Tasia Aránguez Sánchez: ¿Por qué la biología de las mujeres es importante para el feminismo?
©Tasia Aránguez
Sánchez, El Plural
Fuente:
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Aristóteles
consideraba que las mujeres somos hombres incompletos, es decir que las
características del hombre son las características de los humanos y que las
diferencias biológicas femeninas no son más que los rasgos de un hombre
imperfecto. Por desgracia este filósofo no es el único representante del
sexismo en la ciencia, sino que las grandes figuras de la historia de la
ciencia, de Galeno a Darwin, teorizaron sobre la superioridad natural de los
hombres sobre las mujeres.
Multitud de
mentiras científicas han servido para justificar la subordinación política de
las mujeres en la sociedad. Algunas de las más conocidas mentiras son las
siguientes: la natural promiscuidad de los hombres y la natural fidelidad de
las mujeres, la preferencia natural de las mujeres por el cuidado frente a la
vida pública, el carácter natural de la sexualidad violenta de los hombres (y
de las violaciones), la natural inferioridad para el razonamiento abstracto,
las matemáticas y la tecnología, la menstruación como limitadora de nuestra
capacidad racional y la mayor coordinación física de los hombres. Silvia García
Dauder y Eulalia Pérez Sedeño refutan estas mentiras en su libro “Las mentiras
científicas sobre las mujeres”, una lectura muy recomendable.
La apelación a
presuntas diferencias biológicas entre hombres y mujeres para legitimar la
subordinación social de las mujeres no es cosa del pasado. En las últimas
décadas hemos asistido a la proliferación del “neurosexismo pop”: un conjunto
de estudios poco rigurosos que refuerzan estereotipos de género basándose en
supuestas diferencias cerebrales entre mujeres y hombres. A pesar de los
importantes déficits de calidad de estos estudios, muchas personas acceden a
ellos a través de magazines y periódicos creyendo que se trata de divulgación
científica.
Paradójicamente,
la tradición científica ha ignorado el estudio de las diferencias de la
biología femenina al mismo tiempo que las utilizaba de forma sesgada para
argumentar sobre la inferioridad de las mujeres. Así, el cuerpo masculino se
consideraba el modelo de lo humano, mientras que las mujeres eran vistas como
“el sexo”. Como sostiene la brillante científica Carme Valls en su
imprescindible libro “Mujeres, salud y poder”, en medicina la “diferencia” de
las mujeres nunca se ha investigado en condiciones de igualdad con la
“diferencia” específica de los hombres, pues esta última se trata como si fuese
“lo universal”. Así, tradicionalmente se consideraba que las enfermedades no
tienen sexo y que no hay diferencias en el modo de enfermar, ni en la reacción
a los tratamientos. Estudiando a los hombres, ya estaban estudiadas todas las
mujeres, menos en el embarazo y el parto (esta era la única diferencia que
formaba parte de los estudios básicos de medicina y profesiones sanitarias).
A partir de los
años setenta del siglo XX el feminismo introdujo importantes cambios en la medicina.
Se estudió el efecto de patriarcado sobre la salud mental de las mujeres, y se
indagó sobre la influencia de las desigualdades económicas y sexuales en el
acceso a la atención sanitaria y a la participación en el conocimiento
científico. Sin embargo, aquel feminismo llevaba implícita una cierta visión
negativa del cuerpo femenino, pues se consideraba que el cuerpo es una
limitación para el acceso de las mujeres a los derechos y privilegios que la
sociedad otorga a los hombres. Dicha perspectiva entronca con Mary
Wollstonecraft, Simone de Beauvoir y Shulamith Firestone. Según esta posición
teórica, las mujeres son igual de inteligentes que los hombres, pero la
menstruación y la capacidad de concebir son auténticas cárceles para las
mujeres de las que la sociedad debe liberarlas. La píldora anticonceptiva
contribuiría a liberar a las mujeres de la tiranía de su biología. Años
después, en este mismo paradigma receloso del cuerpo de las mujeres, la terapia
hormonal sustitutiva se consideraría un modo de mejorar las vidas de las
mujeres afectadas por un cuerpo “enloquecido” por la menopausia.
Carme Valls señala
que en los últimos años se ha percibido la influencia sobre la medicina de los
estudios queer, y que uno de los problemas de este paradigma es que no tiene en
cuenta que el sexo biológico existe, que hay dos tipos de organismos
diferenciados. Curiosamente, mientras la teoría queer niega el dimorfismo
sexual sí sostiene la existencia de cerebros masculinos y cerebros femeninos.
