos, la corrieron de la Universidad de Princeton, donde daba clases, y gracias a ello se dedicó a lo que hacía tiempo realmente quería hacer. Revisar con su mirada femenina la Naturaleza.

Esto es lo que vio Joan con sus ojos de mujer. Que la Biología hasta hoy ha visto la Naturaleza a través de los anteojos de los valores patriarcales: un universo de competencia, de sálvese el que pueda, de si no me lo das te lo quito y si no te lo quito te mato, de quién es el chimpancé alfa, de la lucha del más apto por sobrevivir, del gene egoísta, de la horda de espermatozoides que compiten como nadadores frenéticos para llegar antes al óvulo y, plas, penetrarlo.

Y la Dra. Roughgarden se puso a redescubrir a la Naturaleza con sus ojos de mujer cultural, y en su libro El arco iris de la evolución, la ha redescrito de forma muy distinta.

Como un universo de cooperación, donde las especies más exitosas son las que mejor cooperan (las hormigas, las termitas, las aves que vuelan en parvadas, los peces que viven en cardúmenes, y por supuesto los humanos: la especie más cooperativa del planeta), donde las especies o los individuos egoístas son exterminados, un mundo de óvulos que esperan relajadamente a que lleguen a ellos los frenéticos espermatozoides, para abrirse y dejar entrar al más simpático: es decir, al más sintónico con las necesidades químicas del óvulo.

Esta forma de re-ver, de re-visar, a la Naturaleza, a través de los anteojos de la feminidad, está revolucionando a la Biología. Es probable que la veremos emerger también a otras ciencias, a la economía, a la ciencia política, a todas aquellas áreas del conocimiento donde el principio darwinista del triunfo del más apto organiza hasta hoy el pensamiento, y es también probable que sea la Biología de la cooperación la que estudiarán en sus primarias nuestras tataranietas.

8.

Las mujeres de hoy somos las mujeres divididas, pero podríamos volvernos las mujeres dobles: las que son dueñas de dos tradiciones: dos cajas de instrumentos, los femeninos y los patriarcales.

Eso, si no vacilamos entre nuestras dos formas de ver, sino las aprovechamos a un tiempo. Nuestras dos formas de ver, nuestros dos ojos, nuestras dos manos, nuestros dos hemisferios cerebrales.


Nuestros dos ovarios y nuestros dos pezones.

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