Sin embargo, estas diferencias han sido refutadas por estudios serios como el
de Daphna Joel de la Universidad de Tel Aviv (2015). Este estudio utilizaba
imágenes cerebrales por MRI de una amplia muestra de individuos para determinar
las diferencias de estructura cerebral por sexos y para ello se elaboró un
espectro de diferencias para clasificar los cerebros tratando de agruparlos de
modo que los hombres tendiesen a estar más cerca de un lado y las mujeres del
otro. Sin embargo, solo entre el 0% y el 8% de las personas tenían un cerebro
totalmente masculino o totalmente femenino. Entre el 23% y el 53% de los
cerebros contenían una mezcla de zonas que estaban entre el final del cerebro
masculino y el final del femenino en el espectro. Asimismo, el equipo analizó
los amplios conjuntos de datos que evaluaban conductas de género estereotípicas
como jugar a la videoconsola o ver telenovelas, y solo un 0,1% de las personas
con un cerebro “plenamente masculino” o “plenamente femenino” mostraban una
conducta acorde con los estereotipos correspondientes.
Justo al contrario
de lo que afirma la teoría queer, no hay diferencias cerebrales entre mujeres y
hombres. Y, sin embargo, al contrario de lo que afirma esta teoría, la ciencia
médica pone de manifiesto que existen múltiples diferencias biológicas entre
mujeres y hombres que son importantes para la salud de las mujeres.
Por consiguiente,
explican Dauder y Sedeño, los resultados muestran que los cerebros humanos no
pueden categorizarse en dos clases distintas: cerebro masculino y cerebro femenino.
Para el análisis del cerebro es mucho más certero estudiar la gran variabilidad
del cerebro humano, así como las diferencias individuales de la composición
específica del mosaico cerebral. También se muestra que las diferencias
cerebrales entre algunos hombres y algunas mujeres no se corresponden con
comportamientos y estereotipos asignados a mujeres y a hombres.
Justo al contrario
de lo que afirma la teoría queer, no hay diferencias cerebrales entre mujeres y
hombres. Y, sin embargo, al contrario de lo que afirma esta teoría, la ciencia
médica pone de manifiesto que existen múltiples diferencias biológicas entre
mujeres y hombres que son importantes para la salud de las mujeres.
Carme Valls
sostiene que ignorar la importancia del sexo biológico en la enfermedad implica
pasar por alto que la medicina se ha construido sobre la norma del hombre,
sobre el masculino neutro. Para testar los productos químicos se utiliza como
patrón el umbral nocivo para los varones del 20 años del ejército de Estados Unidos.
Para decidir cómo ha de ser el dolor de un infarto de miocardio se utiliza la
descripción basada en estudios que se han realizado solo en hombres, y por lo
tanto no se ha valorado que el dolor en la mujer se presenta de otra forma (con
sensación de nausea, ahogo, presión en el estómago y un dolor que sube hasta
las mandíbulas). A estos dolores se les llama atípicos, cuando el infarto de
miocardio es una de las principales causas de muerte entre las mujeres. Si son
atípicos, ¿quién es el tipo?, se pregunta la científica.
Gracias al trabajo
incansable de científicas como la citada Valls, desde la década de los noventa
la medicina está cambiando sus paradigmas y empieza a estudiar las diferencias
de las mujeres en todas las especialidades. El sexo biológico (ser hembra de la
especie humana) debe tenerse en cuenta en medicina. Y no solo es importante
porque implique diferencias relevantes que han sido ignoradas por la ciencia
médica, sino que también lo es porque la sociedad patriarcal se construye sobre
la explotación del cuerpo de las mujeres, que es utilizado por los hombres como
instrumento sexual y reproductivo. La importancia del sexo biológico para el
patriarcado comienza incluso antes del nacimiento. La eugenesia de las niñas
tiene un alcance enorme en el planeta. Se practica el aborto de los fetos con
genitales femeninos antes de que nazcan, o se las mata en el momento del
nacimiento. Esto ocurre en India y China, donde la pobreza y la necesidad de
pagar dotes para casar a sus hijas hace disminuir tanto el valor de mercado que
muchos padres y madres prefieren el sacrificio de sus vidas antes de que
nazcan. En Asia faltan 100 millones de mujeres. Estas intervenciones tienen
lugar mucho antes de que las hembras expresen su “identidad de género”.
Por tanto en la
tradición científica se han conjugado dos formas perniciosas de tratar con la
biología femenina: una de ellas enfatiza las diferencias (pero sin estudiarlas
seriamente) y las utiliza para justificar la opresión de las mujeres, la otra
ignora las diferencias y, por tanto, permite que el cuerpo masculino quede como
representante de lo genérico. Frente a esta paradoja resultan interesantes las
posiciones que huyen tanto del constructivismo extremo (el dimorfismo sexual no
existe), representada por la teoría queer, como de los modelos biomédicos que
interpretan las diferencias como enfermedad o inferioridad.
La atención
científica a la salud de las mujeres es, literalmente, un asunto de vida o
muerte. Por ejemplo, durante mucho tiempo se pensó que el infarto no era algo
de mujeres, pero lo cierto es que las enfermedades cardiovasculares son la
primera causa de mortalidad femenina en los países occidentales, por delante
del cáncer de mama. Un dato muy grave es que las mujeres presentan una mayor
mortalidad en los seis meses posteriores al infarto. Las mujeres presentan peor
supervivencia ante un evento coronario agudo (esto no debería extrañarnos si
tenemos en cuenta que la mayoría de las mujeres no conocen los síntomas
diferenciales) y está ampliamente documentado un menor esfuerzo diagnóstico y
terapéutico.
Hasta los años
noventa la mayoría de las investigaciones sobre enfermedades se realizaron sin
incluir a ninguna mujer entre los sujetos investigados. Los fármacos para
infartos, la investigación sobre el cáncer, se habían realizado sin mujeres.
Los individuos estudiados eran solo hombres. Por eso nadie observó que los
síntomas de infarto de las mujeres eran distintos a los de los hombres. La
ausencia de las mujeres en los ensayos de medicamentos dificultó constatar que
algunos anticoagulantes, utilizados contra los ataques de corazón, aunque
benefician a muchos hombres, causan hemorragias en muchas mujeres. Por su
parte, los medicamentos para la presión sanguínea alta tienden a bajar la
mortalidad de los hombres en los ataques de corazón, pero se ha comprobado que
aumentan las muertes entre las mujeres.
Todavía las
mujeres están ausentes o infrarrepresentadas en muchos estudios de
medicamentos, a pesar de que consumen aproximadamente el 80% de los productos
farmacéuticos. Como señalan Dauder y Sedeño, el Valium nunca se ha contrastado
en mujeres, aunque en Estados Unidos, 2 millones de mujeres al año lo toman.
Otro ejemplo de
vida o muerte, es el de las mujeres con VIH. Dauder y Sedeño exponen que, como
con el infarto, hubo un tiempo en que se pensó que los afectados eran
principalmente los hombres (y en concreto, los homosexuales). Sin embargo, el
50% de las personas que viven con VIH en el mundo son mujeres, y casi todas han
sido contagiadas en relaciones heterosexuales con sus parejas. Según la OMS es
la principal causa de muerte entre las mujeres en países en desarrollo. Las
mujeres apenas han estado presentes en los ensayos clínicos de
antirretrovirales, por lo que no se han estudiado lo suficiente los efectos
secundarios en sus cuerpos, ni la efectividad de los medicamentos. La
investigación se ha orientado hacia los hombres y por eso hasta hace poco se
ignoraban síntomas femeninos como las infecciones vaginales o las verrugas
genitales. Hasta estudios recientes no se había notado que la enfermedad avanza
más deprisa y es más mortal en mujeres que en hombres.
El sida se
desarrolla con más agresividad y velocidad en el cuerpo de las mujeres una vez
que han sido infectadas con el virus del VIH debido a las diferencias en el
sistema inmune (el hecho de que padezcamos con más frecuencia enfermedades
autoinmunes nos hace más vulnerables a la evolución de la infección). Los
sesgos androcéntricos en la investigación del VIH han obstaculizado también una
prevención adecuada de la enfermedad, porque el contagio de las mujeres se
asocia a las relaciones con dominio masculino y a la dificultad de las mujeres
de negociar prácticas. Esto mismo ocurre en el VPH y otras ETS.
De las
enfermedades crónicas, son habituales el dolor crónico, la osteoartritis, las
autoinmunes, las endocrinas (particularmente las del tiroides) y la
endometriosis.
La invisibilidad
científica de la biología de las mujeres no solo impacta sobre la mortalidad,
sino también sobre la calidad de vida. Muchas mujeres viven con discapacidad o
enfermedad crónica a causa de que la ciencia trata con desdén los problemas de
las mujeres. Lois Verbrugge fue la pionera en demostrar que las enfermedades
crónicas son, estadísticamente, un problema de mujeres. Muchas mujeres
encuentran grandes dificultades para ser diagnósticas y sus enfermedades son,
con frecuencia, falsamente atribuidas a causas psicológicas. Los presupuestos
públicos para investigación prácticamente ignoran los problemas crónicos y,
cuando hay estudios sobre dichas enfermedades, las mujeres están
infrarrepresentadas en ellos. Por ejemplo, la diabetes es una enfermedad que
afecta a muchas más mujeres, pero que se ha estudiado en hombres.
De las
enfermedades crónicas, son habituales el dolor crónico, la osteoartritis, las
autoinmunes, las endocrinas (particularmente las del tiroides) y la endometriosis.
Estas enfermedades producen malestar y cansancio, y el largo periodo que suele
transcurrir hasta que se logra un diagnóstico, que puede ser de varios años,
colabora a crear un estado depresivo, porque las mujeres se ven obligadas a
trabajar con cansancio, dolor, y con baja calidad de vida. Algunas de ellas son
muy dolorosas y provocan una discapacidad. A pesar de ello son enfermedades
invisibles, tanto en la investigación como en la atención sanitaria. Parece ser
que el sufrimiento diario de las mujeres no se considera una prioridad de salud
pública.
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